William se había puesto el uniforme. Era necesario, le dijo a su padre.
—Denzell Hunter es un hombre de elevada conciencia y principios. No puedo intentar sacarlo del campamento americano sin tener un permiso como es debido de su oficial. De no ser así, no creo que viniese. Pero si puedo obtener una autorización, y creo que puedo hacerlo, estoy seguro de que vendrá.
Sin embargo, como es obvio, para conseguir un permiso formal con el fin de emplear los servicios de un médico del ejército continental, tenía que hacer una petición formal. Lo que suponía presentarse en los nuevos cuarteles generales de invierno de Washington en Valley Forge con la casaca roja, pasara lo que pasase después.
Lord John había cerrado los ojos unos instantes, claramente considerando qué era lo que podía suceder después, pero luego los abrió y dijo de pronto:
—Muy bien, pues. ¿Te llevarás a tu criado?
—No —contestó William, sorprendido—. ¿Por qué habría de necesitar uno?
—Para cuidar de los caballos, ocuparse de tus enseres... y ser los ojos de tu nuca —repuso su padre dirigiéndole una mirada que indicaba que debería haber pensado ya en algunas de esas cosas.
Por consiguiente, él no preguntó «¿Caballos?» ni «¿Qué enseres?», sino que simplemente asintió y dijo: «Gracias, papá. ¿Podrías encontrarme uno adecuado?»
«Adecuado» resultó ser un tal Colenso Baragwanath, un joven esmirriado de Cornualles que había llegado con las tropas de Howe como mozo de cuadra. De caballos sí sabía, William tenía que admitirlo.
Había cuatro caballos y una mula, esta última cargada con varias mitades de cerdo, cuatro o cinco pavos de buen tamaño, un saco de patatas de piel rugosa, otro de nabos y un gran barril de sidra.
—Si allí las condiciones son la mitad de malas de lo que pienso que son —le había dicho su padre mientras supervisaba el proceso de cargar la mula—, el comandante te concedería los servicios de medio batallón a cambio de esto, y más aún los de un médico.
—Gracias, papá —había repetido William antes de impulsarse hasta su silla con su nueva gorguera de capitán en torno al cuello y una bandera blanca de paz pulcramente doblada dentro de sus alforjas.
Valley Forge parecía un campamento gigantesco de carboneros malditos. El lugar era esencialmente una parcela de bosque, o lo había sido antes de que los soldados de Washington comenzaran a talar cuanto había a la vista. Había tocones cortados por doquier, y el suelo estaba cubierto de ramas rotas. Enormes hogueras ardían aquí y allá, y había montones de troncos por todos lados. Estaban construyendo cabañas a toda velocidad, y justo a tiempo, pues la nieve había comenzado a caer tres o cuatro horas antes, y el campamento estaba ya cubierto de un manto blanco.
William esperaba que pudieran ver la bandera blanca.
—Bueno, aquí tienes, y ve delante de mí —le dijo a Colenso, entregándole al muchacho la larga vara a la que había atado la bandera.
Los ojos del joven se dilataron de horror.
—¿Quién?, ¿yo?
—Sí, tú —repuso Willie con impaciencia—. Venga, o te daré una patada en el culo.
Mientras entraban en el campamento, William sentía un hormigueo entre los omóplatos, y Colenso iba agazapado como un mono a lomos de su caballo con la bandera tan baja como se atrevía, murmurando extrañas maldiciones en córnico. También le picaba la mano izquierda, y deseaba coger la empuñadura de su espada, la cacha de su pistola. Pero habían ido desarmados. Si tenían intención de pegarle un tiro, se lo pegarían, con armas o sin ellas, y acudir desarmado era señal de buena fe. Así que se echó el manto hacia atrás a pesar de la nieve con el fin de mostrar que no llevaba armas y avanzó despacio en medio de la tormenta.
Los preliminares transcurrieron sin novedad. Nadie le disparó, y lo llevaron ante un tal coronel Preston, un hombre alto y harapiento, vestido con lo que quedaba de un uniforme continental, que lo había mirado con desconfianza, pero que había escuchado su solicitud con sorprendente cortesía. Le concedió el permiso aunque, dado que se trataba del ejército americano, dicho permiso no era una licencia para llevarse al médico, sino más bien para preguntarle si quería ir.
Willie dejó a Colenso con los caballos y la mula con instrucciones estrictas de mantener los ojos bien abiertos y subió la pequeña colina donde le habían dicho que probablemente encontraría a Denzell Hunter. El corazón le latía deprisa, y no a causa del ejercicio. En Filadelfia, estaba seguro de que Hunter acudiría si se lo pedía. Ahora no lo tenía tan claro.
Había luchado contra los americanos, conocía a muchos de ellos que no se distinguían en absoluto de los ingleses con los que había estado dos años antes. Pero nunca había atravesado antes un campamento americano.
Parecía un caos, si bien todos los campamentos lo parecían en sus primeras fases, y observó el orden rudimentario que de hecho existía entre los montones de escombros y los muñones de árboles masacrados. Aunque ese campamento producía una sensación muy distinta, algo casi exuberante. Los hombres con los que se cruzaba iban andrajosos en extremo. Ni siquiera uno de cada diez llevaba zapatos a pesar del tiempo, y algunos de ellos formaban corrillos alrededor de las hogueras como si fueran mendigos, envueltos en mantas, chales, restos de lonas de las tiendas y costales. Y no estaban apiñados en triste silencio. Charlaban.
