David Zurdo
David Zurdo (Madrid, 1971) ha publicado más de cuarenta libros, traducidos a diez idiomas y editados en dieciocho países. Fue ganador en 2000 del Premio Hermética de novela y en 2012 del Premio Minotauro, con la novela La Torre Prohibida, escrita en colaboración con Ángel Gutiérrez. Entre sus últimas obras destacan El techo del mundo, El último secreto de Da Vinci, 616, Todo es Infierno, La Guerra de los Códigos Secretos, La Señal, El Sótano y 97 Segundos, todas ellas escritas también con su socio Ángel Gutiérrez.
Su guión original Anomalous se halla en fase de preproducción por la española Gona Films y la norteamericana Zanuck Independent.
Ha participado en numerosos programas de televisión como asesor, guionista y colaborador: El otro lado de la realidad (Telemadrid), Cuarto Milenio (Cuatro), El arca secreta (Antena 3), del que fue subdirector, y Las claves de Ángel o Demonio (Telecinco). En radio ha sido colaborador de Milenio 3 (SER), La sal de la vida (Ondamadrid) o El programa de Ramón García (Punto Radio). Actualmente se encarga de secciones en Hoy por hoy Madrid Norte (SER Madrid Norte) y La Noche (Cope), así como de la crítica literaria de la revista Más Allá de la Ciencia.
El sol estaba en lo más alto sobre el horizonte, y el cielo, tan claro y despejado que el azul era casi blanco. Hacía un calor insoportable. Olga Fierro conducía su viejo Peugeot con el aire acondicionado roto. Sentía cómo el sudor empapaba por completo su cuerpo. Ya no faltaba mucho para llegar a la casa de sus abuelos, al otro lado de aquella zona semidesértica. Siguió avanzando, con el ventilador del coche a tope y lanzando sobre ella una oleada de aire ardiente que, al menos, conseguía secar en parte el sudor de su rostro y sus manos. Casi no había otros coches en la carretera, que reverberaba produciendo espejismos. El motor sonaba extraño, como si también acusara la excesiva temperatura. La aguja indicadora, en el cuadro de mandos, se acercaba peligrosamente a la zona roja. Pero lo último que pensaba hacer Olga era pararse bajo aquel sol abrasador. Ya no le quedaba agua. Su estúpida falta de previsión de siempre.
Tratando de no forzar el coche, tomó el desvío hacia una vía secundaria. El paisaje era suave, una sucesión de lomas peladas por el sol en el verano y las heladas en el invierno. Un par de kilómetros más adelante llegó a un paso a nivel. La vía férrea entraba en un túnel por un lado, y describía una amplia curva entre lomas por el otro. Redujo la velocidad hasta casi pararse y comprobó que no venía ningún tren. Las barreras estaban levantadas. Redujo una marcha y pisó el acelerador para ganar velocidad. Le horrorizaban esos pasos a nivel; incluso los del metro ligero de la zona de Madrid donde residía.
—¿Qué coño...? —exclamó al notar algo raro en el motor.
Fue como un lamento que dio paso a una especie de gruñido, unos tirones y luego el silencio.
—¡Joder!
Olga giró la llave y trató de accionar de nuevo el contacto. El motor emitió un malsano quejido asmático y no arrancó. Lo intentó de nuevo.
—¡Joder! —repitió, ahora casi en un grito.
Otra clase de ruido le hizo levantar la mirada del volante. Venía de fuera del coche. Giró la cabeza y se dio cuenta de que estaba parada justo en medio del paso a nivel. Por suerte, la vía seguía despejada. Aunque... Agitó la cabeza hacia el lado contrario y vio, con horror, que la máquina de un tren asomaba por la amplia curva entre las lomas.
—No...
Giró otra vez la llave de contacto. La mano le temblaba. Sin querer, hizo que la llave se saliera y cayera al suelo. No había tiempo. Que se jodiera el puto coche. Echó mano al tirador de la puerta con tanto ímpetu que se rompió. La puerta seguía cerrada. El tren estaba cada vez más cerca. El maquinista tenía que haberla visto. ¿Por qué no frenaba?
¡La ventanilla!
La mano le temblaba cada vez más. Estaba aterrada. Oprimió el botón del elevalunas y el cristal comenzó a descender. Qué lento era. Nunca se había fijado en lo lento que era.
—¡Vamos, joder, vamos!
En cuanto llegó abajo, Olga trató de salir por el hueco. Pero algo la retuvo en el asiento. No se había acordado de soltar el cinturón de seguridad. Se volvió, medio levantada en torno a esa mordaza, y apretó el botón del anclaje. No se soltó.
El tren estaba encima. No frenaba. No hacía nada.
De pronto, su bocina atronó en el aire tórrido. Olga miró a la máquina con horror. Iba a morir.
—¡NOOOOO!
Un fuerte golpe hizo que se viera lanzada hacia atrás en el asiento. Con el cuerpo retorcido y crispado, botó en el respaldo y se golpeó contra el volante. El coche se movía. Una fuerte mezcla de ruidos llenó el ambiente: la bocina, un motor revolucionado, el arrastrar de unas ruedas.
En pocos segundos todo había terminado. Estaba viva. No sabía cómo, pero estaba viva.
Incrédula, se quedó agarrotada en la posición en que estaba. Quizá había muerto. A fin de cuentas, ¿quién sabía cómo era estar muerto?
—¡Olga!
El grito venía del exterior. Alguien la llamaba por su nombre. Volvió a la realidad. Fue como despertarse de un sueño. De una pesadilla.
—¡Olga!
Ese alguien a quien pertenecía la voz metió el brazo a través de la ventanilla abierta y la tocó. La cogió del brazo.
—¡Olga! —dijo por tercera vez.
Ella levantó la vista y la luz del sol la cegó. Una sombra se recortaba fuera. La puerta se abrió, la sombra penetró en el habitáculo y soltó su cinturón de seguridad. Olga pudo ver su perfil. Le recordó a... Pero no, no podía ser. Era absurdo.
—Vamos, Olga.
La voz sonó ahora dulce. Tranquilizadora.
—Sí —dijo ella sin pensar.
Ya fuera del coche, el hombre tuvo que agarrarla para que no se desplomara. La tensión aún le hacía palpitar las venas del cuello. Así, tan cerca de ella, la cabeza del hombre tapó el sol y al fin pudo distinguir su rostro. Era él. Sí: era su padre.
—Pero... ¿Qué... qué haces tú aquí?
—Es una larga historia, hija. Vamos a mi coche. Te llevaré a tomar algo y así podrás recuperarte del susto. Ya ha pasado todo. Estás a salvo.
El bar al que fueron estaba en un pueblecito próximo, que no debía de tener más de medio centenar de habitantes. Sin embargo, su aspecto interior era muy cuidado. El camarero, un tipo de mediana edad, sirvió a Olga y a su padre en la mesita que había junto a la única ventana. Dos cervezas bien frías. La civilización llegaba hasta donde llegaban las Heineken.
—¿Qué es todo esto, papá? —dijo Olga después de beberse medio tercio de un solo trago.
Hasta ese momento se había mantenido en silencio, como aturdida. En estado de estupor, habría dicho Martín, su padre, si estuviera analizándola en su consulta. Era un brillante psiquiatra. La miró un instante, reflexionando, antes de hablar.
—Lo que voy a decirte no es ninguna broma, Olga —dijo—. Sabía que ibas a estar ahí, en qué momento, y que tendría que sacarte del paso a nivel para evitar que el tren te arrollara.
Ella lo miró con los ojos tan abiertos y tan redondos como la diana de dardos que había a un lado.
—¡¿Cómo...?!
—Me lo dijo un paciente del hospital. Un paciente con... ciertas capacidades especiales, por así decirlo.
—¿De qué coño estás hablando, papá?
—Yo tampoco lo creí al principio. Hasta que hizo esto. Este dibujo. ¿Lo reconoces?
Martín extrajo un sobre doblado del bolsillo de su camisa y lo dejó en la mesa, frente a Olga. Era una copia casi exacta del dibujo que ella misma había hecho el día antes de morir su madre; una composición alegre que expresaba un deseo imposible. La madre de Olga padecía un linfoma inoperable que la llevó a la tumba en pocos meses. Era muy joven, apenas treinta y cinco años. Olga sólo tenía siete.
—Es... es mi dibujo... Una copia. ¿Qué significa?
—Es una larga historia... Tengo que regresar al hospital. Te la contaré por el camino.
—Pero...
—Te llevo a casa. Confía en mí.
Olga miró a su padre, que la contemplaba con esa expresión suya en la que se reflejaba una absoluta sinceridad, como si estuviera abriendo una puerta al interior de su alma. Sabía que estaba diciéndole la verdad y que necesitaba esa confianza que le pedía.
—Sí, papá.
Pagaron las consumiciones y regresaron al ardiente calor. Montaron en el coche del padre. El de Olga se quedó junto a las vías del tren, abandonado para siempre.
—Te voy a llevar a nuestra casa.
El padre no sabía muy bien cómo referirse al que había sido el hogar de ambos durante tantos años, antes de que Olga levantara el vuelo para vivir su propia vida.
Condujo por la carretera hasta la autovía y se dirigió a Madrid. Vivía en un bonito chalé de las afueras, en una urbanización de la localidad de Las Rozas que, sin mucha imaginación por parte de los promotores, se denominaba Monte Rozas.
El viaje duró casi tres horas. Tiempo suficiente para contar a Olga todo lo que necesitaba saber. Aunque, por encima de los datos objetivos, de los hechos, había algo incomprensible. Como científico, Martín optó por plegarse a los primeros.
—Hace un mes llegó al hospital un joven en estado lamentable —comenzó diciendo tras una pequeña pausa dubitativa—. No hablaba, parecía ausente, tenía muchas heridas, marcas de sogas y, lo que más me impresionó, las yemas de los dedos quemadas. Como si alguien se hubiera tomado muchas molestias en evitar que pudiera ser identificado. De hecho, la policía lo encontró sin documentación y no pudo determinar su identidad. Lo trajeron al hospital en cuanto se le aplicó una primera atención de urgencia. Ya con nosotros, me fue asignado su tratamiento. Ya sabes, hija, que tengo bastante experiencia con casos extremos, como éste parecía ser.
—¿Parecía? —dijo Olga extrañada.
—Me refiero a que no era un caso como los otros que había tratado hasta el momento.
—¿Por qué?
—Lo primero que dijo, una semana después de ingresar, fue algo que me heló la sangre. No sólo lo que dijo, sino cómo lo dijo; como si hubiera podido hablar desde el principio, pero no hubiera querido hacerlo. Su tono fue pausado, sereno, y la voz profunda. Dijo: «Yo he estado en el Infierno. Yo he visto a Satanás y he comido de su mano».
El repentino sonido de una potente motocicleta adelantándolos a toda velocidad hizo dar un respingo a Olga.
—Es evidente que estaba como una cabra —dijo, tratando de tranquilizarse con la burla.
A su padre no le gustaba emplear esa clase de términos vulgares al referirse a los pacientes.
—Sopesé varias posibles patologías, pero ninguna encajaba con él.
—A ver, papá, un momento. Me has dicho que él te advirtió de mi teórico accidente. No dudo que la historia que me estás contando es muy interesante, pero ve al grano, por favor.
Martín esbozó una leve sonrisa carente de humor.
—Ten paciencia, hija. Es necesario que te lo cuente todo para que comprendas.
—Está bien.
—Al día siguiente de su primera «comunicación», decidí aplicarle el test de Rorschach. Estaba solo con él en su habitación —se le asignó una de seguridad como prevención—. Estaba otra vez callado, ausente. De pronto se fue la luz y surgió de su garganta una voz que no era... no era la suya. Eran cien voces entrecruzadas. Y esta vez dijo algo que me aterró. Dijo que...
La voz se le quebró. Olga estaba empezando a angustiarse.
—¡¿Qué dijo, papá?!
—Que tu madre... que tu madre había muerto de un linfoma...
—No puede ser...
—Él no podía saberlo. También hizo tu dibujo. La copia. Y dijo que... que tu madre estaba en el Infierno.
El padre de Olga rompió a llorar. Como un niño, con un llanto desbocado, absoluto. Olga lo agarró torpemente desde su asiento, por encima del cinturón de seguridad. Sus ojos vibraban con lágrimas. No por lo que le había contado su padre, sino por su reacción.
—Eso no puede ser, papá. No puede ser.
Él pareció no escucharla y, en cuanto logró dominarse, siguió hablando.
—Me contó que estuvo muy enfermo. Entonces empezó a oír voces dentro de él. Pero no eran las voces de un esquizofrénico. Aquellas voces tenían entidad, identidad. Él las calificó de demonios, porque le hacían saber cosas que no podía saber y todo lo que le decían era malo. Como si sólo pretendieran usarle de instrumento para extender el mal en el mundo. A él y otros. Muchos. En un lugar que no podía recordar bien. Una especie de campo de concentración subterráneo. Lo único que podía recordar era que logró escapar, aunque no sabía cómo, y luego recobró la conciencia en el hospital.
—Papá, eso no tiene sentido.
—No sé si tiene o no sentido, hija. Es lo que él me contó. Y los hechos...
—Me refiero a que si las voces lo movían hacia el mal, ¿por qué te reveló que yo iba a morir y permitió así que me salvaras? Se supone que eso es algo bueno.
—Te estás adelantando. Por lo visto, cuando empezó a recuperarse las voces ya no lo dominaban. O no del todo. Seguían dentro de él, pero sin el control sobre su voluntad. Podía comunicarse con ellas y «negociar».
Olga miró a su padre con el ceño fruncido.
—¿Negociar? ¿Con qué?
—Todo tiene un precio, hija mía.
—¿Y cuál ha sido el de salvarme?
—Yo. Yo soy el precio.
—¡Eso no!
—Tranquila, hija, tenemos un plan.
—¿Tenemos? ¿Quiénes, ese loco y tú?
