Carlos Sisí
Carlos Sisí (Madrid, 1971) sorprendió al público español en 2009 con su serie Los Caminantes, que situaba el apocalipsis zombi en las soleadas tierras malagueñas y se convirtió en un verdadero fenómeno de ventas. Minotauro publicó en 2012 su ecothriller La hora del mar, que de nuevo tuvo una excelente acogida por parte del público. También ha publicado la novela corta Edén interrumpido en Scylaebooks. Es el último ganador del Premio Minotauro, en su décima edición, con la novela de ciencia ficción Panteón. Cuando no está escribiendo, Carlos dirige una revista digital on line y su empresa familiar de diseño y soluciones en internet.
I
A Leire, por muchas razones, le gustaba ir a trabajar temprano. Una era disfrutar de la ciudad dormida, de las calles silenciosas, de los comercios cerrados y de las cafeterías que empezaban a despertar recibiendo mercancía con la reja a medio subir. Se empapaba del olor y la luz del nuevo día, esa luz indescriptible a caballo entre la promesa de las cosas por venir y el triunfo sobre las tinieblas nocturnas. Y respiraba, pero como se disfruta una temprana taza de café, dando pequeños y calculados sorbos de aire nuevo. Leire cruzaba la solitaria Plaça de Catalunya escuchando una melodía que sólo ella parecía apreciar: el sonido de sus propios pasos sobre el pavimento, el frufrú de su ropa al caminar, y el embriagador arrullo de las palomas. Todas esas cosas la definían.
Luego, cuando se había asegurado de que había recorrido al menos tres kilómetros, cogía su pequeña moto y conducía hasta las afueras. Siempre dejaba su moto lejos para garantizar sus paseos matinales. Una vez allí, le gustaba recorrer los pasillos y los despachos en penumbra, tocados apenas por la luz neonata que se filtraba por entre las rendijas de las persianas. Los teléfonos descansaban en las mesas, silenciosos, y el área de recepción era un remanso de paz. La máquina de agua burbujeaba apaciblemente de tanto en tanto; un sonido, por cierto, imposible de escuchar en ningún otro momento del día.
Leire visitaba la Incubadora en primer lugar. Era, en realidad, un habitáculo anexo al área principal de la clínica, apenas unas rudimentarias paredes de ladrillos de arena y cal, y un techo de uralita. Lo llamaban así por la cantidad de animales que albergaba. Éstos se alineaban en jaulas, con los clientes en el lado izquierdo, y los de recogida dispuestos en hileras por el resto de la nave. Aunque todos los animales eran debidamente inspeccionados y desparasitados como medida preventiva, los clientes estaban separados del resto por un corredor de seis metros.
Estos clientes eran, por lo general, animales de compañía que estaban en observación después de una intervención quirúrgica o un tratamiento delicado. Aquella mañana, por ejemplo, tenían a una galga con problemas en los cuartos traseros, un terrier que había sufrido una complicada operación por un problema de estómago, y otros huéspedes que estaban tan atiborrados de sedantes que apenas menearon ligeramente el rabo cuando Leire entró en la sala.
—¡Buenos días! —saludó, mientras paseaba por delante de las jaulas. Algunos animales respondieron con un lamento quejumbroso.
—Bueno... qué ánimos tenemos, ¿no?
La galga parecía estar bien. El hocico tenía buen aspecto, la expresión de los ojos, receptivos y atentos, era la correcta, y hasta el pelaje tenía un lustre sano, y el terrier incluso había bebido algo de suero, lo que desde luego era también buena señal. El labrador, en cambio, seguía dormido y respiraba pesadamente. Leire arrugó la nariz. Leyó la placa identificativa: POCHI.
—Un poco pochi sí que estás, amigo —comentó.
Entonces cogió el estadillo donde se reflejaba la situación de las mascotas y empezó a tomar notas. El informe incluía cosas como un resumen de la medicación que recibían los animales y su estado general a lo largo de la jornada. Leire marcaba con cruces simples las casillas preparadas: NORMAL, REVISIÓN NECESARIA, ANÍMICO POBRE. Al fin y al cabo, cuando empezara la jornada, tendría que irse al interior a ocuparse de las intervenciones y las consultas veterinarias, y dejaría que otros se encargaran de la Incubadora. Esas anotaciones tempranas serían de gran ayuda para el resto del equipo. Leire prefería con mucho el trato directo con animales despiertos que las operaciones, pero éstas eran las que mantenían el negocio a flote: la mayoría de aquellos animales, después de todo, no pagaban las facturas. No los de recogida, por cierto.
Leire heredó la clínica y el amor por los animales de su padre, que dedicó su vida a protegerlos y cuidarlos. Se crió en una casa abigarrada de gatos, perros, varios periquitos, tortugas, una serpiente tuerta que se llamaba Selma y numerosos roedores, insectos y hasta un mono delirante que gustaba de llevar sombrero hongo y atiborrarse de tortilla a la francesa. Aprendió a cuidarlos, atender sus necesidades, tratarlos cuando estaban enfermos y, sobre todo, a amarlos. Todos ellos fueron, en algún momento, parte de la familia. Leire encontró conocidas la mayoría de las materias que le impartieron en la facultad.
La clínica veterinaria ayudó mucho a que Leire se sintiera bien consigo misma. Disfrutaba con su trabajo, disfrutaba mucho. Ayudaba a muchas mascotas a salir de las duras pruebas de la vida y estaba en contacto con animales todo el tiempo. Aunque sabía que su trabajo no era esencial, en el sentido estricto de la palabra, porque en Barcelona había un veterinario en cada esquina, la clínica era, a sus ojos, el bien absoluto.
Luego empezó a leer sobre los centros oficiales de recogida de animales, vulgarmente conocidos como perreras.
Leire sabía que aquellos lugares no eran precisamente residencias, ni centros médicos. Conocía la realidad, como casi cualquiera, pero un escándalo aparecido en la prensa y relacionado con un centro de Terrassa hizo que derramara lágrimas de impotencia sobre el periódico que acompañaba el desayuno. Entre las titilantes ondas cristalinas de las lágrimas, Leire leyó: «La cámara era como una caseta grande de perro, en la que se introducían todos los perros y gatos que cabían a la vez, arrastrándolos y a empujones. Los animales, aterrorizados, enloquecían, iniciándose peleas entre ellos. Los gatos sufrían particularmente el terror del encierro. Una vez llena la cámara de animales, se abría la espita del anhídrido carbónico (que se mezclaba al salir de la botella con cloroformo). Ésta iba empobreciendo lentamente la proporción de oxígeno del aire del interior de la cámara, produciendo una horrorosa sensación de asfixia, y una muerte terrible». El artículo era bastante explícito sobre los aspectos más crueles del centro. Mencionaba solitarios y anónimos charcos de sangre en jaulas vacías, animales famélicos que, incapaces ya de andar, eran transportados en carretilla al lugar donde serían sacrificados, perros que morían de hambre en sus jaulas, comidos por la enfermedad, las pulgas y las garrapatas, y animales rebozados en sus propias heces y orines. Algunos, que precisaban cuidados urgentes como una pata rota o una contusión craneal, eran abandonados a su dolor durante semanas.
Leire no pudo terminar el desayuno. Se acercó a la ventana y estuvo mirando hacia la calle durante un largo rato, sintiendo una profunda congoja que le oprimía el pecho. De tarde en tarde, un profundo e inesperado suspiro parecía recordarle la necesidad de respirar. Esa mañana, el carrer de Colomines bullía de actividad, y Leire intentó concentrarse en eso, en la belleza de la cotidianidad de las calles de Barcelona un jueves cualquiera. En la plaza de Santa Caterina, visible también desde la ventana, una furgoneta de reparto de Ben & Jerry obstaculizaba la salida de un coche, y el propietario increpaba al conductor haciendo grandes aspavientos con las manos. A pocos metros, un anciano miraba con tristeza los poco inspirados grafitti que marcaban las rejas de un comercio cerrado, negaba lentamente con la cabeza, y continuaba su marcha arrastrando los pies, y un poco más a la derecha, una niña pequeña se acercaba a un gatito de aspecto deslucido. La madre sonreía ante la escena. Estaba a punto de acariciarlo cuando, de pronto, su madre se acercó rápidamente, la agarró del brazo, y la zarandeó para alejarlo de él. El gatito maulló, se acercó a la pared, y empezó a frotarse contra ella. Leire no podía escuchar lo que la madre decía a la pequeña, pero el movimiento rápido del dedo índice cerca de su cara era inequívoco.
Leire arrugó la nariz.
De pronto, el gatito se dio la vuelta y Leire vio que tenía calvas en el pelo, sobre todo alrededor de las patas. Tiña, probablemente, o alguna otra afección de la piel.
A Leire se le encendió una luz.
Como casi siempre, Leire supo sacar algo bueno de entre el horror del periódico. El artículo, de hecho, recogía unos breves comentarios del portavoz del centro, y aunque eran inexcusables y hasta ofensivos por motivos que se comprenden, revelaban un trasfondo innegable: los animales llegaban en un estado lamentable al centro, anegados en parásitos o con complicadas lesiones, lo que imposibilitaba que fueran adoptados. Como la madre de aquella niña. Había sonreído antes de ver el estado del animal. Quizá, con un poco de suerte, el gatito habría tenido una oportunidad, quizá podría haber acabado en un hogar, pero la madre se alejaba ya caminando rápido hacia el carrer de Colomines mientras su hija, trotando a su lado y tirada por la mano, echaba una triste y fugaz mirada atrás.
«Simplemente no hay recursos económicos para tratar a todos estos animales que, de todas maneras, van a acabar siendo sacrificados», decía el portavoz en el periódico.
Leire estuvo muy ocupada en las semanas siguientes. Habló con el Ayuntamiento, con la Liga por la Protección de Animales y Plantas de Barcelona, con Perros en Adopción, con la Asociación para la Defensa de los Derechos del Animal y al menos con dos organizaciones más; hizo declaraciones en una radio local y finalmente consiguió llegar a un acuerdo oficial que se firmó una buena mañana de un mes de mayo particularmente soleada. El acuerdo estipulaba que su clínica recibiría animales abandonados, desviados de los centros oficiales y sus atrocidades como la denunciada por el periódico, siempre y cuando tuviera espacio para ellos. Eso, en la práctica, representaba cuarenta y cinco mascotas cada vez, siempre en perfecta rotación: cuando un animal salía completamente recobrado y en buen estado de salud hacia una de las casas de adopción, otro entraba por la puerta.
Leire estaba contenta. Su gestor contable, no tanto.
—Leire, todos los gastos de tratamiento van a tu costa —decía.
—Sí.
—¿Qué dice Javier de eso? Es tu socio...
—No dice nada, precisamente porque los gastos van a mi cargo. Y está bien así.
—No te salen las cuentas, Leire. No tienes tantos clientes como para soportar esos gastos.
—No pasa nada —decía ella, sonriendo.
—Sí que pasa. Si el tren sigue por esta vía, te llevará a la bancarrota. ¿No lo entiendes?
—Ya mejorarán las cosas. El país está en crisis y es normal que los ingresos bajen. Pronto será todo mejor.
—Mirando estas cifras —decía él tirando un balance contable delante de ella— ¿qué te hace pensar que algo vaya a mejorar? Mira la evolución de tus ingresos desde que firmaste ese acuerdo, Leire, por el amor de Dios.
Pero Leire no quería saber nada. Al final del día, cuando se metía en la ducha con el pelo oliendo a perro mojado, cerraba los ojos y visualizaba todos aquellos animales de rostro amable a los que les brindaba una pequeña oportunidad, y veía ojos brillantes y rabos aleteando tan rápido que parecía que quisieran echar a volar. Muchos era lo único que necesitaban: una pequeña oportunidad.
Por eso le gustaba pasar aquellos minutos con los animales, dedicarles tiempo, sabiendo que algunos de ellos lo conseguirían realmente, que no hablaba con sentenciados a una extinción anónima y cercana, con carne muerta y estéril. Leire creía en lo que hacía y se aferraba a la posibilidad de que alguno de ellos terminara en un hogar de verdad, quizá con un niño pequeño que les tirara del rabo y un sofá donde recibir caricias de un amo que viera la tele distraídamente. Por eso recorría el pasillo dedicándoles palabras cariñosas; palabras que pronunciadas con su voz dulce nacida del cariño genuino, tenían un efecto balsámico en los animales. Y éstos respondían como sólo un perro sabe hacer, con una mirada agradecida, a veces implorantes, pero siempre sincera.
Aquella mañana, Leire terminaba ya la primera de las rondas. Su estadillo estaba lleno de pequeñas cruces y anotaciones, pero no había grandes incidencias. Estaba contenta; la mayoría de los huéspedes no tenían problemas particularmente graves a excepción de alguna complicación intestinal. Una preciosa bodeguera de color castaño tenía una fea herida en el lomo que necesitaría tiempo para curar, pero el resto se encontraba bien y se irían pronto. Y eso estaba bien porque, en última instancia, significaba un gasto menor para la clínica y que su contable dejara de mirarla ceñudo.
La última jaula, sin embargo, albergaba un nuevo inquilino. Se trataba de un pequinés de cabello negro, cuajado de canas, que debía haber llegado al final del último turno de la noche; Leire no lo recordaba en absoluto. Alzó una ceja y se quedó mirando su único ojo de color almendra. El otro era una herida reciente, una cuenca vacía de aspecto desolador.
—¿Y tú? —preguntó—. Parece que te has metido en algún lío hace poco, ¿eh?
El pequinés pestañeó un par de veces e hizo un amago de movimiento, pero finalmente se quedó en el sitio. Se mantenía tumbado sobre sus cuatro patas, con el vientre pegado al suelo. Era un claro indicio de que se sentía enfermo.
Leire miró sus notas.
—No te han hecho ficha... —comentó, más para sí misma que para el animal.
El pequinés agitó brevemente el rabo, apenas un tímido esfuerzo que terminó en nada.
—Bueno, tranquilo. Te echarán un vistazo dentro de nada, ¿vale?
Leire miró el reloj. Apenas faltaban veinte minutos para que llegara el resto del personal y ella quería revisar su correo electrónico antes de ponerse a trabajar en la consulta y el quirófano. Vani y Totoro, en las jaulas cuatro y ocho, necesitaban una intervención, y aunque aún tenía que mirar el tablón de horarios, creía que había citas para esterilizar al menos a seis gatitos esa mañana, y todas ellos eran hembras, lo que implicaba algo más de dificultad. En silencio, Leire se estiró, proyectando los brazos hacia el techo de uralita y sintiendo como si una descarga eléctrica le recorriera el cuerpo.
Iba a ser un día largo, pensó, pero estaba muy lejos de imaginar siquiera de qué manera.
El minutero del reloj de la recepción se desplazó pesadamente y consiguió hacer cumbre marcando las doce de la mañana. En ese momento exacto, Leire salía del quirófano quitándose los guantes de látex. Odiaba los guantes de látex, le hacían sudar y se sentían extraños al contacto con la piel.
Alejo, uno de los otros médicos veterinarios, se acercaba a ella avanzando con paso presuroso por el pequeño corredor. Tenía esa expresión preocupada que le producía un pronunciado pliegue en mitad de la frente.
—Leire, ¿puedes venir un momento? —preguntó.
—Acabo de salir de quirófano, ¿qué pasa?
—Es ese perro nuevo —dijo—. Tienes que venir a verlo.
Leire pestañeó brevemente. Luego tiró los guantes al recipiente de desechos y abrió el grifo para lavarse.
—Vale, pero... ¿qué pasa?
—Sólo ven, ¿vale? Te espero en la Incubadora.
Leire asintió. El agua fría sobre las manos era agradable, siempre lo era después de una intervención. Le gustaba dedicar un tiempo a ver cómo el agua recorría sus manos, recrearse en la observación de cómo ésta creaba finas películas transparentes con microscópicas burbujas de aire remontando sus curvas y hendiduras, y sintiendo el frescor alrededor de unos dedos fatigados por el estrés de la precisión que su trabajo requería. Esta vez, sin embargo, lo hizo maquinalmente; había algo en la actitud de Alejo que la había dejado preocupada. Nunca le había visto el pliegue de la frente tan marcado.
Cuando Leire llegó, Alejo y dos de las chicas que se encargaban de los cuidados elementales de los animales (cosas como la alimentación y el aseo) estaban allí. Casi todos los perros ladraban, y el jaleo era monumental, una auténtica crisis de estrés y miedo; los ladridos reverberaban contra el techo de uralita produciendo una cacofonía estridente. Sin embargo, nadie hacía nada, sus empleados se limitaban a mirar con una expresión de asombro hacia las jaulas. Una de las chicas se cubría la boca con la mano.
Leire iba a decir algo, pero su cabeza se desvió automáticamente hacia donde ellos miraban. Al instante, descubrió qué había llamado tanto su atención.
Era el nuevo huésped, desde luego, aquel pequinés enfermo de mirada dulce que Leire había identificado esa mañana. Ahora, sin embargo, parecía una bola furibunda, rebozada de algún líquido pringoso que apelmazaba su pelambrera y formaba picos inmundos que se proyectaban en todas direcciones. Se movía dando pequeños saltos y dentelladas descritas a un nivel de energía impensable para un animal tan pequeño, mordisqueando la reja metálica de la jaula como si quisiera traspasarla para llegar hasta su vecino. Éste se apretaba tanto como podía contra el lado opuesto, ladrando hasta desgañitarse, el rabo encogido y los ojos tan abultados que parecían amenazar con abandonar las cuencas. El metal de la reja estaba diseñado para resistir las potentes dentelladas de los perros más voluminosos, pero aún así estaba cediendo. Leire ahogó un pequeño grito: el pequinés estaba destrozándose las encías y los dientes en su cometido, y el pelo alrededor de la boca era un espanto rojo y negro.