Conversaban amistosamente contando chistes, discutiendo, levantándose para ir a orinar en la nieve, para caminar en círculos con el fin de hacer circular la sangre. Había visto campamentos desmoralizados en otras ocasiones, pero ése no lo estaba. Lo que, dadas las circunstancias, era asombroso. Supuso que Denzell Hunter debía de participar del mismo ánimo. Siendo esto así, ¿consentiría en dejar a sus compañeros? No había forma de saberlo salvo preguntándoselo.
No había puerta a la que llamar. William bordeó un grupito de robles jóvenes sin hojas que, por el momento, habían escapado al hacha y encontró a Hunter en cuclillas cosiendo una brecha en la pierna de un hombre tumbado en una manta frente a él. Rachel Hunter le sujetaba los hombros, inclinada sobre él con la cabeza cubierta con una cofia mientras le hablaba para infundirle ánimos.
—¿No te dije que mi hermano era rápido? —le decía—. No más de treinta segundos, te dije, y así ha sido. Los he contado, ¿verdad?
—Cuentas muy despacio, Rachel —dijo el doctor, sonriendo mientras alargaba la mano para coger las tijeras y cortaba el hilo—. Un hombre podría dar tres vueltas andando alrededor de la catedral de St. Paul en uno de tus minutos.
—Tonterías —repuso ella con suavidad—. En cualquier caso, ya está. Venga, incorpórate y bebe un poco de agua.
Se volvió hacia el cubo que tenía a su lado y, al hacerlo, vio a William. Abrió la boca de sorpresa y, en un abrir y cerrar de ojos, se puso en pie y corrió a abrazarlo.
William no se esperaba eso, pero le encantó y le devolvió el abrazo con gran sentimiento. Olía a sí misma y a humo, y ello hizo que la sangre le corriera más deprisa por las venas.
—¡Amigo William! Creí que no volvería a verte nunca más —dijo separándose de él con el rostro resplandeciente—. ¿Qué estás haciendo aquí? Porque me parece que no has venido a alistarte —añadió mirándolo de arriba abajo.
—No —replicó él con bastante brusquedad—. He venido a pedir un favor. A su hermano —añadió con un poco de retraso.
—¿Ah, sí? Entonces, ven conmigo, ya casi ha terminado.
Lo condujo hasta Denny, mirándolo aún con gran interés.
—Así que eres realmente un soldado británico —señaló—. Pensábamos que probablemente lo fueses, pero temíamos que fueras un desertor. Me alegro de que no sea así.
—¿Se alegra? —inquirió él, sonriendo—. Pero, con toda seguridad, preferiría que abjurara de mi servicio militar y buscara la paz, ¿verdad?
—Claro que preferiría que buscaras la paz, y también que la encontraras —dijo ella, pragmática—. Pero uno no puede hallar la paz quebrantando un juramento y huyendo ilegalmente, sabiendo que tiene el alma empapada de engaño y temiendo por su vida. Denny, ¡mira quién ha venido!
—Sí, ya lo he visto. Amigo William, ¡bienvenido! —El doctor Hunter ayudó a su paciente recién vendado a ponerse en pie y se dirigió hacia William con una sonrisa—. ¿He oído que querías pedirme un favor? Si está en mi mano concedértelo, tuyo es.
—No le tomaré la palabra —repuso William con una sonrisa mientras sentía que se relajaba un nudo en la base de su nuca—. Pero escúcheme, y espero que considere apropiado venir.
Tal y como había esperado, al principio Hunter no se decidía a abandonar el campamento. No había muchos médicos, y con tanta enfermedad a causa del frío y del hacinamiento... pasaría una semana o más antes de que pudiera regresar. No obstante, William se mantuvo sabiamente en silencio, y sólo miró a Rachel una vez y buscó los ojos de Denzell después.
«¿Va a hacer que pase aquí todo el invierno?»
—¿Quieres que Rachel venga conmigo? —preguntó Hunter al instante, comprendiendo lo que quería decir.
—Iré contigo lo quiera él o no —señaló Rachel—. Y lo sabéis perfectamente los dos.
—Sí —replicó Denzell con suavidad—, pero parecía de buena educación preguntarlo. Además, el problema no es sólo que vengas tú. El...
William no oyó el final de la frase, pues un objeto de grandes dimensiones se arrojó de repente entre sus piernas desde atrás. Lanzó un grito afeminado y saltó hacia delante, antes de apresurarse a darse la vuelta para ver quién lo había asaltado de manera tan cobarde.
—Sí, me olvidaba del perro —admitió Rachel, aún tranquila—. Ahora ya puede andar, pero dudo que pueda soportar el viaje a Filadelfia a pie. ¿Crees que podrías arreglártelas para transportarlo, amigo William?
William reconoció al perro de inmediato. No podía haber dos como él.
—Pero ¿no es el perro de Ian Murray? —preguntó, alargando un tímido puño para que la enorme bestia lo olfateara—. ¿Dónde está su amo?
Los Hunter intercambiaron una breve mirada, aunque Rachel respondió con considerable prontitud.
—En Escocia. Se ha ido a Escocia a solucionar un asunto urgente, con su tío, James Fraser. ¿Conoces al señor Fraser?