—No está loco, ya te lo he dicho. Las cosas son más complicadas aún. Ha ido recordando poco a poco, fragmentos inconexos, y al parecer su enfermedad no fue casual. Se la inocularon y lo secuestraron. Todo está muy confuso en su mente, pero al menos sabe una cosa: es el único que se salvó de todos los que estaban en el subterráneo. Y eso lo hace muy valioso para quienes le hicieron todo aquello.
—¿Por qué? No entiendo nada, papá.
—La enfermedad partió de una niña portuguesa, Tristana Medeiros. He estado investigando y fue un caso sonado de exorcismo. Antes de que me digas que cada vez está todo más liado, déjame que añada que la enfermedad, según el muchacho, es una especie de puerta entre este mundo y el Infierno.
—¿Tú te estás escuchando, papá? No son más que disparates... Posesión diabólica, exorcismos, el Infierno...
Martín apretó los labios y, por primera vez, habló con el tono severo y autoritario que Olga conocía bien desde su infancia. Desde que murió su madre, en realidad, y su padre se refugió tras una coraza más gruesa que los muros de una catedral románica.
—Te he salvado de las vías del tren, ¿verdad? —No esperó respuesta—. Pues entonces cállate y escucha. Los que lo secuestraron querían probar los efectos de la enfermedad. Creían que no existía el modo de curarla; que nadie podía sobrevivir a ella. Pero se equivocaron. Él sobrevivió y su sangre tiene los anticuerpos necesarios para fabricar una vacuna. ¿Lo comprendes ahora? Si esa gente quiere contagiar la enfermedad a todo el mundo —literalmente a todo el mundo— no pueden permitir que se desarrolle un suero capaz de contrarrestarla.
—¿Con qué objeto? ¿Contagiarla a todo el mundo por qué?
—Eso lo ignoro. Él no lo sabe. Culto al Demonio, quizá... Eso importa poco. Lo que importa es que él superó la enfermedad y es la única llave para obtener la vacuna. Para creerle, le puse la condición de que lo tuyo y el tren fuera cierto. Y lo ha sido. Con precisión milimétrica, hija. Así que yo le creo. Y si no, tengo que creerle igualmente. Lo que está en juego es demasiado importante.
—De acuerdo. No lo entiendo, pero lo acepto. Bien. Entonces, ¿piensas desarrollar la vacuna?
—Sí. Lo primero es sacarlo del hospital y esconderlo en un lugar seguro, donde no puedan encontrarle. Nadie sabe que la policía lo llevó al hospital, pero podrían atar cabos y dar con él. Es mejor tomar todas las precauciones posibles.
—Voy con vosotros.
—De eso nada. Y esto no admite discusión. Tú te quedarás en casa y esperarás a que me ponga en contacto contigo. Cuando todo haya acabado.
Olga intentó replicar, pero se quedó en silencio. Sabía por experiencia que no iba a conseguir nada discutiendo con su padre.
—Lo que tú digas.
—Esto no es un ningún juego.
El silencio se adueñó del interior del coche, sólo roto por el rumor constante del motor y la rodadura de los neumáticos sobre el asfalto. Estaban ya a media hora de Madrid. En todo ese tiempo, ninguno de los dos dijo nada en voz alta, aunque cada uno mantenía su propio monólogo interior. Al llegar a las afueras de la capital, Martín tomó la M-40 y la bordeó hasta la carretera de La Coruña. Pasaron ante un complejo de cines y restaurantes al que solían ir juntos, hacía ya una eternidad. Martín lo dejó a un lado y tomó una calle repleta de desniveles y badenes para girar por fin hacia su urbanización.
El chalé estaba en el interior de un tramo de calle privado. Antes de traspasar la verja, mientras ésta se abría, Martín se fijó en un coche con los cristales negros. Era una berlina impoluta, también de color negro.
De pronto, dos hombres se bajaron de ella y empezaron a caminar hacia el coche de Martín y Olga. Ambos vestían traje y, por el retrovisor, a Martín le pareció que las chaquetas abultaban más de lo debido.
Sin pensárselo dos veces, engranó la marcha atrás y piso el acelerador a fondo.
Los dos hombres se echaron a un lado como muñecos movidos por un resorte. Al llegar al final de la calle, Martín los vio correr hacia el frontal del coche. Parecieron dos imágenes en un espejo al sacar el arma que llevaban en la sobaquera. Uno de ellos gritó «¡alto!». Martín no les dio tiempo a disparar. En lugar de tratar de alejarse, los embistió. Los dos monigotes saltaron sobre el capó y cayeron a los lados. No estaban heridos de gravedad, pero Martín aprovechó la confusión para enfilar, derrapando, la calle interior de la urbanización.
—¡Papá! —exclamó Olga con un grito histérico.
Fue una decisión precipitada. Al final había otra verja, donde finalizaba el tramo privado. Los dos hombres se levantaron y salieron corriendo tras el coche. Uno de ellos cojeaba, pero el otro parecía un auténtico atleta. Martín accionó compulsivamente el mando de apertura de la verja. A medio camino vio cómo empezaba a abrirse. Pero el mecanismo era demasiado lento. El primero de los hombres iba a alcanzarlos antes de poder salir.
Pisó al acelerador con furia. El coche levantó el morro y rugió antes de provocar un terrible estruendo. El morro quedó destrozado contra la valla, que voló, arrancada de los goznes, hasta quedar tirada en medio de la calle.
El perseguidor más rápido disparó varias veces, mientras el coche saltaba sobre la valla, dando tumbos, y se alejaba hacia la calle que conectaba con una de las vías de servicio de la carretera de La Coruña.
—¡Quieren matarnos, papá! ¡Nos han disparado!
—¡Hijos de puta!
—¿Qué vamos a hacer?
—Lo único que podemos hacer: ir al hospital y sacar de allí a ese chico.
—Pero... Si te estaban esperando, sabrán dónde trabajas. También estarán allí... ¡No podemos ir al hospital!
—Hay que hacerlo. No tenemos otra opción. —Tras unos segundos de reflexión, Martín añadió—: Seguramente querían obligarme a entregárselo sin levantar sospechas. Ahora sí irán por él. Debemos adelantarnos.
—Tengo miedo...
—Sí, hija, y yo. Pero lo que está en juego es más importante que nuestro miedo. ¡Sobreponte!
De nuevo volvía el padre autoritario. Ése que decía lo que había que hacer sin explicar nunca cómo.
—Nos van a matar...
Martín no contestó. En su interior se formó una frase que no quiso decir en voz alta. Una frase demasiado dura para pronunciarla en ese momento: «quizá ya estamos muertos». Lo que dijo, sin embargo, fue:
—No dejaré que te pase nada malo. No después de haberte sacado de las vías del tren. Hoy no.
El Hospital del Espíritu Santo se hallaba en un bonito paraje de las estribaciones de la sierra de Guadarrama. Era una institución de salud mental para pacientes a los que resultaba imposible llevar una vida fuera, ni tan siquiera medio normal. Los había abiertamente peligrosos, potencialmente peligrosos y probablemente peligrosos. Alguno había agredido, mutilado e incluso matado. Eran el residuo incapacitado de una sociedad que no podía manejarlos como delincuentes ni dejarlos libres y campando por las calles. Los intocables del siglo xxi.
En la institución, el puesto de Martín estaba sólo dos peldaños por debajo del director. En la puerta de su despacho, un letrero rezaba: «Martín Fierro. Vicedirector Adjunto».
Antes de traspasar el arco de entrada en la tapia que circundaba al hospital, situado en medio de un terreno relativamente grande —como el círculo más exterior del Infierno de Dante—, Martín comprobó que no había ningún otro coche a la vista y que no parecían seguirles. Se detuvo con mucha precaución junto a la garita del vigilante y esperó a que éste abriera la ventana. Lo reconoció en seguida. Estaba en su turno Isaac, un peruano muy simpático, de mediana edad, que llevaba trabajando allí casi una década.
—Doctor Fierro —dijo con los ojos muy abiertos—, ¿qué le ha pasado a su coche? ¿Ha tenido usted un accidente?
—No tiene importancia. Mañana lo llevaré al taller.
Del radiador emergía un malsano hilillo de vapor. Por suerte, la rotura no había sido lo bastante grande como para dejarlos tirados por la carretera.
—¿Quiere que avise a su compañía de seguros, doctor? —preguntó el peruano, solícito.
—No se preocupe, Isaac, llamaré yo mañana.
—Muy bien. ¿Necesita alguna otra cosa?
—Nada. Gracias.
El vigilante abrió la valla y sacudió la cabeza al ver al coche entrar. Le extrañó notar al doctor Fierro tan serio. Normalmente se comportaba con mucha amabilidad. Quizá era por el accidente. De todos modos, llevaba un par de semanas un poco raro.
El interior del recinto era una especie de jardín mal cuidado. Una estrecha carretera de hormigón recorría el breve trayecto hasta el edificio principal. Afuera paseaban algunos internos, vestidos con sus ropas de color amarillo pálido. Martín estacionó el coche en una de las plazas de aparcamiento situadas a ambos lados de la fachada, que tenía su nombre escrito en un pequeño cartel. En cuanto apagó el motor, el vapor que salía del radiador como un fumador incansable se convirtió en una nube silbante.
—Vamos —apremió a su hija.
El acceso era una gran puerta acristalada en lo alto de una escalera de tres escalones. Todo el edificio parecía construido por alguien sin el menor interés o gusto arquitectónico: muros de hormigón visto, ventanas sin marco, proporciones de mole cúbica. Casi como una cárcel y con el mismo número de rejas.
El recibidor no desentonaba del resto. Una enfermera saludó a Martín desde un mostrador en forma de sobria media luna, enclavado en un suelo verde enfermizo y unas deslucidas paredes blancogrisáceas. Enfrente del mostrador había varios sillones de hule, ahora vacíos, y una mesa chata que había conocido tiempos mejores. Las subvenciones —la falta de ellas— eran las responsables del deterioro lento, pero inexorable, de la institución.
—Buenas tardes, doctor Fierro.
—Buenas tardes. ¿Está el director?
—No, se ha marchado ya a casa. Por lo visto, hoy no se encontraba bien.
—Gracias.
Martín y Olga continuaron por un corredor que desembocaba en una puerta batiente. La atravesaron y tomaron un ascensor que los llevó hasta el segundo piso, el más alto por debajo de la buhardilla, que no se utilizaba más que como almacén. También había un sótano, con un quirófano y varias estancias que un profano hubiera calificado de salas de tortura. Allí abajo estaban las celdas de máxima seguridad, habitadas por media docena de angelitos que habían acabado con la vida, sumando sus números, de más de treinta personas.
Arriba, Martín llevó a Olga a su despacho. Quería recoger un pequeño maletín con jeringuillas, bolsas para almacenar sangre y una bolsa térmica. Su idea inicial era obtener una muestra de sangre del joven y conservarla él mismo, además de colocar otras más en uno de los refrigeradores del laboratorio. Dadas las circunstancias, cualquier precaución era poca. Si todo lo que había contado era cierto —y ya no había motivos para dudarlo—, preservar esas muestras resultaba, literalmente, de importancia vital.
—¿Ya tienes todo lo necesario? —preguntó Olga a su padre.
Éste asintió. Se quedó quieto un par de segundos, con la mirada fija en el paisaje un tanto monótono que se veía a través de la ventana.
—Vamos, no perdamos tiempo —dijo, más para sí mismo que para Olga.
Ambos tomaron de nuevo en el ascensor para bajar hasta el sótano. Por encima de ellos quedaban las salas de los internos, divididas en dos: la de los pacíficos y la de los conflictivos, con espacios enrejados; además del comedor, las habitaciones individuales y los dormitorios comunes, que se asignaban a los pacientes según su estado. En aquel momento, el número de internos era de sesenta y tres. Contando a los celadores, los enfermeros, los médicos, el personal de cocina y limpieza, el sacerdote de la capilla y el resto de personal administrativo y de servicio, en total la institución se hallaba habitada, en un día normal, por más de cien personas.
Al salir del ascensor, el sótano aparecía cruzado por un largo pasillo iluminado por tubos de neón. Algunos eran muy blancos, mientras que otros, medio gastados, emitían una malsana luz amarillenta. Martín y Olga tomaron el sentido que iba hacia las celdas de seguridad; hacia el otro lado estaban los laboratorios y el quirófano. Se cruzaron con una enfermera y, más adelante, llegaron a la mesa donde estaba sentado un celador. Sobre la mesa tenía un teléfono, un monitor con la imagen de las cámaras interiores de seguridad y un walkie-talkie, además de una pequeña TV portátil, una botella de agua y un plato con un sándwich a medio comer. Se levantó y saludó al doctor con una sonrisa forzada. No era normal que a esas horas de la tarde los médicos bajaran a la zona de máxima seguridad.
—Siga comiendo, Antonio —dijo Martín, acompañando sus palabras de un gesto de la mano para que volviera a sentarse.
—Le abriré la puerta, doctor.
El celador oprimió un botón en la pared, tras él, y un zumbido eléctrico y un chasquido anunciaron que la puerta de metal que había a un lado estaba abierta. Martín le dio las gracias y, seguido de su hija, la traspasó. A su espalda, un nuevo chasquido, que resonó como un mal augurio, hizo patente que la puerta estaba cerrada de nuevo.
Sin saber por qué, Olga sintió un escalofrío. Había visitado numerosas veces a su padre en la institución, pero nunca había bajado a esa parte de las instalaciones. No era precisamente el sitio que un padre quiere enseñar a sus hijos. Ni a nadie.
—Por aquí —dijo Martín.
Aquello era como una catacumba, y casi igual de oscuro. Hasta las débiles luces del techo estaban enrejadas. Más allá de un ensanchamiento, al que daba la puerta de una oficina, un corredor parecía adentrarse en las profundidades de la tierra. Acababa en un grueso muro y estaba flanqueado de recias puertas metálicas con ventanucos de cristal blindado. El cristal tenía unos orificios que permitían hablar con el inquilino de la celda, y a un lado de la puerta había una trampilla de seguridad para darle las comidas y recoger las bandejas después, desprovistas de cualquier utensilio metálico o cortante.
