ley le remetiera la servilleta bajo la barbilla, se fijó en un nuevo añadido a la decoración de la sala.
—¿Quién es? —inquirió, asombrado.
El cuadro, colgado en lugar destacado en la pared de enfrente, representaba a un indio imponente, engalanado con plumas de avestruz y telas bordadas. Parecía claramente fuera de lugar entre los serios retratos de varios miembros distinguidos de la sociedad, la mayoría ya fallecidos.
—Oh, es el señor Brant, por supuesto —respondió Bodley, con un aire de ligera reprobación—. El señor Joseph Brant. El señor Pitt lo trajo a cenar el año pasado, cuando se encontraba en Londres.
—¿Brant?
Bodley arqueó las cejas. Al igual que muchos londinenses, daba por sentado que cualquiera que hubiera estado en América tenía que conocer necesariamente a todos los que vivían allí.
—Es un jefe mohawk, creo —señaló pronunciando con esmero la palabra mohawk—. ¡Fue a visitar al rey, ¿sabe?!
—No me diga —murmuró Grey.
Se preguntó quién habría quedado más impresionado, si el rey o el indio. El señor Bodley se retiró, presumiblemente para traer la sopa, pero regresó al cabo de unos segundos para dejar una carta sobre el mantel delante de Grey.
—Le han mandado esto de casa del secretario, señor.
—¿Ah, sí? Gracias, señor Bodley.
Grey la cogió, reconociendo de inmediato la caligrafía de su hijo y experimentando, en consecuencia, una extraña sensación en el estómago. ¿Qué era lo que Willie no había querido mandar a través de su abuela ni de Hal?
«Algo que no quería arriesgarse a que ninguno de los dos leyera.» Su mente le suministró enseguida la respuesta lógica y cogió el cuchillo del pescado para abrir la carta con la debida inquietud.
¿Tendría algo que ver con Richardson? A Hal no le gustaba, y no había aprobado en absoluto que William trabajara para él, aunque no tenía nada concreto que aducir en su contra. Quizá debería haber sido más prudente y no haber dejado que William emprendiera ese camino concreto, sabiendo lo que él sabía acerca del mundo negro del espionaje. Sin embargo, en esos momentos era imperativo sacar a Willie de Carolina del Norte antes de que se encontrase cara a cara con Jamie Fraser o con Percy, alias Beauchamp.
Además, uno tenía que dejar marchar a los hijos para que se abrieran camino en el mundo, por mucho que le costara. Hal se lo había dicho más de una vez. Tres, para ser exactos, pensó con una sonrisa, cada vez que uno de sus hijos había aceptado un nombramiento.
Desplegó la carta con cautela, como si fuera a explotar. Estaba escrita con un esmero que encontró al punto siniestro. Por lo general, la letra de Willie se podía leer, pero no estaba exenta de borrones.
A lord John Grey
Sociedad para la Apreciación del Filete Inglés
Del teniente William lord Ellesmere
7 de septiembre de 1776
Long Island
Real Colonia de Nueva York
Querido padre:
Tengo una cuestión algo delicada que confiarte.
Bueno, era una frase que le helaría la sangre en las venas a cualquier padre, pensó Grey. ¿Acaso Willie había dejado embarazada a alguna joven, había apostado bienes de importancia en el juego y los había perdido, había contraído una enfermedad venérea, había desafiado a alguien en duelo o lo habían desafiado a él? ¿O había, quizá, descubierto algo siniestro mientras desempeñaba sus tareas de espionaje, cuando se dirigía a ocupar su puesto junto al general Howe? Alargó la mano para coger el vino y tomó un sorbo protector antes de volver a la carta así reforzado. Sin embargo, nada podría haberlo preparado para la frase siguiente.
Estoy enamorado de lady Dorothea.
Grey se atragantó, salpicándose la mano de vino, pero alejó con un gesto al camarero que acudía apresuradamente con una toalla y se limpió la mano en los pantalones mientras leía a toda prisa el resto de la página.