A William le pareció que los Hunter lo miraban con mucha atención, pero asintió y dijo:
—Lo vi una vez, hace muchos años. ¿Por qué no se fue el perro a Escocia con su amo?
Intercambiaron de nuevo una mirada.
¿Qué pasaba con Murray?, se preguntó él.
—El perro se lastimó justo antes de que embarcaran. El amigo Ian tuvo la amabilidad de dejar a su compañero a mi cuidado —contestó Rachel con serenidad—. ¿Podrías tal vez facilitarnos una carreta? Creo que al caballo podría no gustarle Rollo.
Lord John encajó el pedazo de cuero entre los dientes de Henry. El muchacho estaba medio inconsciente tras la dosis de láudano que le habían administrado, pero aún reconocía lo suficiente cuanto lo rodeaba como para dirigirle a su tío una débil tentativa de sonrisa. Grey percibía el miedo que latía a través de Henry, y lo compartía. Tenía un nudo de serpientes venenosas en el estómago, una sensación constante de serpenteo salpicada de esporádicas punzadas de pánico.
Hunter había insistido en atarle a Henry los brazos y los pies a la cama para que no se moviera durante la operación. Hacía un día precioso. El sol se reflejaba en la nieve helada que ribeteaba las ventanas, y habían corrido la cama para aprovechar lo mejor posible la luz.
Le habían hablado del zahorí al doctor Hunter, pero éste había declinado cortésmente volver a llamarlo diciendo que aquello tenía un regustillo de adivinación y que, si tenía que pedir a Dios que lo ayudara en ese cometido, creía que no podría hacerlo con tanta sinceridad si intervenía algo de brujería en el proceso. Eso había ofendido de manera considerable a Mercy Woodcock, que resopló un poco al oírlo, pero guardó silencio, demasiado contenta, y también angustiada, para discutir.
Grey no era supersticioso, aunque tenía una mentalidad práctica, y había tomado cuidadosa nota del emplazamiento de la bala que el zahorí había encontrado. Lo explicó y, con el reacio consentimiento de Hunter, sacó una pequeña regla, trianguló el punto en la barriga hinchada de Henry y marcó el lugar donde presuntamente se encontraba la bala con un poco de hollín de la mecha de una vela.
—Creo que estamos listos —observó Denzell y, tras acercarse a la cama, colocó las manos sobre la cabeza de Henry y rezó un instante pidiendo ayuda y apoyo para sí, y resistencia y curación para Henry, y terminó reconociendo la presencia de Dios entre ellos.
A pesar de sus sentimientos puramente racionales, Grey sintió que se aligeraba un tanto la tensión que había en el dormitorio, con lo que las serpientes de su estómago se calmaron por el momento. Tomó la mano floja de su sobrino en la suya y le dijo con calma:
—Aguanta, Henry. No te soltaré.
Fue rápido. Grey había visto trabajar a otros médicos del ejército y conocía su celeridad, pero, incluso para esos estándares, la velocidad y la destreza de Denzell Hunter eran extraordinarias. Grey había perdido todo sentido del tiempo, absorto en la errática presión de los dedos de Henry, sus gritos agudos y penetrantes a través de la mordaza de cuero, y los movimientos del doctor, brutales y rápidos, y después meticulosos mientras unía los tejidos con delicadeza, los limpiaba con una gasa y los cosía.
Cuando Denzell dio la última puntada, Grey respiró en lo que le pareció la primera vez en varias horas, y vio en el reloj de mesa de la repisa de la chimenea que apenas había transcurrido un cuarto de hora. William y Rachel Hunter se hallaban junto al hogar, apartados, y observó con cierto interés que se habían cogido de las manos, y que tenían los nudillos tan blancos como sus rostros.
Hunter controló la respiración de Henry, le levantó los párpados para examinarle las pupilas, le limpió las lágrimas y los mocos de la cara y le tomó el pulso bajo la barbilla; Grey pudo verlo, débil e irregular, pero latiendo aún, un hilillo azul bajo la piel cérea.
—Muy bien, muy bien, y gracias a Dios, que me ha dado fuerzas —murmuraba Hunter—. Rachel, ¿podrías traerme los vendajes?
Ella se separó al instante de William y fue a buscar el pulcro montón de gasas dobladas y de tiras de tela rasgadas, junto con una especie de masa pegajosa de color verde que impregnaba el trapo que lo envolvía.
—¿Qué es eso? —inquirió Grey, señalándolo.
—Una cataplasma que me recomendó una compañera de profesión, una tal señora Fraser. He observado que tiene efectos beneficiosos en heridas de todo tipo —le aseguró el doctor.
—¿La señora Fraser? —dijo Grey, sorprendido—. ¿La señora de James Fraser? ¿Dónde demo...? Quiero decir, ¿dónde encontró usted a esa señora?
—En el Fuerte Ticonderoga —fue la sorprendente respuesta—. Ella y su marido estaban con el ejército continental durante las batallas de Saratoga.
Las salvajes serpientes en el estómago de Grey se despertaron de inmediato.
—¿Me está diciendo que la señora Fraser se encuentra ahora en Valley Forge?
