Jon Esponja

Juan de Dios Garduño

Juan de Dios Garduño (Sevilla, 1980) es el autor de la novela Y pese a todo, que se publicó en 2010 y que consiguió una gran repercusión entre el público aficionado al terror y entre la crítica. Dicha obra recibió en 2011 el premio Nocte a la mejor novela de terror nacional. Además, Vaca Films, la productora de Celda 211, prepara la película sobre la misma. Garduño también ha publicado una antología de relatos de terror, Apuntes macabros, y, más recientemente, las novelas El camino de baldosas amarillas y El arte sombrío.

1

—Ahora mismo salgo para allí.

Llovía a mares cuando Samuel colgó el teléfono y se quedó tendido boca arriba en la cama. Le temblaban las manos. Cerró los ojos para intentar relajarse un poco. Siempre le había gustado dormir con lluvia, le recordaba a su infancia en el pueblo, cuando su familia era pobre, y tenían que dejar a deber en la tienda de ultramarinos de la plaza. Cuando la lluvia caía sobre tejas mohosas y canalones metálicos, y los perros ladraban en la distancia a Dios sabe qué. Pero de aquello hacía ya muchos años y algunas canas habían comenzado a colonizar su pelo moreno.

¿Cómo es posible que lo sepa? Se preguntó, pensando en la llamada que acababa de recibir. Se frotó los ojos cerrados con los dedos. Aquello no podía estar pasando, tenía que haber un error. Pero todo era tan extraño... se había acostado a las diez de la noche, sepultado por mantas, porque aunque estaban ya casi en junio el día había sido muy frío, y a las doce en punto recibió la llamada. No, no, no, te has dejado influir por tus pesadillas, lo has malinterpretado, seguro que cuando vayas allí se soluciona todo. Esa mujer tiene que estar confundida, su hija no ha podido decirle eso... su hija ni siquiera conoce a mi hermano, ¡si esa niña tiene cinco años!... esto debe ser algún tipo de chantaje...

Pero Samuel presentía que algo estaba sucediendo, y que ese algo cambiaría su vida para siempre. El pasado era como un elefante viejo y cabreado, nunca olvida y nunca perdona, y de un momento a otro puede arrasar contigo y pisotearte hasta reventarte los huesos. Y lo que él intentó olvidar, lo que su mente quiso enterrar en lo más profundo de su ser, era muy grave. En aquel momento, con lágrimas en los ojos, recordó...

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Según Samuel había dos fechas que se marcaban para siempre en la vida de una persona, los doce años y los dieciocho. Los doce porque entrabas en la etapa donde pronto te convertirías en un hombre, y los dieciocho porque legalmente te hacías un hombre. Más allá de los dieciocho todo era vejez.

Cuando él tenía doce años ya se sentía un hombre, con la ingenuidad, determinación y estupidez que le otorga a uno la adolescencia. Tenía la creencia de que a los doce años pasaban muchas cosas, por ejemplo, el primer beso, el quedarte hasta más tarde con los amigos en la calle, el dejar de hacer fiestas de cumpleaños porque es de niños, el tener que cambiar de gustos musicales porque es lo que toca, el probar la cerveza y quizá algún cigarro... Lo que nunca imaginó es que a los doce años uno pudiera ver a su hermano mayor asesinar a una persona.

No la asesinó, no, no, no. Tú no viste nada...

Por aquella época, Samuel y su hermano Juan vivían solos en casa. La misma casa que les costó a sus padres doscientas mil pesetas y que les vio nacer, la misma en la que habían dormido los cuatro, hacinados en dos camastros en la misma habitación, porque la casa sólo constaba de esa habitación, de una cocina diminuta de forma triangular, un salón pequeño —y más pequeño que se hizo tras construir una chimenea engalanada con piedras planas de rivera—, y un patio, tampoco muy grande, donde había una letrina y un par de arriates. El patio en el cual su madre ponía en invierno un baño de metal donde echaba el agua que calentaba en el fuego y hacía lo posible para que sus hijos fuesen decentes a la escuela, aunque sus pantalones tuvieran mil remiendos y las zapatillas tuvieran la suela rajada y se colara por ellas el agua de los charcos. Y es que eran tan pobres que, cuando surgió la oportunidad de trabajar en un cortijo lejos del pueblo, sus padres se fueron. Los dueños de «La Chiriba alta» no querían niños allí, eran gente déspota y rara, así que Juan y Samuel se quedaron en el pueblo, y así de paso continuaban con sus estudios. Aunque decir que Juan estudiaba era como decir que llovía bajo el agua. Y es que a su hermano mayor lo único que le preocupaba del instituto eran las motos, las chicas (ligaba poco porque Juan siempre fue escuchimizado y feo), y los porros. Y a veces, otras cosas más... fuertes.

