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Moralidad para los viajeros en el tiempo

En su estudio había una lámpara de mesa eléctrica, pero, a menudo, Roger prefería trabajar por la noche a la luz de las velas. Cogió una cerilla de la caja y la encendió raspándola con suavidad. Tras leer la carta de Claire creyó que no volvería a encender nunca más una cerilla sin pensar en la historia del incendio de la Casa Grande. Dios santo, ojalá hubiera estado allí.

La llama de la cerilla se encogió al ponerla en contacto con la mecha, y la cera traslúcida de la vela adquirió por un instante un apagado y fantástico color azul y luego volvió a lucir con su brillo habitual. Miró a Mandy, que estaba cantando a un montón de animales de peluche dispuestos sobre el sofá. La habían bañado ya, con la intención de que no se metiera en líos mientras Jem se bañaba a su vez. Sin perderla de vista, se sentó ante el escritorio y abrió su cuaderno.

Había empezado a escribir medio en broma, medio en serio, como la única cosa que se le ocurría para combatir el miedo que lo paralizaba.

—Puedes enseñarles a los niños a no cruzar la calle solos —había observado Bree—. Y seguro que también a mantenerse alejados de las malditas piedras.

Él había estado conforme, pero con importantes reservas. A los niños pequeños, sí, se les podía inculcar que no metieran tenedores en los enchufes. Pero ¿y cuando se convertían en adolescentes, con ese deseo incontrolado de descubrir las cosas por sí mismos y esa pasión por lo desconocido? Recordaba su propio yo adolescente con enorme claridad. Dile a un adolescente que no meta tenedores en el enchufe y, en cuanto le des la espalda, saldrá disparado al cajón de la cubertería. Las chicas tal vez fueran diferentes, aunque lo dudaba. Volvió a mirar al sofá, donde ahora Amanda estaba tumbada panza arriba con las piernas en el aire, sosteniendo en equilibrio sobre sus pies un gran oso de peluche de aspecto ajado al que le estaba cantando Frère Jacques. Mandy era muy pequeña entonces, y no se acordaría. Jem, sí. Roger era consciente de ello cada vez que el chiquillo se despertaba en medio de una pesadilla, con los ojos abiertos de par en par y mirando al vacío, y no lograba recordar qué había soñado. Gracias a Dios, no sucedía a menudo.

También a él lo invadía un sudor frío siempre que lo recordaba. Aquella última travesía. Había abrazado a Jemmy contra su pecho y se había adentrado en... Señor. No tenía nombre, porque la humanidad en general no lo había experimentado nunca, y tenía suerte de no haberlo hecho. Ni siquiera se parecía a nada con lo que pudiera compararse.

Allí, ninguno de los sentidos funcionaba, y, al mismo tiempo, todos lo hacían, con tal hipersensibilidad que, si durara un segundo más de lo que duraba, uno no podría sobrevivir. Un vacío ensordecedor en el que el sonido parecía apalearte atravesando tu cuerpo con su latido, intentando separar cada célula de la siguiente. Una ceguera absoluta, pero como la que uno experimenta al mirar al sol. Y el impacto de... ¿cuerpos?, ¿fantasmas? De seres invisibles que te rozaban al pasar como alas de polilla o que parecían pasar como un rayo a través de ti con un impacto de huesos que se enredaban. Una sensación constante de gritos.

¿Y olía? Se detuvo un momento a pensar con el ceño fruncido, intentando recordar. Sí, maldita sea, sí olía. Y, por extraño que parezca, era un olor indescriptible: el olor del aire quemado por un rayo, olor a ozono.

«Huele intensamente a ozono», escribió, sintiéndose bastante aliviado por disponer siquiera de ese pequeño asidero de referencia al mundo normal.

Sin embargo, el alivio se desvaneció al instante siguiente, cuando volvió a la batalla que libraba con los recuerdos.

Se había sentido como si nada, salvo su propia voluntad, los mantuviera juntos, como si nada, salvo su determinación pura y dura a sobrevivir, lo mantuviera de una pieza. El hecho de saber qué esperar no lo había ayudado lo más mínimo. Había sido distinto y mucho peor que sus experiencias anteriores.

Sí sabía no mirarlos. A los fantasmas, si es que era eso lo que eran. Mirar no era la palabra correcta... ¿prestarles atención? De nuevo no había ninguna palabra que lo definiera, y suspiró exasperado.