Olga arrugó la nariz. Allí abajo había algo repulsivo en el aire. Apenas se notaba; no era un olor intenso, pero resultaba tan desagradable como el peor de los hedores. Olía a locura, sí. A auténtica locura.
—¿Por qué está aquí ese chico? —le preguntó a su padre.
—No te lo he contado, pero al llegar era muy violento. Ingresó en esta área como medida de seguridad. No te preocupes, ahora no es violento.
La celda del muchacho era la última hacia el muro, en el lado de la derecha. Frente a él estaba encerrado el más peligroso de los internos: un hombre de mediana edad, con cara aniñada —incluso feminoide—, de cuerpo andrógino y calvicie parcial por una enfermedad de la piel. Durante varios años secuestró, mutiló y asesinó a niños y adolescentes de los que abusó sexualmente y bebió su sangre. A veces aseguraba ser la reencarnación de la húngara Erzsébet Báthory, la Condesa Sangrienta. Otras lo negaba y se reía.
El resto de «huéspedes» no eran mucho mejores. Uno lanzó un cóctel molotov por la ventana de una guardería llena de niños pequeños; otro asesinó con saña a varias prostitutas antes de intentar suicidarse... Ésa era la tónica general de aquel subterráneo olvidado por la sociedad.
Frente a la puerta del joven, Martín miró un momento por el ventanuco. Parecía dormido en su camastro. Luego oprimió un botón y giró la manivela de la puerta. Como antes, un zumbido eléctrico liberó el grueso pasador reforzado y quedó abierta.
—Espera aquí un momento —dijo el médico a su hija—. Ah, y cuando te diga que entres, no le cuentes nada de lo que nos ha pasado en casa. No quiero que se ponga nervioso.
Empujó la puerta y entró en la celda, que estaba en penumbra. No había muebles como tales. La cama estaba encastrada en la pared, formando un saliente de unos sesenta centímetros de ancho. La mesa era igual, en medio de dos formas compactas que hacían las veces de asientos.
—¿Doctor? ¿Es usted?
El muchacho abrió los ojos pesadamente y se incorporó en el lecho. Se frotó la cara con ambas manos para despejarse y dejó caer los pies, posándolos en el suelo.
—Sí, aquí estoy.
—¿Consiguió salvar a su hija? —preguntó expectante. Aunque antes de que el médico pudiera responder, vio a Olga en el umbral y se contestó a sí mismo—: Ya veo que sí.
—Lo que dijiste era cierto.
—Todo lo que le he dicho es cierto. Siempre. Ahora sabe que no mentía, ¿verdad?
—Sí, lo sé.
Sin que su padre se lo dijera, Olga fue entrando poco a poco en la celda. El olor allí dentro era distinto. Más fuerte. Menos desagradable, pero con algo siniestro flotando en cada partícula.
—Hemos de darnos prisa —dijo el médico.
El joven asintió. Martín dejó sus cosas y desplegó sus instrumentos sobre la mesa. Mientras lo hacía, Olga se presentó.
—Gracias por salvarme —dijo ella torpemente. En realidad, no sabía muy bien qué decirle a aquel hombre.
Se fijó en que sus facciones estaban avejentadas, pero no debía de tener más de veinticinco años. Era muy delgado y con el rostro alargado. No podía decirse que fuera un hombre feo; sus rasgos eran todos ellos correctos y bien formados. La composición no resultaba del todo armónica. Aun sí, a Olga le resultó atractivo.
Él también la miró a ella, con un atisbo de lujuria en los ojos. Era una mujer hermosa, de eso no cabía duda.
—¿Estás preparado? —intervino Martín con una goma y una jeringa en las manos.
—Es lo que he estado esperando.
El muchacho se levantó la manga derecha para que el médico pudiera colocarle la goma en la parte alta del brazo. Apretó el puño y esperó a que sus venas fueran visibles.
—Mi padre no me ha dicho cómo te llamas —dijo Raquel, con la mirada absorta en la jeringa de su padre.
—Será porque ni yo mismo recuerdo mi nombre.
—Lo siento.
La cabeza del chico hizo un gesto de negación. Sonrió con su rostro cansado.
—No te preocupes. Eso no me importa. Si quieres, puedes llamarme Luis.
—¿Luis? ¿Por qué Luis? —dijo ella, algo desconcertada.
—No lo sé. Me gusta. Era el nombre de Ludwig van Beethoven.
—De acuerdo, Luis. Pues encantada. Yo me llamo Olga.
—Encantado yo también.
—Basta de charlas, por favor —cortó el médico, que no deseaba en modo alguno que su hija trabara amistad con el muchacho—. Voy a empezar ya, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—Te extraeré tres muestras de sangre, trescientos centímetros cúbicos en total. Una la llevaremos nosotros mismos hasta un lugar seguro. Un laboratorio farmacéutico que conozco y en el que trabajé hace tiempo. Las otras dos se quedarán guardadas aquí.
Sin esperar respuesta, Martín clavó la aguja en el brazo del recién autonombrado Luis. Éste no movió un músculo, como si no hubiera notado siquiera el pinchazo. La sangre brotó, igual de roja que la de cualquiera, y fue entrando en la primera de las bolsas. Aquella sangre, sin embargo, tenía una particularidad: podía servir para salvar al mundo de una epidemia inimaginable. Casi todas las personas sospechan, a lo largo de su vida, que hay algo más de lo que se ve y se puede tocar. Incluso más allá de lo que se puede detectar con instrumentos científicos. Ellos, ahora, lo sabían a ciencia cierta.
Cuando la bolsa estuvo llena, Martín la cambió por la siguiente y repitió la operación con la tercera y última. Luego retiró la aguja y colocó un pedazo de algodón con alcohol en el pinchazo. Luis lo presionó con su mano libre mientras el médico recogía las bolsas de sangre. Guardó la primera en su bolsa térmica y colocó las otros dos, bien cerradas, en sus lugares del pequeño maletín.
—Ahora debemos regresar arriba —sentenció.
Hizo un gesto a su hija para que saliera de la celda y luego esperó a que también lo hiciera Luis. Él fue el último en salir y no se detuvo en cerrar de nuevo la puerta. Ya en el pasillo, vieron que el vecino del muchacho estaba con la cara apretujada en el ventanuco de su celda. Los miraba con ojos ávidos, unos ojos que daban miedo. Qué terrible debió de ser la agonía de los chicos y chicas que asesinó aquella criatura de mente retorcida.
—¡Sacadme a mí también! ¡Yo no he hecho nada malo! —gritó por los orificios del cristal. Olga lo miró sobresaltada. Pero cuando vio que seguían hacia la salida, sin hacerle el menor caso, añadió con una voz que parecía emerger del mismo Averno—: ¡Algún día os mataré, hijos de puta! ¡Lo jurooooo!
Por suerte, la distancia que mediaba entre ellos era mucho mayor que la real: el grosor de una puerta blindada que no sería capaz de atravesar ni una granada de obús.
Al salir de la zona de seguridad, el celador que estaba en la puerta se extrañó al ver al médico y a su hija acompañados de uno de los internos. Había visto por las cámaras de seguridad cómo le extraía las muestras de sangre, aunque no había audio y no supo de qué hablaban. El médico se adelantó a su pregunta.
—Llevo al paciente arriba. Tengo que realizarle una exploración.
—¿Va todo bien, doctor? —dijo el celador, con el ceño fruncido.
—Perfectamente, Antonio. Le firmaré la autorización en el libro.
El hombre se agachó para abrir un cajón de la mesa. Sacó una especie de libro alargado y buscó en él la primera página libre. Escribió en ella unas anotaciones y luego giró el libro para que Martín pudiera firmar en la hoja.
—Hecho. Aquí tiene.
—¿Bajarán de nuevo más tarde? —preguntó el celador.
—Eh... Sí —dijo el médico—. Volveremos en una hora, más o menos.
Por supuesto, no pensaba volver allí de nuevo, pero esa respuesta era la más lógica. La idea de Martín era abandonar la institución, ir hasta el laboratorio farmacéutico donde podrían procesar la vacuna a partir de la sangre del muchacho y, en cuanto fuera posible, buscar un lugar seguro donde refugiarse y esperar.
Atravesaron el pasillo en sentido opuesto, de camino al ascensor. Martín no se detuvo en él, sin embargo. Pidió a su hija y a Luis que lo esperaran mientras iba al laboratorio para guardar en los refrigeradores dos de las muestras de sangre. Tardó apenas un par de minutos en hacerlo. Mientras lo esperaban, Olga y el chico se quedaron el silencio, mirándose. Había algo en él que atraía a la joven; quizá tuviera que ver con su extraño don, si es que podía llamársele así. En cierto modo le había salvado la vida, aunque por mediación de su padre como elemento activo. Y, además, algo magnético emanaba de su peculiar rostro. Era su mirada... Olga no sabría decirlo, pero estaba ahí, intenso y notorio como la luz de un potente foco en medio de la noche.
—¿Es verdad que viste a mi madre en... el Infierno? —le preguntó.
—No. No era yo el que hablaba. Nunca puedes fiarte de... los que están en ese otro lado. Nunca.
Olga asintió en silencio.
—¿Y mi padre? ¿Va a morir? Me dijo que él era el precio de que yo viviera.
Esta vez, Luis no respondió. Martín había salido del laboratorio, al final del pasillo.
—Ya está —anunció al reunirse con ellos.
Llamó al ascensor y aguardó a que sus puertas se abrieran. Montaron en él y se dirigieron al piso inmediatamente superior, que daba al nivel del suelo. Si todo salía bien, pronto estarían fuera.
Pero fue entonces cuando todo empezó...
Unos minutos antes, cuando el doctor y su hija acababan de entrar en la celda de seguridad de Luis, cuatro hombres trajeados irrumpieron en la recepción del hospital. Parecían clones de un único ser humano, si sus duras facciones y su impavidez no los hicieran parecer más bien maniquíes, dotados de vida por algún extraño sortilegio. Uno de ellos llevaba un maletín negro. Otro se adelantó para ir hasta la enfermera que aguardaba tras el mostrador.
Ella lo miró con suspicacia. No eran ya horas de visitas. Y aún era más raro que el guardia del acceso exterior les hubiera permitido entrar sin llamar. El protocolo indicaba que cualquier visita inusual debía ser comunicada. No podía saber que Isaac, el vigilante, estaba desangrándose en ese momento con un orificio en la cabeza del tamaño del cráter de un volcán activo.
El desconocido preguntó por el doctor Martín Fierro y dijo ser amigo suyo.
—El doctor Fierro está en el hospital, en efecto —dijo la enfermera, algo menos recelosa—. ¿Y usted es...?
No hubo respuesta. Al menos de palabra. El hombre sacó una pistola con silenciador y apuntó a la enfermera directamente a la cara. Le bastaba saber que el médico estaba en el hospital. Eso significaba que el «paciente» también seguía allí. Sus instrucciones eran claras y simples. Las tenía tan bien aprendidas que ni siquiera las repasó mentalmente. Pidió al hombre del maletín que lo abriera y sacara de él lo que contenía. Era también una pistola, pero de las que se usan para poner vacunas, con un pequeño depósito de vidrio en la parte alta.
El hombre se acercó a la enfermera, quieta y aterrorizada, y fue a inyectarle una dosis del contenido en el cuello. Se trataba de un líquido rojo oscuro, denso. La mujer no pudo contener el pánico y se revolvió sin pensar en las consecuencias. La dosis llegó a penetrar en su torrente sanguíneo, pero dio un golpe a la pistola y ésta cayó en la mesa. El depósito se rompió. La mujer tardó unos segundos en darse cuenta de lo que era: sangre. Le habían inyectado sangre.
Sintió una arcada. El hombre que la amenazaba con su arma se separó un par de pasos.
—¡Vamos! —le gritó con voz imperiosa—. ¡Ve adentro!
Ella lo obedeció al instante. Creyó que le dispararía por la espalda cuando intentara desaparecer hacia el interior del hospital, pero no fue así. No era ése su plan. En cuanto lo hizo, los cuatro regresaron al exterior. Fuera había otra decena de hombres armados, que se aprestaron a tomar posiciones en torno al edificio. Si alguien salía de él, al margen de sus compañeros, lo abatirían a tiros sin darle la menor opción de escapar.
Desconcertada, la enfermera corrió por el pasillo central frotándose el cuello con las mangas de la bata. No tardó en encontrarse con una compañera.
—¡Ayúdame! —le pidió con voz desencajada.
La compañera la condujo al consultorio externo y avisó al médico de guardia, que se presentó de inmediato. La enfermera les contó a ambos lo que le había sucedido con los hombres que irrumpieron en el hospital y la atacaron de un modo tan inverosímil. El médico no tenía modo de saber qué más contenía la sangre que le habían inoculado, o si estaba contaminada con alguna enfermedad. Hizo lo único que podía hacer por el momento: administrarle una inyección de penicilina. Luego llamó al guardia del exterior. No contestaba.
En el momento en que, desconcertado, iba a usar el teléfono para avisar a la policía, un alarido le hizo dar un salto. Sólo le dio tiempo a levantar la vista de su mesa. La enfermera atacada se abalanzó sobre él y le mordió en la cara.
Su compañera asistió al suceso petrificada. El médico cayó al suelo entre gritos de dolor. Presa del pánico, la otra enfermera logró al fin que sus piernas temblorosas le respondieran. Se dio la vuelta para salir del consultorio y se lanzó hacia el pasillo. Apenas dio dos pasos cuando, sin verla cara a cara, la muerte le llegó por la espalda.
No la muerte. Algo peor que la muerte.