—¡Por Dios! —exclamó Leire.
Alejo dio un respingo.
—Leire... yo...
Resultaba complicado escucharlo con el sonido de los ladridos abarcándolo todo. El lugar era un infierno. La algarabía tenía un efecto inmediato en el cerebro humano, despertando instintos ancestrales de alerta y miedo. Leire, acostumbrada a trabajar con animales y soportar ladridos, notaba cómo la tensión nerviosa escalaba por su espalda a gran velocidad.
Por fin echó un rápido vistazo alrededor: los otros perros estaban aterrorizados, pero parecían estar bien, sin manchas sangrantes ni aparatosas heridas. Se limitaban a ladrar al pequinés. Estaban asustados, eso podía verlo en sus expresiones; asustados de veras.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó al fin.
—Ese perro —graznó Alejo— está... ¡está loco!
Leire se quedó mirándolo. Mientras se revolvía, pudo ver que su único ojo estaba bañado en sangre, con la pupila reducida a un único punto oscuro, más pequeña de lo normal. Su mente rápidamente dibujó un esquema de diagnóstico preliminar: inflamación por hiperemia, o quizá una vasculatura ocular que propiciase la acumulación pasiva de sangre. Por desgracia, el perro se movía de una forma tan errática que era incapaz de determinar si tenía los párpados hinchados.
Su comportamiento era otra cosa. Ningún glaucoma podía generar un estado de violencia semejante.
—¡Está rabioso! —dijo una de las chicas.
—No —comentó Leire, incapaz de apartar la mirada del animal—. No es eso.
—¡Tiene que ser la rabia! —exclamó Alejo—. ¡Se está matando con la reja!
—¿Qué le habéis dado? —preguntó la veterinaria.
—Aún nada —soltó Alejo—. De verdad, lo juro. Venía a por él para la inspección preliminar.
—Le hemos puesto el pienso normal —añadió una de las chicas.
Leire negó con la cabeza. Todos los animales comían del mismo saco, y no conocía ningún tipo de parásito intestinal que pudiera desencadenar esos efectos.
—¿Cuánto tiempo lleva así? —preguntó.
Alejo abrió la boca para decir algo, pero en ese momento, el pequinés produjo un sonido gutural y húmedo, trastabilló sobre sus cuatro patas, y vomitó un espantoso chorro oscuro hacia delante. El líquido, denso y demasiado negro quizá para ser sangre, traspasó la rejilla y bañó al animal del compartimento vecino.
—¡Jesús! —soltó Leire.
Las dos chicas ahogaron un grito.
—¡Sácalo de ahí! —bramó Leire—. ¡Ale, sácalo de ahí, por el amor de Dios!
Leire miraba con creciente horror el interior de la jaula. Hasta ahora no había tenido tiempo de reparar en ello, pero había sangre enmarañando la gamuza higiénica que ponían en el fondo de ésta. Y había sangre también en la reja, una sangre espesa que formaba goterones de formas perfectas. Era sangre también lo que había vomitado el perro; una cantidad inimaginable para su tamaño. Leire no se daba cuenta, pero su hedor les rodeaba, cálido y desagradable.
Alejo reaccionó con torpes movimientos. Se acercó a la jaula y se quedó allí, plantado, incapaz de reaccionar.
—Dios mío —exclamó.
El chucho que estaba en la celda contigua empezó a dar vueltas sobre sí mismo, con el rabo entre las piernas. Estaba bañado en sangre.
—¡Sácalo, Ale!
—Pero...
—¡Va a contagiar a los otros!
—¿Contagiar? —balbuceó Alejo.
Leire se exasperó. Alejo estaba bloqueado; era evidente que tenía miedo, miedo a lo desconocido, a esa situación inesperada y sorprendente que superaba sus conocimientos, miedo paralizante que surge de la sola idea de ser contagiado por una enfermedad, sobre todo si es una tan atroz que te hace vomitar más sangre de la que cabe físicamente en el cuerpo. Demasiado bien conocía Alejo, al fin y al cabo, los efectos de la sarna, la rabia y otras enfermedades caninas en el ser humano. Así que Leire se lanzó al armario de la entrada donde guardaban el material y, con un rápido movimiento, cogió los guantes de trabajo. Eran de ese tipo de guantes que se usan, por lo general, para entrenar perros; gruesos y con cobertura hasta el codo, diseñados para que ninguna dentadura canina pudiera traspasarlos.
Leire se los lanzó por el aire.
—¡Sácalo! —espetó.
—S-sí... —dijo Alejo mientras se ponía los guantes.
El traje completo para ese tipo de situaciones incluía protecciones para el pecho y una especie de casco alargado que cubría también el cuello, como el que usan los soldadores, pero Leire no pensó en eso. Sólo quería sacar el perro de allí, evitar que siguiera vomitando sangre potencialmente infectada sobre los otros animales. Después de todo, el pequinés era un perro pequeño.
Leire trasteó con el cerrojo, porque Alejo no podría hacerlo con los guantes puestos. Sus dedos eran grandes como morcillas.
—Vale, ¿listo? —preguntó Leire.
Alejo asintió, mientras el perro gruñía con la vehemencia de un viejo motor. Leire pensó que nunca había escuchado un perro de ese tamaño bramar de ese modo; daba vueltas sobre sí mismo, lanzando dentelladas al aire. Estaba tan fuera de sí que parecía ignorar el hecho de que alguien estuviera manipulando el cerrojo. Leire pensó en ello; todos los perros se mostraban receptivos cuando escuchaban el característico sonido de la apertura de la puerta.
—Listo —concedió Alejo.
La puerta se abrió, y Alejo avanzó rápidamente para bloquear la salida. Había cruzado los brazos sobre el pecho a modo de escudo para evitar que el animal saltara, pero apenas se colocó frente a la puerta, el pequinés se lanzó hacia él como una locomotora desbocada.
Las dos chicas dieron un respingo.
Lo que Alejo tenía encima era una confusa bola de pelo húmeda que se movía con una violencia desmedida. Unos dientes blancos y puntiagudos asomaban terribles y centelleantes, recortados contra el pelaje oscuro. Cuando trepó por su pecho escalando hacia su rostro, las patas resbalaban, arañando, Alejo soltó un grito agudo. Los brazos se levantaron, pero los guantes impedían una movilidad normal. Sobresaltado, Alejo intentó echar la cabeza hacia atrás.
Gritos.
Leire reaccionó en ese instante, echando las manos hacia delante para intentar apartar al perro. Pero para entonces el hombre se había girado ya, superado por el pánico. Daba pequeños saltos mientras giraba sobre sí mismo, desplazándose erráticamente con el perro apretado contra el pecho, como si estuvieran entregados a un enloquecedor y furioso abrazo. En un momento dado, golpeó su cuerpo contra las jaulas del otro lado del pasillo arrancando un sonido metálico a las rejas. Los demás perros ladraban como si el edificio estuviera en llamas.
De repente, el pequinés salió despedido. Voló por el aire con los cuartos traseros aleteando y acabó dando con el morro contra el suelo, donde se arrastró un par de metros dejando un rastro oscuro. Alejo bramaba, con el pecho, el rostro y los guantes manchados de sangre.
—¡Dios mío! —soltó Leire, incapaz de apartar la mirada de su empleado. Todo él era un espanto rojo.
Los gritos de las chicas volvieron a llamar su atención.
Era el pequinés. Se había incorporado y estaba resbalando sobre sus propias patas, arrancando sonidos de fricción con las uñas. Los miraba con enloquecida concentración, el ojo sano encendido como una brasa en mitad de la noche. Apenas un instante después, el animal salía corriendo como accionado por un resorte y saltaba sobre una de las chicas. Gritos.
—¡COGEDLO DE UNA VEZ! —bramó Alejo.
El pequinés mordió el brazo de la chica. Ésta lo extendió con un solo movimiento enérgico, como un puñetazo. Intentaba, sobre todo, mantener el perro alejado. Sin embargo, el animal quedó colgando por la dentadura, convertido en un pequeño fardo. El dolor fue atroz; la chica gritaba con el rostro embebido en un rictus espantoso. Finalmente, hubo un sonido de desgarro y la ayudante replegó el brazo sujetándolo con la otra mano. La sangre manaba abundante.
—¡JESÚS! —exclamó Alejo, con los ojos muy abiertos.
Leire intentó sujetarlo. No llevaba guantes, pero su instinto le pedía reaccionar de alguna manera. Alejo se le adelantó. Con el pequinés preparándose para saltar de nuevo, lanzó la pierna derecha hacia delante y le sacudió una formidable patada en el costado.
El pequinés salió despedido hacia el fondo de la sala.
Esta vez, sin embargo, no volvió a la carrera. No volvió en absoluto. Se quedó allí, revolviéndose contra sí mismo, aullando y gruñendo como si estuvieran marcándolo con un hierro al rojo vivo. Movía las patas como si intentara sacudirse un ejército de pulgas de encima, pero ofrecía al mismo tiempo un espectáculo abyecto, sacudiendo el cuerpo en ángulos extraños como si el pobre animal estuviera mal ensamblado. El resto de los perros seguían ladrando con los ojos desorbitados y el lomo erizado; todo su lenguaje corporal exudaba miedo.
Leire se tapó la mano con la boca. Estaba sobrecogida, erizada por la visión del animal. Parecía... no, estaba descoyuntado. La patada de Alejo le había partido el espinazo. Leire no podía imaginar qué tipo de sufrimiento debía estar padeciendo.
—Dios... —exclamó Alejo.
—Ale...
—Lo sé... Yo....
—¡Clara está sangrando MUCHO! —gritó la compañera de la chica herida.
Leire pestañeó. La sangre corría por el brazo de su empleada y empezaba a caer formando pequeñas gotas en el suelo.
—¿Estás bien, Clara?
—S-sí. Creo que sí.
—Alejo, voy a llevarme a Clara, y tú...
De pronto se interrumpió. Alejo tenía sangre por toda la cara, en especial en el cuello. Era bastante aparatoso.
—Oh Dios —dijo.
Él se la quedó mirando, confundido. Aún tenía la respiración agitada; respiraba por la boca ligeramente entreabierta, y el pliegue de su frente era una prominente oquedad en forma de y griega. Por fin, se dio cuenta de lo que pasaba. Se pasó una mano por la cara y se miró los gruesos dedos enfundados en los guantes especiales.
—No pasa nada. Creo que me ha mordido. Me ocuparé de ese chucho, ¿vale? Lo pondré a dormir y...
—Deberías... —empezó a decir ella.
—No pasa nada —insistió Alejo—. Ocúpate de Clara. Yo me ocupo del chucho. Yo... lo siento, creo que le he... pero no sabía qué hacer, fue instintivo...
Leire sacudió la cabeza.
—Has hecho lo que había que hacer —dijo—. Termina aquí y vente a la oficina. Tenemos que echar un vistazo a esas heridas.
Alejo asintió.
Leire dedicó un momento a mirar el resto de los animales. Se había formado un bonito revuelo; casi todos ellos estaban totalmente fuera de sí.
—¿Podrás ocuparte tú solo?
—Descuida.
Leire salió de la sala, seguida por las dos chicas. Eran jóvenes y se maquillaban demasiado, y la sombra de ojos se desparramaba por las mejillas. La de la herida hipaba inconteniblemente. Mientras salían de la habitación, Leire, sin embargo, pensaba en un par de cosas. Una era que nunca había visto a un animal escupir sangre y comportarse como aquel pequinés. La otra, que ese mismo animal había mordido a dos de sus empleados.
El minutero del reloj de la recepción dio la una. En las horas en punto, la manecilla producía un ruido característico, como si un engranaje cayera lentamente en su sitio.
Leire había lavado con jabón las heridas de Clara y Alejo. El jabón era importante, más que el alcohol o cualquier otro producto similar, porque éstos eran demasiado volátiles. Después, había aplicado betadine. Por Ley, todos los empleados tenían sus vacunas al día, pero se podían contraer numerosas infecciones por la mordedura de un animal, así que administró antibióticos comunes. La herida de Clara era fea, un desgarro importante que necesitó varios puntos. La de Alejo era profunda y aparatosa, localizada cerca de la clavícula izquierda. El resto eran arañazos de poca importancia en el cuello, la cara y el torso.
Leire había hecho todo eso guardando un silencio meditativo. Aunque intentaba apartarla, la imagen del animal moviéndose en el suelo como si tuviera todos los huesos rotos regresaba a su cabeza con frenética cadencia. En su vida había visto mucho dolor en animales con los que había tratado, pero en todos los casos había podido proporcionar cierto alivio de una u otra manera. Ninguno de aquellos casos era comparable a lo que había visto, y lamentaba no haber tenido más ojo para el diagnóstico cuando hizo la primera ronda. Para una amante de los animales como ella, ese sentimiento de culpa prometía la reposición sinfín de la escena en incontables noches de pesadillas.
—Ese perro tenía la rabia —había dicho Alejo, malhumorado. Estaba sentado sobre el mostrador de la cocina de la sala de personal, haciendo bailar los pies como si fuera un niño pequeño.
—No seas tonto —dijo Leire—. La rabia está erradicada en España, el último caso documentado fue en un caballo, y de eso hace ya más de treinta años.
—Pues... ¿cómo te lo explicas?
Era una buena pregunta. Leire no lo sabía. El diagnóstico de la rabia se hace en base a un análisis del tejido nervioso del cerebro, algo que quedaba lejos de sus capacidades en aquella pequeña clínica. Sin embargo, y aunque la mayoría de los análisis más complicados se enviaban a laboratorios externos, había muchas otras pruebas que sí podía poner sobre la mesa de una manera rápida. Leire había cogido el cuerpo del animal para someterlo a algunos chequeos preliminares. Enfermedades como la leptospirosis garantizaban profusión de hemorragias internas, lo que podía explicar en cierta medida lo que había visto. Sin embargo, resultó que el perro, hasta donde ella podía llegar, estaba en perfecto estado de salud; los resultados de los análisis básicos eran normales. Así que miró a Alejo y admitió su desconocimiento.
—No lo sé. Aún.
—Algo será —dijo Alejo—. Digo yo, ¿eh? Como pille algo chungo al final... Me quería ir a Liverpool en vacaciones. ¡Y es la semana que viene! Las tías de Liverpool son las mejores. Allí la gente no ha evolucionado... ha cambiado de golpe. Las nenas van de pinups modernas, con tatuajes hasta el culo, peinados voluminosos, taconazos y maquillajes muy coloridos. Muchas llevan lentejuelas tan brillantes que se ven a kilómetros. Son las mejores. ¿Cómo voy a ligarme una de esas pavas con estas heridas monstruosas?
Leire intentó sonreír, pero estaba preocupada. Había descartado todas las enfermedades antropozoonóticas que se conocían, es decir, las que podían contagiar al ser humano, pero los efectos que había presenciado escapaban a su conocimiento de las clásicas enfermedades caninas.
—Oye, deberías ir al hospital a que te echen un vistazo, de todas maneras —exclamó al fin.
—Vale. Iré cuando acabe el día.
—Puedes ir ahora mismo, Ale. Y deberías llevarte a Clara contigo.
—Quiero dejar la Incubadora limpia. Las chicas tienen mucho trabajo. Están limpiando los animales y dándoles un sedante suave. Se han puesto tela de nerviosos, y no me extraña.
—¿Limpiando? —preguntó Leire.
—Sí. Durante nuestro rifirrafe, el animal estuvo salpicando sangre por todas partes. No mucha, pero lo bastante como para tener que lavar a la mayoría de ellos.
Leire contuvo la respiración antes de contestar.
—¿Sangre?
—Si. Clara dice que...
—Espera —pidió Leire—. ¿Había... sangre sobre los animales?
Alejo paseó los ojos por el rostro de su jefa.
—Si... pero...
—¡Por Dios, Ale!
Leire salió de la habitación dando grandes zancadas. Alejo la siguió, saltando del mostrador al suelo. La bata de ella, sin abrochar, tremolaba a su espalda.
—Pero ¿qué pasa? —preguntó Alejo, con las palmas extendidas, trotando detrás de ella.
—¡Ale, no sabemos lo que tenía ese perro! ¿Y si es algo contagioso?
—Joder... pero... ¿y yo qué? ¡Ese perro me ha mordido!
—¡Ya te he dicho que te vayas al hospital! —exclamó Leire mientras giraba por el pasillo en dirección a la Incubadora.
—¡Joder, odio los hospitales, jefa! ¡Hay como un plan de eutanasia pasiva a la población!, ¡en serio! Te meten en una habitación por un examen rutinario y ya no sales nunca... ¡Vas directo al Aeropuerto de Salidas!
Leire abrió la puerta con un pequeño eco rumiando como un viejo motor en la cabeza: el pensamiento fugaz de que Alejo estaba parloteando demasiado. Normalmente era comedido con sus palabras. Trabajaba, soltaba cuatro frases y se iba a casa, eso era todo.
Es el estrés, se dijo. Ese pequinés casi le alcanza la arteria.