—«Sonnez le matines, sonnez le matines...»

—«Din, dan, don —cantó suavemente a coro con ella—. Din, dan, don.»

Tamborileó con la pluma en el papel durante un minuto, pensativo, y, acto seguido, meneó la cabeza y volvió a inclinarse sobre el papel, intentando explicar su primera tentativa, la ocasión en que había estado a... ¿momentos?, ¿centímetros? A un mínimo grado de separación impensable de encontrarse con su padre, y de la destrucción.

«Creo que uno no puede cruzar la cronología de su propia vida», escribió despacio. Tanto Bree como Claire —las científicas— le habían asegurado que dos objetos no podían existir en el mismo espacio, ya fueran partículas subatómicas o elefantes. De ser cierto, eso explicaría por qué uno no podía existir dos veces en el mismo período de tiempo, se dijo.

Daba por sentado que había sido ese fenómeno lo que casi lo había matado en su primer intento. Cuando entró en las piedras estaba pensando en su padre, y, presumiblemente, estaba pensando en su padre tal como él, Roger, lo había conocido, lo que, por supuesto, había sucedido durante el período de su propia vida.

Volvió a tamborilear con la pluma en la hoja de papel, pero no pudo forzarse a escribir sobre ese encuentro. Más adelante. En su lugar, volvió al rudimentario esquema que encabezaba el libro.

Una guía práctica para viajeros en el tiempo

I. Fenómenos físicos

A. Enclaves conocidos (¿líneas telúricas?)

B. Herencia genética

C. Mortalidad

D. La influencia y las propiedades de las gemas

E. ¿Sangre?

Había tachado este último punto, pero, mientras lo miraba, vaciló. ¿Tenía obligación de contar todo lo que sabía, creía o sospechaba? Claire pensaba que la idea de que un sacrificio de sangre fuera necesario o útil era una tontería, una superstición pagana sin validez real. Tal vez tuviera razón. Al fin y al cabo, la científica era ella. Pero él tenía el turbador recuerdo de la noche en que Geillis Duncan había cruzado las piedras.

Unos largos cabellos rubios que revoloteaban arrastrados por las ráfagas de aire cada vez más violentas de un fuego, y las guedejas ondulantes que se recortaban unos instantes contra el frente de un monolito. El asfixiante olor a petróleo mezclado con el de la carne que se quemaba, y aquel tronco que no era un tronco, carbonizado en medio del círculo. Además, Geillis Duncan había ido demasiado lejos.

—En los viejos cuentos de hadas sucede siempre cada doscientos años —le había explicado Claire.

Cuentos de hadas literales. Historias de personas secuestradas por las hadas, «arrastradas al otro lado de las piedras» de las colinas del país de las hadas. «Érase una vez, hace doscientos años», solían comenzar esos cuentos. O devolvían a la gente a su lugar, pero doscientos años después del momento en que desaparecieron. Doscientos años.

Siempre que Claire, Bree o él mismo habían viajado, el período de tiempo había sido idéntico: doscientos dos años, lo bastante cerca de los doscientos años de los viejos cuentos. Pero Geillis Duncan había ido demasiado lejos.

Con desgana, volvió a escribir despacio «Sangre» y añadió entre paréntesis «¿Fuego?», pero nada debajo. Ahora no. Más adelante.

Por tranquilidad, miró al lugar de la estantería donde se encontraba la carta, bajo una pequeña serpiente tallada en madera de cerezo. «Estamos vivos»...

De repente sintió deseos de ir a buscar la caja de madera, sacar las demás cartas, abrirlas y leer. Por curiosidad, claro, pero también por algo más... Quería tocarlos, a Claire y a Jamie, presionar contra su rostro, contra su corazón, la evidencia de que vivían; eliminar el espacio y el tiempo que los separaba.

Sin embargo, reprimió su impulso. Lo habían decidido así o, mejor dicho, Bree lo había decidido, y se trataba de sus padres.

—No quiero leerlas todas de golpe —había dicho revolviendo el contenido de la caja con sus dedos largos y ligeros—. Es... es como si, una vez las haya leído, fueran... a desaparecer realmente por completo.