Cuando salían del ascensor, en el piso bajo, Martín, Olga y Luis oyeron un fuerte golpe. El médico tuvo un mal presentimiento, pero espantó la incómoda sensación, que no hizo sino crispar sus nervios. Ninguno de los tres dijo nada. No tuvieron tiempo. Al fondo del pasillo que comunicaba con la recepción y la salida principal, una figura desgarbada se recortó en el espacio menos iluminado por las lámparas del techo. Martín hizo un gesto a Luis y a su hija para que se quedaran quietos. Él avanzó un poco más hacia la figura, que se balanceaba con la cadencia regular de un péndulo invertido. Le pareció reconocer al doctor José Luis Mora, uno de los últimos en incorporarse al equipo como médico internista.
—¿Mora? —le dijo—. ¿Eres tú?
Había algo en su rostro. Una mancha oscura. Algo que lo desfiguraba.
A su espalda, Luis se adelantó, agarró a Martín del brazo y le susurró con vehemencia:
—¡Doctor, están aquí!
En ese momento, las dos enfermeras contaminadas aparecieron tras ellos, cada una por una puerta distinta de las que desembocaban en el pasillo. Olga dio un grito ahogado al verlas. Estaban rodeados. Antes de que pudieran reaccionar de algún modo, el médico y las enfermeras se lanzaron hacia ellos entre aullidos, con furia desatada.
—¡Por aquí! —gritó Martín, señalando una puerta.
La empujó con fuerza y dejó al descubierto unas escaleras. Sin más impulso que la necesidad de escapar, decidió tomar las que iban en sentido ascendente. Esperó a que su hija y Luis comenzaran a subir para hacerlo él mismo, por detrás de ellos.
La puerta carecía de cierre. Poco después oyó el golpe en la pared de la hoja cuando sus perseguidores la traspasaron sin miramientos. Iban tras ellos.
—¡No paréis!
Llegaron al piso superior en un ensanchamiento del pasillo, junto a uno de los ascensores. El despacho de Martín estaba al otro lado de esa misma planta, pero carecía de sentido intentar refugiarse en él. No era más que una ratonera.
—¿Qué está pasando, papá?
—Es el virus.
—Esos hijos de perra deben habérselo contagiado a esas personas —dijo Luis—. Hay que salir de aquí y llevar mi sangre al laboratorio. Si no, todo estará perdido. ¿El hospital tiene más salidas?
Martín asintió, sin dejar de moverse ni de mirar a ambos lados del pasillo.
—En el piso del que hemos venido hay otra salida, en la parte trasera. El edificio tiene muchos años. Quizá exista también una puerta de la carbonera, o algo parecido, aunque no lo sé. La calefacción hace mucho que no es de carbón. Las ventanas no cuentan. Están todas enrejadas, incluso las de las zonas médicas del piso bajo, para evitar posibles fugas de los pacientes. Salvo que saltemos desde una de las de este piso, que no tienen rejas.
Acababan de torcer por un quiebro del pasillo cuando oyeron los aullidos de sus perseguidores. Apretaron el paso. Martín optó por esconderse en el laboratorio de esa planta. Era la sala más amplia y con más accesos, ya que comunicaba desde dentro con otras dependencias. Además, allí seguramente podrían encontrar algo con lo que defenderse, lo que fuera.
En cuanto entraron, Olga cruzó la estancia principal y se pegó de espaldas a la pared opuesta. Estaba aterrada. Luis fue con ella mientras su padre atrancaba la puerta y buscaba algo que pudiera usarse como arma.
—¿Qué... qué es todo esto? —dijo la joven llorando.
—El mal desatado.
—Pero... ¿por qué? —Los sollozos la hacían hablar entrecortadamente.
—No lo sé. Sólo sé que a mí me hicieron algo terrible, y que conseguí curarme y escapar.
El muchacho no dijo todo lo que sabía. De hecho, cuando estaban subiendo en el ascensor, tras abandonar su celda en el sótano, tuvo una de sus visiones. Los otros no lo notaron, pero la tuvo. En ella veía al médico tirado sobre un charco de sangre, con la cabeza abierta y siendo devorado por los infectados por el virus. No quiso decirlo porque de poco serviría aumentar el miedo en él y en su hija; y, además, porque el futuro no era inamovible. El hecho de haber salvado a Olga de las vías del tren lo demostraba.
—¡Chssst! Silencio —dijo Martín desde la puerta, en voz baja.
Se quedaron callados y expectantes. Al otro lado, en el pasillo, sus perseguidores pasaron de largo. Se escucharon unas voces amortiguadas por la puerta. Eran de un grupo de médicos de la institución, que debían de estar saliendo de una reunión en la sala de juntas. Casi al instante sus voces se convirtieron en chillidos y se mezclaron con los de los infectados.
—Esto no va a detenerse —dijo Luis—. No podemos hacer nada por ellos.
Junto a la puerta del laboratorio, Martín asintió en silencio. Los ruidos y golpes se multiplicaron. Olga se dejó caer al suelo, donde quedó sentada con la espalda apoyada en el muro.
Lo que fuera que estuviera pasando en el corredor, no duró mucho. Había que buscar algo con lo que defenderse y trazar una ruta de escape. Por lo que el muchacho le había contado, el virus hacía «revivir» a los que resultaban contagiados, que se convertían a su vez en nuevos portadores de la enfermedad. Matarlos de verdad resultaba muy difícil, aunque era posible destruyendo por completo su cabeza o separándola del resto del cuerpo.
—¿Llevas tu móvil encima? —preguntó el médico a su hija. Ésta asintió—. Mientras yo busco, tú llama a la policía.
En el laboratorio había bisturís de diversos tipos, pero no eran lo bastante grandes como para usarlos como arma efectiva. Los infectados no razonaban, de modo que no valía de nada una simple amenaza. Lo que usaran debía ser realmente destructivo.
—No tengo cobertura —dijo Olga.
Martín dejó un momento de buscar y sacó su móvil. Su indicador de cobertura también estaba vacío.
—Deben de haber neutralizado la señal con alguna clase de inhibidor. ¡Malditos hijos de perra!
Se mordió la lengua para no hablar en voz alta. Era frustrante, pero de nada valía lamentarse. Siguió rebuscando entre los tubos de ensayo, soportes, pinzas, matraces, probetas y otros frascos y recipientes, balones de destilación, buretas, pipetas... además de centrifugadoras, balanzas, termómetros, mecheros Bunsen... Ni siquiera los mecheros eran útiles, ya que no eran autónomos, sino que estaban conectados a...
—¡Bombonas de gas!
La exclamación del médico provocó un sobresalto en Olga y una mirada de extrañeza de Luis. Pero éste en seguida comprendió a qué se refería. Los mecheros Bunsen tenían una llave de paso y una goma que los conectaba con una bombona de gas. Todo el sistema era bastante simple, como los quemadores de una cocina, aunque sin partes fijas. Los tubos simplemente recorrían las mesas y se introducían en agujeros practicados en las tablas. Las bombonas estaban por debajo.
—Podemos desconectar unos mecheros, sacar las bombonas y volver a conectarlos —explicó Martín—. Son como pequeños lanzallamas.
—Podría funcionar... —dijo Luis.
Olga parecía ausente, pero no lo estaba.
—¿Es que pensáis quemar vivas a esas personas?
—Ya no son personas, hija —dijo el médico.
—¿Ah, no? ¿Y si alguna se cura como Luis? —añadió, mirando al aludido.
Éste se agachó junto a ella y le cogió ambas manos con delicadeza.
—Yo soy un caso... especial. El único que se curó de la enfermedad. Esas personas amenazan nuestras vidas y algo mucho más importante: si no conseguimos extraer un antídoto de mi sangre, el mundo entero sufrirá un destino más terrible de lo que puedas imaginar.
Olga seguía llorando. Asintió en silencio.
—Ayúdame a sacar las bombonas —dijo Martín al muchacho.
Entre ambos desmontaron dos mecheros Bunsen y los reconectaron a una de las bombonas, ya fuera del mueble. Se trataba de una bombona de butano normal, es decir, grande y pesada. El mejor modo de poder usarla como arma era que uno de ellos la cargara mientras los otros avanzaban con los mecheros encendidos por delante.
El más fuerte físicamente era Martín. Lo ideal hubiera sido que Olga llevara la bombona a retaguardia, pero eso era poco menos que imposible.
—Yo iré con Luis y con un mechero —dijo la joven, bastante rehecha de su impresión inicial y su miedo.
—No —negó tajantemente el médico—. Tú y Luis llevaréis la bombona juntos. Yo iré en cabeza y vosotros detrás. Luis llevará también el otro mechero. Entre los dos sí podréis con la bombona.
—¿Vamos a salir ya? —preguntó Olga.
Los tres escucharon en silencio. No había ya ruidos en el pasillo. Salir era un riesgo, pero igual de grande o mayor lo era quedarse en el laboratorio, esperando a que fueran a por ellos.
Además de los mecheros Bunsen, el médico cogió los bisturís más grandes que pudo encontrar. Dio uno a Luis y el otro se lo guardó en un bolsillo, con cuidado de no cortarse con la afilada hoja. También se guardó en la ropa la bolsa térmica con la muestra de sangre del chico.
—¡Ahora! —dijo tras unos segundos con la oreja pegada a la puerta.
La abrió despacio, con cuidado, evitando hacer más ruido del necesario. Los mecheros estaban encendidos, con la espita y la toma de aire al máximo, proyectando su llama azul hacia delante. Como mínimo harían retroceder a los infectados.
El médico sacó la cabeza hacia el pasillo y miró a ambos lados. Enfrente había varias puertas, todas cerradas. Al fondo del pasillo, antes del quiebro de la izquierda, se veían dos cuerpos tendidos boca arriba y cubiertos de sangre. Martín creyó reconocer al enfermero jefe Mulero y a Van Nutter, un psicólogo de origen argentino-holandés que trabajaba en el hospital desde hacía varios años. Sus ropas estaban hechas jirones y teñidas de rojo. El suelo y las paredes tenían salpicaduras con volumen, no sólo de sangre: pedazos de hueso, medio ojo, masa encefálica...
—Salgamos —dijo en voz baja después de contener una náusea.
Con Luis y Olga por detrás de él, a la distancia de los dos escasos metros de goma que conectaban la botella con su mechero, Martín fue dando pasos cortos hacia el pasillo. Giró a la derecha, con intención de alcanzar el ascensor que quedaba más cerca y alejarse del lugar donde estaban los dos colegas muertos. Luis echaba continuas miradas a su espalda, Olga avanzaba en medio de los dos hombres y su padre seguía en cabeza, blandiendo la llama como si fuera un arqueado cuchillo de fuego.
Estaban muy cerca del quiebro del pasillo. El médico se detuvo justo antes de llegar a la esquina. Repitió la operación que hizo al salir del laboratorio. Orientó la llama hacia un lado, para evitar el resplandor, y sacó la cabeza despacio.
Al principio no distinguió la forma arrebujada junto a una alta planta ornamental. Fue su movimiento lo que le hizo fijarse en ella. Estaba en cuclillas. Primero movió un brazo y apoyó la mano en el suelo. Luego dio una especie de salto sobre sus piernas flexionadas y se colocó en medio del pasillo. Miraba al suelo. Pero eso no duró mucho. De pronto, levantó la cabeza hacia ellos como un depredador que ha detectado el olor de una presa. Y emitió un gruñido que heló la sangre al doctor. Sobre todo porque se dio perfecta cuenta de quién era: el doctor Gonzaga, patólogo en jefe del hospital.
Pero ya no era él.
—¡Atrás! —le gritó.
Con el peso de la bombona, la carrera fue torpe y lenta. Pero no podían soltarla. Era su única defensa. Gonzaga, infectado por el virus y convertido en una bestia irracional y sedienta de sangre, dobló la esquina del pasillo y se lanzó hacia ellos cuando aún no habían llegado a la altura de los cadáveres que vieron antes. Tenían que hacerle frente.
Cuando el doctor estaba a un paso de saltar sobre su espalda, Martín se dio la vuelta y le enchufó la llama del mechero en pleno rostro.
—¡Toma, cabrón! —gritó con toda su alma, sin reparar en que podría atraer a otros infectados.
Una retahíla de tacos abandonó su garganta mientras carbonizaba la cara de Gonzaga. Éste retrocedió con un agudo chillido, se tropezó y acabó en el suelo. El médico se colocó con las piernas abiertas sobre él y siguió quemándolo mientras le daba patadas en el tronco.
Olga lo contemplaba con la mirada que tendría alguien que descubre que su padre es un asesino en serie. Nunca imaginó que podría actuar así, con tanta crueldad. Las circunstancias lo requerían, eso era cierto, pero de todos modos se quedó atónita. Aunque comprendió que era por ella, para protegerla, y para proteger la sangre que podría salvar al mundo de la epidemia que, según Luis, unos locos bastardos pretendían provocar.
—Ya es suficiente —dijo Luis, sacando al médico de su sanguinario éxtasis.
El doctor tardó un poco en reaccionar. Su boca se había convertido en una mueca, como una cicatriz vieja y mal suturada. Y sus ojos mostraban un brillo próximo a la demencia. Pero en un instante volvió a la normalidad. Se separó de Gonzaga, cuya cabeza parecía una croqueta abrasada, y miró a su hija con expresión ahora doliente. Avergonzada.
No había tiempo para sentimentalismos. Siguieron avanzando, ahora sobre los cuerpos del enfermero jefe y el psicólogo. Olga evitó mirar al suelo mientras pasaba, tanteando con los pies para no tropezar.
Aun así tropezó.
Luis no pudo evitar que pusiera una rodilla sobre el torso de uno de aquellos hombres. La impresión y la repugnancia no fueron lo peor. Aunque aquel cuerpo tenía la cara medio devorada, tosió y tuvo lo que pareció un espasmo muscular. Martín hizo un gesto para que siguieran avanzando, pero Luis sabía más que él de todo aquello.