A Samuel tampoco es que le gustase mucho estudiar, iba aprobando y tenía sus asignaturas favoritas, pero, si había que destacar una, esa era la religión. Don Antonio, el cura del pueblo, era muy severo, y no le importaba soltar de vez en cuando alguna hostia sin consagrar al que no atendía en clase. Pese a todo, cuando les leía la Biblia, Samuel hincaba los codos y se perdía entre versículos y pasajes, entre profetas y santos, y cuando llegaba a casa contaba todo lo que había aprendido a sus padres (su hermano decía que eran chorradas para crédulos como él, que había que informarse mejor de las cosas antes de creérselas). Incluso en cierta ocasión se encaró con don Antonio diciéndole que debería avergonzarse de lo que enseñaba a los niños, y que Jesucristo sólo fue un revolucionario, que tuvo hermanos carnales y que nació en agosto, nada del 25 de diciembre, que eso venía de las fiestas paganas. Aquello no sentó bien en el pueblo, las lenguas se afilaron y a Juan comenzó a mirársele de otra manera. Incluso su padre, que no solía meterse en la vida de nadie, ni siquiera en la de su propia familia, le dijo que si quería quedarse en su casa jamás volviera a faltar al respeto a un cura. Juan, lejos de amilanarse, le dijo que poco tiempo más tendrían que aguantarle, porque se iba a la mili, y no volverían a saber más de él, que quería ver mundo y olvidarse de todos. Y desde aquel día la brecha que se estaba abriendo entre Juan y su familia se agrandó... aun así, meses después de aquella bronca, sus padres decidieron confiar en él para que cuidase de Samuel. Al menos hasta que se fuese al servicio militar apenas cumpliera los dieciocho. Pero aquello sería en septiembre, y antes de que pasara el verano, la vida de Samuel se fue a la mierda por culpa de su hermano.

Junio es un mes extraño, casi como el viajero que está de espaldas en el andén y sube al tren sin que se le vea la cara, pero que por alguna razón nos resulta familiar. Un pasajero en tránsito. Los días de junio se alargan como la goma de un tirachinas y te pegan con la noche en la cara. Los grillos dan conciertos multitudinarios y de noche se puede dormir casi desarropado y con un pie fuera de la cama. Además, junio es el mes de las vacaciones, y a Samuel le quedaba una semana para cogerlas. Juan había dejado el instituto semanas atrás, decía que estudiar no servía para nada, que montaría su propia empresa al terminar la mili y organizaría espectáculos para bodas, que allí estaba el dinero. Así que cuando Samuel llegaba a casa se encontraba a su hermano tirado en el sofá y fumando porros de marihuana. El adolescente se le quedaba mirando con cierta compasión, y Juan, con ojillos finos y alargados, le sonreía y le decía de manera despectiva que no sabía nada de la vida.

El día 4 de junio de 1985, Samuel acudió a la escuela con dolor de barriga. Las dos primeras horas las aguantó estoicamente sentado en su pupitre, en el que normalmente se dedicaba a dibujar con lápiz mientras escuchaba las lecciones del profesor. Durante la clase de matemáticas una bola de angustia se le había atragantado a la altura de la nuez. Quería vomitar, y en la barriga, un bicho le daba pellizcos que hacían que se doblara en dos. Pero tenía miedo a decir nada al profesor, y le daba pánico que sus compañeros pudieran reírse de él, porque bastante tenía ya con las collejas que le daban y los insultos que le proferían por ser introvertido. Una hora después, durante la clase de sociales, vomitó la cena del día anterior y el desayuno, y en un estúpido ataque de cobardía, se vomitó encima en lugar de en el suelo, no fuera a ser que manchase a alguien. Don Esteban, el profesor de sociales al que todos llamaban «el mono», le mandó primero al baño y luego a su casa. Y eso fue lo que hizo, con las manos en los bolsillos, con la cabeza gacha y su dolor de barriga, fue pegando patadas a las piedras hasta plantarse en la parte baja del pueblo, allí por donde pasaba un arroyo de aguas fecales al que todos llamaban «el arroyo de la mierda» y donde vivían los más pobres. Entre ellos, su familia.

La puerta de su casa era de madera, pero de madera vieja y podrida, y la llave era grande, de hierro y muy antigua. Dentro de la casa no parecía haber nadie, su hermano solía estar a esas horas dando vueltas por el campo con una vieja motocicleta Guzzi de color rojo que se iba despiezando con cada bache y que había heredado de su abuelo paterno. Samuel se dirigió al patio, porque el estómago le pedía a gritos una letrina, y fue justo cuando pasaba por la puerta del dormitorio que oyó ruido allí. La puerta estaba cerrada, y en aquella casa nunca había una puerta cerrada, la intimidad saltó por la ventana junto con el dinero que nunca tuvieron, así que allí las puertas siempre estaban abiertas, y todos se habían visto desnudos, algo que era rutinario. Así que Samuel no comprendía del todo qué podía hacer aquella puerta cerrada si Juan estaba dentro... en su raciocinio adolescente no entraba la opción de que su hermano mayor pudiera estar acostándose con una chica. Tampoco es que Juan tuviera novia, o se le hubiera visto rondar últimamente a alguna chica, así que Samuel no tenía ni la más remota idea de lo que podía estar sucediendo al otro lado de la puerta, y es que encima se escuchaban susurros, gemidos vagamente lanzados...