Roger lo comprendía. Mientras quedara alguna carta por leer, estaban vivos. A pesar de su curiosidad de historiador, compartía sus sentimientos. Además...

Los padres de Brianna no habían escrito aquellas cartas como entradas de un diario para los posibles ojos de una posteridad vagamente imaginada. Las habían redactado con la intención clara y específica de comunicarse con Bree y con él. Lo que significaba que podían muy bien contener cosas preocupantes. Sus suegros tenían ambos talento para ese tipo de revelaciones.

A su pesar, se puso en pie, cogió la carta de la estantería, la desdobló y leyó la posdata una vez más sólo para asegurarse de que no la había imaginado.

No la había imaginado. Con la palabra sangre resonando débilmente en sus oídos, volvió a sentarse. «Un caballero italiano.» Se trataba de Carlos Estuardo. No podía ser nadie más. Dios santo. Después de quedarse mirando al vacío unos instantes —ahora Mandy se había puesto a cantar Navidad—, se despabiló, volvió unas cuantas páginas y se puso de nuevo manos a la obra con tenacidad.

II. Moralidad

A. Asesinato y una muerte injusta

Naturalmente, asumimos que matar a alguien por cualquier otro motivo que no sea en defensa propia, la protección de otra persona o el uso legítimo de la fuerza en tiempo de guerra es completamente indefendible.

Se quedó mirando lo que había escrito, murmuró «imbécil pomposo», arrancó la página del cuaderno y la estrujó.

Ignorando la versión en tono atiplado de Mandy —«¡Navidad, Navidad, Bamman huele mal, Bobin es aún peor, hueeele fatal»—, recogió rápidamente el cuaderno y cruzó a grandes pasos el recibidor en dirección al estudio de Brianna.

—¿Quién soy yo para dar charlas de moralidad? —inquirió.

Ella levantó la vista de una hoja de papel que mostraba las piezas desmontadas de una turbina hidroeléctrica, con la mirada más bien ausente que indicaba que era consciente de que le estaban hablando, pero que no había desconectado su mente lo bastante del tema como para saber quién le hablaba o qué le estaba diciendo. Como ya estaba familiarizado con ese fenómeno, esperó con impaciencia a que su pensamiento soltara la turbina y se concentrara en él.

—¿...dar charlas de...? —preguntó frunciendo el ceño. Parpadeó y su mirada se volvió más penetrante—. ¿A quién le das charlas?

—Bueno... —Le mostró el cuaderno lleno de garabatos, sintiéndose repentinamente cohibido—. A los críos, más o menos.

—Se supone que debes charlar con tus hijos de moralidad —repuso ella con sensatez—. Eres su padre. Es tu trabajo.

—Ya —contestó Roger, sin saber muy bien qué decir—. Pero es que yo he hecho muchas de las cosas que les estoy diciendo que no hagan. —«Sangre.» Sí, tal vez sirviera de protección. Tal vez no.

Ella lo miró arqueando una ceja gruesa y rojiza.

—¿No has oído hablar nunca de la hipocresía piadosa? Creía que cuando uno estudiaba en el seminario le enseñaban cosas de ese tipo. Ya que mencionas charlar de moralidad, eso también forma parte de las tareas de un pastor, ¿no?

Se lo quedó mirando con sus ojos azules, a la espera. Roger inspiró hondo. «Seguro que ahora Bree irá y cogerá el toro por los cuernos», pensó con ironía. Desde que habían regresado, ella no había dicho ni una palabra acerca del hecho de que no hubiera llegado a ordenarse ni sobre lo que pensaba hacer con su vocación. Ni una palabra durante el año que pasaron en América, cuando operaron a Mandy, cuando tomaron la decisión de trasladarse a Escocia, durante los meses que estuvieron haciendo reformas tras comprar Lallybroch, ni una palabra hasta que él abrió la puerta. Una vez abierta, por supuesto, la había cruzado sin vacilar, lo había tirado al suelo y le había plantado un pie sobre el pecho.

—Sí —respondió sin alterarse—. Lo es. —Y le devolvió la mirada.

—Muy bien. —Brianna le sonrió cariñosamente—. ¿Cuál es el problema, entonces?

—Bree —dijo él, y sintió que el corazón se le clavaba en la garganta llena de cicatrices.