Sin hacer caso al doctor, metió la boca de su mechero Bunsen en la del no muerto. Al principio no pasó nada. Sin embargo, a los pocos segundos, el hombre empezó a agitarse con vehemencia. Gruñía con las cuerdas vocales carbonizadas. El único ojo que le quedaba en la cara estalló en una lluvia de materia gelatinosa y blancuzca, y el fuego de la llama comenzó salirle por el orificio, así como por la nariz y los oídos.
En ese momento, el otro cuerpo comenzó también a moverse. Levantó repentinamente uno de sus brazos y agarró del tobillo al doctor. Éste trató de zafarse revolviéndose, pero la mano hacía mucha presión y no pudo evitar perder el equilibrio. Su mechero Bunsen se le escapó de la mano y, tanto el médico como su pequeño lanzallamas, acabaron rodando por el suelo. Al caer, el fuego descontrolado le rozó la coronilla y le prendió el pelo. Martín se echó ambas manos a la cabeza para apagarlo. El desagradable olor se difundió con rapidez, como a cuerno quemado, que se mezcló con el de la sangre y la carne carbonizada.
El hombre que aferró la pierna de Martín estaba ya a gatas, a punto de echarse sobre el médico con la boca abierta, cuando la bombona de butano le golpeó en el cuello y la parte alta de la espalda. Fue Olga, que logró reaccionar y ayudar a su padre. Éste tuvo tiempo de levantarse y recuperar su mechero. Apuntó la llama al cuerpo, tendido ahora de espaldas, hasta que su ropa empezó a arder.
Los gruñidos histéricos que profirió mientras se quemaba fueron como los de un gran cerdo durante la matanza.
Olga no pudo resistirlo más y se desmayó.
Cuando recobró el conocimiento, la escena que presenció hizo que su despertar fuera cualquier cosa menos plácido: la barroca imagen de un Cristo en la cruz por detrás de un hombre, vestido de sacerdote, atravesado por el pecho con una especie de lanza de metal del grosor de un brazo. Sin embargo, se movía y gorjeaba, echando babas sanguinolentas por la boca, y movía los brazos abriendo y cerrando las manos como si quisiera agarrarse al aire.
—Tranquila —dijo su padre, que apareció a un lado provocándole más un sobresalto que lo que pretendía, calmarla.
—¿Estás... herido? —dijo ella.
La camisa de su padre estaba sucia y hecha pedazos. Lucía una especie de vendaje improvisado en su hombro izquierdo, con una mancha que denunciaba la pérdida de sangre.
—Han pasado muchas cosas desde que perdiste el conocimiento, hija. Conseguimos salir. Bueno, casi. Llegamos abajo y fuimos a la puerta de servicio, donde descargan los proveedores. Pero al abrir la puerta, alguien disparó contra nosotros desde fuera. A mí me alcanzó una bala, pero es un herida limpia. No tocó el hueso. El hospital está rodeado, así que no podemos salir. Por eso vinimos a la capilla.
—¿Y él? —preguntó Olga, señalando al cura.
—Estaba infectado. Nos atacó. Pobre hombre... Era un buen sacerdote y un buen amigo.
Martín chasqueó la lengua en señal de disgusto. No podía dejar que se quebrara la celda en la que había encerrado a sus sentimientos. No ahora. Miró a Olga como si fuera a decir algo. Como no lo hizo, fue ella la que habló.
—¿Qué alternativa tenemos, papá? ¿Y dónde está Luis?
—No te preocupes por él, ha ido un momento a por agua. ¿Alternativas? Como los móviles no funcionan, hemos tratado de llamar con un fijo. Tampoco hay línea.
—Estamos atrapados y no podemos comunicar con el exterior —apostilló Olga con el tono que emplearía un condenado a muerte.
—No, hija. Espera... Sí que hay una opción.
La mirada de Olga pasó de la desesperación a la esperanza en lo que se tarda en pestañear. Pero se ensombreció de nuevo al tomar conciencia, en un segundo, de su situación real. Aun así, aguardó expectante las explicaciones de su padre.
—Nuestra mejor... Nuestra única posibilidad es llegar hasta el desván, que se utiliza como almacén y trastero, y allí arriba provocar un incendio. Rápidamente tendremos que bajar de nuevo y refugiarnos en el sótano, en una de las celdas de seguridad. Es la zona más aislada y protegida de todo el hospital. Allí estaremos a salvo del fuego y de los infectados. Hasta que lleguen los bomberos y la policía. Por fuerza, los francotiradores que están rodeando el edificio tendrán que largarse.
Luis entró en ese momento. Vio a Olga despierta y atribuyó su gesto de incredulidad a que aún estaba desorientada.
—¡Papá, ¿tú estás loco?! ¿Quemar el hospital y meternos en el sótano mientras arde?
Fue Luis, al comprender lo que pasaba, quien habló por Martín.
—Es una buena idea y la única. O hacemos eso o nos dejamos matar como ratones enjaulados, por los de dentro o por los de fuera.
—Sí, pero...
Olga intentó protestar. Nadie se lo impidió. Fue ella misma la que acabó aceptando que, por muy arriesgado que fuera seguir el plan de su padre, no podían hacer nada más. Salvo que tuvieran un helicóptero guardado en el desván, que era como decir que los llevasen por los aires los ángeles del Cielo o tuvieran la suerte de que los abdujeran unos benignos extraterrestres.
—¿Cómo llegaremos hasta el desván? —preguntó la joven cuando acabó de soltar exabruptos con cada vez menor convicción.
—Igual que hemos bajado. Con cuidado y con los mecheros Bunsen por delante.
—Una vez estemos en el sótano, dentro de la celda, sólo tendremos que esperar. Vendrán a salvarnos.
Luis fue hasta Olga y se agachó junto a ella. Le tendió una botella de agua fresca.
—Fui a buscarla para que bebieras un poco. La máquina está justo ahí detrás —dijo, señalando el exterior de la capilla—. ¿Qué tal estás?
—Bien. Gracias por el agua.
Olga bebió con avidez. Luis dio otra botella al médico y abrió también una para sí mismo. En cuanto terminaron de saciarse y refrescarse, Luis hizo el informe de lo que había visto fuera.
—En contra de sus indicaciones —dijo a Martín—, he ido un poco más allá de la máquina para mirar en las zonas próximas. Por eso he tardado un poco. No he visto a ningún infectado. Sólo algunos cadáveres por ahí, que no tardarán en «volver». Deberíamos darnos prisa.
—Sí —dijo el médico. Se quedó un instante pensativo y luego añadió—: He pensado que será mejor que llevemos primero a Olga al sótano.
Iba a continuar hablando, pero fue la propia Olga la que se lo impidió con sus protestas.
—¿Dejarme sola allí abajo? ¡No, papá, no! Yo voy con vosotros. Es más... seguro.
—¿Seguro? —dijo Martín—. Lo más seguro para ti es hacer lo que yo digo.
—Mira, papá: durante toda mi vida he hecho lo que tú has querido...
—Eso es bastante discutible...
—En lo importante, sí lo he hecho. ¿O es que no estoy diciendo la verdad?
Los nervios de Martín, de por sí crispados, se estaban crispando aún más, hasta el límite. Y lo que dijo el muchacho no ayudó a rebajar la tensión.
—Yo estoy con ella, doctor. No debemos separarnos.
—¡Pues muy bien! ¡Viva la democracia! Hagamos lo que os dé la real gana, pero hagámoslo ya. No ganamos nada discutiendo.
Olga miró a su padre con ojos tiernos, casi arrepentida.
—Sé que lo decías por mi bien. Sé que es porque me quieres.
Él aceptó la especie de disculpa y borró la nube que lo ensombrecía.
—Eres lo único que tengo. Lo único que me importa desde que tu madre...
Dos lágrimas estuvieron a punto de desplomarse de sus ojos trémulos. Se lo impidió la manga de su chaqueta. Quizá los hombres también lloran, pero se limpian antes de que se les note.
—¡Al desván! —dijo, con una palmada de apremio.
Se pusieron en marcha como antes de que Olga se desmayara: el médico en cabeza con uno de los mecheros, ella al lado de Luis, un paso por delante, agarrando un asa de la bombona que alimentaba las llamas, y éste en la cola con el otro mechero. Encendieron de nuevo los mecheros y se dirigieron a la puerta de la capilla. Antes de llegar, cuando apenas habían dado unos pasos, un sobresalto los hizo volverse.
El cura estaba hablando. Su voz era desquiciante. Martín lo conocía bien y sabía a ciencia cierta que no era la suya. Parecía compuesta por una decena de voces distintas, de todos los tonos, mezcladas en una sola, que emergía de su garganta pero no estaba dirigida por su cerebro. Entre otras cosas porque su occipucio no era más que un hueco abierto en la parte trasera de su cabeza.
Lo más terrible, sin embargo, era su mirada. Cada ojo miraba hacia un sitio diferente, como un camaleón, y ninguno de los dos dejaba de moverse sin el menor sentido.
—Vais a morir. Os quiero aquí conmigo. Con... con Lucía.
Pronunció la palabra «Lucía» con sorna y alargando las vocales.
Lucía era la esposa del médico, la madre de Olga.
—¡¿Qué dices, hijo de la gran puta?! —le gritó Martín al dueño de las disonantes voces.
—Pronto, pronto estaréis conmigo y con ella. No podéis escapar. Os gustará esto. Es oscuro y hace frío, pero os gustará... ¡Ja, ja, ja, ja!
El médico no pudo contenerse. Poco menos que arrastró a Luis y a Olga para volver donde estaba el que había sido su amigo y ponerle la llama del mechero en mitad de la cara.
No dejó de reírse ni siquiera mientras su carne se consumía. Cada vez más fuerte. Cada vez con un tono de burla más notorio.
Martín no pudo controlarse. Soltó el mechero y estuvo a punto de lanzarse de puños contra él. Se lo impidió Luis, que consiguió agarrarlo desde atrás por ambos brazos.
—¡No, doctor! ¡Es lo que quiere!
La tensión duró unos segundos que parecieron eternos, congelados en la solitaria capilla. Las risotadas parecían ahora un lejano fondo irreal.
—No vas a salirte con la tuya, hijo de Satanás —dijo el médico sin alzar la voz, en una especie de susurro gélido.
—¿Hijo de Satanás, yo? —contestó la voz de voces—. Te equivocas, pobre iluso: yo soy Satanás mismo, el Rey de la Luz Negra. El Enemigo. ¡Cómo voy a disfrutar cuando te tenga para mí!
—Vamos, papá —le dijo Olga casi atragantándose.
No había tenido más miedo en toda su vida. Ni siquiera cuando estuvo a punto de ser arrollada por el tren, o cuando intentaron matarla delante de la casa de su padre.
—Sí, hija. Dejemos a este payaso que se cuente sus chistes a sí mismo.
La voz siguió riendo, aunque vaciló. Como si, quizá, le hubiera afectado un poco lo que dijo Martín.
Pero no era momento de duelos dialécticos. Quedarse con ese ser diabólico era tan conveniente como ponerse a jugar una partida de ajedrez con la muerte. Los tres recuperaron sus posiciones y, sin mirar ya atrás, a pesar de los intentos del ser, abandonaron la capilla para adentrarse de nuevo por los pasillos del hospital.
En ese momento, el fluido eléctrico cayó. Afuera ya era de noche. Se quedaron completamente a oscuras hasta que se pusieron en marcha las débiles luces de emergencia.
Una figura huidiza se movía entre las sombras, pegada a una pared. Había conseguido escapar de su celda, en el sótano, en la zona de máxima seguridad. Era Eugenio Taboada, el inquilino de la celda que estaba frente a la del joven al que habían sacado de allí esa tarde. El destino era caprichoso. Juró que se vengaría del médico que lo liberó y de sus acompañantes, y ahora él estaba libre.
Unos minutos antes, alguien empezó a golpear la puerta de su celda. Creyó que sería alguno de los celadores. No era raro que, con una copa de más y en turnos de noche, se divirtieran fastidiando el descanso de los pacientes peligrosos como él. Cuántas veces soñó con destripar a alguno de aquellos bastardos... Lo deseaba casi tanto como devorar el culito tierno de un niño bien hecho a la plancha, con unas gotas de aceite de oliva virgen extra y guarnición de verduras de temporada. Como lo hubiera preparado el mismísimo Auguste Escoffier.
Escupió al suelo y se puso a gritar que le dejaran en paz cuando, de improviso, la puerta de la celda se abrió. En el umbral apareció la figura de un hombre al que nunca había visto. No era uno de los celadores ni de los médicos. Iba vestido con ropas sencillas, como las suyas. Parecía otro interno. Su rostro estaba cubierto de sangre. Los labios habían desaparecido y la boca se veía ahora como un agujero medio desdentado.
Las luces se apagaron y Taboada no esperó a conocer sus intenciones. Se lanzó hacia él cuando intentaba morderle, lo empujó con furia y le destrozó la cabeza a pisotones. La masa informe en que se convirtió no fue suficiente para hacer que el cuerpo dejara de moverse. Aunque eran ya sólo espasmos nerviosos.
—El mundo al revés —se dijo Taboada divertido.
Soltó una risilla mientras contemplaba al cadáver del hombre, sacudió la cabeza y de dirigió hacia la salida del sótano. La puerta estaba abierta. El celador que vigilaba el exterior no se hallaba sentado a su mesa. Sobre ella sólo había algunos objetos desparramados y manchas de sangre.
—Esto es una rebelión —dijo eufórico Taboada. Y luego gritó—: ¡Séptimo de Caballería, a la cargaaaaa!
Siguió gritando e imitando el sonido de una corneta mientras corría por el pasillo hacia el ascensor. Justo antes de llegar, se topó con una mujer de mirada ausente. A la débil luz de las lámparas de emergencia, vio que tenía casi todo el pelo arrancado, dejando al aire una gran parte de su cuero cabelludo. Caminaba con el cuerpo ladeado, en una postura retorcida e inverosímil.
—¡Han sido los indios! —gritó Taboada.