—Oh, no. —Hunter negó con la cabeza, concentrado en su vendaje—. ¿Podrías levantarlo un poquito, por favor, amigo Grey? Necesito pasar este vendaje por debajo. Ah, muy bien, perfecto, gracias. No. —Continuó, enderezándose y secándose la frente, pues en la habitación, con tanta gente y el fuego llameante que ardía en la chimenea, hacía mucho calor—. No, los Fraser se han marchado a Escocia. Aunque el sobrino del señor Fraser fue tan amable que nos dejó a su perro —añadió al tiempo que Rollo, al que se le había despertado la curiosidad por el olor de la sangre, se levantaba de su sitio en el rincón e introducía su nariz por debajo del codo de Grey.
El perro olisqueó con interés las sábanas manchadas y el cuerpo desnudo de Henry, de arriba abajo. Luego estornudó de manera explosiva, sacudió la cabeza y volvió a echarse al suelo, donde se tumbó y pronto rodó sobre sí mismo, hasta quedar boca arriba con las patas suspendidas en el aire.
—Alguien debería quedarse con él durante uno o dos días —estaba diciendo Hunter mientras se limpiaba las manos en un trapo—. No deberían dejarlo solo, por si deja de respirar. Amigo William —dijo volviéndose hacia Willie—, ¿sería posible encontrar un sitio donde alojarnos? Debería estar cerca durante unos días, para poder visitarlo con regularidad y ver cómo progresa.
William le aseguró que ya se habían encargado de ello: una posada muy respetable, y —miró a Rachel al decir esto— muy cercana. ¿Podía llevar a los Hunter hasta allí? ¿O acompañar a la señorita Rachel, si su hermano no había terminado?
Para Grey, era bastante evidente que nada le habría gustado más a Willie que ir a caballo a solas con aquella atractiva cuáquera por la ciudad destellante bajo la nieve, pero la señora Woodcock le arruinó los planes al observar que, de hecho, era Navidad. No había tenido ocasión de preparar una gran comida, pero ¿no querrían los caballeros y la señora honrar su casa y el día tomando una copa de vino, para brindar por la recuperación de Grey?
Esa propuesta fue acogida, en general, como una estupenda idea, y Grey se ofreció voluntario para velar a su sobrino mientras iban a por el vino y las copas.
Ahora que se había marchado tanta gente de golpe, se estaba mucho más fresco en la habitación. De hecho, casi hacía frío, de modo que Grey le cubrió a Henry el vientre vendado con la sábana y también con la colcha.
—Te pondrás bien, Henry —susurró, a pesar de que su sobrino tenía los ojos cerrados y de que creía que el joven quizá estuviera dormido; esperaba que lo estuviera.
Pero no lo estaba. Henry abrió muy despacio los ojos, con los efectos del opio reflejados en las pupilas. Sus párpados entreabiertos indicaban el dolor que el opio no podía aplacar.
—No, no me pondré bien —dijo con voz débil y clara—. Sólo sacó una. La segunda bala me matará.
Sus ojos volvieron a cerrarse mientras el sonido de la alegría navideña se acercaba por la escalera. El perro suspiró.
Rachel Hunter se llevó una mano al estómago, otra a la boca, y reprimió un eructo que le subía por la garganta.
—La glotonería es un pecado —observó—. Pero es un pecado que conlleva su propio castigo. Creo que voy a vomitar.
—Todos los pecados conllevan su propio castigo —replicó su hermano, distraído, mientras mojaba la pluma en el tintero—. Pero tú no eres glotona. Te he visto comer.
—¡Estoy como si fuera a reventar! —protestó ella—. Y, además, no puedo evitar pensar en la pobre Navidad que tendrán los que dejamos en Valley Forge, en comparación con la... la... opulencia de lo que hemos comido esta noche.
—Bueno, eso es sentimiento de culpa, no glotonería, y falso sentimiento de culpa, además. No has comido más de lo que sería una comida normal. Lo único que pasa es que no has hecho una comida normal en varios meses. Además, me parece que el ganso asado tal vez no sea la última palabra en opulencia, ni siquiera relleno de ostras y castañas. Ahora bien, si hubiera sido faisán relleno de trufas, o un jabalí con una manzana caramelizada en la boca... —Le sonrió por encima de sus papeles.
—¿Tú has visto alguna vez cosas semejantes? —inquirió, llena de curiosidad.
—Sí, las he visto. Cuando trabajaba en Londres con John Hunter. Él hacía mucha vida social y me llevaba consigo de vez en cuando para atender algún caso, y en ocasiones los acompañaba a él y a su mujer a algún gran evento, muy amable por su parte. Pero no debemos juzgar, ¿sabes?, en particular por las apariencias. Incluso alguien que parece muy frívolo, derrochador o superficial tiene una alma y es valioso ante Dios.
—Sí —repuso ella, distraída, sin prestar realmente atención.
Abrió las cortinas de la ventana y vio la calle, fuera, como una mancha blanca. Junto a la puerta de la posada había colga da una linterna que arrojaba un pequeño círculo de luz, pero la nieve seguía cayendo. Su rostro flotaba en el oscuro cristal de la ven tana, delgado y con unos ojos enormes, y lo miró con el ceño fruncido, mientras se remetía un mechón de cabello oscuro bajo la cofia.
—¿Crees que lo sabe? —preguntó de golpe—. El amigo William.
—¿Que sabe qué?
—Lo extraordinario de su parecido con James Fraser —respondió mientras dejaba caer la cortina—. Sin duda no creerá que es pura coincidencia.