Samuel se acercó lentamente a la puerta, no hacía falta girar el pomo para abrirla, puesto que no tenía. Se sentía nervioso, inquieto, quizá su hermano estaba allí con algún amigo, echados sobre una de las camas o sobre las dos, fumando porros, o vete tú a saber qué, pensó el adolescente. Jamás imaginó que tras el chirriar de la puerta se encontraría el infierno. Juan acuchillaba a una cría a la que Samuel no había visto nunca. Estaban en el suelo, él encima de ella, con la mano en su boca para evitar que se escucharan los gritos, rodeados ambos de un enorme charco de sangre que crecía y crecía. El cuchillo bajaba y subía al ritmo del cantar de las risas de un enajenado Juan, que se encontraba desnudo de cintura para abajo y movía todo su cuerpo de forma compulsiva. En un momento dado Juan levantó la vista y vio a su hermano pequeño, que se había caído y retrocedía arrastrando el culo y con cara aterrorizada. Entonces se levantó con el arma en la mano, la niña ya estaba muerta y miraba con ojos vidriosos a Samuel, Juan caminó hacia él embadurnado en sangre, como si fueran pinturas de guerra. Samuel comenzó a gritar, pero lo que hizo Juan no lo esperaba, le espetó un «sal de aquí, nunca has visto nada», y cerró la puerta de la habitación de nuevo.

Temblando salió de la casa y corrió por un camino que bordeaba el arroyo de la mierda, hasta perderse en el bosque de encinas que cercaba al pueblo. Las lágrimas no le dejaban ver, y tropezó y cayó varias veces. Su cuerpo y su alma se llenaron de arañazos, unos se curarían con el tiempo, otros no. En un momento dado llegó hasta la vieja choza que sus abuelos ya muertos tenían en un olivar, donde guardaban los avíos del campo, y se echó allí, en un camastro de juncos, a llorar.

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Sal de aquí, nunca has visto nada

Un Samuel ya cuarentón se incorporó en la cama. Seguía llorando, como aquel niño que pasó la noche en aquella choza alejada del pueblo. Aquel niño cobarde que se dijo a sí mismo que no había visto nada, que su hermano no podía ser un monstruo.

Recordó que cuando volvió por la mañana a su casa, Juan no estaba. Temblando, subió a la habitación. Esperaba encontrarse allí el cadáver de aquella niña, mirándolo con ojos acusadores, recriminándole que no hubiera hecho nada por salvarla. Pero en la habitación no había nada, ni rastro de sangre, ni olor a muerte... nada. Aquel día no escuchó tampoco nada en el pueblo sobre la desaparición de una niña en las cercanías, aunque también hizo por esquivar la presencia de su hermano las pocas semanas que les quedaban hasta que terminara el curso. Juan jamás hizo alusión alguna al crimen, y para cuando llegaron las vacaciones Samuel pidió, casi suplicó, que sus padres convencieran a los dueños de la «Chiriba alta» para que le dejasen pasar allí el verano. Prometió que trabajaría, que haría todo lo que le ordenasen sin quejarse... y así lo hicieron, dejando a Juan solo en la casa del pueblo hasta que la patria le llamó a filas y se fue a hacer el servicio militar a Cáceres.

Al final llegó a sus oídos que una niña había desaparecido en un pueblo algo retirado. Nunca se supo que Juan tuvo algo que ver. Nadie fue a su casa, nadie habló con él, y con el paso de los años todo cayó en el olvido. Aunque no en su olvido, pese a que lo intentó, pero ¿cómo olvidar algo que te marca la vida?

Samuel se levantó de la cama y se dirigió al baño, en su mente varias preguntas no paraban de repetirse una y otra vez, ¿cómo lo sabe? ¿Qué es lo que sabe esa niña? Y es que la madre había sido muy ambigua y sólo le había dicho que su hija conocía su secreto, el de su hermano.

Decidió no demorar más las respuestas, se dio una ducha rápida, se puso la sotana, el alzacuello y los zapatos y salió de casa a reencontrarse con su pasado.