La Incubadora tenía una pequeña cámara anexa provista de un aseo. Básicamente era un plato de ducha grande con una mampara para asear a los animales. Cuando Leire llegó, su sorpresa fue mayúscula: las dos chicas estaban limpiando a seis de las mascotas a la vez. Los perrillos, algo apesadumbrados y mojados, se olisqueaban y se frotaban unos con otros.
—Oh... no.
Clara, que no participaba en las tareas por la herida recibida en el brazo, la miró con expresión de desconcierto.
—Escuchad, toda la Incubadora está en cuarentena, ¿vale?
—¿En cuarentena? —preguntó Clara con una voz demasiado aguda.
—En cuarentena. Estos animales en particular.
Anasti, la chica que estaba mojando a los chuchos con el grifo extensible, se apartó como si los animales, de repente, hubieran desplegado tentáculos sanguinolentos. Como en la película de Carpenter.
—Pero... ¿qué pasa? —preguntó, visiblemente asustada.
—No lo sé —explicó Leire, conciliadora—. Probablemente nada, ¿vale?, pero es mejor prevenir. Hasta que esté ciento por ciento segura de que no pasa nada, vamos a observar esta norma...
Alejo asintió. Leire parecía tajante. No recordaba verla tan seria desde hacía mucho tiempo.
—Hay una niña en recepción —explicó Anasti—. Ha venido a adoptar un perrito...
—Pues le dices que ya le avisaremos —dijo Leire.
—¡Pobrecita! —intervino Clara—. ¡Si la vieras! Está deseando elegir una mascota. Ha traído una cámara de fotos y dice que tiene pensados seis nombres diferentes para...
—Clara —interrumpió Leire—. Cuarentena absoluta. Nadie va a entrar aquí más que el personal de la clínica. Así que vas ahí fuera y le dices, con mucho cariño, que lo sientes mucho y que la llamaremos. No menciones la cuarentena, no es necesario asustarla.
Clara asintió, con la decepción dibujada en el rostro.
—Qué chungo —dijo Alejo.
Y entonces, sin previo aviso, el hombre se plegó sobre sí mismo y vomitó un potente chorro oscuro. El líquido restalló contra el suelo con un sonido acuoso y espeluznante, salpicando los pantalones de las chicas. Si no era sangre, se le parecía mucho.
Clara y Anasti gritaron a la vez.
El reloj de la recepción dio la una y cuarto.
Leire estaba al teléfono, hablando con Emergencias.
—De acuerdo —estaba diciendo la voz al otro lado de la línea—. Parece un tema de consideración, desde luego. ¿Cuánta gente tiene en su clínica?
Leire hizo la cuenta rápidamente. Además de Alejo, Clara y Anasti estaba Mónica, la encargada de la recepción. Y Javier. También estaba Javier, su socio. Nadie sabía cuándo podía aparecer por la clínica, y aunque por suerte no era con frecuencia, cuando lo hacía era para incordiar. Javier era una herencia de los tiempos en los que su padre vivía y llevaba el negocio. En la fundación de éste, Javier ayudó bastante a la hora de conseguir el carísimo material de diagnóstico, laboratorio y quirófanos. La lista de cosas necesarias era enorme y precisaba una inversión descabellada: otoscopios y sus accesorios, tonómetros, lámparas craneales, dopplers, cajas petri, bombas infusomat, mandriles y tapones, y eso por no hablar del material consumible cuyo stock se reducía sensiblemente casi a diario y que incluía cosas como agujas, guantes, vendas, mallas tubulares, apósitos y un sinfín de cosas. Javier consiguió todo eso a un precio verdaderamente irrisorio, y casi todo nuevo. Leire sabía que Javier chanchullaba por toda Barcelona, pero sin él, el pequeño negocio familiar, probablemente, no habría despegado siquiera.
Después de aquello, Javier demostró una incapacidad casi total para el trabajo. Pasar diez y doce horas diarias con las manos metidas en las fauces de un labrador o en el aparato reproductor de una gatita era demasiado para él. Dejó de hacerlo. Justificaba su sueldo y estatus de socio dedicándose a cosas como la imagen, la publicidad y la consecución de clientes, y por un tiempo así fue. Después... después dejó de hacer incluso eso. Leire tomaba su presencia como una deuda heredada, un legado que tenía que soportar.
—¿Y cuántos clientes tiene ahora mismo en el edificio? —preguntó luego el responsable de Emergencias.
Leire se sobrecogió. Si le preguntaban algo así era porque el riesgo parecía de consideración. No lo sabía con seguridad; sabía que había una niña pequeña con su madre, esperando adoptar un perrito, si es que a esas alturas seguía aún allí. Y creía que había un par de personas que querían poner vacunas a sus mascotas.
—Tengo que confirmarlo, pero puede que tenga cuatro o cinco clientes esperando.
—¿Han estado en contacto con su empleado?
—No.
—Bien. Mantenga a su gente lejos de los clientes, pero sea discreta. Cierre la clínica por hoy. Voy a enviar un equipo para que sean trasladados a un centro hospitalario donde podrán determinar qué tienen ustedes entre manos. ¿Podrá hacer eso?
—Descuide...
—Perfecto. Tenga por favor preparado el cuerpo del animal. Métalo en una bolsa de residuos orgánicos.
Después de un breve intercambio de consejos más, Leire colgó el auricular. Su cabeza era un volcán de incertidumbre, pero mientras los lúgubres pensamientos asediaban su mente, se las ingenió para llegar a la sala de empleados donde había dejado a Alejo. Lo encontró tumbado en el sofá, aparentemente dormido.
—¿Ale?
No hubo respuesta.
Leire se acercó, ceñuda. Sin duda era un mal indicio que hubiera caído en un sueño tan profundo. Parecía, además, respirar con dificultad; su pecho subía y bajaba a un ritmo demasiado acelerado y a través de sus labios entrecerrados dejaba escapar renqueantes sibilancias. A Leire le bastó poner la mano sobre su frente para comprobar que la temperatura, al menos, era la correcta. Esa ausencia de fiebre, sin embargo, podía indicar muchas cosas, y una de ellas era que el asedio podía no haber comenzado todavía.
Leire permaneció junto a él unos instantes. Después de vomitar, Alejo se había puesto blanco como una pared recién encalada. Se sentía mareado y débil y había pedido tumbarse un poco. Decía que tenía calor y un malestar general que le costaba describir, aunque mencionó algo acerca de dar mil vueltas en una Noria gigante a reacción. Antes de ayudarlo a llegar a la sala de empleados, Leire había podido echar un breve vistazo al alquitranado líquido oscuro que había dejado en el suelo. Era sangre, desde luego, pero sangre negra, contaminada, de un tono similar al que tiene la menstruación cuando se retiene en el útero de un mes para otro. Leire no encontraba explicación para un tono de sangre así en el estómago, no con esa rapidez al menos. La sangre de color negra en las heces o el vómito no era desconocida en animales o personas, y en medicina recibía el nombre de hematemesis. A menudo se debía a sangre digerida, provocada por un sangrado del duodeno hacia abajo. La causa más frecuente solían ser úlceras sangrantes, pero Alejo no había tenido tiempo de sufrir ese proceso si la causa era una infección transmitida desde el pequinés; esas cosas llevaban tiempo.
Estaba pensando en todo eso cuando Anasti irrumpió inesperadamente en la sala. La puerta se abrió con tanta violencia que Leire dio un respingo, sobresaltada.
—Leire —dijo la chica, visiblemente atemorizada—. ¡Los otros perros!
Y aunque no dijo nada más, Leire supo a qué se refería.
La situación en la Incubadora se había desmadrado. Era el grupo de perros que habían estado bañando; Anasti los tenía sujetos todavía a la tablilla común, atados con cadenas de cuero, a la espera de que fueran introducidos en sus jaulas. Lo cierto era que andaban pegados al suelo, arrastrándose y encogidos como si temiesen que el techo pudiera caerse sobre sus cabezas. Era, como Leire sabía muy bien, un síntoma característico de animales que no se encuentran bien.
Sorprendida, Leire miró el resto de las celdas. En ellas, los animales se revolvían, inquietos, pero su actitud hablaba más bien del miedo y no de la enfermedad.
Como cuando el pequinés empezó a volverse loco, pensó Leire.
—Pero... ¿cómo? —añadió.
—¿Se han contagiado? —preguntó Anasti a su vez.
—Estaba casi segura de que eso ocurriría de todas formas, pero... ¿cómo es posible que muestren síntomas, tan rápido?
Anasti se encogió de hombros.
—¿Qué hacemos? —preguntó, ahora con un hilo de voz.
—Sepáralos, a dos jaulas de distancia. No me importa cómo, pon dos de los perros juntos, si hace falta, pero que éstos estén separados. No quiero que...
Uno de los perros, un mestizo sin raza discernible, se alzó cuan largo era y reculó hacia atrás, arrastrando las patas traseras como si se tratase de un elaborado truco. Por un instante, apenas la mitad de un infinitesimal segundo, la escena adquirió un tinte cómico; el hocico pequeño, negro y redondo que apuntaba al techo parecía la pelota de una foca circense malabarista. Anasti empezaba incluso a dibujar el esbozo temprano de una sonrisa cuando, de pronto, toda la Incubadora estalló en una jauría de ladridos.
Anasti encogió la cabeza en el cuerpo. Tenía los ojos espantados.
Leire también estaba asustada. Demasiado bien conocía la especial sensibilidad de los animales. Había una parte primigenia, desconocida y poco explorada por la ciencia que hablaba de intuición, de un sexto sentido inexplicable que venía a decir, básicamente, que los perros saben cosas. Y allí estaban intuyendo algo que aún no habían visto.
De pronto, el perro malabarista empezó a aullar, mirando al techo con ojos tristes.
Leire reaccionó, pestañeando repetidamente.
—Mételos en las jaulas —dijo, mirando al animal mientras una sensación de desasosiego socavaba su ánimo—. Mételos ya.
Mónica, la encargada de recepción, estaba explicando a la pequeña Julia que no iba a poder adoptar a su nuevo amigo aquella mañana. La mirada de la niña reflejaba su terrible decepción. A pesar de que Mónica estaba haciendo un buen trabajo explicándole que se trataba sólo de un retraso, que los perritos se habían puesto malitos y necesitaban medicinas, la pequeña no daba su brazo a torcer.
—Pero yo puedo cuidarlo en casa... —dijo, con un repentino brillo de esperanza—. ¡Tenemos un armario lleno de medicinas!
Su madre, que escuchaba con los brazos cruzados y una ceja levantada detrás de ella, mostraba una expresión a caballo entre el enfado y la dulzura que le inspiraba su hija.
—No puedes, tesoro —dijo Mónica, sonriendo—. Esas medicinas no sirven. Necesita unas medicinas especiales que sólo puede darle el médico de los perritos, porque son muy delicadas.
La niña movió los ojos a uno y otro lado mientras se mordía el labio, buscando en su cabeza otra solución. Parecía a punto de tirar la toalla cuando la puerta de la calle se abrió.
Mónica cambió su expresión por una de fastidio. Era Javier, desde luego, vestido con su habitual traje de chaqueta gris de lino, algo arrugado. La caída de la tela marcaba demasiado su cuerpo (por lo demás poco agraciado) dándole un aspecto desafortunado. A Mónica, como a casi todo el mundo en la clínica, le fastidiaba verlo por allí. Era un metomentodo para empezar, el ejemplo perfecto de jefe que gustaba de imponer su criterio sin tener ni puñetera idea de nada. Deberías apuntar las llamadas en una libreta, Moniquiqui, no en el ordenador. Las libretas permanecen. La informática es volátil. Luego guiñaba un ojo. Siempre guiñaba un ojo cuando esparcía sus consejos delirantes. Cómo lo odiaba. ¿Y qué era eso de Moniquiqui, por el amor de Dios? Cuando lo decía, arrastraba las palabras; sus ojos brillaban de tal manera que Mónica se preguntaba si no sería un molesto, infantil y desagradable juego de palabras con «quiqui», una especie de ocurrencia lasciva, libidinosa, repugnante, que en opinión de Mónica, debía hacerle sentirse ingenioso y astuto, inteligente en su mediocre sagacidad. ¡Moniquiqui! Era como si cada vez que lo decía estuviera susurrándole en el oído: «¿Echamos un polvo, Moniquiqui?, ¿eh?, ¿eh?». A Mónica le molestaba incluso su aspecto; su faz alargada, la piel cueruda y demasiado bronceada, el pelo frágil, escaso, tan evidentemente tintado y peinado hacia atrás que parecía un galán trasnochado y caduco.
Apenas cruzó el umbral, desplegó una sonrisa.
—Buenos días, Moniquiqui. Buenos días a todos.
Mónica saludó, levantando ligeramente la cabeza.
La niña se dio la vuelta para mirarlo y no pudo evitar dar un respingo. Parecía que acabara de encontrarse con alguna reencarnación moderna de la bruja de Hansel y Gretel. Retrocedió un par de pasos y se encogió pegando los brazos al cuerpo.
—¡Hola pequeña! —exclamó Javier—. ¿Qué tenemos aquí? ¿Has venido a que curemos a tu mascota?
—No —respondió Julia.
—En realidad... —empezó a decir Mónica, pero Javier ya estaba extendiendo la mano hacia la madre, presentándose. Ella la aceptó dubitativa. Javier era como uno de esos comerciales pasado de revoluciones.
—Hola, señora —dijo—. Encantado. Soy Javier Caral, director de este centro. ¿Están atendidos?
—¡Quiero adoptar un perrito! —exclamó rápidamente la niña.
—¡Julia! —protestó la madre.
—¡Eso es magnífico! —exclamó Javier—. ¿Es eso cierto, señora?
—En realidad sí, pero ya nos han dicho que hoy no se puede porque los animales necesitan todavía algunas vacunas y permisos, y...
Javier arrugó la frente, mostrando sorpresa. Giró la cabeza para mirar a Mónica, pero ella, por toda respuesta, sólo pudo devolverle una expresión congelada, de circunstancia. Empezaba a sentirse incómoda con la situación porque intuía a dónde la estaba llevando. Y no era bueno.
La realidad era que a Javier le encantaban las adopciones espontáneas. Para él, era una forma rápida y directa de obtener beneficios. La Incubadora, y la tendencia de Leire a despilfarrar los precarios beneficios del negocio, lo sacaba de quicio. Los chuchos llegaban, generaban una serie de gastos, y luego se iban a la perrera municipal donde los esperaba un final bastante cierto. Javier no lo entendía. En ocasiones, algún particular se acercaba por la clínica y adoptaba un animal, y eso significaba pasta. Javier era un experto en calcular cuánto valía el deseo en los ojos de la gente, y en las pupilas de aquella niña había al menos doscientos o doscientos cincuenta euros. Fácil.
—¿Vacunas? —interrumpió Javier.
—Creo que debería hablar con Leire... —empezó a decir Mónica, incómoda.
Leire. Ése era el problema, naturalmente. A Javier, lo último que le quedaba por oír era que pusiese trabas a la adopción de sus malditos chuchos. Empezaba a preguntarse si la hija de su antiguo socio tenía algún problema con el concepto de ganar dinero. Apretó los dientes antes de contestar.
—Por favor, perdone la confusión... —dijo con voz conciliadora—. Le aseguro, señora, que nuestros animales se tratan con infinito cuidado en cuanto llegan a nuestro centro. Por supuesto, ¡están al día en cuanto a vacunas e higiene se refiere!
Se agachó entonces para colocarse a la altura de la pequeña.
—¿Qué te parece si vamos a elegir una mascota para ti ahora, ahora mismo, en este instante? —preguntó.
La cara de Julia se iluminó, con sus ojos dulces brillando con renovada ilusión, levantó los brazos y con enérgico entusiasmo lanzó un pequeño alarido de placer.
Anasti estaba teniendo dificultades para manejar a los animales. Se revolvían y lanzaban dentelladas a las correas, como si intentaran zafarse, presas de un evidente pánico. Un par de ellos tiraban tanto que el cuero se les clavaba en la carne amenazando con ahorcarles. La chica intentó acercarse pero, en esas circunstancias, le daba miedo recibir una dentellada.
El perro malabarista, sin embargo, estaba ahora quieto y agazapado, las orejas gachas, el rabo a media asta, como si un amo invisible estuviera amenazándole con un periódico enrollado.
Había algo, sin embargo, que hacía que a Leire le saltaran todas las alarmas: los otros animales guardaban ahora un silencio sepulcral, expectantes. Como en el preludio de una tormenta.
—¿Dónde está Clara? —preguntó al fin.
—Fue al aseo —respondió Anasti—. Fue a... a limpiarse la herida.
Leire asintió.
—Vale. No hagas nada. Voy a buscarla para que nos ayude con esto —dijo.
Sin embargo, apenas se giró para dirigirse hacia la puerta, se llevó un buen sobresalto. Acababa de toparse con una figura conocida cuya sonrisa fría y estéril recibió como una bofetada.
—¡Buenos días, Leire! —saludó Javier.
—¡Javier! —exclamó Leire. Instintivamente, desvió la mirada hacia abajo, y allí, menuda y cogida aún de la mano de su socio, descubrió a Julia. Resultaba encantadora con sus enormes ojos color miel y su nariz pequeña y respingona—. ¿Qué...?
—Esta niña se llama Julia —dijo—. Tiene siete años, y ha venido a adoptar un perrito.
—Sí —dijo Julia dando un pequeño brinco. Lucía una radiante sonrisa.