Simuló apiadarse de la mujer hasta que llegó a su altura. Aunque ella intentó atacarle, igual que el interno que le abrió la celda, él se adelantó y, de un salto, le propinó un doble puñetazo en las orejas con tanta energía como el músico de los platillos en el finale de un drama wagneriano.
—¡Toma, zorra!
La cabeza de la mujer pareció contraerse como un odre. De sus oídos empezó a manar sangre mezclada con una sustancia gris y gelatinosa. Los ojos empezaron a moverse en círculos y se derrumbó como un pelele de trapo.
Taboada no la dejó sin más. Bailó unos segundos de zapateado sobre su cuerpo y eso hizo que también empezara a expulsar líquido por la boca, oscuro y denso.
—¡Por intentar hacerme daño, mala! —le dijo Taboada, antes de saltar a un lado y continuar hacia el ascensor.
Pulsó el botón y esperó a que la cabina llegara abajo y las puertas se abrieran. No sabía lo que iba a encontrarse arriba. Tampoco lo pensó. Sus ideas fluían sin el control de una mente coherente. Por eso no estaba extrañado de nada de lo que estaba ocurriendo. Ni le extrañó lo que vio en cuando salió del ascensor en el piso de arriba, el que daba a la calle.
El pasillo estaba cubierto de sangre y vísceras, trozos de ropa, fragmentos de mobiliario... Taboada se quedó un rato contemplando el panorama. Aspiró con intensidad el olor dulzón y repulsivo que inundaba la atmósfera. No le resultó del todo desagradable. Al contrario: le traía viejos y añorados recuerdos.
Por delante de él había un pedazo de carne del tamaño de una buena chuleta. Se agachó y lo recogió, con las manos colocadas en forma de cuenco, rebañando la sangre que estaba por debajo. Prefería la carne humana cocinada, pero no iba a hacerle ascos a una pieza tan excelente sólo porque estuviera cruda. Se sentó a un lado, junto a la pared, en una zona limpia para no mancharse la ropa, y se la comió lentamente, disfrutando de cada bocado.
—Mujer... unos veinticinco... quizá extranjera —fue diciendo entre mordisco y mordisco.
Al terminar, se chupó los dedos y las palmas de las manos y terminó de limpiárselas en la tela de un sillón. Ahora tenía sed. El hospital parecía desierto, así que no parecía urgente escapar. Buscó por los pasillos hasta encontrar una de las máquinas de refrescos. Estaba apagada por la ausencia de fluido eléctrico. La volcó para romper su cristal protector. Había Dr. Pepper de importación. Se bebió una lata de dos tragos y abrió otra para tomársela más despacio.
Ya nada le impedía largarse, pero en realidad no recordaba cómo llegar a la salida. Después de tantos años en el hospital, encerrado en su celda del sótano, lo había olvidado. Las pocas veces que salía era para ir a alguna consulta, esposado a una camilla, o para dar algún paseo por un minúsculo jardín interior. Hasta que le arrancó la cara a mordiscos a un compañero que lo miró mal. No fue una gran pérdida, porque aquel tipo había asesinado a toda su familia, incluyendo la política, pero acabó con sus paseos.
—A ver, tratemos de orientarnos —se dijo en voz alta.
Sus palabras quedaron acalladas por una especie de gruñidos, que provenían de una estancia próxima al lugar donde él se encontraba. Se detuvo junto a la puerta y miró de reojo hacia dentro. Eran cinco o seis personas que parecían bailar una danza macabra. En el centro de su improvisada pista de baile tenían a una enfermera con gesto horrorizado. A Taboada le gustó. Para comérsela, claro. Era joven y guapa, una rubia de lo más apetecible. Le evocó el delicioso sabor de su última comida.
Con la boca salivando, no fue lo bastante discreto y los danzarines lo vieron en el umbral. Eran demasiados para él. Quizá estaba loco de atar, pero no era estúpido. Dos o tres de ellos dejaron a la chica y salieron corriendo tras él. Sin conocer el camino, no tuvo más remedio que moverse al azar entre las sombras. Llegó a unas escaleras y decidió subir por ellas para alejarse de sus perseguidores.
No miró atrás ni se detuvo hasta que la escalera terminó. Desembocó en otro pasillo. También allí había restos de muerte y lucha. En especial le llamó la atención el rostro quemado de un hombre que yacía junto a otro tronchado como un junco. Aún le quedaba espacio en el estómago. Se agachó junto al de la cara quemada y empezó a darle mordisquitos, como los de una dama inglesa comiéndose una pasta de té.
Sólo paró cuando unas voces sonaron delante de él, al otro lado de un quiebro del pasillo. Una de ellas le era conocida.
—El ascensor no llega hasta el desván. Hay que subir por un tramo de escalera.
Martín no dejó de avanzar por el pasillo del piso superior mientras hablaba. La escalera a la que se refería no estaba conectada con la principal. Había que recorrer una buena parte de la planta, hasta la zona que quedaba sobre las cocinas y el área de servicio del hospital. Allí, la buhardilla se había reformado para instalar una polea móvil que se proyectaba al exterior cuando era necesario izar algún objeto pesado. Si no hubiera francotiradores en el exterior, esa polea hubiera podido ser un buen medio de escape.
—Por aquí —dijo el médico a Olga y a Luis, sin perder de vista el frente.
No se oía el menor ruido, salvo el que ellos mismos producían al moverse. La llama azul de los mecheros Bunsen iluminaba más que las lámparas de emergencia. Tenían que ir despacio. En cualquier momento, alguno de los infectados podía surgir delante de ellos y atacarles.
Con sus pasos cortos pero decididos, llegaron por fin al fondo del pasillo. La escalera estaba separada por dos puertas batientes. Martín empujó la barra de apertura de una de ellas y la aguantó con el pie. Su hija abrió la otra. Pasaron al otro lado y dejaron la bombona apoyada en el suelo, al pie de la escalera. Martín recordó que la puerta superior necesitaba llave.
—Vamos a tener que abrir la puerta a golpes —dijo, señalando hacia el túnel oscuro y ascendente. La única luz de emergencia estaba abajo.
Luis asintió. Olga se quedó al pie de la escalera, apuntando con los mecheros Bunsen para darles algo más de luz. Sus ojos se acostumbraron rápido a la oscuridad y pudieron distinguir la forma gris de la puerta. El médico fue el primero en golpear, con el hombro. La madera no cedió. Se echó un poco hacia atrás y lanzó una patada. Tampoco consiguió romper la madera o hacer saltar el cerrojo, pero esta vez un crujido anunció que empezaba a ceder. Luis y él se colocaron uno al lado del otro y, al mismo tiempo, dieron una patada doble.
La cerradura quedó colgando en el marco. La puerta se partió por el medio, de arriba abajo, y también en la zona del cierre. Martín trató de echar una mirada adentro. La luz blanquecina y pálida de la luna se colaba por los ventanucos que daban al tejado y, sobre todo, por el gran ventanal donde se hallaba la polea. Extrañas formas se recortaban contra esa luz y arrojaban sombras inquietantes, como las que surgen en la mente durante un mal sueño.
Se dio la vuelta para bajar y vio que Luis estaba con Olga al pie de la escalera. Esperó arriba mientras subían con la bombona. Dio un paso atrás cuando estaban ya en la puerta y eso le hizo quedar bajo la luz que proyectaba el ventanal.
De pronto, uno de los cristales estalló en mil pedazos, cubriéndole como una lluvia de granizos rabiosos y afilados. Martín se arrojo instintivamente al suelo. El ruido de una detonación lejana llegó a sus oídos cuando aún volaba. El disparo no lo alcanzó, pero al caer se golpeó en el hombro herido.
—¡Poneos a cubierto!
Se arrastró por el suelo sin dejarse paralizar por el miedo ni el dolor. Agachado, Luis le ayudó a recorrer los últimos metros que lo separaban de una zona aparentemente segura, entre las sombras.
Otro disparo los sacó de su error. Los francotiradores debían de utilizar miras telescópicas de infrarrojos. No bastaba con mantenerse en la oscuridad: había que salir de la línea de fuego.
El médico hizo un esfuerzo para incorporarse, agarró a su hija, que estaba siendo casi empujada ya por Luis, y corrieron por el desván para escapar de los disparos.
Se produjeron otros dos. Uno rozó la bombona de gas. Los mecheros Bunsen quedaron en el suelo, emitiendo su llama sobre las viejas maderas que lo cubrían.
—Hay que apagar eso —dijo Martín, protegido ya en un quiebro de los muros que sostenían el tejado.
La idea era provocar un incendio en la buhardilla, pero no entre ellos y la salida. Si el suelo empezaba a arder, iba a ser muy difícil escapar de esa trampa mortal, atrapados entre el fuego y los disparos de los francotiradores.
La madera estaba muy seca. Las primeras llamas surgieron del suelo como un ser vivo, que lucha por nacer, pero que ya nada podrá parar.
—¿No hay otra salida? —dijo Olga a su padre.
—La había. Una trampilla al otro lado del desván. Se cegó hace mucho. Hace años.
Luis parecía hipnotizado por el incipiente fuego. Sin embargo, se giró hacia el médico, pensativo.
—Aunque esté cegado, el hueco debe de seguir existiendo.
—Seguramente sólo se tapó —concordó el médico—. Tenemos que encontrarlo.
El dolor de su hombro se había intensificado. Se palpó con la mano del brazo sano y vio que la herida estaba sangrando. Pero podía esperar para cambiarse la cura. Ahora lo inmediato era salir de ese desván antes de que el fuego se extendiera y, sobre todo, alcanzara la bombona. Eso era algo que antes o después iba a suceder, y más convenía estar lejos cuando ocurriera.
La figura de Taboada se deslizó como un felino hasta las escaleras que conducían al desván. Antes, cuando oyó las voces —la voz del doctor Martín Fierro—, retrocedió por el pasillo hasta una de las estancias que tenían la puerta abierta. Esperó allí agazapado hasta que vio pasar a la comitiva y la siguió. No le resultó fácil abandonar los restos del exquisito bocado que estaba degustando cuando lo interrumpieron, aquella deliciosa cara churruscada y crujiente. Pero era importante seguir a aquel médico que tanto lo había hecho sufrir.
Taboada sabía que fue él quien se opuso desde el principio a sus pequeñas libertades, como abandonar la zona de seguridad para visitar el patio interior y airearse. Sólo porque se comiera parte de un compañero —un indeseable, por cierto—, y lo matara, no le parecía razón suficiente para negarle ese esparcimiento. Estaba loco, de acuerdo, lo sabía y lo aceptaba, pero precisamente por eso no tenían derecho a tratarle con tanta severidad.
Una parte de su mente fue formando estas ideas delirantes mientras otra centraba toda su atención en las tres personas que caminaban portando una especie de bidón y unas lanzas de fuego. No era prudente atacarlas por el momento. Decidió seguirlas y esperar una oportunidad. Estaba seguro de que llegaría antes o después.
Ahora estaba al acecho, en las escaleras del desván. Había oído el ruido de los disparos y las voces del médico y sus acompañantes. Un brillo creciente fue llegándole desde la puerta que estaba en la parte alta. Ignoraba qué podía ser. Se quedó esperando hasta que las voces cesaron. Subió con mucha cautela y metió la cabeza hacia la buhardilla, como una rata husmeando. El humo y el fuego se estaban ya adueñando de ella. Un silbido surgió de pronto del recipiente que portaba el médico con sus compañeros. Era una bombona de gas.
Taboada tuvo el tiempo justo de lanzarse escalera abajo y regresar al pasillo. La tremenda explosión arrancó una parte del tejado y hundió el suelo. Los escombros cayeron por todas partes. A Taboada lo alcanzaron sólo pequeños fragmentos y una nube de polvo. Se tiró al suelo y se cubrió la cabeza con los brazos. No tenía lesiones importantes, únicamente leves contusiones y algunos pequeños cortes.
Durante unos segundos le costó respirar. Luchó con denuedo para robar un poco de aire, tapándose la nariz y la boca con la tela de su camisa.
—Aggg —gritó de verdadero asco.
En cuanto pudo levantarse, se alejó de la zona devastada por la explosión. Miró un momento atrás y vio el cielo parcialmente despejado entre las llamas, con la luna llena en lo alto, dejándose ver entre las nubes en todo su esplendor de plata.
—Luna llena... —masculló.
Muchos lo negaban, pero desde antiguo se asociaba la luna llena con una mayor incidencia de crímenes. Los locos se ponían rabiosos. La gente normal también experimentaba cambios de humor. Afectaba a todo el mundo con su influjo.
Taboada recordó que su primer crimen fue durante una noche de luna llena. Era invierno. Acababa de salir de su trabajo como repartidor de pizzas. Pasaban las doce de la noche. Iba a coger un autobús para regresar a casa, una habitación en un piso compartido, cuando la vio. Era una niña de no más de diez años, andando por la acera solitaria.
¿Qué hacía una niña tan pequeña, sola y a esas horas, en medio del frío de la noche?
Sintió el impulso de hacer algo por ella. Su corazón se enterneció y estuvo a punto de llorar. No había nadie más en la calle. Fue hacia ella y le preguntó si estaba bien. La niña parecía desorientada, perdida. Sollozaba y tenía la nariz llena de mocos.
Algo estalló —o terminó de estallar— en la cabeza de Taboada. La ternura se convirtió en deseo sexual. Eso duró un instante tan breve como un parpadeo. Lo que sustituyó todos sus impulsos interiores fue una irreprimible ansia de devorarla. Ni siquiera miró a su alrededor para comprobar que seguían estando solos. La agarró por la cabeza, tapándole la boca, y la arrastró hasta un callejón oscuro. Allí le rompió el cuello y empezó a morderla con grandes bocados, compulsivos. Se sació y después le arrancó pedazos de carne que se guardó en los bolsillos de su abrigo. Más tarde, de vuelta en casa, los cocinó en la cocina común con un poco de vino blanco y un sutil toque de sal y pimienta.
A partir de esa noche, el frenesí de comer carne humana ya nunca lo abandonó.