Ella se puso en pie y le colocó la mano sobre el brazo, pero antes de que ninguno de los dos pudiera seguir hablando, se oyeron los pasos de unos piececitos desnudos que cruzaban el vestíbulo saltando y, a continuación, la voz de Jem, que, desde la puerta del estudio de Roger, decía:

—¿Papi?

—Aquí estoy, compañero —respondió él, pero Brianna se acercaba ya a la puerta.

Roger la siguió y halló a Jem, con el pijama azul de Superman y el húmedo cabello de punta, de pie junto a su escritorio, examinando la carta con interés.

—¿Qué es esto? —inquirió.

—¿Qué eto? —repitió Mandy, acercándose a la carrera y subiéndose a toda prisa a una silla para ver.

—Es una carta de tu abuelo —respondió Brianna sin vacilar. Aparentando despreocupación, puso una mano sobre la carta para ocultar la posdata, y, con la otra, señaló el último párrafo—. Os manda un beso, ¿veis?

Una enorme sonrisa iluminó el rostro de Jem.

—Dijo que no nos olvidaría —recordó, satisfecho.

—Un besito, abuelo —exclamó Mandy e, inclinándose hacia delante de tal modo que su cascada de rizos negros le cubrió la cara, plantó un fuerte «¡Mua!» sobre el papel. Entre divertida y horrorizada, Bree cogió la carta y la secó, pero el papel, a pesar de ser tan viejo, era resistente.

—No ha pasado nada —declaró, y le tendió la carta a Roger con un gesto desenfadado—. Venga, ¿qué cuento vamos a leer esta noche?

—¡Mis amigos los aminales!

—A-ni-ma-les —corrigió Jem, inclinándose con el fin de que su hermana pudiera ver bien cómo articulaba las palabras con claridad—. Mis amigos los a-ni-ma-les.

—Vaaale —replicó ella, amistosa—. ¡Yo primero! —Y salió corriendo por la puerta, riendo a carcajadas y seguida muy de cerca por su hermano.

Brianna tardó tres segundos en agarrar a Roger por las orejas y besarlo con fuerza en la boca, luego lo soltó y salió tras su prole.

Sintiéndose más feliz, Roger se sentó mientras escuchaba el alboroto que armaban arriba al lavarse los dientes y la cara. Entre suspiros, volvió a guardar el cuaderno en el cajón. «Queda mucho tiempo —pensó—. Pasarán años antes de que lo necesiten. Montones de años.»

Dobló la carta con cuidado y, poniéndose de puntillas, la dejó en el estante más alto de la librería, desplazando la pequeña serpiente para no estropearla. Luego apagó la vela y fue a unirse a su familia.

Posdata: Veo que voy a tener la última palabra, un extraño privilegio para un hombre que vive en una casa que alberga (en el último recuento) a ocho mujeres. Tenemos intención de irnos del Cerro en cuanto deshiele y marcharnos a Escocia para recuperar mi prensa y regresar con ella. Viajar en estos tiempos no es seguro, y no puedo prever cuándo o si será posible volver a escribir. (Tampoco sé si podréis hacerlo vosotros.) Quería hablaros del traslado de los bienes propiedad de un caballero italiano que los Cameron tenían en fideicomiso. No creo sensato llevarlos con nosotros, y, por consiguiente, los hemos dejado en un lugar seguro. Jem sabe dónde. Si en algún momento los necesitáis, decidle que el español los está guardando. En tal caso, haced que un cura los bendiga. Están manchados de sangre.

Algunas veces desearía poder ver el futuro. Mucho más a menudo, doy gracias a Dios por no poder hacerlo. Pero siempre veré vuestros rostros. Besa a los niños por mí.

Tu padre, que te quiere,

J. F.

Una vez los niños se hubieron lavado los dientes y después de besarlos y meterlos en la cama, sus padres regresaron a la biblioteca con un vaso de whisky y la carta.

—¿Un caballero italiano? —Bree miró a Roger alzando una ceja con un gesto que a éste le recordó tan de inmediato a Jamie Fraser que dirigió involuntariamente la mirada a la hoja de papel—. ¿Se refiere a...?

—¿Carlos Estuardo? No puede referirse a nadie más.

Ella cogió la carta y volvió a leer la posdata, quizá por duodécima vez.

—Y si de verdad se refiere a Carlos Estuardo, entonces los bienes...