—Nonono —dijo Leire rápidamente, sintiendo que el corazón enviaba un tropel de sangre a la cabeza, BUM, contundente y rápido como un mazazo. ¡Era una niña pequeña! Si llegase a pasarle algo... si llegase a infectarse de alguna manera, no se lo perdonaría nunca—. Por el amor de Dios, Javier, ¡sácala de aquí!
—Pero ¿qué...?
—¡Esta zona está en cuarentena! ¡Sácala del edificio!
Julia pareció encogerse; su sonrisa se había congelado en su rostro tocado por una sinfín de sutiles pecas.
—¡Leire! —protestó Javier, con los ojos muy abiertos. Había vuelto la cabeza para mirar brevemente a la madre, que tenía una expresión espantada. Los labios se habían replegado hasta formar una línea tan fina que parecía un corte en la cara.
—¡SÁCALA DE AQUÍ!
Entonces, ocurrieron varias cosas a la vez.
Los perros empezaron todos a ladrar. La galga con la pata rota aullaba como un lobo bajo la luna llena, y algunos de los animales se revolvieron con tanta violencia que comenzaron a embestir los laterales de la jaula produciendo un sonido metálico.
El perro malabarista proyectó sus mandíbulas hacia delante e hincó los colmillos en el lomo del chucho que tenía más cerca. El resto brincaba de un lado a otro como si tuvieran brasas encendidas bajo las patas.
La madre de Julia soltó un grito y se lanzó hacia atrás. Sus brazos se levantaron en el aire, las manos trocadas en garras contraídas. Javier se volvió de manera instintiva. Su primer pensamiento fue que había resbalado, hasta que se dio cuenta que había alguien en la entrada cogiéndola de la coleta. Había tirado hacia atrás y la había obligado a doblegarse, cayendo al suelo de rodillas.
Javier abrió la boca como si fuese a decir algo, con una expresión bobalicona deformando sus facciones, pero fue Leire quien lo reconoció primero.
Era Alejo, aunque de algún modo, no era él. Tenía la boca abierta y los dientes expuestos, y debía haber vuelto a vomitar sangre mientras estaba tumbado porque había manchado la bata y la camiseta blanca. El rojo era vivo e intenso, y contrastaba enormemente. Y luego estaban los ojos, enrojecidos de una manera tan espantosa y furibunda que Leire se sintió hipnotizada por unos instantes.
Julia lanzó un grito.
Alejo saltó sobre la madre, adoptando una postura animal. Se le echó encima y dejó que ella desapareciese bajo su cuerpo. Javier reaccionó entonces, soltando a la niña de la mano y apretándose contra la pared; balbuceaba algo ininteligible y el miedo y la sorpresa se habían apoderado de sus ojos.
—¡ALE! —gritó Leire. Fue la primera que se lanzó hacia él, propinándole pequeños e inútiles golpes con los puños cerrados. Era la primera vez que los empleaba contra alguien—. ¡ALE, BASTA, BASTA!
Alejo se incorporó. Su cara era ahora un chorreante charco de sangre donde despuntaban dos filas de dientes. Estaba encorvado, y su pose, con un hombro ligeramente más bajo que el otro, recordaba a la de un simio.
La imagen impresionó a Leire vivamente; ahora se llevaba las manos a la boca para ahogar un grito que, de todas maneras, había quedado atrapado en su garganta. Miró hacia abajo, y descubrió el por qué de tanta sangre. Era la madre de Julia: su rostro había desaparecido, la nariz hundida entre los pómulos formaba, lentamente, pompas de aire. Uno de los ojos resbalaba perezosamente por la mejilla dejando un reguero de algo transparente que recordaba a la clara de huevo. El resto era un montón de carne picada.
De pronto, Alejo lanzó un alarido animal. Leire retrocedió un par de pasos y chocó con la pequeña Julia. ¡Julia! El corazón de la veterinaria dio un vuelco. Estaba demasiado cerca de Alejo. No sabía qué le había pasado a su empleado, pero no era bueno. No era nada bueno.
Con un gesto rápido, la cogió en brazos y la apretó contra su cuerpo. Ella la abrazó, escondiendo su cara en el hueco del hombro, con las manos juntas alrededor de su cuello. Muy a tiempo, por cierto, porque Alejo se lanzaba ya hacia ella con los brazos extendidos. Leire lanzó un grito breve y agudo, echó el cuerpo hacia atrás y retrocedió dando una zancada. Casi parecía que aquellos dedos espantosos iban a agarrar la espalda de la niña cuando, de pronto, Alejo cayó de bruces contra el suelo. Leire soltó un bufido, entre sorprendida y aliviada. Era la mamá de Julia: Alejo había tropezado con su cuerpo y había caído hacia delante. Ni siquiera había intentado protegerse con los brazos; era un detalle en el que se había fijado pese al estrés y la velocidad del momento. ¿No era ese un instinto básico del ser humano, un acto reflejo, al fin y al cabo? Alejo sólo había caído como un fardo y se había golpeado la mandíbula arrancando un sonido tan fuerte como atroz.
Leire movía los ojos con frenética intensidad, sin saber qué hacer. Alejo bloqueaba la salida, y detrás de ella, los perros ladraban como no creía haberlos escuchado en su vida. Leire quería chillar, quería gritarle a Alejo que volviera en sí, quería preguntarle qué demonios creía que estaba haciendo. Quería abofetearlo y ver cómo pestañeaba y pedía perdón, pero algo en su interior le decía que eso no iba a ocurrir, que Alejo había desaparecido en alguna parte de aquella monstruosidad animal, que se había ido, y que sería muy complicado hacerlo volver.
Mientras tanto, Javier se había escabullido. Pasó como una serpiente por encima de Alejo, frotando la espalda contra la pared, tan silencioso como pudo. Mantenía las manos levantadas como un cirujano que está a punto de practicar una operación. Llegó al otro lado y se quedó mirando a Alejo, con la frente cubierta de un sudor amarillento, desteñido del tinte en el pelo.
Luego levantó la vista e intercambió una mirada con él.
Leire vio miedo en aquella mirada. En su mente se formuló un ruego, una súplica. Pensó: «Haz algo»... tenía a Alejo a sus pies, incorporándose lentamente con una torpeza inusual. Podría haberlo reducido. Podría haberlo sujetado. Pero sus ojos no decían nada de eso.
Entonces se fue. Se marchó corriendo.
Leire soltó todo el aire de sus pulmones. Se daba cuenta de que había estado aguantando la respiración todo el tiempo. Su cabeza era un maremágnum de ideas, conmutándose como las luces de un semáforo. Una parte decía que Javier había ido a pedir ayuda; la otra... la otra simplemente conocía bien a Javier.
Nos ha dejado solas. A la niña, a mí...
El Alejo-monstruo levantó la cabeza, ligeramente torcida, y cuando sus ojos se encontraron en un pavoroso instante, abrió la boca inmunda y un par de dientes se arrastraron enmarañados en un coágulo negruzco.
Detrás suya, Anasti lanzó un grito.
Javier avanzaba por el pasillo, directo hacia la recepción, mirando constantemente hacia atrás para asegurarse de que aquel demente no le seguía. Le costaba mantener la verticalidad porque se sentía tan mareado como asustado; el corazón le latía con fuerza en el pecho y las manos le temblaban. Y el calor... Sentía un sofoco enorme. La cara le ardía y el pecho parecía limitado en su capacidad, como si alguien hubiera metido una esponja en ellos.
La recepción... necesitaba el aire tanto como salir del edificio. No sabía qué había pasado ahí dentro, pero no le importaba. Si aquel chico se había vuelto jodidamente loco, no era de su maldita incumbencia. Una vez estuviera fuera, cerca de su coche, sacaría el móvil y llamaría a la policía, y dejaría que ellos se encargasen.
¡Dios, toda aquella sangre!
Javier empezaba a sentir un principio de náusea.
Estaba doblando ya la esquina del pasillo, sirviéndose de las manos para avanzar, cuando se topó con alguien. Javier dio una especie de torpe salto hacia atrás, provocando que el estómago protestara con demasiado ahínco.
Era Clara. Sólo Clara. ¡Estúpida, estúpida niña! Al menos parecía ella; venía cabizbaja, con el pelo largo y negro cayéndole a ambos lados de la cara. Pero bien podía ser la otra chica... ¿cómo se llamaba? No era capaz de recordarlo, pero tampoco importaba. Resopló, intentando doblegar los fuertes latidos de su corazón, y luego lanzó el brazo hacia delante para echarla a un lado. Clara trastabilló, desplazada.
—¡Apártate... imbécil! —exclamó.
Javier pasaba ya por su lado a punto de superarla cuando de pronto, la chica lo agarró de la chaqueta.
—¿Qué...?
La miró, y cuando lo hizo, vio en sus ojos la misma rojez espantosa, la misma expresión animal, casi burlona, estridente y terrible.
Y Clara, o lo que había sido Clara, se lanzó contra él.
Leire estaba paralizada. Alejo estaba ya prácticamente incorporado, ruin, abyecto, encorvado como un morlock que ha salido de un agujero del suelo, concentrando en ella toda la atrocidad de su despiadada mirada. La veterinaria era incapaz de moverse. Su mente estaba bloqueada, enredada en un proceso de choque de fuerzas casi tan antiguo como la misma lucha por la vida sobre la faz de la Tierra. Con probabilidad, Alejo habría ganado esa contienda invisible; se habría abalanzado sobre ella y habría devorado hasta el último hálito de vida sin que hubiera podido moverse. Sin embargo, justo en ese preciso instante, la pequeña Julia empezó a abrazarla; la apretó con tanta fuerza que le cortó la respiración por unos segundos, tiempo suficiente al menos para que ella reaccionara. Su cabeza se había llenado, de pronto, de palabras llameantes de alerta: ¡La niña, salva a la niña!
Leire se giró con inesperada rapidez y arrancó a correr hacia el fondo de la Incubadora. Allí estaba Anasti, encogida en mitad del corredor, entre las jaulas. La chica se cubría ambos oídos con las manos. Los ladridos lo llenaban todo, pero por debajo de éste, Leire podía escuchar el gruñido salvaje de su perseguidor.
Leire estaba mirando algo. Estaba mirando los perros sueltos.
Había sangre por todas partes. Los animales se revolvían; algunos se comportaban como si hubieran tragado una pelota de golf y estuvieran intentando vomitarla. Uno, al menos, el perro malabarista, estaba plantado frente a Anasti, impasible, mirándola con la cabeza gacha pero con una mirada amenazante.
Leire no sabía qué hacer.
De repente estaba viéndolo todo a cámara lenta. Sabía que Alejo la derribaría en cualquier momento; Alejo era bajito pero tenía el cuerpo bien musculado y en forma, y lo había visto lidiar con los animales más grandes sin problemas. Sabía que no tenía la más mínima posibilidad de salvarse si tenía que enfrentarse a él, mucho menos en su actual estado mental. Así que, en una fracción de segundo, decidió probar suerte. Algo sabía del comportamiento de los animales y decidió ponerlo a prueba. Aceleró el paso y se dirigió hacia ellos, tomando a Anasti del brazo por el camino.
Anasti chilló. De repente se vio arrastrada hacia los perros. El perro malabarista abrió sus fauces enormes, mostrando unos colmillos afilados, preparado para saltar en cualquier momento. Sus ojos eran de un escalofriante tono de rojo oscuro. Leire pasó entre ellos, sintiendo la sangre pegajosa y resbaladiza bajo los pies. Si se caía, pensó, todo habría acabado; nunca saldría ilesa de una jauría que ha visto a su presa rendida en el suelo. La morderían en los brazos, el cuello y la cara.
Alejo la seguía de cerca, aullando como una sirena de policía demasiado grave y ominosa. Corría con la cabeza y los brazos adelantados, moviéndolos de una manera alocada. Los animales, como había previsto Leire, recibieron el movimiento espasmódico y los gruñidos de Alejo como una clara declaración de guerra, una amenaza manifiesta, y volvieron su atención hacia él. El perro malabarista fue el primero; lanzó su cabeza como un ariete y le clavó los colmillos en la pierna. Otros lo siguieron.
Leire había pasado, arrastrando a Julia y a Anasti con ella. Al escuchar el revuelo provocado entre los perros, se permitió mirar brevemente hacia atrás. Allí estaba Alejo, rodeado de los animales infectados; le saltaban encima, daban dentelladas, y tiraban con ferocidad de la pernera y de la bata. Vio a un animal desgarrarle la mano dejando una confusa masa de sangre donde antes tenía los dedos, pero Alejo se movía como si no acusara el dolor. También él parecía un animal embravecido.
—¡DIOS MIO! —aulló Anasti.
—Vámonos —soltó Leire—. Vámonos por la otra galería, de prisa.
Se escabulleron entonces por el otro corredor y cuando llegaron al umbral de la entrada, un detalle se clavó en la retina de la veterinaria, un detalle que habría de volver a su mente consciente muchas veces en lo que le quedaba por vivir: la pierna de la mamá de Julia se movía de una manera frenética, como sacudida por una descarga eléctrica. Era un contraste tan grande comparada con el resto del cuerpo, totalmente inerte, que Leire sintió un escalofrío. Está viva, pensó. Esa mujer todavía está viva.
Entonces apretó a Julia aún más contra su pecho, para que no pudiera ver nada, y se las compuso para pasar por encima acompañada de los sollozos de su empleada.
—¡APARTA! —bramó Javier.
Clara lo tenía cogido por el brazo, pero algo iba horriblemente mal. La jodida niña tenía la misma expresión que el otro subnormal, eso podía verlo Javier tan claro como el suelo que pisaba. Y los ojos. Aquellos ojos abrasados por la sangre...
—¡QUITA, COÑO!
Tiró del brazo con un fuerte empellón y se libró del agarre, pero el violento gesto pareció activar a la chica de alguna forma. En una fracción de segundo, la tenía encima. Sus manos eran rápidas y su boca lo buscaba con la avidez de un amante. Pero no ansiaba la vida, sino la muerte.
Javier la apartó con un fuerte puñetazo. El golpe produjo un sonido quejumbroso, inequívoco, de huesos rotos. Clara desvió la cabeza, y cuando volvió a mirarlo, su mandíbula parecía desplazada. La visión hizo que Javier sintiera un asco y una aversión infinitas. Su mente le decía que aquello era del todo menos normal. ¡Le había roto la mandíbula, por el amor de Dios!, ¡el dolor tenía que haber hecho que se desmayase, pero ella seguía mirándolo, ceñuda, mirándolo con terrible concentración!
Superado por un pánico absoluto, Javier intentó salir corriendo hacia la recepción, pero ella lo tenía cogido por la ropa.
—¡SUÉLTAME!, ¡SUÉLTAAAMEEEE!
El miedo detonó en su cabeza como una explosión. Dicen que los gatos y la mayoría de los roedores se revuelven cuando son arrinconados, y Javier, que tenía alma de serpiente, percibió que algo se rompía en su interior con un sonoro click. Sus puños se convirtieron en una máquina de bombear, PUM, PUM, y empezó a descargar golpes contra ella. Era como golpear un saco de boxeador... cuanto más la golpeaba, más veces volvía.
En un momento dado, en mitad de la trifulca, Clara salió despedida por el pasillo. Javier se vio libre de su abrazo, pero en el lado incorrecto del pasillo: la recepción quedaba detrás de ella. Jadeando como uno de los perros que tan poco le importaban, Javier se sintió todavía prisionero.
Hasta que apareció Mónica.
—¡QUITA, COÑO!
Mónica, la recepcionista de la clínica veterinaria, estaba escuchando gritos en el interior. Llevaba un año trabajando allí y había visto de todo, pero nunca gritos. Estaba incómoda, sobre todo por los clientes que esperaban sentados a ser atendidos. La miraban con sonriente indulgencia, por supuesto, pero estaban evidentemente contrariados. Ya había cierto retraso en sus citas... sabía que tanto Alejo como Leire tenían un problema entre manos (algo relacionado con los animales de la Incubadora, algo infeccioso) pero los dueños de mascotas no solían tener demasiada paciencia, entre otras cosas, porque la espera les exigía estar demasiado pendientes de sus animales. Un señor de panza prominente tenía la mano enrojecida de tanto sujetar a su joven pastor alemán. Podía leer en su rostro que no veía la hora de terminar con lo que había venido a hacer y volver a casa.
—¡SUÉLTAME!, ¡SUÉLTAAAMEEEE!
Mónica dio un respingo. Era la voz de Javier, de eso estaba segura, pero... ¿qué estaba pasando ahí dentro, en el nombre de todas las cosas? Era hora de averiguarlo. Debía decirles que se les escuchaba con perfecta claridad y que los clientes estaban inquietos. Al fin y al cabo, las cosas ya iban demasiado mal en todo el país como para perderlos por algo así.
—Por favor, discúlpenme un momento...
Mónica se levantó, pasando ambas manos por debajo de la base de la silla y levantándola para no arrastrar las patas, como hacía siempre. Luego abandonó el mostrador de recepción, caminando despacio, sonriente y muy derecha, como intentando aparentar normalidad. El hombre del pastor alemán y la panza la siguió con la mirada, sin mostrar ninguna reacción en el rostro. Luego, Mónica desapareció de su vista, dirigiéndose al pasillo que llevaba a las zonas internas de la clínica.
Mientras caminaba, iba mirando a un lado y a otro a través de las puertas de los despachos, pero todo estaba vacío: las consultas, la sala de reconocimiento, el quirófano... Todo. No fue una sorpresa, sin embargo, porque el sonido que ahora llegaba hasta sus oídos venía de más adelante, de la zona de la Incubadora y la sala de empleados. Era un sonido inequívoco; el sonido inconfundible de golpes y gruñidos.