2

Noelia despertó totalmente desorientada, poco a poco, como si estuviese dando brazadas desde lo más profundo de los sueños hasta la superficie de su conciencia. No abrió los ojos, tenía la boca pastosa y un dolor de cabeza de los que hacen historia. Pero no era lo único que le dolía, todo su cuerpo era un nudo de huesos y músculos donde miles de ramificaciones nerviosas se habían sublevado. Se imaginaba a cientos de pequeños demonios clavándole sus afilados tridentes por todo el cuerpo. La espalda le pedía a gritos una cama, y aún con la cabeza embotada, pensó en que la suya se había vuelto muy dura durante la noche. ¿Qué hora sería? Hoy tenía partido de padel con amigas de la universidad. Debía mirar el móvil. Primero abrió un ojo plagado de telarañas color sangre, y parpadeó unas cuantas veces. Resaca. Oscuridad. ¿Dónde estaba? En su habitación siempre se filtraba algo de claridad por las persianas y la criada ya debía estar pasando la aspiradora en la planta de abajo. Una alarma en su cerebro se encendió y comenzó a emitir un «riiiiiiiiing» que alteró su corazón. Su mente se despejó de golpe, e intentó tantear el suelo, pero entonces se dio cuenta de que tenía las manos atadas a la espalda y estaba tumbada de perfil. En un suelo que olía a mil demonios, y que estaba húmedo, tanto que le había calado el vestido.

El vestido. La boda. Anoche fue la boda de Ana y Mario, tú estuviste allí.

Pero en aquel momento no había lugar para el raciocinio y la ansiedad se apoderó de su cuerpo. Comenzó a moverse espasmódicamente y se dio cuenta de que también tenía los tobillos atados. Intentó gritar, pero una mordaza se lo impidió. Se agitó tanto que le costaba respirar, su corazón le golpeaba el pecho lanzándole la advertencia de que tenía que dejar de moverse con aquel ritmo tan frenético o le daría un infarto. Comenzó a llorar, ¿qué diablos era aquello? No recordaba nada. Las lágrimas, y en cierta manera la impotencia por no lograr soltarse, la ayudaron a calmarse. Noelia, piensa, se dijo aspirando los mocos, ¿cómo has podido acabar aquí, joder? ¿Dónde es aquí? ¿Quién te ha podido hacer esto? ¿Qué quieren de ti?

Secuestro. La respuesta le vino al segundo. Su padre era Marcelo Tamiares, presidente de la corporación financiera ALMOR y uno de los cien hombres más ricos de España. Querían dinero, ya no le cabía duda. Si quisieran hacerme daño ya lo habrían hecho, así que tranquila, Noelia. Intentó aplicar una de esas técnicas de respiración que había aprendido en las clases de crecimiento y bienestar social tan caras a las que le había apuntado su madre, y casi lo consiguió, porque el ruido de una especie de jadeo no muy lejos de allí hizo que su corazón se volviera un corcel harto de éxtasis.

No estaba sola en el sótano.

Su primer impulso fue el de preguntar que quiénes eran, pero la mordaza impidió que palabra alguna saliera de su boca. Se quedó quieta, a la escucha, por si alguien se acercaba, pero fuese quien fuera el que estaba allí, no dio señales de vida. Cerró los ojos, un enano jugaba a los bolos dentro de su cabeza, Zeus lanzaba rayos a sus neuronas. Apretó el entrecejo intentando aliviar el dolor.

Piensa, piensa, ¿qué ocurrió anoche? ¿Qué es lo último que recuerdo? La boda, estuve en una boda. Sí, se casaban Ana y Mario, ella estaba preciosa, él nunca fue guapo, ni te cayó bien. La iglesia estaba llena. Eran ricos y populares, no escatimaron en gastos. El padre de Ana le había regalado un Mercedes C200, el mismo que la llevó a la boda. El convite fue en una masía, enormes jardines de un verdor de película, lo habían podado y olía a césped fresco, fuentes de querubines a las que sólo les faltaba que mearan chocolate Fondue, candelabros de oro, seda, diamantes, caviar, champán del caro, incluso alguien me dijo que había un par de botellas de Methuselah, que estuvimos buscando pero no vimos por ningún lado. Ana estaba muy contenta, no paraba de abrazarnos a mí y a María, que llevaba un vestido rojo horrendo y demasiado escotado, pero le tuve que decir que era precioso para no empezar otra de aquellas peleas eternas en las que tenía que intervenir Ana para zanjar el asunto.

Avanza un poco más, Noelia, sólo un poco más. Bebí mucho, sí, demasiado. La masía tenía discoteca, estaba en el sótano y bajamos todos, los más jóvenes, los más borrachos, pero también varios viejos babosos que no querían más que bailar conmigo para intentar sobarme. Conociste a Rubén, el primo hermano de la novia, estaba muy bueno, ojos verdes, pelo moreno ondulado, olía a Dolce y Gabbana y a sexo del bueno, te lo hubieras follado allí mismo, pero sólo tonteaste, porque era el día de tu mejor amiga y querías estar allí. Estabas mareada, decidiste salir a que te diera el fresco. Había niños por el jardín, la gente te miraba, unos reían, otras apartaban la vista cargada de vergüenza ajena y algo de envidia, pero nadie te decía nada, porque tú eres Noelia Tamiares, la despampanante hija de Marcelo Tamiares. Rica heredera, mujer inteligente, calculadora, a punto de terminar la carrera de abogacía y de entrar a trabajar en uno de los mejores bufets del país.