Hacía ya tiempo que ambos éramos conscientes de que sentíamos una creciente atracción, pero yo no me atrevía a declararme, sabiendo que pronto me marcharía a América. Sin embargo, nos encontramos a solas de modo inesperado en el baile de lady Belvedere la semana antes de mi partida, y la belleza del marco, la sensación romántica de la noche y la embriagadora proximidad de la dama se impusieron a mi sensatez.
—¡Señor! —exclamó lord John en voz alta—. Dime que no la desfloraste bajo un arbusto, ¡por el amor de Dios!
Se percató del interés con que lo miraba un comensal sentado a una mesa próxima y, tosiendo ligeramente, regresó a la carta.
Me sonrojo de vergüenza al admitir que mis sentimientos me desbordaron hasta un punto que dudo en confiar al papel. Me disculpé, por supuesto, aunque no hay disculpas suficientes para una conducta tan deshonrosa. Lady Dorothea se mostró tanto generosa en su perdón como vehemente en su insistencia en que no debía acudir de inmediato a su padre, como era mi intención inicial.
—Muy sensato por tu parte, Dottie —murmuró Grey, imaginando, sin duda, la respuesta de su hermano ante semejante revelación.
Sólo podía esperar que Willie se estuviera sonrojando por una incorrección que no se aproximara siquiera a...
Quería pedirte que hablaras por mí con el tío Hal el año próximo, cuando vuelva a casa y pueda pedir formalmente la mano de lady Dorothea en matrimonio. Sin embargo, acabo de enterarme de que ha recibido otra oferta del vizconde Maxwell, y que el tío Hal la está considerando seriamente.
Yo no mancillaría jamás el honor de la dama, pero, en las actuales circunstancias, está claro que no puede casarse con Maxwell.
«Quieres decir que Maxwell descubriría que no es virgen —pensó Grey con tristeza—, y que la mañana después de la boda iría como un rayo a contárselo a Hal.» Se restregó con fuerza la cara con la mano y siguió leyendo.
No hay palabras para expresar los remordimientos que siento por lo que hice, padre, y no puedo pedir un perdón que no merezco por haberte decepcionado gravemente. Te pido que hables con el duque, no por mí, sino por ella. Espero que sea posible convencerlo para que considere mi súplica y nos permita comprometernos sin necesidad de descubrirle las cosas de manera tan clara que angustie a la dama.
Tu más humilde pródigo,
William
Grey se apoyó en el respaldo de la silla y cerró los ojos. El susto inicial estaba empezando a disiparse, y su mente comenzaba a enfrentarse al problema.
Tenía que ser posible. No habría impedimento para una boda entre William y Dottie. Aunque nominalmente eran primos, no había lazos sanguíneos entre ellos. William era hijo suyo en todos los sentidos, pero no era de su sangre. Y aunque Maxwell era joven, rico y muy apropiado, William era conde por derecho propio, además de heredero del título de baronet de Dunsany, y distaba mucho de ser pobre.
No, por esa parte no había problema. Y a Minnie, William le gustaba mucho. Hal y los chicos... bueno, siempre y cuando nunca se enteraran del comportamiento de William, serían agradables. Por otra parte, si alguien lo descubría, William tendría suerte de escapar azotado con una fusta y con todos los huesos del cuerpo rotos. Y también Grey.
Sería una gran sorpresa para Hal, claro. Los dos primos se habían visto muy a menudo durante la temporada que Willie había pasado en Londres, pero William nunca había hablado de Dottie de un modo que indicara...
Cogió la carta y la leyó otra vez. Y otra más. La dejó sobre la mesa y se quedó mirándola durante varios minutos con los ojos entornados, pensando.
—Que me aspen si me lo creo —manifestó en voz alta por fin—. ¿Qué demonios te traes entre manos, Willie?