Infinitamente preocupada y con creciente curiosidad, Mónica dobló la esquina.
Mónica apareció por detrás de Clara, y aunque en ese momento sólo pudo ver a Clara de espaldas, las manchas de sangre en su ropa eran inequívocas. Lo más extraño era Javier. Tenía la chaqueta de lino arrugada, estaba descamisado y el pelo, normalmente tan pegado al cráneo que parecía esculpido, caía en mechones apelmazados en todas direcciones. La actitud y la pose, con los puños cerrados, era manifiestamente hostil. Y su cara... bueno, jamás hubiera imaginado que vería a Javier de esa manera, con los ojos tan eyectados que parecían dos huevos duros.
—¡Ay, Señor! —exclamó de pronto.
Clara se volvió hacia ella, dándose la vuelta como si fuera un muñeco mecánico que sale inesperadamente de una caja. Y Mónica, que hubiera esperado todo menos aquel rostro endemoniado y furibundo, soltó una especie de grito breve, ronco y angustiosamente silencioso.
Mientras Mónica intentaba gritar, Clara se lanzó hacia ella con un movimiento extrañamente elegante. Casi parecía el elaborado paso de un virtuoso bailarín que culmina una actuación de hora y media. La ejecución final, sin embargo, no tenía nada de hermoso. Sus manos se agarraron a sus hombros con abrumadora ferocidad hasta tirarla al suelo. Mónica cayó hacia atrás y se golpeó la cabeza contra el suelo. Luego, la asistente de la clínica, ahora encaramada sobre ella como un depredador victorioso, vomitó un copioso, abundante y pestilente torrente de sangre sobre su cara.
Javier experimentó otro acceso de arcada; el olor era demasiado intenso y desagradable como para que su cuerpo pudiera ignorarlo. Pero mientras intentaba calmar su estómago atribulado, su mente funcionaba en paralelo intentando buscar una salida. Se imaginó saliendo a la carrera junto a Clara, ahora que estaba ocupada con la recepcionista, pasando simplemente a su lado y alcanzando la puerta de salida en unos pocos segundos. Parecía un buen plan, y probablemente lo era. Sólo necesitaba un instante... un par de segundos de suerte y puede que un buen salto, pero sus piernas no terminaban de reaccionar. Una parte de su mente le decía que Clara lo interceptaría, y que entonces... entonces tendría problemas.
También podía esconderse, pensó. La idea titiló con luz propia unos instantes, como la débil llama de una vela que coge fuerza, hasta que se asentó en su mente. La imagen de la sala de empleados apareció también, tranquila y prometedora. Conocida. Tenía una buena puerta, y estaba seguro de que podría atrincherarse en ella, quizá bloqueándola con la mesa. No recordaba si la sala tenía instalado un teléfono; probablemente no, pero tampoco importaba, podría esconderse allí y utilizar el móvil para llamar a la policía. Y esperar. Por lo que había visto, tanto el imbécil de Alejo como aquella estúpida (¡que por cierto, había arruinado su traje de lino, la muy zorra!) se habían vuelto rematadamente locos, convertido en una especie de animales salvajes. No los veía inventando cosas demasiado sofisticadas.
Javier retrocedió despacio y se giró para ir a la sala de empleados, pero al hacerlo, se encontró de bruces con Anasti y a Leire, quien llevaba la niña pequeña.
Leire pestañeó. Había estado bastante segura de que el cobarde se había largado, lo había sabido tan claramente como sabía que el Sol sale por el este. Pero al verlo allí, regresando por el pasillo, parecía que estaba volviendo a ayudarlas, después de todo.
—Es... —empezó a decir.
—¡Atrás! —interrumpió Javier—. ¡Esa chica también se ha vuelto loca!
Leire miró por encima de su hombro. No acertaba a comprender lo que veía, o quizá, en algún lugar de su interior, no quería comprender lo que estaba mirando: había como una maraña de brazos moviéndose con rapidez, y en algún lugar, enredadas entre los cuerpos cambiantes, había al menos una cabeza que subía y bajaba. Era Clara. Clara con la boca llena de sangre, la expresión animal y terrible, los ojos avivados por una tonalidad roja encendida.
—Dios mío... —susurró.
Pese a la celeridad del momento, Leire dedicó un instante a pensar en el hecho de que Clara estaba en un estado similar al de Alejo. Ambos debían haberse contagiado de la misma fuente: el pequinés, a través de las heridas infringidas. El maldito pequinés...
Ahora, Clara se acababa de erguir cuan alta era. Mónica quedaba en el suelo, inconsciente... o muerta. El descubrimiento de su cuerpo en el suelo, comprobar que era ella la que yacía en medio de un montón de sangre, la desarmó por completo. Un torrente de lágrimas presurosas escaparon de sus ojos.
De pronto se descubrió zarandeada.
—¡CORRED, COJONES!
Era Javier, la estaba empujando hacia el corredor.
Leire no sabía a dónde iba. Se notaba en movimiento, y supuso que sus propias piernas la llevaban a alguna parte, aunque no supiera dónde. En algún lugar de la clínica ladraban los perros, y a través del húmedo velo de lágrimas, veía a Anasti correr a su lado. Sabía también que Javier estaba detrás, en algún lugar, dirigiéndola con las manos sobre sus hombros. Leire estaba sumida en una profunda tristeza que había socavado su interior, pero sentía el cuerpo tibio de la niña contra su pecho y se agarraba a eso. Julia, la pequeña Julia, se abrazaba a ella con fuerza.
El armario de provisiones se desplazó con un ruido arrastrado y grave hasta bloquear la puerta. Afortunadamente para todos, ésta se abría hacia dentro.
Javier sudaba. Mientras intentaba recuperar el aliento, se pasaba las manos por el cabello en un fútil intento de aplacarlo. El tinte era de mala calidad y empezaba a dejar una especie de grasa oscura que le manchó los dedos.
Mientras tanto, Leire y Anasti estaban de pie, alrededor de la mesa que presidía el centro de la sala. Anasti tenía los brazos cruzados sobre su pecho, la expresión asustada y los hombros encogidos, como si hiciera un frío de mil demonios; Leire, por su parte, mantenía sus manos sobre los hombros de Julia, estaba sentada a la mesa, cabizbaja y ensimismada. No había preguntado por su madre. No había llorado. La veterinaria creía que ella sabía lo que había pasado... o quizá solo estaba en shock. Quizá fuera mejor así, no se creía capaz de soportar el llanto desconsolado de una niña de siete años.
—Ya está... —dijo Javier—. No creo que puedan empujar la puerta. Al menos no creo que esa chica pueda. ¿Qué pasó con Alejo?
—Cla... Clara... —murmuró Anasti por toda respuesta.
—Alejo se quedó en la Incubadora —dijo Leire—. Los... Los perros lo...
No terminó sin embargo. Inclinó la cabeza brevemente, como indicando la presencia de Julia.
—¿En serio? —preguntó Javier—. ¿Se ocuparon de él? Pues... perfecto. Por fin sirven de algo esos chuchos. Pero... —pensó por unos instantes— ¡eso cambia mucho las cosas! Si solamente es Clara la que está... zumbada, podría haberla reducido. Podemos encerrarla en un quirófano mientras llamamos...
De pronto abrió mucho los ojos, como si recordase algo. Rápidamente, se puso a buscar en los bolsillos de la chaqueta. Se palpó todo el cuerpo con la palma de las manos, varias veces.
—¡Mierda! —exclamó.
—¿Qué pasa?
—El puto móvil. ¡No está! Debió caerse cuando esa zorra me atacó...
Leire dio un respingo. ¿De verdad estaba hablando de Clara? Su expresión se trastocó convirtiéndose en una mueca de disgusto.
—¿Alguien tiene un móvil? —preguntó Javier.
—Dejamos los móviles apagados en la taquilla —explicó Leire de mala gana—. No se pueden usar móviles en las instalaciones. Es... es una norma de la casa. Interfieren con el trabajo.
Javier golpeó el mueble que bloqueaba la puerta con el puño cerrado, bufando como un jabalí que ha corrido varios cientos de metros.
—¡Mierda!, ¡MIERDA! Está bien... ¿qué ha pasado exactamente? ¿Porqué se ha vuelto loco Alejo?
—Un señor se ha enfadado mucho —dijo Julia de repente.
Y mientras Anasti rompía a llorar, Leire empezó a poner al día a Javier, suavizando los momentos dramáticos y escogiendo muy bien las palabras para no asustar a la pequeña.
No fue fácil.
Quizá fuera un recuerdo inconsciente, pero Mónica, que siempre había sido muy escrupulosa con sus deberes en la recepción, regresó a ella caminando por el pasillo. Lo hacía arrastrando los pies, pero el sonido se perdía entre los ladridos de los animales.
Cuando llegó a la recepción, ensangrentada y ausente, la mayor parte de los clientes que esperaban se pusieron en pie. Los animales reaccionaron ladrando y adoptando una actitud manifiestamente hostil. Uno de los gatos, contenido en una cesta rosa de Hello Kitty, empezó a saltar con tanta fuerza que la cesta rodó de las rodillas de su ama y cayó al suelo.
—¡Por Dios! —exclamó alguien.
—¿Qué le ha...?
—¡Ay Señor, Señor, Señor!
Mónica giró la cabeza y la inclinó despacio, como si estuviera contemplando una obra de arte que encerrase un oscuro significado. Se movió entonces hacia ellos, pero sin doblar las rodillas, caminando como lo haría un maniquí que hubiese vuelto a la vida. La imagen era espantosa y tenía algo de innatural que ponía los pelos de punta. El señor del pastor alemán y la prominente panza se puso de pie, con el rostro enrojecido, tiró de la cadena de su perro y se dispuso a abandonar el local. Pero en ese mismo momento, el sonido en crescendo de una jauría llegó en tropel por el pasillo. Ladridos; algo estaba ocurriendo. Los clientes estaban desconcertados, con la sorpresa y el miedo dibujados en sus rostros. Algunos se miraban entre sí, sin saber qué hacer. La propietaria de la gata encerrada en la jaula de Hello Kitty se apresuró a recuperarla del suelo; la jaula se movía tanto que parecía tener vida propia.
Y entonces, un grupo de chuchos irrumpió en la recepción, rápidos e impetuosos como una riada. Parecían pequeños demonios, amasijos informes provistos de patas, recorridos por heridas abiertas y tiznados de algo oscuro que recordaba a la sangre. Alguno había perdido un ojo; otro corría empleando solamente tres de las cuatro patas, la última arrastraba como un fardo inútil. En el lomo del más grande, a través de una fea herida, asomaba el estilete romo y blancuzco de una costilla.
La sala se llenó de gritos, y el pequeño reloj de la recepción, desde su inalcanzable atalaya de la pared, indolente, marcó las dos menos cuarto.
La ambulancia del SEM, el Sistema d’Emergències Mèdiques de la Generalitat de Catalunya, abandonó la carretera y accedió al carril de servicio, describió un suave giro, y empezó a acercarse al edificio.
—Allí es —dijo el conductor.
Era una parcela ubicada en el extrarradio de la ciudad, algo aislada y solitaria a excepción de unas cuantas casas, a pie de carretera. Originalmente, el edificio había sido construido como restaurante de carretera, pero los designios del destino (o mejor dicho, del tráfico) dieron al traste con el éxito de la empresa en sólo dos años. El Restaurante Miravelles dejó arruinada a la familia que fundó el negocio. Javier lo compró entonces por un precio irrisorio aprovechándose de una subasta pública organizada por el Comisario de la Quiebra. Fue una buena jugada.
—Aparca junto a la puerta —dijo el doctor que ocupaba el asiento del copiloto.
Estaba revisando su mochila con todo el material de primera intervención que necesitaba, sosteniéndola sobre las piernas, cuando una de las bolsas cayó por el lateral hasta el suelo.
—¡Cuidado!
—Joder.
El doctor se agachó, enfadado por su torpeza. Era imperdonable que el material médico acabara en el suelo; afortunadamente estaba contenido en una bolsa que recogía, a su vez, muchas bolsas individuales.
—Coño... No lo veo... —dijo al fin.
El conductor miró brevemente a sus pies. La bolsa había rodado hasta acabar enredada entre sus zapatos, junto al embrague. Miró brevemente al frente; aún faltaban unos cien metros para llegar a la zona de aparcamiento frente al edificio, así que aminoró un poco la marcha y se agachó para recogerla.
—Tío... —dijo el doctor, inquieto, cuando desapareció bajo el volante.
—Tranquilo, está aquí, la he visto. Ya la tengo.
—¿La tienes?
El conductor movía los dedos, pero sólo acariciaba los protectores del suelo, de un plástico lánguido y relamido.
—Joder, ¿dónde está?
El doctor se inclinó. Ahora veía la bolsa, pero estaba demasiado a la izquierda de su mano.
—Un poco más a la izquierda, hombre. Un poco más...
—¡Coño, aquí est...!
El doctor levantó la cabeza para mirar a través del parabrisas y su corazón se aceleró, alocado.
—¡CUIDADO! —bramó.
El conductor se incorporó como un resorte, con el cuerpo en tensión y los ojos abiertos de par en par. En una fracción de segundo, las manos estaban otra vez sobre el volante. Cuando hizo eso, vio el problema de inmediato. Para empezar, estaba más cerca de la entrada del edificio de lo que había imaginado, pero eso era una nimiedad comparado con lo que pasaba realmente: había gente saliendo a la carrera de la clínica, y no sólo personas, también un montón de perros. La algarabía, tan impresionante como inesperada, estaba echándose encima de la ambulancia y acabarían bajo las ruedas si no hacía algo pronto.
El conductor no dijo nada, no había tiempo en absoluto. Instintivamente, dio un volantazo a la derecha con un movimiento rápido y enérgico, y la ambulancia escoró al lado opuesto. En la parte de atrás, algo debió caer al suelo porque produjo un sonido tintineante. Un segundo más tarde, una de las ruedas golpeó contra algo, voluminoso y la furgoneta se zarandeó peligrosamente.
—¡DIOS! —soltó el conductor, sintiendo que el corazón se aceleraba. Una retahíla de pensamientos, monocordes y centelleantes, irrumpió en su mente: Por Dios que sea un perro que sea un perro por Dios que sea un...
Intentó entonces recuperar el control de la ambulancia, pero el giro y el golpe la habían desbocado. El doctor, a su lado, estaba diciendo algo a voz en grito, pero no era capaz de entenderlo, su palabrería era vana y atropellada, confusa, un tropel de palabras que no era diferente del ruido del motor o el chirrido de las ruedas; sólo podía ver que toda aquella gente estaba corriendo hacia el vehículo como si no les importase ser atropelladas.
—¡QUÉ COÑO!
Un hombre de aspecto extranjero y panza prominente apareció de improviso en el margen derecho, grande como un oso. Demasiado inesperado como para intentar evitarlo. Apenas pudo verle un instante, pero fue tiempo suficiente para hacerle una suerte de fotografía mental. En esa fotografía, el hombre tenía la cara y la ropa llenas de sangre. Una fracción de segundo después, terminó chocando contra el lateral de la ambulancia y desapareció de la vista; salió despedido unos metros dando vueltas sobre sí mismo, como una peonza endomórfica. La pierna derecha se descabalgó como si fuese de trapo, pero no pudo pensar en ello, ni en el hecho inequívoco de que el hombre ya estuviera bañado en sangre antes del atropello, porque el vehículo seguía inclinándose cada vez más y las ruedas del lateral izquierdo protestaban con un chirrido estridente.
El conductor no tuvo más remedio que compensar el desequilibrio dando otro volantazo, esta vez a la izquierda. Los perros corrían junto a las ruedas, se lanzaban contra la carrocería y daban dentelladas en el aire, totalmente fuera de sí. La ambulancia cayó pesadamente y se desplazó en el otro sentido, sin que el volante pareciera poder gobernar su rumbo. Una mujer se estampó contra el frontal y lanzó un chorro de sangre caliente contra el parabrisas.
Lo siguiente que el conductor supo fue que estaban impactando contra algo. El sonido del metal doblegándose fue agudo y estridente. El cristal se agrietó en mil facetas y salió despedido hacia delante junto con la mochila del instrumental. El doctor y el conductor se apretaron contra el cinturón de seguridad, y al ser retenidos por él, sus cabezas golpearon brutalmente contra el pecho mientras los brazos y las piernas se levantaban al dictado de la inercia.
La ambulancia arrancó las puertas dobles de la recepción y se incrustó en la sala hasta quedar trabada, llevándose las sillas que habían quedado revueltas tras el ataque de los perros. Clara había llegado también hasta allí, iracunda y terrible. Vio la ambulancia llegar a través de sus ojos enrojecidos y no se movió del sitio, se limitó a adoptar una pose felina hasta que salió despedida contra el mostrador del fondo, pasó por encima y se desnucó al golpearse contra la pared. Los cristales volaron por todas partes.
El doctor fue el primero en abrir los ojos. Un pinchazo de dolor que nacía de las vértebras del cuello lo sacudió como un latigazo. Su compañero estaba fuera de combate, con los brazos colgando lacios a un lado. Iba a decir algo, pero a través de su ventana, ahora sin luna, una mano ensangrentada lo reclamó: lo agarró de la ropa y tiró de él. El doctor abrió la boca sin pronunciar sonido alguno, y veintitrés segundos más tarde, estaba muerto.