Te acercaste hasta la piscina porque habías visto algo, ¿qué habías visto? Era algo que llamó mucho tu atención, algo que te hizo reír, que te pareció ridículo. Fuiste a reírte. Sí, era un tipo disfrazado, pero ¿de qué? Amarillo, un tío feo metido en un traje amarillo, como si fuera una... una esponja gigante. ¡Sí, eso es! ¡Te dijo que era Joan Esponja, o Jon Esponja, algo así! Pero ¿qué más pasó? Le derramaste la copa encima, pero él se rió, te dijo si querías algo más fuerte, ¿cocaína? Sí, eso creo. Aquel tipo ridículo te ofreció cocaína, todo era muy estrafalario, y era tremendamente feo, con esas gafillas, la nariz aguileña y ese bigotillo famélico que apenas bañaba el labio superior. Pero te apetecía una raya de coca, pensaste en aquella vez que cogiste una tajada parecida al terminar el primer año de carrera, y que un buen tirito hizo que se te pasara la borrachera, pero seguías como ebria, la misma euforia, pero sin mareo, sin ver doble, sin tener ganas de vomitar. Así que te fuiste con Jon Esponja a su furgoneta, allí tenía la droga, te dijo que él invitaba y te reíste, como si hiciera falta que te invitaran, cuando tu padre te daba de paga mensual lo que aquel pobre diablo ganaba en todo un año. Llegasteis al coche de aquel camello salido de una película de dibujos animados, ya había confianza, la droga crea vínculos tan rápidos como falsos, así que ibas abrazada a él, y pegabas la cara contra aquella esponja gigante que olía a meado. Fuisteis a la parte de atrás, reías, él abrió la puerta, miró hacia todos lados y... oscuridad.

No recordaba nada más. Aunque tampoco hacía falta ser un genio para saber qué pasó a continuación. La golpeó con algo que tenía en la furgoneta, la metió en ella y la llevó a algún lugar apartado para pedir un rescate. Aquello cuadraba, el tal Jon Esponja olía tan mal como la casa, probablemente apenas malviviera con el mísero sueldo que debía de ganar yendo de fiesta en fiesta. Se le planteó la posibilidad de ganar un dinero rápido y no se lo pensó. En aquel momento se sintió estúpida, ¿cómo había podido meterse en semejante lío? Su padre la iba a matar. Maldijo al alcohol, cuando saliera de allí, cuando su padre pagara lo que aquel enfermo pidiera por ella, no volvería a probar una gota. Nunca más.

Una puerta se abrió a su espalda, escuchó el rechinar de las bisagras y su corazón tuvo otro vuelco. Aguzó el oído, alguien dio unos pasos, y ella hizo un esfuerzo sobrehumano para girar el cuerpo hacia atrás. La luz parpadeó primero y se estabilizó en apenas unos segundos, los suficientes para mostrarle el horror. Allí, recortada en el umbral de la puerta, se encontraba la figura obesa de una mujer que rondaría los cuarenta y muchos años. Era fea, grotesca, tenía rulos en un pelo rubio apelmazado, la cara rechoncha y llena de granos y una papada que bien pudiera ser otra cara. De los finos e incoloros labios le colgaba un cigarro liado cuyo humo provocaba que ella entornara los ojos. Tenía la camiseta de tirantes blanca llena de lamparones, y levantada por un lado para dar de amamantar a un obeso bebé desnudo, que se colgaba de la enorme ubre de su madre. Ella iba en bragas, y agarrado a su muslo derecho lleno de varices moradas había un niño algo escuchimizado que no tendría seis años. El niño miraba a Noelia con una mezcla de miedo y compasión.

—¿No querías ver a tu jodido perro, niño? —Dijo su secuestradora al niño tirándole de los pelos y apartándolo a un lado—. Llevas toda la mañana dando por culo con eso.

Y entonces fue cuando Noelia reparó en su compañero de celda. Un pequinés negro, tiznado de canas, que yacía en el suelo a pocos metros de ella. El can gemía lastimosamente, estaba medio muerto, de costado. Cuando el niño se acercó a él el perro intentó levantar la cabeza y mover un poco el rabo, pero fue en vano, no tenía fuerzas para nada. Así que se lo quedó mirando con ojos cristalinos y tristes.

—Mamá, se va a morir.

—¿Y a mí qué me importa ese puto perro vagabundo? —contestó la madre. Dio unos pasos hacia Noelia—. Pues si se muere vas y lo entierras en el jardín. Como hacemos con todo. Y deja de molestar, que ahora mami tiene que divertirse un rato.