—Creo que eso no es asunto nuestro. —Denny comenzó a rascar de nuevo con la pluma.
Rachel soltó un suspiro de exasperación. Su hermano tenía razón, pero eso no quería decir que estuviera prohibido observar y preguntarse cosas. Se había alegrado mucho —más que alegrado— de ver de nuevo a William y, aunque el hecho de que fuera un soldado británico no era menos de lo que sospechaba, le había sorprendido en extremo descubrir que era un oficial de alto rango. Y más aún enterarse por su feísimo ayudante de Cornualles de que era un lord, aunque la pobre criatura no estaba seguro de cuál era su título.
Sin embargo, estaba claro que dos hombres no podían parecerse tanto sin compartir sangre en un grado relativamente próximo. Había visto muchas veces a Jamie Fraser y lo había admirado por su porte digno, alto y derecho, algo asustada por la ferocidad de su rostro, y siempre había tenido al verlo aquella leve sensación de que lo conocía, aunque hasta que William apareció ante ella en el campamento no se había dado cuenta de por qué. Pero ¿cómo era posible que un lord inglés estuviera emparentado con un jacobita escocés, con un criminal indultado? Pues Ian le había contado un poco de la historia de su familia, aunque no lo suficiente. Ni mucho menos.
—Estás pensando otra vez en Ian Murray —observó su hermano sin levantar la vista del papel. Parecía resignado.
—Pensaba que rechazabas la brujería —dijo ella con aspereza—. ¿O no incluyes leer la mente entre las artes de la adivinación?
—Veo que no lo niegas. —Entonces, la miró, empujándose las gafas nariz arriba con un dedo para verla mejor.
—No, no lo niego —repuso Rachel levantando la barbilla—. ¿Cómo lo has sabido?
—Mirabas al perro y has suspirado de un modo que denotaba una emoción que una mujer y un perro no suelen compartir.
—¡Buf! —exclamó, desconcertada—. Bueno, ¿y qué si pienso en él? ¿O es que eso tampoco es asunto mío? ¿No puedo preguntarme qué tal le va, cómo lo ha acogido su familia en Escocia? ¿Si tiene la impresión de haber vuelto a su hogar?
—¿Si volverá? —Denny se quitó las gafas y se restregó la cara con la mano.
Rachel podía ver en sus facciones que había tenido un día difícil.
—Volverá —respondió con voz tranquila—. No abandonaría a su perro.
Eso hizo reír a su hermano, lo que la molestó muchísimo.
—Sí, probablemente volverá a por el perro —coincidió—. Y ¿si vuelve con una esposa, Sissy? —Ahora su tono era cariñoso, y ella se giró de nuevo hacia la ventana para evitar que viera que la pregunta la perturbaba. No tenía por qué saberlo—. Tal vez sería mejor para ambos que así fuera, Rachel. —La voz de Denny seguía siendo amable, pero contenía un deje de advertencia—. Sabes que es un hombre manchado de sangre.
—¿Qué quieres que haga, entonces? —espetó sin volverse—. ¿Casarme con William?
Hubo un breve silencio procedente del escritorio.
—¿Con William? —preguntó Denny en un tono ligeramente sorprendido—. ¿Sientes algo por él?
—Yo... claro que siento amistad por él. Y gratitud —se apresuró a añadir.
—También yo —observó su hermano—, pero la idea de que te casaras con él no se me había pasado por la cabeza.
—Eres una persona muy molesta —replicó ella enfadada, volviéndose a mirarlo—. ¿No puedes dejar de burlarte de mí un día por lo menos?
Él abrió la boca para responder, pero un ruido procedente del exterior llamó la atención de Rachel, por lo que se volvió de nuevo hacia la ventana y abrió la gruesa cortina. Su aliento empañó el oscuro cristal, lo frotó con impaciencia con la manga y vio abajo una silla de manos. La puerta de esta última se abrió y, en medio del torbellino de nieve, salió una mujer. Iba cubierta de pieles y tenía prisa. Le tendió una bolsa a uno de los porteadores y entró a la carrera en la posada.
—Vaya, qué extraño —dijo Rachel, mientras se daba la vuelta a mirar a su hermano y después al pequeño reloj que adornaba sus aposentos—. ¿Quién va de visita a las nueve de la noche el día de Navidad? Sin duda no puede ser un amigo.
Pues, aunque los Amigos no celebraban la Navidad y para ellos esa festividad no habría sido ningún impedimento para viajar, los Hunter no tenían —aún— relación con los Amigos de ninguna reunión de Filadelfia.
Un ruido de pasos en la escalera le impidió a Denzell responder y, un instante después, la puerta se abrió de par en par. La mujer envuelta en pieles estaba en el umbral, tan blanca como su abrigo.
—¿Denny? —dijo con voz estrangulada.
Su hermano se puso en pie como si alguien le hubiera puesto carbones encendidos en la culera de los pantalones y volcó la tinta.
—¡Dorothea! —exclamó, y en un abrir y cerrar de ojos cruzó la habitación y se fundió en un apasionado abrazo con la mujer de las pieles.
Rachel se quedó pasmada. La tinta goteaba de la mesa sobre la alfombra de lona pintada, y pensó que debería hacer algo al respecto, pero no lo hizo. Tenía la boca completamente abierta. Pensó que debería cerrarla, y la cerró.