Arrugó la carta y, cogiendo una vela de una mesa vecina con un gesto de disculpa, le prendió fuego a la misiva. El camarero, al verlo, sacó enseguida un platito de porcelana en el que Grey dejó caer el papel en llamas, y juntos observaron cómo el escrito se ennegrecía hasta convertirse en cenizas.
—Su sopa, milord —anunció el señor Bodley y, dispersando suavemente con una servilleta el humo de la conflagración, le puso enfrente un plato humeante.
Como William no estaba a su alcance, la línea obvia de actuación tenía que ser ir y enfrentarse a su cómplice en el crimen, cualquiera que éste fuese. Cuanto más lo pensaba, más se convencía de que fuera cual fuese la complicidad entre William, noveno conde de Ellesmere, y lady Dorothea Jacqueline Benedicta Grey, no se trataba ni de la complicidad del amor ni la de la pasión culpable.
Pero ¿cómo iba a hablar con Dottie sin que sus padres se dieran cuenta? No podía rondar la calle hasta que tanto Hal como Minnie se fueran a alguna parte, dejando, con un poco de suerte, a Dottie sola. Incluso en el supuesto de que lograra pillarla sola en casa y entrevistarse con ella en privado, los sirvientes lo mencionarían, sin lugar a dudas, y Hal —que por lo que se refería a su hija tenía un instinto protector parecido al de un enorme mastín con su hueso— acudiría enseguida a él a averiguar por qué.
Declinó el ofrecimiento del portero de buscarle un carruaje y regresó a pie a casa de su madre, considerando modos y maneras. Podía invitar a Dottie a cenar con él... pero sería muy extraño que tal invitación no incluyera a Minnie. Lo mismo sucedía si la invitaba al teatro o a la ópera. Acompañaba a las mujeres a menudo, pues Hal no podía permanecer sentado sin moverse el tiempo suficiente para escuchar una ópera entera, además de considerar que la mayoría de las obras teatrales eran una tediosa idiotez.
Su camino atravesaba Covent Garden. Saltó con agilidad para evitar el agua que alguien había arrojado con un cubo para eliminar de los adoquines las resbaladizas hojas de col y las manzanas podridas esparcidas junto a un puesto de fruta. En verano, el suelo estaba cubierto de flores marchitas. Las flores llegaban en carro desde el campo antes del amanecer y llenaban la plaza de aroma y frescura. En otoño, el lugar estaba impregnado de un olor decadente a fruta madura aplastada, carne en descomposición y hortalizas tronchadas, que era la firma del cambio de guardia en Covent Garden.
Durante el día, los vendedores pregonaban sus mercaderías, regateaban, libraban batallas campales entre sí, ahuyentaban a los ladrones y carteristas y, al anochecer, se marchaban arrastrando los pies a gastarse la mitad de las ganancias en las tabernas de las calles Tavistock y Brydges. Con las sombras de la noche, las prostitutas reclamaban el Garden para sí.
El espectáculo de un par de ellas, que habían llegado pronto y buscaban con aire esperanzado clientes entre los vendedores que se iban a casa, lo distrajo de su dilema familiar, y volvió a sus pensamientos acerca de los sucesos anteriores del día.
Se hallaba ante la embocadura de la calle Brydges. Desde allí, podía divisar el refinado burdel que se erigía cerca del otro extremo de la vía, algo apartado, con elegante discreción. Era una idea. Las prostitutas sabían muchas cosas y podían averiguar más aún con el incentivo adecuado. Se sentía tentado de ir a ver a Nessie en ese mismo momento, aunque no fuera más que por el placer que su compañía le proporcionaba. Pero no... aún no.
Tenía que averiguar lo que ya se sabía sobre Percy Beauchamp en círculos más oficiales antes de lanzar a sus propios perros tras ese conejo. Y antes de ver a Hal.
Era ya demasiado tarde para hacer visitas oficiales. Pero mandaría una nota para concertar una cita y, por la mañana, visitaría la Cámara Negra.