Noelia intentó revolverse, desatarse de manos e intentar huir de aquella casa de locos, pero aquello era tarea imposible. El miedo desarmó sus fuerzas y sólo podía temblar y llorar. ¿Qué significaba ese «como hacemos con todo»? ¿Quién era aquel monstruo? ¿Una cómplice de Jon Esponja? ¿Su mujer quizá? ¿Dónde estaba la policía? ¿Y sus padres? Todo el mundo debería estar buscándola ya, ella era Noelia Tamiares, ¡joder! Tenía que conseguir quitarse la mordaza, ¿y si aquella gorda no sabía quién era y le hacía daño? Era imposible que Jon Esponja tuviera planeado secuestrarla aquella noche, fue ella quien se acercó a él totalmente borracha. No había un plan, así que quizá no pudieran saber quién era ella. ¿Cómo no lo había pensado antes? Entró en pánico y comenzó de nuevo a respirar con dificultad, pero aquello no fue nada comparado a lo que sintió cuando su captora le asestó una patada en el vientre. Entonces el mundo se hizo trizas, toda su dignidad, todo su porte y orgullo de niña rica y mimada, todo, saltó por los aires. Sus ojos se llenaron de motas blancas, su respiración no es que fuese dificultosa, es que durante unos eternos segundos dejó de existir. Pensó que iba a morir allí mismo hasta que el aire fue entrando a sus pulmones nuevamente, poco a poco, como con timidez.

—Las pijas sois muy quejicas. Pero si aún no hemos empezado a jugar. Tienes suerte de que Juan se haya tenido que ir a otra boda hoy, sino a estas horas ya estaríamos liados contigo, ¿sabes? Bueno, no nos hemos presentado aún, me llamo Mónica —dijo la mujer, subiendo un poco más en el costado al bebé y dejando al descubierto unos enormes michelines—. Dicen que no me pega el nombre, pero no sé, ¿a quién le pega su nombre? Eso es estúpido. No hace falta que me digas el tuyo... total.

¡Soy Noelia Tamiares, aborto de una ballena!

—Mamá, el perro ya no se mueve y ha cerrado los ojos.

Noelia no podía ver al niño, y casi no podía oírle porque un zumbido le atravesaba los dos oídos para taladrarle el cerebro y apenas le dejaba pensar.

Mónica hizo caso omiso del comentario de su hijo y se dirigió a una especie de mesa de madera que estaba situada en una esquina del sótano. Las paredes de aquel antro eran amarillentas y también mohosas, lloraban lágrimas de pura podredumbre. Noelia no podía ver desde su altura lo que había encima de la mesa, pero escuchar un ruido metálico no la tranquilizó en absoluto. Cuando su captora se giró pudo ver que en la mano llevaba un enorme martillo con el mango naranja de plástico. De nuevo intentó gritar, tenía que decirle quien era, ofrecerle mucho dinero antes de que le hicieran daño. Estaban cometiendo un grave error. Iban a matar a la persona equivocada.

—¿Otra vez vamos a hacer esto, mamá? —preguntó el niño con tono lastimero.

—Otra vez —contestó lacónica la madre. Después sonrió a la chica.

Cuando el martillo le rompió los primeros dedos de la mano, Noelia se desmayó del dolor.

3

—¡Yo soy friki, yo soy friki, yo soy friki, friki, friki!

Martín escuchaba y cantaba la canción de «Yo soy friki» del Señor Terror mientras hacía el montaje con Final cut de su último corto. Era un gran admirador de este director sevillano (y de su hermano Miguel Ángel Vivas), y flipaba viendo cómo sus vídeos pasaban del millón de visitas en YouTube. Era un genio, y no es que fuese un golpe de suerte, porque «Yo soy cani» su vídeo más visto, superaba los once millones de visitas. Era brutal. Definitivamente quería ser como él, y ahí estaba, con su Mac, dejándose los cuernos para terminar su vigésimo cuarto cortometraje, una historia de zombis filósofos que en pleno debate televisivo se ponían a comerse el cerebro unos a otros y terminaban comiéndose al público del plató también.

Esto es la polla, con esto me corono seguro. No se ha hecho nunca nada igual. Balagueró, Paco Plaza, id abriéndome sitio en el panteón de los directores de películas de zombis, porque con este corto seguro que una productora me da la oportunidad de hacer un largo, y entonces os vais a cagar.

Pensó en Filmax, sí, tendría una reunión con ellos. Ya había hablado alguna vez con Albert Val y Guillermo Tato y se habían mostrado muy interesados en su trabajo. Y si le fallaba Filmax también podía intentarlo con Vaca Films, y si fallaba Vaca Films podía intentarlo con... puf, la lista era interminable. Que sí, que el cine estaba muy mal en España con la subida del IVA, que pronto darían un Goya a todo aquel que terminase una película, que el talento se marchaba fuera de España, etc., pero es que por cojones le iban a financiar un largo, porque como todos sus amigos decían, «Martín, tú acabarás en Hollywood, tiempo al tiempo». Y no exageraban, ¿o no estaban muchísimos directores españoles triunfando allí? Fresnadillo, Collet Serra, Paco Cabezas, Nacho Vigalondo...