—Ha encontrado el oro. ¿Y Jem sabe dónde está? —Roger no pudo evitar decir esto último en tono interrogativo al tiempo que levantaba los ojos hacia el techo, encima del cual era de suponer que sus hijos dormían como angelitos arrebujados en pijamas con personajes de dibujos animados.

Bree frunció el ceño.

—¿Tú crees? Eso no es exactamente lo que dijo papá, y si lo sabía... es un secreto de una importancia tremenda para confiárselo a un chiquillo de ocho años.

—Es cierto.

Aunque sólo tuviera ocho años, Jem era muy bueno guardando secretos, pensó Roger. Pero Bree tenía razón, su padre nunca cargaría a nadie con el peso de una información peligrosa, y menos aún a su queridísimo nieto. Desde luego, no sin una buena razón, y la posdata dejaba bien claro que aportaba esos detalles sólo por si eran útiles en caso de necesidad.

—Tienes razón. Jem no sabe nada del oro, ni tampoco de ese español, sea lo que sea. ¿Te ha mencionado algo parecido alguna vez?

Bree negó con la cabeza y, acto seguido, se volvió, justo cuando una repentina ráfaga de viento entraba por la ventana abierta a través de las cortinas, impregnada de lluvia. Se puso en pie y corrió a cerrarla y, luego, subió a toda prisa la escalera para cerrar las ventanas de arriba, tras hacerle a Roger un gesto con la mano para que fuera a comprobar las de la planta baja. Lallybroch era una casa grande y curiosamente bien provista de ventanas. Los niños se pasaban el día contándolas, pero nunca obtenían el mismo resultado dos veces seguidas.

Roger pensó que podría contarlas él mismo algún día y dejar así el asunto zanjado, pero era reacio a hacerlo. La casa, como la mayoría de las construcciones viejas, tenía una personalidad bien definida. Lallybroch era acogedora, eso sí; grande y elegante, construida de modo que resultaba más bien cómoda que imponente, con los ecos de múltiples generaciones murmurando en sus paredes. No obstante, era un lugar que tenía también sus secretos, sin duda alguna. Y ocultar el número de ventanas que tenía suponía mantener la impresión de que era una casa bastante traviesa.

Las ventanas de la cocina, ahora equipada con una nevera moderna, unos fogones Aga y tuberías decentes, aunque conservaba sus antiguas encimeras de granito manchadas de jugo de arándanos y de la sangre de piezas de caza y aves de corral, estaban todas cerradas. Las comprobó a pesar de todo, del mismo modo que las de la trascocina. La luz del recibidor de atrás estaba apagada, pero podía ver el enrejado que había en el suelo, cerca de la pared, que proporcionaba ventilación a la cámara secreta que había debajo, el hoyo del cura.

Su suegro se había ocultado allí una breve temporada durante los días que siguieron al Alzamiento, antes de que lo encerraran en la cárcel de Ardsmuir. Roger había bajado allí en una ocasión, un rato, tras comprar la casa, y había abandonado aquel espacio húmedo y fétido entendiendo a la perfección por qué Jamie Fraser había decidido vivir en medio de la naturaleza en la remota cima de una montaña, donde no había límites en ninguna dirección.

Años ocultándose, sometido a presión, en la cárcel... Jamie Fraser no era un político, y sabía mejor que la mayoría cuál era el precio de la guerra, fuera cual fuese su presunto propósito. Pero Roger había visto de vez en cuando a su suegro frotarse distraído las muñecas, de las que habían desaparecido hacía mucho las marcas de los grilletes, aunque no el recuerdo de su peso. A Roger no le cabía la más mínima duda de que Jamie Fraser o vivía libre o moría. Y, por unos instantes, deseó, con una intensidad que le royó los huesos, poder estar con él para luchar a su lado.

Había empezado a llover. Oyó el golpeteo de la lluvia sobre los tejados de pizarra de los edificios adyacentes y, luego, cuando arreció, la acometida que envolvió la casa en niebla y agua.

—Por nosotros... y por nuestra prosperidad —dijo en voz alta pero serena. Era un pacto entre los dos, tácito pero absolutamente entendido.

Lo único que importaba era conservar la familia, proteger a los niños. Y si el precio que había que pagar era la sangre, el sudor o el alma, lo pagarían.