Martín, Olga y Luis no habían encontrado aún la antigua trampilla cuando la explosión los sorprendió. Estaban ya lo bastante lejos de la bombona, pero no lo suficiente para evitar caer de bruces por la onda expansiva. La desaparición de una parte del tejado los dejó otra vez al descubierto y a merced de los francotiradores. El médico fue el primero en reaccionar. Apretó los dientes y tuvo la presencia de ánimo de agarrar a los otros dos por los brazos y empujarlos para que abandonaran la zona abierta.
—¡Hacia allí!
Corrieron hacia el fondo del desván. Sonaron varios disparos que impactaron en las paredes y los trastos apilados. Se cobijaron a toda prisa tras unos armarios metálicos. Si el viejo hueco que buscaban no se encontraba cerca, todo estaba perdido. Pero ¿cómo podrían reconocerlo?
Justo entonces, un reflejo de la luna, emergida por un instante entre las nubes, iluminó una zona del suelo sobre la luz vibrante de las llamas que crecían con rapidez al otro lado de la buhardilla. Había algo en esa parte del suelo que la hacía diferente al resto: las maderas eran distintas, más nuevas y oscuras. Los tres lo vieron al mismo tiempo, como si un dedo etéreo lo señalara.
—Tiene que ser eso —dijo Olga.
Ni su padre ni Luis contestaron. Pero pensaban lo mismo.
—Hay que abrir el hueco —fue lo que dijo Martín, tras unos instantes en que su mente procesó mucha información a la vez: la posición de los francotiradores, la trayectoria de sus balas, los objetos que tenían alrededor y que podrían servirles para quebrar la madera y abrir un agujero por el que acceder al piso inferior...
—¡Mire! —exclamó Luis, devolviendo la atención del médico al presente.
Al otro lado de los armarios que los protegían había un recio perchero que parecía de hierro forjado, de la altura de un hombre y con varios brazos a distintos niveles.
—Está al descubierto —se quejó el médico—. Si pudiéramos llegar hasta él. Pero no creo que...
Antes de que tuviera tiempo de acabar la frase, Luis se puso en pie y abrió una de las puertas metálicas. Tiró de ella y la golpeó con todas sus fuerzas para romper las bisagras y separarla del cuerpo del armario. Le costó varios intentos, pero al fin lo consiguió.
—Hazlo rápido y ten mucho cuidado —dijo Martín, que había comprendido lo que se proponía.
Con la puerta a modo de escudo, el joven saltó del escondrijo y atravesó a lo ancho el desván. Los disparos lo siguieron, pero fue tan veloz que ninguno lo alcanzó. Sólo al detenerse para agarrar el perchero y tirar de él, una de la balas impactó contra la chapa de metal. Logró atravesarla, pero perdió casi toda su energía y sólo le hizo una pequeña herida en la espalda, a la altura de los riñones. Fue como la picadura de un abejorro.
Ahora, portando el perchero, que pesaba como un muerto, tuvo que regresar más despacio. Otras balas lo alcanzaron en la puerta. Dos o tres rebotaron por el ángulo. Sólo una más consiguió atravesarla como la primera. Esta vez le impactó en un lateral de la mandíbula.
El dolor hizo a Luis emitir un quejido y tambalearse. Estuvo a punto de soltar su protección, que llegó a deslizársele hasta tocar el suelo. Estaba ya a dos zancadas de la zona protegida. Hizo un último esfuerzo y llegó de nuevo al abrigo de los armarios, donde se dejó caer al suelo.
—¡Estás herido! —dijo Olga.
Martín examinó las heridas. La de la espalda no era importante, pero la de la cara sí era fea. El proyectil había desgajado la carne y golpeado la dentadura, arrancando de cuajo una de las piezas. Aún seguía alojada allí, como un pedazo de metal informe y repleto de aristas.
—Hay que sacarla cuanto antes —sentenció el médico.
—Hágalo, doctor —dijo Luis con la voz pastosa.
Olga no pudo mirar. Su padre sacó el bisturí que había cogido del laboratorio y se ayudó de él y de sus manos desnudas para extraer la bala. Estaba incrustada en la carne. Al sacarla, un chorro de sangre saltó de la cara de Luis. Éste no pudo ahogar un grito de dolor. El médico sintió una punzada en su propia herida del hombro, que aún seguía sangrando. Se apresuró a arrancarse un pedazo de tela de la camisa y la convirtió en una especie de espárrago, que colocó taponando el orificio en la cara del muchacho.
—Mantenlo ahí —le ordenó.
—¿Es muy grave? —preguntó Olga, que se había mantenido en silencio hasta que su padre terminó de curar la herida.
—No. Pero no tenemos con qué desinfectarla. Es algo que tendremos que hacer en cuanto salgamos de aquí. Ahora, pongámonos en marcha.
Olga miró al chico y luego al perchero de hierro.
—Gracias, Luis.
El aludido le dedicó una cálida sonrisa, con una de sus manos apretándose la cara. Algo estaba naciendo entre ellos dos. Algo que quizá no tuviera el tiempo necesario para crecer y desarrollarse.
Entre Luis, con la mano libre, y Martín, cogieron el perchero por la parte alta del fuste y lo izaron sin abandonar la protección de los armarios. Desde allí, alargando los brazos, podían llegar al hueco tapado en el suelo. La idea era levantarlo a la mayor altura posible y arrojarlo luego contra las maderas con el impulso de su propio peso y el añadido de su fuerza.
Lo hicieron una primera vez. El movimiento repentino provocó a los francotiradores, que dispararon un par de veces. El segundo golpe del perchero movió una de las maderas. El tercero la partió. El cuarto levantó las que estaban a su alrededor... Después de una decena de golpes, el agujero era lo bastante grande como para que Olga pudiera deslizarse por él. Cinco o seis golpes después, parecía una boca desdentada, abierta en torno al hueco original que, en efecto, estaba allí.
—La parte de abajo también está cerrada sobre el techo del segundo piso —dijo Martín—. Pero seguro que no es más que una fina capa de escayola, o algo parecido. Yo seré el primero en saltar y lo romperé con mi peso.
—Puedes hacerte daño al caer desde tan alto —dijo Olga.
—Sí, pero no tenemos una opción mejor, hija mía.
—Lo haré yo —intervino Luis.
—De eso nada —negó el médico—. Estás herido, más herido que yo, y eres mucho más importante.
—Creo que debería...
Martín no dejó al muchacho acabar la frase. Se levantó como un resorte y, sin vacilar, corrió hacia el hueco. Fue como en una película muda: una figura dando largas zancadas y desapareciendo tragado por un pozo. La diferencia con una película muda fue el ruido de los disparos y de los proyectiles impactando contra la pared de la buhardilla. Por fortuna, ninguno de ellos alcanzó al médico, que atravesó el hueco del suelo, quebrando el cierre al otro lado, y cayó como un fardo en el pasillo de la segunda planta.
Su hija tuvo razón cuando dijo que podía hacerse daño. El golpe contra el suelo se cebó en una de sus piernas. El retorcido giro que hizo al soportar su peso y el sonido que salió de los huesos dejó claro, y más para un médico, que alguno de ellos se había roto. Era la rodilla. En cuanto llegó abajo rodó hacia un lado y gritó de dolor. Ahora iba a gritar a los demás que bajaran, cuando una sombra se plantó delante de él y le heló la sangre. Entre el dolor lacerante de su rodilla y el miedo, se quedó completamente paralizado. El rostro de la figura quedaba en sombra, recortado contra una de las luces de emergencia.
—Señor doctor —dijo la sombra con una vomitiva e impostada voz dulzona—. Cuánto me alegro de verle. No lo sabe usted bien.
No era un infectado, era obvio. Pero esa voz. Esa voz...
—¿Eugenio Taboada?
—¡Sí, el mismo! ¿A que no se lo esperaba, doctor? Estoy libre y aquí, con usted. Voy a matarle, doctor. Qué placer tan grande.
Taboada se acercó un poco más y Martín pudo distinguir al fin sus facciones. Tenía los ojos entrecerrados y se mordía el labio inferior con los dientes, en una repulsiva expresión obscena.
Dio un paso más hacia el médico y quedó justo en el centro del hueco del techo. Arriba se oyó otro disparo. De pronto apareció el cuerpo de Olga, como caída del cielo, que impactó sobre Taboada con los pies en plena cabeza. Éste perdió el equilibro con un chillido poco masculino. Martín reaccionó como pudo y se lanzó sobre él. Olga aún estaba encima, hecha un amasijo de brazos y piernas. La empujó para alejarla de aquel maldito loco, una expresión que nunca habría utilizado en un congreso de psiquiatría, pero que lo describía con precisión milimétrica.
—¡Apártate! —gritó a su hija mientras se abalanzaba sobre Taboada y trataba de sujetarlo.
Olga se retrepó junto a la pared en una esquina. Taboada se revolvió y quedó de lado con el médico. Lanzó sus manos, como garras, a sus ojos y trató de morderlo.
La escena anterior se repitió: otro disparo arriba y ahora la figura de Luis emergiendo por el hueco del techo. Eso hizo a Taboada desviar la atención por un segundo. A Martín le bastó para darle un fuerte puñetazo en mitad del rostro. Luis no cayó mal y se dio cuenta al instante de la situación. Pensó que se trataba de un infectado. Su cabeza estaba a un palmo del suelo. Tomó impulso y la pateó como un delantero de fútbol lanzando una falta directa.
El ruido fue como el de un saco de nueces. Al quedar tendido boca arriba, la cabeza de Taboada era como un balón, pero no de fútbol, sino de rugby. Los huesos de su cráneo estaban partidos y descolocados. Su cara parecía una máscara de cera derretida. Obviamente estaba muerto.
¿O no...?
Sin saberlo, al ingerir carne de infectados él mismo se infectó. No fue tan rápido como si le hubieran mordido, introduciéndole el virus directamente en la sangre, pero en cuanto probó la carne contaminada firmó su propia sentencia de muerte. De muerte en vida, porque su cuerpo seguía vivo. Se levantó pesadamente. Su alma ya no estaba dentro de él. Había viajado a lo más profundo del infierno; el mismo lugar del que emergía la fuerza que ahora lo impulsaba y dominaba.
Luis fue el primero en darse cuenta. Olga estaba tratando de ayudar a su padre. La parte inferior de su pierna estaba retorcida desde la rodilla. La joven siguió las indicaciones del médico para, al menos, colocarla en su posición, y lo hizo con una firmeza inesperada. El humo del incendio en el desván empezaba a colarse por el hueco abierto en el techo. El fulgor de las llamas se veía cada vez más intenso. Estaban a punto comenzar su trayecto de descenso hacia el sótano cuando la cáscara de Taboada se levantó tras ellos.
Martín iba apoyándose en los hombros de su hija. Luis los precedía. No tenían con qué defenderse salvo los bisturís que el médico cogió en el laboratorio. Pobre defensa contra los infectados, pero era lo único que tenían, y ya no había vuelta atrás: o alcanzaban la zona de seguridad del sótano o, en el mejor de los casos, acabarían asfixiados, si no quemados.
—¡Cuidado! —gritó Luis, que rodeó a Martín y a Olga y se interpuso en la trayectoria de Taboada.
El loco tenía la boca colgando. Su mandíbula estaba rota. Un ruido gutural, como un gruñido, emergía de su garganta. A pesar de las horribles lesiones, parecía dispuesto a morder a quien se cruzara en su camino.
Luis no le dio la oportunidad. Se tiró al suelo, con los pies por delante, y le hizo un placaje digno, una vez más, del rugby. Taboada salió volando por encima de él y cayó de bruces muy cerca de Olga y de Martín. Sin darle tiempo a volver a ponerse en pie, Luis saltó sobre su espalda y lo inmovilizó. El loco trataba de revolverse y cogerlo hacia atrás con sus brazos. El muchacho lo agarró con una mano de su extraño pelo en mechones, mientras con la otra hacía un corte alrededor del cuello con el bisturí. La hoja no medía más que tres o cuatro centímetros. Tuvo que dar varias vueltas hasta que la cabeza únicamente quedó unida al tronco por la columna vertebral.
La sangre brotaba a chorros. Luis se incorporó. Le pisó los discos de la columna hasta que cedieron y, al fin, la cabeza de Taboada se separó del tronco.
—Ahora está muerto —anunció a los otros.
La expresión de Olga y de Martín era idéntica. El alivio de verse libres de la amenaza no podía ocultar el horror hacia lo que acaban de presenciar. La crueldad del muchacho había sido indescriptible. Mayor aún que la que Olga había presenciado antes, cuando su padre quemó vivo a uno de los infectados.
—¡No perdamos más tiempo! —dijo Luis con vehemencia para hacerlos reaccionar.
—Sí. No nos paremos —añadió Martín.
Si la iluminación no hubiera sido tan escasa, la macilenta piel de su rostro habría puesto de manifiesto que estaba muy mal. Quizá no le quedaran fuerzas suficientes para llegar al sótano. No estaba dispuesto a que tuvieran que cargar con él. Eso sería demasiado peligroso. Lo mejor, si lo abandonaba la energía —como sospechaba que iba a suceder—, sería que lo dejaran en algún despacho, donde podría quedarse cerrado a cal y canto en espera de que los bomberos llegaran antes de lo que había calculado.
En el exterior del hospital, el hombre al mando de los francotiradores, el mismo que había contagiado el virus a la enfermera de la recepción, estableció comunicación con su jefe. Éste se hallaba en un lujoso yate, fondeado cerca de la costa italiana del mar Adriático. Nunca se acercaba demasiado al lugar de los hechos. Daba las órdenes a distancia, protegido por su dinero, un ejército de guardaespaldas y un pasaporte diplomático. Cogió en la cubierta del barco el teléfono vía satélite que le entregó uno de sus esbirros, con la mirada puesta en el oscuro horizonte marino.
—Señor, tenemos un problema.