—¡Martín, quieres dejar de berrear, que son las doce de la noche! —le gritó su madre al otro lado de la puerta.

—¡Déjame ya, vieja!

Su madre le sacaba de quicio, siempre estaba metiéndose en su vida, controlando todo lo que hacía o dejaba de hacer, diciéndole que no tenía más que pajaritos en la cabeza. Ella no creía en él. Le espetaba que buscase un trabajo de verdad, como su difunto padre, que trabajaba de sol a sol con los albañiles, y que se dejase de tantas tonterías, que ella no iba a estar siempre allí para mantenerlo, que doblara el lomo de una vez y saliera más de su habitación. Que se dejase de tanta paja, y de guardar debajo de la cama los pañuelos donde se limpiaba, que dejase de ir a Sitges en octubre para el festival ese de cine raro, que aquello estaba lleno de maricas, y un sinfín de piropos más. Suspiró intentando controlarse, no quería enfadarse, necesitaba tranquilidad para acabar de montar el corto. De repente le salto a través del tweetdeck un tweet de Nacho Vigalondo. Casi saltó de alegría, ¡Nacho Vigalondo le había respondido a un tweet! Lo leyó una y otra vez, «Déjame ya en paz, pesado», le decía. Debía haber un error, él apenas le había escrito una docena de veces en los últimos días para decirle que adoraba su cine, que quería ser como él, que quería pasarle sus cortos para saber su opinión, y que si podía presentarle a Michelle Jenner para un papelito en su futuro largo. Sí, sin duda le habría confundido, pero joder, ahí estaba, ¡un puto tweet de Nacho Vigalondo! Lo retuiteó y avisó a todos sus amigos por mail, Facebook, Google+ y hasta por su vieja cuenta de Tuenti, subió una captura a Instagram y le puso un filtro chulo... aquello daría mucho de qué hablar, pensó. Le envidiarían aún más. Era el acicate que le faltaba para terminar de montar «Zombis filósofos». Decidió que había que ponerse serio, así que quitó «Yo soy friki», que lo había escuchado mil veces esa tarde, y buscó el CD de Inception entre sus cientos de BSO originales.

Por la ventana abierta le llegaron los ecos de una canción que conocía bien, Gavilán o Paloma, de Pablo Abraira. Su piso estaba situado junto al salón de bodas «Amor eterno», y los fines de semana siempre permanecía abierto y con la música alta tronando en aquellos inmensos jardines. Algo de lo que ya se habían quejado veinte mil veces desde el edificio, pero que a las autoridades parecía no importarle. Seguro que si viviera un político cerca ya habrían cerrado el puto sitio, pensó. Pero lo que más le sorprendía a Martín era que la gente se siguiera casando, no ya por la crisis, sino por la ingenuidad de pensar que el amor es para siempre. Y él de amor entendía mucho, se había enamorado bastantes veces a lo largo de su vida, pero tenía muy claro que el amor apenas duraba dos años, tres a lo sumo, y si la tía estaba muy buena.

No dejaba de mirar, que estabas sola. Completamente bella, sensual. Algo me arrastró hacia ti, como una ola...

La canción se le había enganchado a la mente como si fuese una garrapata, y al momento se dio cuenta de que no dejaban de pasarla una y otra vez. Disgustado, se levantó y sin mirar a los jardines del salón que le quedaban debajo, cerró la ventana y se sentó de nuevo frente al ordenador. En ese momento recordó que Atún cubría la boda para la BBC (Bodas Bautizos y Comuniones) y sacó el móvil para ponerle un whatsapp. Atún era un buen amigo suyo, amante del cine, cinéma vérité, como le gustaba repetir constantemente. Pasaban muchísimas horas discutiendo sobre si Wiseman era mejor que Jean Rouch, sobre si J. J. Abrams había traicionado el espíritu de Star Trek o por el contrario le había proporcionado el enfoque propicio para resucitar las aventuras de la USS Entreprise; sobre zombis clásicos e infectados, sobre si Ian McKellen era mejor Magneto o mejor Gandalf. También habían hecho algún trabajillo juntos, cortometrajes sin mucho futuro y mal pagados, aunque lógicamente Atún no estaba a su altura y le costaría un poco más triunfar, pero lo haría.

kabrón, diles ke bajen la música y ke despidan al DJ, ke se le ha rayado el disco y no lo cambia ni a tiros. ... 00:04 Soltó el móvil sobre el escritorio y volvió al trabajo. Tenía que seleccionar una toma entre más de treinta que habían realizado, y porque los actores tenían un cabreo monumental encima, sino habría sido más pesado que Kubrick. Y es que...

... y fui y te dije hola, ¿qué tal? Esa noche entre tus brazos, caí en la trampa, lanzaste al aprendiz de seductor, y me diste de comer sobre...