Oidche mhath —dijo con un leve gesto en dirección al hoyo del cura. «Buenas noches.»

Permaneció un rato más en la vieja cocina sintiendo el abrazo del edificio, su sólida protección frente a la tormenta. La cocina había sido siempre el corazón de la casa, pensó, y el calor de los fogones le pareció tan reconfortante como lo había sido el fuego del hogar, ahora vacío.

Encontró a Brianna al pie de la escalera. Se había cambiado para irse a la cama, que no era lo mismo que irse a dormir. En la casa siempre hacía frío y, además, la temperatura había bajado varios grados con el chaparrón. Sin embargo, no llevaba su ropa de lana, sino un fino camisón de algodón blanco de aspecto engañosamente inocente, con una pequeña cinta roja entrelazada. La tela blanca se adhería a la forma de sus pechos como una nube al pico de una montaña.

Roger se lo mencionó y ella se echó a reír, pero no hizo ninguna objeción cuando él los tomó en sus manos, sintiendo sus pezones contra la palma, redondos como guijarros a través del fino tejido.

—¿Subimos? —susurró Brianna e, inclinándose hacia delante, recorrió el labio inferior de él con la punta de la lengua.

—No —respondió Roger, y la besó con fuerza, sobreponiéndose al cosquilleo del tacto de su lengua—. En la cocina. Ahí todavía no lo hemos hecho.

La tomó, inclinada sobre la vieja encimera con sus misteriosas manchas, puntuando con el sonido de sus leves gemidos el aullido del viento y el ruido de la lluvia sobre las viejas contraventanas. La sintió estremecerse y licuarse, y se abandonó él también, con las rodillas temblando de placer, cayendo lentamente sobre ella, agarrándola de los hombros, hundiendo el rostro en las ondas de su cabello fragantes de champú y sintiendo el viejo granito suave y frío bajo su mejilla. El corazón le latía despacio y con fuerza, tan regular como el bombo de una batería.

Estaba desnudo, por lo que una ráfaga fría de aire llegada de algún lugar hizo que se le pusiera la carne de gallina en la espalda y las piernas. Brianna lo sintió temblar y volvió el rostro hacia él.

—¿Tienes frío? —susurró.

Ella no tenía. Resplandecía como una brasa encendida, y Roger sólo deseaba meterse en la cama junto a ella y dejar pasar la tormenta cómodo y calentito.

—Estoy bien —se agachó y recogió rápidamente la ropa que había tirado al suelo—. Vámonos a la cama.

Arriba, la lluvia sonaba con más fuerza.

—«Oh, los animales entraron de dos en dos —canturreó Bree en voz baja mientras subían la escalera—, los elefantes y los canguros...»

Roger sonrió. Uno podía imaginarse que la casa era un arca que flotaba sobre un rugiente mundo de agua, pero cómoda y agradable en el interior. De dos en dos, dos padres, dos niños... tal vez más algún día. Al fin y al cabo, había mucho sitio.

Con la luz apagada y el golpeteo de la lluvia en las contraventanas, Roger se demoró al borde del sueño, reacio a renunciar al placer del momento.

—No se lo preguntaremos, ¿verdad? —murmuró Bree. Tenía voz de sueño, y Roger sentía su peso cálido y blando contra su costado—. A Jem.

—¿A Jem? No, claro que no. No es preciso.

Sintió el aguijón de la curiosidad. ¿Quién sería el español? Además, la idea de un tesoro enterrado era siempre muy atractiva, pero no lo necesitaban. Tenían dinero suficiente, por ahora. Siempre suponiendo que el oro estuviera aún donde Jamie lo había dejado, lo que era en sí mismo poco probable.

Tampoco había olvidado el último requerimiento de la posdata de Jamie:

«Haced que un cura los bendiga. Están manchados de sangre.» Las palabras se fundían mientras las pensaba, y lo que veía en el interior de sus párpados no eran lingotes de oro, sino la vieja encimera de la cocina, llena de manchas oscuras, tan impregnadas en la piedra que se habían convertido en parte de ella, de modo que ni frotándolas con todo el vigor del mundo era posible eliminarlas, y menos aún con una invocación.

Pero no tenía importancia. El español, quienquiera que fuese, podía quedarse con su oro. La familia estaba a salvo.