El reloj de la recepción, ahora salpicado por unas gotas de sangre negra, dio las dos de la tarde.
—Voy a denunciarte —mascullaba Javier—. Voy a denunciarte por negligencia. Te quitaré tu parte del negocio y esto será lo que siempre debió haber sido. ¡Joder!
Leire recibió el comentario impasible. Acababa de terminar de contarle todo lo que había ocurrido y, desde esa nueva perspectiva, reconocía en su fuero interno que no había hecho las cosas del todo bien. Tenía que haber enviado a Alejo y a Clara al hospital tan pronto como aparecieron las heridas, eso para empezar, y tenía que haber sido mucho más escrupulosa con la cuarentena. Si lo hubiera hecho... si lo hubiera hecho, quizá...
Quizá todos siguieran vivos.
—Y no tienes ni puta idea de qué es esa mierda...
—No. Yo... —dijo Leire. Estaba sumida en una especie de vibrante pesadumbre.
—Ya. Nunca he visto nada igual, te lo juro.
Se quedaron en silencio unos instantes.
—Como ese tío estuviera tomando drogas, te juro que lo denuncio a él también.
Leire movió la cabeza sin decir nada, intentando asimilar lo que su socio había dicho. Se preguntaba si Javier estaba comprendiendo lo que estaba pasando.
—¿Sabes si tenía alguna enfermedad mental? —preguntó Javier.
—Eh... No. No tomaba drogas, que yo sepa —dijo Leire con los ojos cerrados, pasándose una mano por la frente, como si estuviera cansada—. Es improbable. Y no, no creo que sea ninguna enfermedad mental. Cosas como la esquizofrenia o el trastorno bipolar no hacen más violenta a la gente por sí solas. Lo que provoca esos estados es el abuso de drogas o del alcohol. Muchas personas con problemas psiquiátricos abusa de ambas cosas.
—Drogas. Lo que yo decía —espetó Javier, paseándose arriba y abajo por la habitación.
—Fue el perro, Javier —dijo Leire, ahora en voz baja—. Ya te lo he dicho. El perro lo infectó. Los infectó a todos.
—Nunca he oído hablar de una enfermedad semejante. ¿Quién trajo ese maldito perro a la clínica, de todas formas?
Nadie respondió.
Anasti los miró, casi implorante.
—¿Tú lo sabes, Anasti? —preguntó Leire.
—¡Fue ella! —dijo Javier, iracundo, tras leer su pose tímida y asustada— ¡Mírala, fue ella!
—¡No! —se apresuró a contestar la chica—. Fue... Fue Alejo. Una señora lo trajo... lo había encontrado en la calle, y sabía que nosotros cuidábamos animales abandonados... así que Alejo se...
—¡Gilipollas! —interrumpió Javier.
Leire desvió la mirada para espiar a Julia, pero la pequeña parecía estar desconectada de la conversación; le había dado unas hojas y unos bolígrafos y estaba pintando, aparentemente ensimismada.
—Javier, por favor... ¿qué importancia tiene eso? —preguntó al fin—. Aunque la tuviera, Alejo está... Bueno, ya sabes. ¿De qué sirve culpar a nadie? Lo que tenemos que hacer es pensar qué vamos a hacer ahora.
En ese momento, el enervante sonido de un tremendo estrépito, amortiguado por las varias paredes de la clínica, llegó hasta sus oídos. Había sonado como si se hubiera descolgado de la pared un mueble entero cargado con la vieja vajilla de la abuela. Anasti soltó un pequeño grito.
—Dios santo... —susurró Javier sin que nadie lo escuchase.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Leire.
—Ha sonado como si echasen el edificio abajo.
—Dios mío —dijo Leire de repente—. Los clientes... ¡Mónica!
—¿Qué?
—¿Y si Clara siguió avanzando hacia la recepción?
De repente se sintió desfallecer. Oh, había sido tan estúpida. ¿Cómo no había pensado en ello?
—Habrán salido todos corriendo, joder.
—Pero... ¿y si ha atacado a alguien?
—Yo qué sé... —escupió Javier—. ¿Qué tiene que ver eso con el ruido?
Leire no lo sabía, pero algo le decía que ahí fuera las cosas estaban mal, muy mal. Lo sentía en la piel y en algún lugar de su interior. De repente ni siquiera entendía cómo había acabado encerrada en la sala de empleados... ¿Por qué no estaban ahí fuera, ayudando?, ¿por qué no habían intentado averiguar qué pasaba con Alejo o con Clara? ¿Y si el momento de locura transitoria había pasado y ahora estaban en el suelo, desangrándose, con espasmos recorriéndoles sus cuerpos maltratados?
Esa visión la superó del todo.
—Deberíamos salir fuera y ver qué ocurre —dijo.
Javier levantó un dedo en el aire.
—No. ¿Me oyes? No. Esa puerta no va abrirse hasta que las cosas se calmen.
—¿Qué...?
—Has dicho que te enviaban una ambulancia, ¿no?
—S-sí.
—Pues los esperamos. Vendrán aquí y todo terminará.
—Pero Javier... ¡Es sólo una ambulancia, no...!
—Vendrán aquí. Y todo terminará —repitió, elevando la voz.
Fuera, en algún lugar del pasillo, algo aulló como un animal enardecido.
—Por Dios... —murmuró Leire.
—Tú me has hecho gritar... —dijo Javier.
—¿Qué...?
Sin embargo, no terminó la pregunta. Javier solía ser un auténtico petardo en lo que tocaba a temas del negocio, pero en cualquier otro aspecto de la vida era genuinamente insoportable. Con el tiempo había aprendido a tratarlo lo mínimo imprescindible; mantenían conversaciones esenciales sobre la dirección en la que remar, se repartían los beneficios trimestralmente (después del pago del IVA) y eso era todo. En los últimos años ni siquiera hablaban mucho, las cosas simplemente continuaban su rumbo. Se ignoraban. Ahora, sin embargo, con el estrés de la situación, Javier parecía estar sacando el animal que llevaba dentro, la parte más siniestra de su alma. Empezaba a detestar su presencia, la sombra oscura en la zona de las axilas, el sudor amarillento sobre su frente y los goterones de tinte que resbalaban por el cuello y manchaban la camisa. Empezaba a odiar su despotismo y sus formas.
Esperar a la ambulancia, por otro lado, no parecía tan malo. Los profesionales que solían trabajar en esos servicios solían ser gente joven, chicas como Anasti y Clara vestidas con monos de color naranja, que podían estar en serias dificultades si se encontraban con Alejo o con Clara (y Dios sabía quién más) en ese estado histérico y violento. Pero confiaba... rezaba para que vieran el peligro y supieran retirarse a tiempo. Pedirían ayuda a la policía, y ellos se encargarían. Es lo que esperaba, al menos. Lo que deseaba.
Sin decir nada, se sentó al lado de Julia y fingió sonreír.
En el dibujo, un hombre recubierto por frenéticos garabatos a rotulador proyectaba sus toscos brazos hacia una mujer, cuya expresión era de manifiesto horror. En el suelo había una docena de perritos con las fauces abiertas, circunvalados por ominosos orbes hechos de bolígrafo. Había muchas líneas por todas partes, líneas de trazo duro y hostil.
Leire cerró los ojos para contener unas lágrimas al verlo. No sabía qué hacer, o qué decir. No tenía experiencia con niños, nunca había tenido sobrinos o amigos con hijos.
Decidió afrontar el problema de la manera más directa.
—¿Ésa es... ésa es mamá, cariño?
La niña negó con la cabeza.
—¿Esta mujer de aquí? —preguntó entonces, indicando con el dedo a la chica, identificable por el pelo largo y el vestido.
—Es Marisa —dijo Julia.
—Ah... Marisa... ¿Marisa es la mujer que venía contigo?
La niña asintió mientras dibujaba una tormenta de líneas furibundas, apretando mucho el bolígrafo, alrededor de los perritos.
—¿Marisa es tu mamá, cariño?
De pronto, Julia dejó de dibujar y le dedicó una dura mirada, como si estuviese tratando con una hermana pequeña.
—Marisa no es mi mamá. Mi mamá está tra-ba-jan-do. Marisa es quien me cuida.
—Oh.
Leire asintió, aliviada. Hasta se permitió una pequeña sonrisa. Lo sentía mucho por la pobre Marisa, desde luego, pero al menos la pequeña seguía contando con su madre. Ella había perdido a la suya cuando tenía diez años y sabía lo duro que era enfrentarse a la vida sin una madre.
Por otro lado, ahí fuera, en alguna parte, había una madre que se preocuparía por la niña cuando tardase en llegar a casa. Adoptar un animal no era algo que se hiciese a la ligera. Seguramente la madre estaba informada de dónde habían ido, y vendría a echar un vistazo. O puede que llamase a la policía. Puede que fuese la policía quien viniese a preguntar.
Leire miró el dibujo feo.
—¿Sabes dibujar árboles, Julia? —preguntó.
Julia asintió.
—¿Querrías dibujarme un montón de árboles? Me encantan los árboles. ¡Con un sol enorme!
—¡Pero no tengo amarillo! —protestó Julia. Sin embargo, en sus ojos brillaba ahora una chispa especial, renovada.
—¡No importa! —dijo Leire, ocultando el dibujo del monstruo y poniendo una hoja limpia a su alcance—. Podemos dibujar los rayos del sol y quedará maravilloso.
Julia asintió, aparentemente encantada. Antes de hacerlo, sin embargo, dirigió una mirada de soslayo a Javier.
—Él no me gusta —dijo entonces, en tono confidencial.
Leire torció la boca intentando esconder una carcajada. A cambio, se le acercó al oído y susurró:
—A mí tampoco.
Y Julia, ahora con una sonrisa, empezó a pintar.
El reloj de la recepción, llena de monstruos, dio las cuatro y veinte de la tarde. El sol empezaba a dibujar sombras alargadas que se aventuraban a través del resquicio del umbral donde estaba trabada la ambulancia. La puerta trasera estaba abierta, y los médicos que la ocupaban deambulaban, sin rumbo, por el exterior.
Un par de perros esperaban, sin moverse, con la cabeza apoyada contra la pared. Hacían ruidos con la garganta, como si intentaran librarse de un hueso atascado. Marisa, Alejo y un par de clientes recorrían los pasillos arrastrando los pies y dejando un rastro de sangre.
—Tengo hambre —dijo Julia.
Había dibujado ya varios bosques, un poblado fantástico con hipopótamos (que ella pronunciaba «hipotátanos»), una fiesta de té con abuelas de dibujos animados, y Alicia con el conejo blanco en el jardín con la madriguera. También habían dibujado, ayudado por Anasti, varios caballos de largas crines. Anasti dibujaba muy bien y a Julia le encantaba ver cómo caballos salían del bolígrafo como por arte de magia.
—Sí que la tienes, cielo —dijo Leire—. Se ha hecho muy tarde.
—Y este... calor... —exclamó Javier.
Estaba sentado en una silla, sudando copiosamente. Se había quitado la chaqueta y remangado la camisa blanca, pero eso no parecía aliviarle en absoluto. Sus labios entreabiertos y los párpados a medio cerrar lo hacían parecer una especie de morsa adormilada.
Leire se acercó al frigorífico. Era un modelo pequeño donde solían tener refrescos y botellas de agua que el personal aportaba, una vez a la semana, haciendo botes comunes. Ella no participaba de esas cosas, así que desconocía lo que iba a encontrar en el interior. Para su consternación, el frigorífico no sólo estaba vacío, estaba incluso desenchufado.
—Nada...
—El frigorífico lo usamos en verano... —dijo Anasti.
Leire asintió, cerró la puerta y empezó a indagar por los armarios. Recordaba que en algún momento había habido allí cosas como bolsas de patatas y frutos secos. Sin embargo, todo estaba vacío.
—Bueno —exclamó—, parece que tendremos que esperar un poco para comer, cariño.
Javier se incorporó.
—¿No hay nada? —preguntó.
—No...
—Pero no has mirado bien, joder...
Javier se lanzó como un tren de mercancías hacia los armarios. Los abría y cerraba como si quisiera arrancar las puertas de sus goznes. Incluso abrió el frigorífico para comprobar, una vez más, la oscuridad de su interior.
—Mierda —masculló al fin.
—No pasa nada, ¿verdad Julia? —preguntó Leire—. Podemos aguantar un poco más.
Julia permaneció seria, considerando quizá sus palabras.
—Tengo sed —dijo por fin.
—¡Joder, yo también tengo sed! —dijo Javier.
—En seguida vamos a beber, ya verás —dijo Leire, intentando no prestar atención a su socio. A esas alturas deseaba ya abofetearle.
Javier, mientras tanto, miraba su reloj de pulsera. Era, naturalmente, demasiado dorado y ostentoso para casi cualquier muñeca.
—Llevamos más de dos horas encerrados —soltó, dirigiendo una mirada fría a su socia—. Esa ambulancia ya debería haber llegado.
Leire llevaba rato pensando en lo mismo. O había habido un problema con la dirección (cosa muy improbable) o había ocurrido un problema en el que no podía pensar. Por desgracia, los único teléfonos que había en toda la clínica estaban en su despacho y en la recepción.
Como si le hubiera leído el pensamiento, Javier continuó hablando.
—Deberíamos salir fuera y ver qué ocurre.
Anasti, que había estado meditabunda y ensimismada, con las piernas recogidas contra el cuerpo, levantó la cabeza. Era una chica preciosa, de belleza tradicional nórdica, con el pelo rubio cayendo en complicados bucles sobre los hombros. Su expresión asustada no restaba ni un ápice de su atractivo.
—¿Salir? —preguntó.
—Vamos a salir a echar un vistazo.
Leire se sobresaltó. Por supuesto, le daba miedo considerar siquiera la idea de retirar el mueble de suministros y dejar el acceso libre. Le daba pavor. El recuerdo de Alejo era todavía demasiado cercano... y el de Clara, o el de Marisa con la pompa de sangre abriéndose camino por el hueco de la nariz arrancada. Esas cosas le ponían el vello de punta. Había visto de lo que eran capaces, su inhumana brutalidad, y no se imaginaba qué opciones tendrían si cualquiera de ellos irrumpía en la habitación.
—¿Estás seguro? —preguntó, prudente.
—¡Ya no se escucha nada ahí fuera! —dijo Javier—. A lo mejor estamos aquí encerrados como gilipollas y los perros se han ido. O quizá se han calmado. Y Clara y Alejo... Bueno, a lo mejor esos dos se han ido también... o se han muerto.
Leire recibió el comentario como un tortazo. En las dos últimas horas había pensado mucho sobre ello. Había imaginado a Alejo en el suelo, después del ataque de violencia, reclamando ayuda con un hilo de voz sin que nadie pudiera escucharlo.
—Puede ser... —dijo al fin.
—Veamos...
Javier empezó a moverse por la sala. Lo cierto era que, una vez descartados los armarios de la pared y el mueble que bloqueaba la puerta, no había muchos lugares donde buscar. Quizá por eso consiguió encontrar un rudimentario palo de escoba casi en seguida. Estaba en un armario vertical, junto a una fregona, un cubo de plástico y otros enseres de limpieza. Lo tomó entre las manos y lo sopesó. Era un palo de madera de los antiguos y, al tacto, se notaba consistente.
—Vale... —dijo.
—¿Qué... piensas hacer con eso? —preguntó Leire.
—Defenderme —fue la respuesta.
—¿Defenderte?, ¿cómo que defenderte?
Javier sujetó el palo con una sola mano.
—Les daré con esto —respondió, ceñudo.
—¿Te has vuelto loco?
—¿Qué quieres decir?
—No puedes defenderte de un perro violento con un palo como ese... No funciona así.
—No estaba pensando en los perros —dijo Javier.
Leire pestañeó.
—Estabas... Estabas pensando en Clara.
—¡Claro, joder!
Leire empezaba a sentir un lacerante dolor en la sien. Abrió la boca para decir algo, pero no pronunció palabra. Por muy horrible que le pareciera la idea de golpear a Clara con un palo, por extraño, grotesco e inhumano que el concepto se formase en su cabeza, reconocía que, en el fondo, a Javier no le faltaba razón.
Miró brevemente a Anasti, pero la chica miraba a Javier con una expresión vacía que recordaba a una máscara de cera.
—Voy a abrir —anunció Javier.
—Yo quiero ir —dijo Anasti de pronto. Más que seria, parecía solemne.
Javier la miró un instante, y lo mismo hizo Leire. Julia estaba sentada en la mesa, entregada a una furiosa sesión de dibujo. Parecía haber encontrado otra vez la inspiración.
—Pero Anasti... —dijo Leire, perpleja—. Es... es muy peligroso.
—Hablaré con Clara —dijo—. Estoy segura que me escuchará.
—Anasti —dijo Leire—, Clara no... Clara no parecía la Clara que tú conoces. Le pasa algo. Algo que no puedo comprender, pero no va a reconocerte. Si sigue ahí fuera, en el mismo estado, no puedes esperar en serio que razone contigo...
—Pero voy a intentarlo —dijo, con el labio inferior ahora tembloroso—. Nadie va a pegar a Clara con un palo sin que intente hablar con ella primero.
Leire se acercó a ella para hablar en voz baja. Aunque Julia pareciera ensimismada con su bolígrafo, no quería arriesgarse a que la pequeña escuchase lo que tenía que decir. Su experiencia con los niños era prácticamente nula, pero sabía que los niños de esa edad son especialistas en captar todo lo que ocurre a su alrededor con su refinadísimo sistema de radar.