Esa concatenación de palabras, formando esa frase concreta, era lo peor que esperaba escuchar de su hombre de mayor confianza. El único de quien se fiaba sin reservas, al menos para quien era patológicamente incapaz de confiar por completo en otro ser humano.
El jefe no contestó de inmediato. Se quedó callado un momento antes de contestar.
—¿Qué problema?
—Todo se ha llevado a cabo según sus órdenes. Nadie ha conseguido salir del hospital. Pero se ha producido un contratiempo: se ha desatado un incendio y los bomberos y la policía no tardarán en llegar. ¿Cuáles son sus nuevas instrucciones?
—Retiraos de inmediato.
Ahora fue el hombre quien se mantuvo en silencio por unos instantes, desconcertado por las inesperadas las órdenes de su jefe.
—¿Confirma que nos retiremos, señor?
—Lo confirmo.
—Bien, señor.
Desde su privilegiada posición, el jefe interrumpió la llamada y bajó el teléfono. Estuvo unos momentos contemplando los reflejos pálidos de la luna en el mar. En unas horas, aquella luz pálida se transformaría en una explosión de color. Una explosión como la que tenía prevista, como plan alternativo, para destruir a la única persona capaz de dar al traste con sus planes y los de su organización secreta.
Era la hora del Oponente, del Enemigo, del ángel que quiso dar la sabiduría al hombre y abrir sus ojos en contra de un Dios tiránico que quería verlo todo, saberlo todo, estar en todas partes.
La brisa acarició el rostro del jefe y revolvió su pelo canoso. Levantó de nuevo el teléfono y marcó en él una de las teclas de memoria. Esperó a que contestaran al otro lado. Cuando lo hicieron, sólo pronuncio un escueto:
—Háganlo.
—¡Maldita pierna! —se quejó Martín por el dolor y el retraso que su lesión en la rodilla estaba provocando.
—Vamos, papá, ya nos queda poco.
Olga y Luis llevaban al médico cogido por debajo de las axilas. Habían conseguido alcanzar el piso de abajo sin encontrarse con ningún otro infectado. Vieron muchas señales de lucha, cuerpos mutilados, destrozos... Parecía que el virus hacía que todos fueran contra todos. Sólo debían de quedar unos pocos aún vivos. Aún no muertos.
No tardaron en confirmar esa sospecha. Como no había flujo eléctrico, no pudieron tomar uno de los ascensores. Estaban dando los últimos pasos por el corredor que comunicaba con la escalera que conducía a la zona de seguridad, cuando cuatro o cinco infectados les salieron al paso. Tardaron unos segundos en notar su presencia, porque trataban de devorarse mutualmente. Pero, en cuanto les vieron, su interés quedó centrado por completo en ellos. Empezaron a avanzar lentamente.
Eran demasiados. No había escapatoria.
No la había para el doctor.
—¡Corred! —gritó a su hija y a Luis.
Martín extrajo la bolsa térmica de su bolsillo, con la muestra de sangre, y se la puso en una mano a Olga. La apretó con las suyas y la miró fijamente. En sus ojos había resignación. Su fin estaba próximo.
—Si a Luis le pasa algo, será lo único que tendremos para luchar contra el virus.
—No, papá...
—Hazlo por mí, hija mía. Hazlo por todos. Es el precio.
—Tú me prometiste... Tú dijiste que teníais un plan para evitar que tú murieses. Me lo dijiste cuando me salvaste.
—Mentí.
La joven sabía que no podían hacer otra cosa. Era imposible escapar con su padre en brazos. Se abrazó a él sin soltar la muestra de sangre. Luis tuvo que arrancarla de un tirón y obligarla a seguirlo, alejándose de los infectados. Por detrás quedó Martín, en equilibro sobre su pierna sana y con su bisturí en la mano. No iba a poder contenerlos, pero no pensaba rendir su vida sin lucha.
El reactor privado despegó del aeródromo de Cuatro Vientos, en Madrid, en cuanto recibió autorización de la torre de control. Según su plan de vuelo, el aparato tenía previsto llevar a unos hombres de negocios a Barcelona. La realidad era muy distinta. Los pasajeros eran hombres de la misma organización que quienes trataban de matar a Luis. En sus bodegas portaba una bomba camuflada con cien kilos de TNT. Su objetivo: el hospital.
El vuelo no duraría más de quince minutos. Al aproximarse, el piloto pondría en marcha un preciso sistema que establecía el lanzamiento de la bomba de un modo automático, calculando la altitud y compensando la velocidad del avión y del viento. Su tolerancia de error estaba por debajo de los diez metros.
Dentro de poco, el incendio del hospital sólo sería un recuerdo. Como el hospital mismo y quienes aún pudieran quedar en él.
Un grito terrible, ahogado por una sinfonía de otros gritos y gruñidos, hizo saber a Olga que su padre había muerto. O, como mínimo, que se habría transformado en un cuerpo sin alma, convertido por el virus en una criatura diabólica cuyo único objetivo era matar y contagiar a otros el virus.
Lloró mientras corría, aún del brazo de Luis, que no la soltaba por temor a que intentara regresar con su padre. Aunque eso era imposible. Su padre ya no existía como tal.
—Tenemos que ponernos a salvo —dijo el muchacho cuando él mismo oyó el grito de Martín. En su frase estaba implícito que se lo debían al hombre que acababa de sacrificar su vida por las de ellos.
—Sí —dijo Olga en su susurro.
Siguieron corriendo por los pasillos, entre las luces de emergencia, hasta que llegaron al ascensor. El acceso a la escalera estaba cortado por los infectados. Su única esperanza era lograr abrir las puertas y descolgarse por el hueco hasta llegar al sótano.
Luis soltó por fin a Olga y se puso a buscar algo con lo que hacer palanca en las puertas. No parecía haber nada que sirviera. Frenético, saltaba de un lado a otro como si tuviera convulsiones. La joven también se puso a buscar.
—¡Aquí, Luis! —gritó de pronto.
Había encontrado la manguera antiincendios. Detrás de un cristal estaba enrollada junto con un hacha de vivo color rojo, que ahora se veía casi negra. Fue una suerte que el reflejo de una de las lámparas le hiciera verla. Un poco más y le habría pasado inadvertida.
El muchacho dio un golpe con el codo en el cristal y extrajo el hacha como si todos sus movimientos hubieran sido ensayados. Se oían pasos y ruidos inquietantes. Los infectados estaban ya muy cerca.
—Ayúdame —dijo Luis a Olga.
Él metió el filo del hacha entre las puertas del ascensor y la giró con fuerza para separarlas. En cuanto hubo espacio suficiente para meter los dedos, le pasó el mango a la joven.
—¡No la sueltes!
Con una mano en cada puerta, Luis tiró con todas sus fuerzas en sentidos opuestos. El hueco se hizo un poco más grande, pero no lo suficiente. Tiró de nuevo con aún más ímpetu. Los infectados se acercaban. Sus figuras, visibles en la penumbra, avanzaban hacia ellos.
Olga no quería mirar, pero no pudo evitar hacerlo. A la cabeza del grupo le pareció... ver a su padre. Su cerebro se negaba a creerlo, pero tenía que ser él, convertido en uno más de aquellos terribles seres.
Sin querer, el hacha se soltó de entre sus manos. Cayó al suelo junto a Luis, que la miró sobresaltado. Él no vio a Martín directamente. Lo vio en los ojos de su hija.
Hizo un último esfuerzo, destrozándose las manos, y al fin logró abrir el espacio suficiente para pasar al otro lado. Empujó a Olga por la espalda, atrayéndola hacia el hueco.
—Agárrate muy fuerte al cable y déjate caer. Ponte esto entre las manos —dijo, dándole un pedazo de su camisa a la joven—. Te dolerá. Por lo que más quieras, no te sueltes.
Ella dudó. No se veía nada dentro del oscuro pozo cuadrado. Pero sabía que el cable del elevador tenía que estar ahí. Decidió dar un salto de fe. Se inclinó hacia delante, con los brazos extendidos, y se dejó caer. Notó un golpe en la cara antes de que sus pies perdieran apoyo. Rápidamente se aferró al cable y empezó a bajar, demasiado de prisa.
Arriba, Luis recogió del suelo el hacha. Los infectados estaban encima de él. Como Olga había creído ver, el médico iba en cabeza. Su cara era un amasijo informe, pero llevaba puestas sus ropas. Sin duda, era él.
Olga llegó abajo. Se dio un buen golpe contra el muelle al pie del foso. Notó un intenso dolor en las piernas y en el trasero, pero había conseguido frenarse lo suficiente a costa de la piel de sus manos. Le ardían, medio desolladas a pesar de la tela.
Luis se alegró de que Olga no fuera a presenciar lo que estaba a punto de hacer. Levantó el hacha y descargó un golpe atroz contra la cabeza de Martín. Ésta se separó en dos mitades como un melón y el cuerpo se desplomó. Los otros infectados no se detuvieron. Luis saltó atrás cuando uno de ellos estaba ya sobre él. Lo agarró de los restos de su camisa, pero no pudo evitar que se le escapara entre los dedos.
En el foso, Olga acababa de levantarse. Luis no cayó encima de ella por un segundo. También él se apartó a toda prisa. Uno de los infectados, el que intentó agarrarlo, había perdido pie y caído tras él por el hueco. Tuvo el tiempo justo de quitarse de su trayectoria. No le dejó tiempo de reaccionar. Recogió el hacha, que se le había soltado de la mano al caer, y le asestó varios golpes rabiosos por todo el cuerpo. En aquel momento, Luis parecía también un infectado o una sanguinaria bestia de tiempos pretéritos, cuando el ser humano aún era un depredador salvaje que vivía en cavernas.
El reactor de la organización secreta estaba a escasas millas de la vertical del objetivo. El ordenador del sistema de lanzamiento llevaba ya tiempo realizando sus cálculos. En la cabina, el piloto accionó el mando para abrir la compuerta exterior de la bodega. A lo lejos, vislumbró los reflejos de la luna en el agua de un embalse. El hospital se hallaba muy cerca de ese gran lago artificial que tenía por delante de sus ojos.
Consultó la posición en el GPS. Una línea roja marcaba la trayectoria del avión hacia el objetivo. La estimación de tiempo, a la velocidad crucero actual, era de apenas dos minutos. En menos de ciento veinte segundos, todo habría acabado.
A su lado, el copiloto le pidió confirmación para activar el control automático del sistema de lanzamiento. En cuanto quedara establecido, su labor quedaría reducida a seguir con precisión la ruta del navegador y esperar a que la bomba abandonara la bodega desde sus anclajes.
—Actívalo —ordenó el piloto.
La suerte estaba echada.
La inmensa explosión destruyó el hospital por completo. En ella murieron también algunos bomberos, que acababan de llegar al edificio y estaban comenzando, con sus camiones-bomba, las labores de extinción del incendio. Éste había devorado ya todo el tejado y alcanzado la planta superior. Poco podía hacerse por el hospital, salvo controlarlo y evitar que destruyera lo que quedaba del edificio. Sin duda, habría de ser derruido más tarde.
No hizo falta ninguna demolición. La bomba que llegó del cielo se encargó de ello en medio de un inmenso fogonazo y un ruido atronador. Las ventanas del pueblo más cercano, que estaba a cinco kilómetros del hospital, temblaron y algunos cristales hasta se rajaron por efecto de la onda expansiva. Todo quedó convertido en una desperdigada montaña de escombros humeantes. Nadie pudo sobrevivir a la explosión.
Despuntaba el alba cuando la policía hizo acto de presencia con su unidad canina. Era un procedimiento habitual, aunque resultara inútil, en caso de catástrofes o atentados como aquel. Un inexplicable atentado, que traía de cabeza a las autoridades. Nadie podía comprender el porqué de un ataque semejante a una institución mental, ni siquiera los servicios de inteligencia.
Las máquinas fueron retirando los escombros, mezclados con restos humanos, a medida que los perros certificaban que allí no quedaba el menor atisbo de vida. Hasta que llegaron a lo que había sido el sótano.
Uno de los animales se puso frenético de repente, ladrando como un poseso hacia un hueco en el suelo. Los efectivos de las unidades de rescate gritaron en espera de alguna respuesta. Casi estaban a punto de desistir, creyendo que no era más que una falsa alarma, cuando una voz muy débil se escuchó por debajo de los escombros. Una voz de mujer.
La voz de Olga.
Luis y ella habían logrado alcanzar, antes de la explosión, la celda que éste había ocupado en la zona de seguridad. La sacudida fue terrible. El techo se desplomó parcialmente. A él lo alcanzó un fragmento que le rompió el cuello. A ella sólo la golpearon pedazos más pequeños. Sus heridas no eran graves, pero sí las de Luis. Sabía que iba a morir en cuanto recobró la conciencia.
Olga se liberó de los escombros y corrió hacia él para tratar de ayudarlo. Era inútil. Comprobó la bolsa térmica con la muestra de sangre del joven. Se había aplastado y estaba rota. Todo estaba perdido. Ya no podría crearse ninguna vacuna ni el virus podría contenerse.
En sus últimos momentos de conciencia, antes de morir, Luis tuvo una idea audaz. Olga estuvo de acuerdo con ella. Por eso, al ser rescatada por los servicios de emergencia, los médicos no pudieron comprender la causa de una extraña herida en el cuello de la joven. Era un mordisco profundo. Como si la hubiera atacado un vampiro. O un zombi.
Ahora era ella quien tenía en su sangre los anticuerpos con el virus.
Días después de los hechos, la policía científica encontró entre los restos del hospital, casi intactos, los discos duros que registraban las imágenes del sistema de cámaras de seguridad. Un grupo especial visionó todo el material con exponencial sensación de incredulidad.
Era evidente que aquello no podía hacerse público. Y no únicamente por lo macabro. La investigación continuó abierta y los discos duros acabaron en una caja de seguridad en las instalaciones del Centro Nacional de Inteligencia, en El Pardo.
Guardados y ocultos para siempre.