De golpe, comprendió el impulso que hacía blasfemar a los hombres de vez en cuando.
Rachel recogió las gafas de Denzell del suelo y se quedó con ellas en la mano, esperando a que se liberara del abrazo. «Dorothea —pensó para sí—. Así que ésta es la mujer, pero ¿se trata de la prima de William?» Él le había hablado de su prima mientras se dirigían hacia allí desde Valley Forge. De hecho, ella se encontraba en la casa cuando Denny le practicó la operación a... pero entonces, ¡Henry Grey debía de ser el hermano de esa mujer! Cuando Rachel y Denny llegaron a la casa aquella tarde, se había escondido en la cocina. ¿Por qué...? Claro: no por aprensión ni por miedo, sino porque no deseaba encontrarse cara a cara con Denny cuando iba a realizar una operación peligrosa.
La mujer le mereció por ello una mejor opinión, aunque aún no estaba dispuesta a estrecharla contra su pecho y a llamarla hermana. Dudaba que Dorothea sintiera cariño hacia ella tampoco, aunque, de hecho, quizá ni siquiera se hubiera percatado de su presencia, y menos aún sacado conclusiones acerca de ella.
Denny soltó a la mujer y retrocedió un poco, aunque por la ex presión radiante de su rostro, apenas si podía soportar no tocarla.
—Dorothea —dijo—. ¿Qué...?
Pero ella se le adelantó. La joven —Rachel se dio cuenta ahora de que era muy guapa— dio unos pasos atrás y dejó caer al suelo su elegante manto de armiño con un suave rumor. Rachel parpadeó. La joven iba vestida con un saco; no había otra palabra para definirlo, aunque ahora que lo miraba con mayor detenimiento, cayó en la cuenta de que tenía mangas. Sin embargo, estaba confeccionado con una basta tela gris y colgaba de sus hombros, sin apenas tocar su cuerpo en ningún otro lugar.
—Voy a hacerme cuáquera, Denny —dijo levantando un poco la barbilla—. Lo he decidido.
El rostro de Denny se contrajo y Rachel pensó que su hermano no sabía si reír, llorar, o volver a cubrir a su amada con el manto. Como no le gustaba ver la bonita prenda abandonada en el suelo, se agachó y la recogió.
—Tú... Dorothea... —repitió sin saber qué decir—. ¿Estás segura? No sabes nada de los Amigos.
—Claro que sí. Vosotros, los cuáqueros quiero decir, veis a Dios en todos los hombres, buscáis la paz en Dios, rechazáis la violencia y lleváis ropa poco llamativa para no distraer vuestra mente con las cosas vanas del mundo. ¿No es así? —inquirió Dorothea, inquieta.
«Lady Dorothea», se corrigió Rachel. William le había dicho que su tío era duque.
—Bueno... más o menos, sí —contestó Denny con labios temblorosos mientras la miraba de arriba abajo—. ¿Ese vestido... te lo has hecho tú?
—Sí, claro. ¿Le pasa algo?
—No, no —respondió él con voz algo entrecortada.
Dorothea lo miró con extrañeza, luego miró a Rachel, y pareció apercibirse de repente de que estaba allí.
—¿Qué tiene de malo? —preguntó dirigiéndose a Rachel, y ésta vio latir el pulso en su garganta blanca y torneada.
—Nada —le respondió mientras contenía sus propias ganas de echarse a reír—. Pero los cuáqueros sí podemos llevar ropa de nuestra talla. No tiene que afearse a propósito, quiero decir.
—Ah, entiendo.
Lady Dorothea miró, pensativa, la pulcra falda y la chaqueta de Rachel, que tal vez estuvieran hechas de paño casero marrón, pero que eran, sin duda, de su talla, y que, a decir verdad, también le sentaban bien.
—Bueno, no hay problema, entonces —manifestó lady Dorothea—. Le meteré un poquito aquí y allá. —Dando el asunto por zanjado, volvió a acercarse a Denny y le tomó una mano entre las suyas—. Denny —dijo suavemente—. Ay, Denny, pensé que no volvería a verte nunca más.
—Yo también —repuso él, y Rachel vio ahora en su rostro que libraba una nueva lucha, una lucha entre el deber y el deseo, y le dolió el corazón por él—. Dorothea... no puedes quedarte aquí. Tu tío...
—No sabe que he salido. Volveré. Una vez se hayan aclarado las cosas entre nosotros.
—Aclarado las cosas —repitió y, con evidente esfuerzo, retiró sus manos de entre las de ella—. ¿Te refieres...?
—¿Te gustaría tomar un poco de vino? —interrumpió Rachel al tiempo que cogía la licorera que el criado les había llevado.
—Sí, gracias. Él también tomará un poco —sonrió Dorothea.
—Creo que lo necesitará —murmuró Rachel con una mirada a su hermano.
—Dorothea... —dijo Denny, sin saber muy bien qué decir y pasándose una mano por el cabello—. Sé a lo que te refieres. Pero no es sólo cuestión de que tú te hagas amiga, siempre suponiendo que ello fuera... fuera... posible.
Ella se enderezó, orgullosa como una duquesa.
—¿Dudas de mi convicción, Denzell Hunter?
—Eeeh... no exactamente. Sólo pienso que tal vez no lo hayas pensado lo suficiente.