—Leire... ¿viste a la mujer que acompañaba a Julia? ¿La viste en el suelo cuando salimos de la Incubadora?
—S-sí.
—Eso lo hizo Alejo. ¿Crees que Alejo habría hecho algo así si hubiera sido él mismo?
Anasti agachó la cabeza.
—Es muy peligroso salir ahí fuera.
Anasti cruzó otra vez su mirada con ella. De repente, parecía determinada de nuevo.
—No importa. Sé que Clara me escuchará.
—¿Y los perros, Anasti?
—Sé tratar con perros —dijo la chica.
—No con éstos. También están... fuera de sí.
Anasti no dijo nada más, pero Leire supo que estaba decidida a salir con Javier. Su socio la preocupaba más. Allí estaba, con un palo enorme, decidido a enfrentarse a una jauría enfervorizada.
—¿Vas a plantarte ante los perros con ese palo? —preguntó, volviéndose a él.
—Oye, no sé qué encontraré ahí fuera —dijo—, pero si tengo que doblarle el espinazo a uno de esos chuchos con esto, lo haré.
—La primera norma para tratar con animales hostiles es no gritar —dijo Leire—. La segunda es no usar palos ni otros objetos amenazadores.
—No voy a amenazarlos —contestó Javier, burlón—. Voy a darles con él en sus putos hocicos.
Leire soltó el aire despacio, intento mantener la calma.
—Está bien —dijo al fin, rendida—. Pero tened cuidado, por favor. Si veis que hay peligro, regresad aquí corriendo. Pensad en la niña, ¿vale? ¿Por favor?
Javier miró brevemente a Julia, con una expresión confusa, como si acabara de reparar en ella por primera vez. Sin embargo, no dijo nada, se dio la vuelta y empezó a prepararse para empujar el mueble.
Leire regresó junto a Julia.
—Ven, cariño, vamos a ponernos en aquella esquina un momentito.
Julia, sin embargo, estaba moviendo la mano sobre la hoja de una manera frenética y se resistió a moverse. Leire tiró de ella suavemente hasta que la pequeña desistió. El bolígrafo cayó sobre la mesa y rodó a un lado. El dibujo era, básicamente, una mancha oscura que contrastaba con el blanco de la mesa.
Leire miró mientras cogía a Julia en brazos y, sin comprender realmente por qué, sintió que un escalofrío la recorría.
Había dibujado una cruz, una cruz enorme. Rodeada de oscuridad.
Luis Azcona llevaba toda la mañana inquieto, pero no como cuando tomas demasiado café o estás esperando un email importante de tu jefe, sino auténtica y genuinamente inquieto. Y demasiado bien conocía aquella inequívoca sensación.
Empezó a sentirla como a las once de la mañana, esbozándose como una ola de frío que nacía de algún lugar en el fondo del estómago, como un principio de indigestión. Hacia las doce, el frío se había extendido por todo el cuerpo. El hecho no le extrañó demasiado porque corría el mes de octubre y ahí fuera, en la calle, se registraban unos doce grados a la sombra, así que pensando que algo podía haberle sentado mal, se tomó una infusión caliente. Para la una y cuarto, sin embargo, la sensación se acució con una extraña sensación de cansancio, y en ese momento empezaron a sonarle las alarmas. Los síntomas se parecían demasiado a lo que conocía tan bien. Rezó en silencio para que fuera un problema de estómago, pero a las dos y cuarto más o menos, sus temores se confirmaron: se había cargado de electricidad estática de una manera tan contundente que hasta le dolían los músculos de los brazos y las piernas.
Eran los síntomas del Trance, eso seguro, pero... ¿allí en su casa?
Luis corrió a rezar junto a la cama. Normalmente le gustaba hacer un pequeño ritual antes de entrar en comunicación: guardaba ayuno durante las veinticuatro horas anteriores, y después de lavarse con meticuloso cuidado, practicaba meditación durante al menos media hora. Ahora, sin embargo, prácticamente se tiró al suelo y ocultó su rostro entre las manos para orar. Después de un rato, sin embargo, descubrió, que la comunicación era imposible. Su rezo eran palabras vanas que sólo iban en un sentido; no sentía Su amor embriagándole y calentando su interior como de costumbre.
Se levantó, frustrado y temeroso, y empezó a dar vueltas por la casa.
Era el Mal lo que sentía.
Cuando sentía el Mal cerca, caía en trance casi invariablemente, lo que le brindaba unas experiencias tan espantosas que pensar en ellas le hacía temblar hasta sentirse enfermo. Era como pasar a un plano donde el Mal lo era y lo abarcaba todo, y él se hundía en él, inmundo y hediondo, como si se arrastrase por un pozo de brea. Y dolía. El Mal se hincaba en su alma como una miríada de pequeños e incisivos colmillos. Casi siempre, volvía en sí cuando el dolor era del todo insoportable, cuando creía morir dentro de la muerte, o a través de ella, y entonces se despertaba, dolorido y violado en su más profunda intimidad espiritual.
Luis tenía esas experiencias porque era una especie de médium sensitivo; podía sentir el Amor que encierra el Universo como algo tangible y concreto, casi palpable, no como el concepto abstracto que el resto de las personas pueden comprender. Luis era un ser defectuoso, un error de la evolución o quizá un adelantado, una suerte de experimento de la madre naturaleza, uno de los primeros retoños de una raza que camina hacia un futuro de espiritualidad. Luis podía ver y sentir el Amor a su alrededor, omnipresente, y cuando hablaba con Él sentía su voz cálida y sobrenatural que lo abrazaba y lo alentaba.
Pero también podía percibir el Mal.
Por suerte para Luis, el Mal no era algo que abundase. Existía, por supuesto, pero se limitaba a algunos lugares concretos, confinado a pequeños rincones de la geografía. En la misma Barcelona había un callejoncito miserable, en la esquina de las calles Triangle con Rec, donde el Mal dormitaba como un oso en invierno, latente, pero tan palpable que Luis podía sentir sus ominosas emanaciones a cuatro calles de distancia. Acercarse más suponía caer en trance de inmediato. Luis había conocido otros sitios así, como pequeños pliegues de suciedad en una sábana impecable, en otras ciudades; una vez encontró uno de esos lugares en mitad del espacio aéreo, mientras viajaba en avión, en mitad del Atlántico.
Pero en su propia casa... ¿por qué lo sentía ahora, en su propia casa?
Anduvo un rato por las habitaciones, del salón a la cocina, y de allí por el pasillo distribuidor hasta su dormitorio, mirando por todas partes y analizando cómo se sentía, como quien intenta descubrir la fuente de un mal olor. Pero no pudo concluir nada. Sólo sabía que empezaba a sentirse peor por momentos.
Algo en movimiento, pensó. Tiene que ser algo en movimiento. Una persona.
Una vez, en Centroamérica, cuando todavía era sacerdote de la Iglesia católica, estuvo en un poblado donde había una mujer enferma que todo el mundo creía endemoniada. Decían que tenía estigmas, que echaba espuma por la boca y que sus ojos parecían brasas encendidas, que hablaba con la voz de un hombre y que tenía la fuerza de un caballo. Luis fue llamado por la familia para ver si podía hacer algo, y aunque les dijo que las posesiones demoníacas entraban en lo posible (tal y como le habían adoctrinado), eran extraordinariamente infrecuentes; añadió que tenían que llevar a la mujer al hospital, aunque estuviese a cuatrocientos kilómetros de distancia. Sin embargo, no sirvió de nada. La familia insistía en que la mujer necesitaba un sacerdote y un exorcismo. Luis no pudo negarse, pero cuando iba hacia allí, no pudo acercarse ni a un par de calles; cayó redondo al suelo, sumido en un trance profundo que lo mantuvo lejos de su cuerpo durante quince minutos.
Para cuando se recuperó, se encontró en la calle rodeado de gente. Unos le ofrecían agua, otros, hierbas aromáticas. Luis se levantó, tranquilizó a todo el mundo e intentó seguir su camino; sin embargo, era como avanzar por el cauce de un río a contracorriente. Se tambaleaba como si tuviera ataxia. Al llegar a la casa, estaba sudando y tenía espasmos eléctricos. Ni siquiera podía enfocar con claridad; a sus ojos, los ángulos de los muros del edificio se curvaban como si fueran a derretirse.
Una vez dentro, la familia lo ayudó a llegar a la habitación donde tenían a la mujer. La sensación de bloqueo era más llevadera, sin embargo, seguramente porque estaba ya demasiado cerca. No obstante, todavía sentía una aversión infinita, náuseas, y un miedo tan atroz que su piel olía a orines de viejo sobre un sofá treinta años demasiado viejo. Pero cuando la vio, despeinada, ajada, horrible... y contaminada de tanto Mal, invisible a todos los ojos menos los suyos, se vino abajo. Allí, embebida en la frágil y delicada carne humana, había otra forma que se movía, cimbreante, escapando de sus bordes físicos. Una forma oscura, terrible, cuyo rostro asomaba por entre sus facciones y que lo miraba con una mezcla de odio y repugnancia.
Luis salió corriendo. Días después se enteró de que la mujer había muerto en el hospital, consumida por la entidad invasora. Sus últimas palabras habían sido pronunciadas en un idioma desconocido, acompañadas de una risa lasciva.
Había visto el Mal. El Mal dentro de una persona.
Ahora, se preguntaba si estaría ocurriendo lo mismo. Una persona con el Mal dentro era la única explicación posible. Una persona en movimiento. Alguien que estuviera ahora cerca de su casa.
Esa explicación lo tranquilizó un poco. No podía mudarse, era imposible: la crisis que asolaba el país impedía poner a la venta el inmueble, y no tenía capacidad económica para adquirir ningún otro. ¿Cómo viviría?, ¿dónde?
Luis decidió que saldría fuera, a la calle, y buscaría a la entidad. Y se juró a sí mismo que, cuando la encontrara, esta vez, combatiría con ella, aunque le costara su propia vida.
El armario fue empujado con infinito cuidado, procurando no desgranar ningún ruido con la fricción. Javier, nervioso y tenso después de retirar el mueble, sostenía el palo de la fregona con las dos manos, como si fuera una especie de espadón. Resoplaba, con los mofletes inflándose y desinflándose con cada respiración, y sudaba por cada poro de su piel. Anasti estaba a su lado, pero ella, en cambio, parecía hermosa y serena como una dama élfica.
Mientras tanto, Leire y Julia esperaban arrebujadas contra una esquina. Leire la abrazaba aplicando cierta fuerza mientras, de forma inconsciente, la mecía suavemente.
Javier lanzó una mirada a Anasti, a modo de señal, y luego empezó a abrir la puerta. Hacía girar el pomo lentamente. Nadie se daba cuenta, pero en toda la habitación olía a sudor, y a miedo.
El pasillo estaba vacío, aunque el olor era diferente que en el interior de la sala de empleados. Olía a mesa de operaciones, a vísceras, a sangre, y a materia orgánica. La quietud era abrumadora y confería a la escena un aspecto sobrenatural.
Javier avanzó despacio, con el palo por delante. En cada acceso a los despachos se detenía y miraba con infinita prudencia. Anasti, que había conseguido mantenerse calmada, empezaba a inquietarse otra vez. Ni siquiera se escuchaban los ladridos de los perros en la Incubadora, y demasiado bien sabía que sin algún tipo de sedante, unos perros enjaulados no se calmaban de ese modo después de las experiencias que habían vivido. Si seguían allí, debían estar en silencio por una sencilla razón: porque estaban aterrorizados.
Cuando doblaron la esquina del pasillo y se enfrentaron al corredor principal, sin embargo, encontraron el primer problema.
Allí había un hombre, apoyado contra la pared, con el rostro oculto entre los brazos. Un hombre desconocido, un cliente. Su pecho subía y bajaba como si estuviera asfixiándose, y producía un sonido similar al de un fuelle demasiado viejo. Javier, que iba en cabeza, se quedó mirándolo, esperando alguna reacción. Hacia el final del pasillo vio otras cosas: marcas de sangre en la pared, como si alguien con los dedos tiznados hubiera estado restregando las manos.
Giró la cabeza para mirar a Anasti, que se mantenía pegada a él, pero estaba hipnotizada ante aquella visión y no le dedicó ni una mirada.
Javier empezó a acercarse, caminando como lo haría un funámbulo sobre la cuerda floja. La respiración del cliente llegaba hasta sus oídos, siniestra y anormalmente uniforme, como unos dientes de sierra sobre la madera. Por fin, Javier se convenció de que aquel hombre no podía ser una amenaza. Había visto a Alejo y también a Clara, y había visto su actitud violenta y hostil, casi animal. Aquel hombre solamente parecía estar en dificultades.
Se decidió a llamar su atención.
—¿O-oiga?
De pronto, toda la escena se congeló como si alguien hubiera pulsado el botón de pausa en una película. Javier podía escuchar el zumbido del silencio en sus oídos, sólo interrumpido por el ronco arrastre de su propia respiración dentro de la nariz.
—¿Se encuentra usted bien?
De pronto, el cliente dio un extraño y desgarbado salto en el aire, de manera que se quedó mirándolos. Su pose, con las piernas ligeramente flexionadas y entreabiertas, y los brazos flexionados, era inequívoca. Javier sintió que las pelotas se le encogían dentro de sus pantalones.
Después, el cliente gritó.
Anasti respondió al grito con un chillido tan agudo que Javier casi deja caer el palo de la fregona. Sin embargo, se las arregló para prepararse. El cliente no tardó en lanzarse hacia ellos, avanzando a la carrera por el pasillo como un animal desbocado; movía los brazos alocadamente y abría la boca como si padeciera un hambre infinita. Anasti tuvo un segundo para pensar en los perros de la Incubadora: seguían sin ladrar, pese a los gritos.
Cuando el monstruo estuvo lo bastante cerca, Javier descargó un severo golpe imprimiéndole toda la fuerza que fue capaz de desarrollar. El impacto fue atroz, arrancando de su cráneo un sonido desquiciante. Javier lo golpeó en la cabeza provocando que se ladeara hacia un lado de una manera que era físicamente imposible. El hombre escoró hacia un lado, perdió apoyo y resbaló, restregándose contra la pared en su caída. Javier no perdió ni un segundo: levantó el palo y lo descargó una y otra vez hasta que consiguió partirlo en dos. Luego tomó un trozo con cada mano y continuó descargando golpes con una furia desmedida. Las gotas de sangre volaron por todas partes dejando un delicado diseño en espiral en la pared. En algún momento, empezó a gritar con la voz ronca.
Anasti, vivamente impresionada, había apartado la mirada. Al hacerlo, sin embargo, descubrió con horror que una nueva figura acababa de irrumpir al final del pasillo, moviéndose como si tuviera todos los huesos descoyuntados. La luz fría de los neones del techo iluminó su cara y Anasti la reconoció al instante: era Marisa, la mujer que había venido con la niña. Le faltaba la nariz, un ojo, y el resto eran colgajos de carne rebozados en sangre oscura y reseca.
Anasti chilló una vez más.
Julia daba respingos con cada grito.
Leire la rodeó con sus brazos y dejó que la pequeña escondiese su cara contra su cuerpo.
—¿Quieres... quieres que cantemos una canción, Julia? —preguntó, con las lágrimas resbalando por sus mejillas.
Julia no dijo nada.
Leire, con voz suave, empezó a susurrarle al oído.
—Hijo del corazón deja ya de llorar, junto a ti yo voy a estar y nunca más te han de hacer mal.
Javier no daba crédito a lo que veía; aquel hombre, pese a los numerosos golpes, intentaba todavía ponerse en pie.
Anasti estaba retrocediendo. Javier miró hacia el pasillo y vio a Marisa avanzando hacia ellos como una araña esperpéntica a la que le faltaran extremidades. Uno de los pies miraba hacia el lado incorrecto.
—Hija de puta... —masculló.
Iba ya a lanzarse contra ella cuando el cliente le agarró la pierna, abrazándose con una mano. Javier sintió un asco repentino tan visceral, que empezó a patearle la cabeza con la otra pierna. Cada golpe apartaba su boca ponzoñosa de su pierna; si lo mordía, podía darse por muerto. Acabaría deambulando por la clínica como uno de aquellos zumbados.
—¡Suéltame, SUÉLTAME, CABRONAZO!
Marisa avanzaba. De la boca abierta salía un puré espeso que resbalaba por entre sus pechos y dejaba un reguero de gotas en el suelo.
—¡QUE ME SUELTES, COÑO!
Marisa estaba ya lo bastante cerca como para oler el denso aroma a sangre que emanaba. Era como tener la nariz rota: no había forma de escapar de ese olor.
Javier, sintiendo el peligro, cerró el puño fuertemente alrededor del palo, y después de levantarlo con una pose casi heroica, lo descargó contra su cabeza a modo de lanza. El palo no se clavó, sin embargo; ni era lo bastante puntiagudo ni el golpe había tenido la suficiente fuerza. Marisa estaba ya tan cerca que podía escuchar el repugnante sonido de su respiración abriéndose paso por entre las excrecencias vitales de su garganta, como una tetera. Nervioso, Javier apuntó esta vez al cuello. El extremo astillado del palo se hundió en la carne con una notable ausencia de sonidos. Fue como clavar un cuchillo en una pata de jamón cocido. Fácil, rápido, definitivo. El cliente se sacudió con algunos espasmos y su brazo cayó al suelo, sin fuerza. Javier estaba libre otra vez.