—¡Eso es lo que crees! —Las mejillas de lady Dorothea se cubrieron de rubor, y miró a Denny—. Quiero que sepas que no he hecho más que pensar desde que te marchaste de Londres. ¿Cómo demonios crees que ha llegado aquí, maldita sea?
—¿Conspiraste para que le dispararan a tu hermano en el abdomen? —inquirió Denny—. Eso parece un poco cruel, y con dudosas garantías de éxito.
Lady Dorothea respiró hondo dos o tres veces por la nariz, sin quitarle la vista de encima.
—Mira —dijo en un tono de voz razonable—, si no fuera una cuáquera perfecta, te habría dado un puñetazo. Pero no lo he hecho, ¿verdad? Gracias, querida —le dijo a Rachel al tiempo que cogía la copa de vino—. Deduzco que eres su hermana.
—No, no lo has hecho —admitió Denny con cautela, ignorando a Rachel—. Pero incluso concediendo, por decir algo —añadió con un tenue destello de su yo habitual—, que Dios te haya hablado de verdad y te haya dicho que debes unirte a nosotros, sigue habiendo el problemita de tu familia.
—En tus principios de fe no hay nada que requiera el permiso de mi padre para que nos casemos —espetó ella—. Lo he preguntado.
Denny pestañeó.
—¿A quién?
—A Priscilla Unwin. Es una cuáquera que conozco en Londres. Creo que tú también la conoces. Dijo que tú... No puede ser verdad... que tú le abriste a su hermano pequeño un forúnculo que tenía en el culo.
En ese momento, Denny se dio cuenta —quizá porque los ojos se le salían de las órbitas al mirar a lady Dorothea, pensó Rachel, no del todo divertida— de que no llevaba puestas las gafas. Extendió un dedo para subírselas más arriba y luego se detuvo y miró a su alrededor, con los ojos entornados. Con un suspiro, Rachel se acercó a él y se las puso sobre la nariz. Entonces, Dorothea cogió la segunda copa de vino y se la dio.
—Tu hermana tiene razón —le dijo—. Lo necesitas.
—Resulta evidente —dijo lady Dorothea— que no estamos llegando a ninguna parte.
No parecía una mujer acostumbrada a no llegar a ninguna parte, pensó Rachel, pero tenía su genio bien controlado. Por otro lado, no estaba ni mucho menos dispuesta a ceder a la insistencia de Denny de que debía regresar a casa de su tío.
—No voy a volver —declaró en un tono de voz razonable—, porque, si vuelvo, te escabullirás al ejército continental, en Valley Forge, adonde crees que no te seguiría.
—A buen seguro no lo harías, ¿verdad? —dijo Denny, y Rachel creyó detectar un rayo de esperanza en la pregunta, pero no estaba segura de qué tipo de esperanza se trataba.
Lady Dorothea le clavó una mirada con sus grandes ojos azules.
—Te he seguido a través de todo un maldito océano. ¿Crees que un condenado ejército puede detenerme?
Denny se pasó un nudillo por el puente de la nariz.
—No —admitió—. No lo creo. Por eso no me he marchado. No quiero que me sigas.
Lady Dorothea tragó saliva con fuerza, pero mantuvo la barbilla alta con valentía.
—¿Por qué? —inquirió, y la voz le tembló sólo un poco—. ¿Por qué no quieres que te siga?
—Dorothea —dijo él, lo más suavemente posible—. Dejando de lado el hecho de que venir conmigo haría que te rebelaras y te enfrentaras a tu familia, se trata de un ejército. Además, es un ejército muy pobre, que carece de todas las comodidades concebibles, incluyendo ropa, sábanas, zapatos y comida. Y encima es un ejército al borde del desastre y de la derrota. No es un lugar adecuado para ti.
—¿Y es un lugar adecuado para tu hermana?
—En realidad, no —respondió—. Pero... —Se detuvo en seco; obviamente se había dado cuenta de que estaba a punto de caer en una trampa.
—Pero no puedes impedirme que vaya contigo —intervino Rachel de improviso, con dulzura.
No estaba segura de si debería ayudar a aquella extraña mujer, pero admiraba el espíritu de lady Dorothea.
—Y tampoco puedes impedírmelo a mí —dijo Dorothea, tajante.
Denny se restregó fuertemente el entrecejo con tres dedos, y cerró los ojos como si le doliera.
—Dorothea —dijo mientras dejaba caer la mano y se enderezaba—. Estoy llamado a hacer lo que hago, y eso es asunto mío y de Dios. Rachel viene conmigo no sólo porque es muy testaruda, sino también porque soy responsable de ella. No tiene otro sitio adonde ir.
—¡Sí lo tengo! —intervino Rachel con vehemencia—. Dijiste que me encontrarías un lugar seguro con Amigos si quería. No quise, y no quiero.
Antes de que Denny pudiera responder otra cosa, lady Dorothea alargó la mano en un dramático gesto de autoridad, y lo hizo callar en el acto.
—Tengo una idea —anunció.
—Tengo mucho miedo de preguntar cuál es —replicó Denny, y parecía absolutamente sincero.
—Yo no —dijo Rachel—. ¿Cuál?
Dorothea miró alternativamente a uno y a otro.
—He estado en una reunión cuáquera. De hecho, en dos. Sé cómo se hace. Celebremos una reunión y pidámosle al Señor que nos guíe.