Marisa, sin embargo, había recorrido los últimos metros dando absurdos saltos. La boca se abría y cerraba sin control, como una máquina mal ajustada. Sus brazos habían apresado a Anasti, que la miraba como paralizada, con sus hermosos ojos azules empapados en lágrimas.
Javier intentó recuperar el palo que había quedado clavado en el cuello. Descubrió que estaba engastado, tan inamovible como la mítica Excalibur en su piedra. Resultaba además bastante desagradable intentar sacarla: la cabeza reaccionaba con cada meneo, moviéndose en todas direcciones con un sonido acuoso. Mientras Anasti se defendía, arrinconada contra la pared, Javier desistió, soltando el palo con asco. Ahora tenía sólo medio palo, pero se sentía bien en el puño cerrado.
Miró hacia el final del pasillo y descubrió que no había nadie. No sabía dónde estaba Clara; Alejo probablemente había caído bajo los mordiscos de los perros, y esperaba que el resto de los clientes hubiera podido huir. Si eso era cierto... Bueno, si era cierto, sólo tenía que correr hacia la recepción y salir de allí.
Salir de allí.
Anasti tenía los ojos cerrados y protestaba con lloriqueos, dando pequeños puñetazos con los puños cerrados. Intentaba evitar la boca de Marisa, que buscaba frenética su carne blanca y joven. La una estaba completamente pendiente de la otra, enzarzadas en una contienda histérica. Javier pestañeó, miró la escena durante un par de segundos, y luego salió corriendo por el pasillo.
Anasti recibió su primer bocado en la mandíbula, debajo de unos labios angustiados.
Luis miraba el edificio desde cierta distancia.
Era ahí, de eso no había ninguna duda. Notaba los efluvios oscuros, como las ondas sonoras en el agua queda de un estanque, llegando hasta su cuerpo. La sensación era tan intensa que las rodillas temblaban como si tuvieran vida propia y quisiesen salir corriendo.
Empezó a andar.
Cada paso representaba un esfuerzo considerable. Sobre todo, no quería caer en trance. Con semejantes latidos, estaba seguro de sufrir la experiencia durante al menos un par de horas. Y no quería por evitar el dolor, ese dolor exquisito y descarnado que sólo puede sentirse con el alma, sino porque estaba seguro de que allí, en ese edificio, alguien requería de su ayuda. Lo percibía de alguna manera inexplicable, pero tan clara, como podía sentir todo lo demás. Algo... algo había pasado en aquel lugar. Alguien debía estar ahí dentro, en aquella clínica veterinaria, en peligro.
El Mal lo recorría. Se sentía como una frágil ramita en mitad de un viento racheado: cada ráfaga amenazaba con partirlo.
Cruzar la carretera fue toda una odisea. No puedo, pensó. Jamás conseguiré llegar hasta allí. Dar un solo paso requería un proceso mental previo, consciente, en el que se veía ordenando a sus músculos a avanzar. ¿Cómo se las apañaría para moverse cuando estuviese más cerca?
Estaba a punto de desistir cuando, de repente, y de manera gradual, empezó a poder moverse con normalidad. Otra vez podía andar, aunque la temperatura parecía haber caído muchos enteros. Era imposible, por supuesto; el sol todavía calentaba con los rayos del atardecer, pero Luis sabía a qué se debía todo aquello. Podía andar porque se acercaba al centro neurálgico del Mal. Estaba demasiado, demasiado cerca. En el centro del huracán, donde hay calma, en el Ojo de la Tormenta.
Entonces empezó a andar. Y luego aceleró el paso. Al doblar la esquina para acceder a la puerta principal, sin embargo, su corazón dio un vuelco. Había varias personas allí, algunos vestidos con ropa de calle y otros con el traje naranja de los médicos del SEM, y parecían deambular por el parking, indiferentes unos de otros, cada uno en direcciones opuestas. Mientras miraba, tan asqueado como espantado, uno de ellos se plegó y vomitó unos hilachos negros que quedaron colgando de su boca.
Luis vio también a través de ellos. Allí dentro, encerrados en sus cuerpos carnales, estaban las formas negras que reconocía tan bien. Eran las mismas manchas oscuras que moraban la mujer endemoniada de Centroamérica, borrosas, difusas, imprecisas... amenazando con escapar de los márgenes de las formas humanas que los contenían.
Eran demonios.
Luis se sintió desfallecer.
¿Cómo podía haber... tantos, por el Amor de Dios?
De pronto, uno de ellos reparó en él. Luis se quedó congelado, sintiendo su mirada clavada en sus ojos. La comunicación visual era como una soga que le atenazara el cuello, asfixiante.
El hombre corrió hacia él.
Luis tuvo un acceso de pánico. Por un segundo, sintió una especie de desmayo; pensó que iba a caer redondo al suelo, sumido en el Trance. Luego pensó en salir corriendo. Escapar iba a ser un serio problema cuando saliera del Ojo de la Tormenta y las emanaciones del Mal lo inmovilizasen, pero no pudo pensar en ello. Sin embargo, cuando el hombre estaba ya tan cerca que podía ver sus ojos rojos cargados de un odio irracional, Luis cerró los suyos, relajó el cuerpo, bajó las manos, inspiró hondo... y esperó.
Sólo esperó.
Y huyó, sí, pero hacia su interior.
Luis había sido sacerdote, porque desde muy pequeño había sido capaz de escuchar y sentir al Padre creador en su interior. El Padre era, en esencia, Amor, pero no el amor terrenal que suele estar mezclado y envenenado con el egoísmo humano, sino Amor incondicional, amor sobre todas las cosas, sólo Amor, en un estado tan puro que era difícil aprehenderlo. Eso era lo que el Padre le decía en sus rezos, y por lo tanto, lo que él sabía con tanta certeza como que la Tierra flota en el espacio. El sacerdocio, sin embargo, no le satisfizo: la Iglesia confundía las cosas. El mensaje de ésta no hablaba del Amor como él lo entendía, sino de otra cosa, extraña e incompleta en su concepto. Imaginaba ese mensaje en su cabeza con una cabecera enorme: DIOS TE AMA, y junto a él, un asterisco minúsculo que llevaba a la letra pequeña que los abogados escribían en los contratos, y esta letra decía: (*) Quedan excluidos los gays, lesbianas, masones, ateos y agnósticos. El Padre con el que él hablaba no era nada de eso, así que lo dejó.
Ahora, Luis cerraba los ojos, dejando que todo aquello que había recibido fluyera de su interior: Amor, Amor en preciosas emanaciones preñadas de tonalidades azuladas y de matices, luminoso, cálido, tangible. El efecto fue instantáneo. Empezó a sentirse mejor, incluso a sentirse bien. Muy bien. El frío empezó a remitir, y una pequeña sonrisa se dibujó en sus labios. Ya no escuchaba los pasos presurosos de su perseguidor, ni notaba el olor rancio de la muerte a su alrededor. Cuando estuvo listo, volvió a abrir los ojos y vio que todos aquellos hombres lo habían rodeado. Estaban quietos, sin embargo, como paralizados, sacudiéndose con espasmos incontrolados a una velocidad enervante, como si los recorriera una descarga eléctrica mortal.
Y por dentro...
Por dentro, los demonios chillaban, agónicos, con sus pequeños gritos inaudibles. Habían perdido el control de los cuerpos, y sentían tanto dolor como cuando él estaba en trance en el otro lado.
Luis, embriagado de un sentimiento más puro que el agua de la lluvia lavada contra las piedras más antiguas, empezó a andar despacio hacia el interior. Muy despacio. A su paso, las emanaciones negras y hostiles del Mal se diluían y deshacían, desapareciendo a sus ojos como hilachos de humo. Los monstruos se quedaron allí, sacudiéndose de manera enloquecida. Uno de ellos cayó de rodillas, con los brazos aleteando como si fuese a echar a volar. Su garganta monstruosa producía sonidos inhumanos.
Luis llegó hasta la entrada. La ambulancia bloqueaba el paso, pero aún podía trepar hasta su techo para pasar al otro lado, y eso... Bueno, eso era exactamente lo que iba a hacer.
Javier cruzó por toda la clínica a la carrera, casi sin mirar hacia ningún lado. A cada paso que daba, se sentía más y más cerca de la libertad. Había esperado encontrar a alguno de aquellos chuchos rabiosos (dijera lo que dijera Leire) pero no había ninguno. Tenía que haberlo pensado antes: los perros escapan al exterior cuando tienen la oportunidad, no se quedan en los edificios si pueden evitarlo. Leire tenía que haber sabido eso también. Esa zorra remilgada no sabía una mierda de nada.
Sin embargo, cuando llegó a la recepción, comprendió que había estado equivocado.
Había dos, dos de aquellos chuchos sarnosos, y vaya aspecto tenían. Estaban mordisqueando a Clara, que yacía en el suelo con la cabeza colgando, detrás del mostrador. Uno se ocupaba de la pierna, cuya rodilla despuntaba entre la carne como un pomo de marfil, y el otro daba cuenta de las vísceras. El ruido de masticación era insoportable.
Cuando advirtieron su presencia, volvieron la cabeza. Los ojos parecían brillar como si una luz interior los mantuviera encendidos, rutilantes entre las penumbras creadas por el mostrador. Javier giró la cabeza para mirar a la puerta, pero sus intenciones se vieron destruidas por la visión de la ambulancia, que impedía la salida.
—No... —dijo.
Y como si fuera una orden, los dos perros se lanzaron sobre él.
Luis no tuvo problemas para trepar al techo de la ambulancia, pero mientras lo hacía, su preocupación iba en aumento. Ahí dentro se escuchaban ruidos extraños, desapacibles... golpes, o eso creía, mezclados con los gruñidos de animales enfurecidos. Luis no estaba seguro de que pudiera aplacar a los perros tanto como los hombres.
Cuando llegó al otro extremo, descubrió que el interior estaba hecho un desastre: había sillas, papeles y material de oficina por todas partes. Y sangre. Había mucha sangre, esparcida contra las paredes. Había una salpicadura en un reloj de pared que le daba un aspecto de sonrisa burlona. Al otro lado del mostrador, ahora partido en dos, había alguien. Alguien en dificultades. Se movía como si luchara contra una nube de mosquitos, o como si luchara contra algo en el suelo.
Dándose prisa, Luis saltó desde el techo de la ambulancia y se acercó para ayudar.
Javier luchaba por su vida, o al menos por la vida que podía quedarle, porque lo cierto era que, a pesar de sus esfuerzos, los perros lo habían mordido varias veces en las piernas. Ahora, sin embargo, no podía pensar en eso, como no sentía el dolor debido a la adrenalina. Acabaría con ellos, sencillamente, y luego los metería en una bolsa y se los llevaría a un hospital, en el coche, para que determinasen qué demonios tenían aquellos jodidos perros. Y entonces lo tratarían, y tendría una oportunidad. Era lo que tenían que haber hecho desde el puto principio.
Los perros, sin embargo, parecían tener otros planes. Se turnaban para morder y sus dentelladas eran cada vez más salvajes y profundas. El último ataque había desgarrado el gemelo derecho de Javier produciendo una herida sangrante que parecía el cráter de un meteorito en la superficie lunar.
De pronto, sin embargo, los perros retrocedieron, encogiendo los lomos y ocultando el rabo bajo el cuerpo. Su expresión había cambiado totalmente, hasta parecían atemorizados. Javier descargó el último golpe con el palo, que silbó en el aire sin golpear a nada. Ese pequeño respiro, sin embargo, le hizo comprender cuan exhausto estaba. Jadeaba y todo el cuerpo parecía pulsar acusando el dolor.
De pronto, algo le tocó en el hombro.
Javier se giró, sobresaltado, para encontrarse con la sonrisa de un hombre a quien no había visto nunca. Con las penumbras de la habitación, el blanco de sus dientes le daba un aspecto inquietante. Sin duda, pensó, él era el motivo por el que los perros habían retrocedido: Uno de aquellos... monstruos.
Sin darse tiempo a pensar, Javier movió el brazo con fuerza y descargó un fuerte golpe contra el hombre. Jadeaba como un cerdo. Luis retrocedió, con una galaxia de dolor evolucionando en su cabeza y la visión nublada por un estallido de color blanco. Ni siquiera lo había visto venir. Para cuando quiso darse cuenta, un nuevo golpe lo tumbaba en el suelo. Luis levantó las manos para decir algo, pero los golpes seguían llegando; la sangre manaba abundante, la mandíbula crujió como una vasija de porcelana.
Al cabo de un rato, todo había acabado. Javier, ahora encorvado, miraba el cuerpo ensangrentado del monstruo. Estaba exhausto, así que dejó caer el palo y apoyó las palmas de las manos sobre sus propias rodillas, respirando pesada y velozmente.
Pero con la vida de Luis, también todo el Amor se extinguió, desvanecido como el humo de una pequeña fogata sorprendida por la lluvia. Fuera, el grupo de monstruos gritó como si acabaran de liberar sus gargantas, y casi a la vez, en el mismo instante, los perros se lanzaron de nuevo sobre Javier, trepando por su espalda como alimañas hambrientas.
Javier, gritando, cayó sobre el cuerpo inerte de Luis mientras uno de los animales le arrancaba parte de la nuca.
No duró mucho.
Hacía un buen rato que no se escuchaba nada en absoluto, pero, al mismo tiempo, ni Anasti ni Javier habían regresado. Leire se hacía muchas preguntas. ¿Y si habían conseguido salir y habían ido a pedir ayuda? Era improbable, desde luego, pero su mente se agarraba a eso. Era mucho mejor que pensar que... bueno, que no lo habían conseguido.
Leire esperó. Y esperó. Julia no decía nada, estaba abrazada a ella y hasta llegó a pensar que se había quedado dormida. Sin embargo, la espera la estaba matando. ¿Y si habían... sucumbido? ¿Podría quedarse allí, sin fuerzas suficientes para bloquear otra vez la puerta, sin agua, ni alimentos, a esperar a que alguien viniera a rescatarlos?
—¿Julia?
—¿Qué?
—Cariño... voy a ir a echar un vistazo.
—¡No! —protestó la niña, abrazándose aún más a ella.
—Voy a ir a mirar, ¿vale? Sólo mirar. Seré muy, muy rápida. Te lo prometo.
Julia refunfuñó y permaneció abrazada durante un rato todavía, pero de algún modo, Leire se las compuso para incorporarse y dejarla sentada en la silla.
—Vuelvo en seguida.
Julia asintió, y aunque Leire había compuesto un intento de sonrisa bastante convincente, su cara reflejaba una honda tristeza.
Leire se acercó a la puerta, y tal y como había hecho su socio antes que ella, hizo girar el pomo con extremo cuidado, lentamente, procurando que no hiciera ruido. Cuando pudo asomarse un poco para mirar, sin embargo, sus esperanzas se rompieron en cien mil esquirlas.
En el pasillo, una Anasti ensangrentada se movía arrastrando el pie derecho. Parte de su cabello rubio estaba apelmazado contra la cara, húmedo quizá del vital fluido. A lo lejos pudo ver a Alejo, inconfundible por el hueco que se formaba en su frente. Se arrastraba por el suelo con las piernas parcialmente devoradas, dejando un espantoso rastro a su paso. Tenía la boca abierta y miraba a los neones del techo con sus ojos enrojecidos. Más allá, casi al fondo del pasillo, estaba Javier, con su inconfundibles pantalones de lino, ahora destrozados. La cara era un espanto de carne triturada, y a través de los jirones desgarrados, un único rojo encarnado despuntaba como la luz de un faro.
Leire volvió a cerrar la puerta.
Estaba temblando.
Sin decir nada, se acercó al armario de suministros y examinó su contenido. Había estado pensando en ellos, y se había dicho una y otra vez que, llegado el momento, sería lo mejor. Allí se guardaban algunos de los medicamentos menos comunes, como el Vixoredón, que empleaban para tratar problemas en el riñón de los caninos más grandes.
Sacó el bote de la caja y, lentamente se acercó a Julia.
—¿Por qué lloras? —preguntó la pequeña.
—Porque... Porque ya mismo vamos a salir de aquí.
—¿De verdad?
—Sí...
Julia pareció reconfortada. Hasta sonreía.
—Dijiste que tenías sed. ¿Quieres ser una niña buena?
—Sí...
—Tómate esto, ¿vale? Por lo menos... por lo menos la mitad.
—¿Es una medicina? —preguntó la niña.
—Sí, cariño. Es para que no tengas sueños malos... y te quitará la sed.
—Vale.
Julia bebió un poco, arrugando la nariz, pero cuando comprobó que sabía como el agua con un ligero toque a aspirina infantil, se bebió la mitad diligentemente.
Leire asintió, se enjuagó las lágrimas, y se bebió la otra mitad.
—¿Nos vamos ya? —preguntó la niña.
—Aún no —dijo Leire, cogiéndola por las axilas y ayudándola a instalarse sobre sus rodillas—. Pero muy pronto. Voy a cantarte esa canción, ¿vale? Por última vez.
La pequeña asintió.
Y Leire empezó a cantar, empleando un tono muy suave, como horas antes, con la certeza de que ninguno de aquellos monstruos iba a ponerle la mano encima a ninguna de las dos.
Al menos, no mientras estuvieran vivas.
El Vixoredón era letal en dosis altas.
—Tus ojitos de luz el llanto no ha de nublar. Ven aquí, mi dulce amor, nadie nos ha de separar.
El reloj de la recepción, siempre puntual, dio las cinco y media de la tarde, pero en todo el edificio no quedaba ya nadie a quien le importase.
FIN