Denny se quedó con la boca abierta, con gran regocijo de Rachel, que rara vez lograba dejar sin palabras a su hermano, pero que estaba comenzando a disfrutar al vérselo hacer a Dorothea.
—Eso... —comenzó él, con aire de estupefacción.
—Es una idea excelente —manifestó Rachel, conforme arrastraba ya otra silla junto al fuego.
Denny a duras penas podría rebatirlo. Se sentó, con aspecto bastante aturdido, aunque Rachel se dio cuenta de que la había colocado a ella entre Dorothea y él. No estaba segura de si lo había hecho porque temía estar demasiado cerca de la joven, por si el poder de su presencia lo abrumaba, o simplemente porque al sentarse al otro lado de la chimenea podía verla mejor.
Tomaron asiento despacio, moviéndose un poco para ponerse cómodos, y guardaron silencio. Rachel cerró los ojos y contempló la cálida rojez del fuego en el interior de sus párpados, mientras sentía su agradable calor en las manos y en los pies. Lo agradeció para sí, al recordar la mordedura constante del frío en el campamento, las uñas de los dedos de sus manos y de sus pies en llamas por tal motivo, y el temblor continuo que disminuía pero no cesaba cuando se arrebujaba entre las mantas por la noche y sentía los músculos cansados y doloridos. No era de extrañar que Denny no quisiera que Dorothea los acompañara. Ella misma no quería volver, habría dado cualquier cosa por no ir, cualquier cosa menos el bienestar de Denny. Odiaba pasar hambre y frío, pero sería mucho peor estar caliente y bien alimentada y saber que él sufría solo.
¿Tenía lady Dorothea la menor idea de lo que tendría que soportar?, se preguntó, y abrió los ojos. Dorothea estaba sentada, inmóvil pero erguida, con sus gráciles manos cruzadas en el regazo. Supuso que Denny se estaba imaginando, al igual que Rachel, aquellas manos enrojecidas y estropeadas por los sabañones, aquel precioso rostro demacrado por el hambre y lleno de manchas por el frío y la suciedad.
Los ojos de Dorothea quedaban ocultos por sus pestañas, pero Rachel estaba segura de que estaba mirando a Denny. Era una apuesta importante por parte de Dorothea, pensó. Porque, ¿qué sucedería si el Señor hablaba con Denny y le decía que era imposible y que debía rechazarla? ¿Y si el Señor hablaba ahora con Dorothea, pensó de repente, o si ya lo había hecho? Rachel se quedó perpleja al pensarlo. No era que los Amigos pensasen que el Señor sólo les hablaba a ellos. Era sólo que no estaban seguros de que la demás gente escuchara muy a menudo.
¿Había escuchado ella misma? Con toda honestidad, se vio obligada a admitir que no. Y sabía por qué: porque no quería oír lo que temía oír, que debía renunciar a Ian Murray y abandonar esos pensamientos acerca de él que le calentaban el cuerpo y entibiaban sus sueños en el bosque helado hasta tal punto que a veces se despertaba con la convicción de que, si alargaba la mano bajo la nieve que caía, ésta empezaría a sisear y se evaporaría.
Tragó saliva con fuerza y cerró los ojos, intentando abrirse a la verdad, pero temblando por el miedo a oírla.
No obstante, cuanto oyó fue el sonido regular de unos jadeos y, un instante después, la nariz húmeda de Rollo le golpeó la mano. Desconcertada, le rascó las orejas. Sin duda, no era correcto hacerlo durante la reunión, pero Rollo no iba a dejar de insistir hasta que ella hubiera cumplido, lo sabía. El perro entornó sus ojos amarillos de placer y descansó su pesada cabeza en su rodilla.
«El perro lo quiere —pensó Rachel, mientras lo frotaba con suavidad a través del pelaje denso y áspero—. Siendo así, ¿puede ser un hombre malo?» No fue Dios quien le contestó, sino su hermano, quien ciertamente le diría: «Como los perros son criaturas mundanas, no creo que tengan ojo para juzgar a la gente.»
«Pero yo sí lo tengo —pensó para sí—. Sé lo que es, y también sé lo que podría ser.» Miró a Dorothea, inmóvil con su vestido de saco gris. Lady Dorothea Grey estaba dispuesta a abandonar su vida anterior y muy probablemente a su familia para convertirse en una amiga por amor a Denny. ¿Y no podría ser, se preguntó, que Ian Murray pudiera abandonar la violencia por amor a ella?
«Bueno, ése es un pensamiento orgulloso —se reprendió a sí misma—. ¿Qué poder te has creído que tienes, Rachel Mary Hunter? Nadie tiene ese poder, salvo el Señor.»
Pero el Señor sí lo tenía. Y si al Señor le parecía bien, todo era posible. Rollo meneó con suavidad la cola, golpeando tres veces el suelo.
Denzell Hunter se enderezó ligeramente en su taburete. Fue la mínima expresión de movimiento, pero, al producirse en medio de una inmovilidad absoluta, sobresaltó a ambas mujeres, que levantaron la cabeza como pájaros asustados.
—Te amo, Dorothea —dijo. Hablaba con mucha serenidad, pero sus afables ojos ardían detrás de las gafas y Rachel sintió un dolor en el pecho—. ¿Quieres casarte conmigo?