Dio un golpe en la mesa y pensó en poner la BSO de Inception a todo volumen, pero su madre ya se había quejado una vez y él tenía los cascos rotos, y lo que menos necesitaba a aquellas horas era una discusión con ella. Sus chacras se irían a la mierda, su karma se alteraría y le darían por culo al cortometraje, cuando su idea era quedarse hasta las tantas de la madrugada terminándolo. Agarró de nuevo el móvil y comenzó a escribir:

Tío, ¿hay algún problema con el puto sonido? Ya ke no van a bajar la música al menos ke pongan otra cosa, joder. Ke me tienen rayado con el puto gavilán y la puta paloma. ... 00:17

Esperó a que le saliera que el mensaje se había enviado correctamente, pero sólo salió una de las dos «uves» de confirmación. No le estaban llegando sus whatsapps.

—Me cago en la puta —dijo levantándose.

Se acercó hasta la ventana y miró hacia abajo, estaba dispuesto a pegarle unos gritos al primero que viera por los jardines de «Amor eterno», ya fuese el novio, la novia, los suegros o el mismísimo cura. Sin embargo, lo que vio lo dejó con la boca desencajada. Algunos de los invitados corrían de un lado para otro, se lanzaban a por otros invitados haciéndoles placajes dignos de un partido de rugby, había sangre por todos lados, amputaciones, vísceras, gritos. Una vieja le arrancaba parte de la garganta a un niño que huía de uno de los autobuses, alguien con un ridículo disfraz de Bob Esponja corría hacia los aparcamientos y portaba una escopeta, tres damas de honor rodeaban a un gordito, que pegaba su culo contra un muro de piedra...

—Me... me... cago en la puta —repitió Martín—. ¡Están rodando una jodida película de zombis debajo de mi piso!

4

Samuel conducía su Peugeot 206 por la ciudad como si la mismísima mafia rusa le estuviera pisando los talones. Un sábado cualquiera las calles hubieran estado atestadas de putas, camellos y de adolescentes borrachos haciendo botellón en cada esquina, pero en cuanto había comenzado a llover débilmente horas atrás, se habían marchando en estampida hacia lugares más ruidosos y caros, pero al menos a cubierto: las discotecas.

El cura no se dio cuenta de que sudaba, pero cada poco tenía que pasarse la manga de la sotana por la frente para limpiarse. En un momento dado se saltó un semáforo en rojo y un coche estuvo a punto de estamparse en su costado. No oyó el frenazo ni los pitidos, ni a una mujer de treinta y tantos cagarse en su puta madre para después acabar con un ataque de ansiedad llorando sobre el volante. Y es que Samuel no estaba dentro de su coche, al menos no su mente, era un extraño quien se encargaba de todo. Era una mano ajena la que cambiaba de marchas, eran los pies de otro los que embragaban o frenaban, eran los ojos de otro los que miraban la carretera. Porque él ya se veía en casa de su feligresa, sentado frente a aquella niña que apenas había visto un par de veces a la puerta de la iglesia, pero que conocía su secreto.

Esa niña, ¿qué sabe? ¿Y si por alguna razón, lo sabe todo? ¿Y si mi hermano lo ha ido contando? Si ahora quiere redimirse y va por ahí confesando lo que hizo, lo que pasó aquel día. ¿Y si esta familia conoce a Juan y una noche de borracheras afloraron secretos oscuros? ¿Pretenden chantajearme? Si mi sueldo apenas da para vivir...

Pero si aquello era un chantaje debía pagarlo o su vida cambiaría completamente, y no sólo porque le echarían de la Iglesia, sino porque acabaría en cárcel, ¿cuándo prescribe un crimen así? ¿Cómo se catalogaría? ¿Omisión de socorro? ¿Encubrimiento? ¿Cuántas leyes quebrantó aquel infausto día por culpa de su hermano? ¿Qué le costaría, no ya en dinero, sino a título personal? ¿Cómo le miraría la gente? ¿Cómo le trataría su feligresía, sus amigos?

Te escupirán, te pegarán, te rehuirán como a un apestado ¿o crees que te van a dar palmaditas en la espalda y dirán que fue un error de infancia? Que eras solo un niño... ¿cuántos años llevas guardándote esto? ¿Cuántas veces les has dicho que lleven una vida impoluta? ¿Una conducta intachable? Que no cometan pecados. Que ayuden al prójimo, que pongan la otra mejilla, que sean tan valientes como Cristo lo fue en la cruz, ¿a cuánta gente has confesado? ¿Cuántas veces te has escandalizado por cosas irrisorias si lo comparamos con lo tuyo? ¿Cuántas veces has pedido perdón a Dios, cobarde? Hace mucho que deberías haber denunciado a tu hermano, y sin embargo lo único que hiciste fue poner distancia entre tú y él, como si eso te eximiera de la culpa. Como si el no saber qué hace a otros o cuándo lo hace provocara que dejase de existir. ¿Crees que un monstruo como él se detiene alguna vez? ¿Alguien sin moral se arrepiente?

Había quedado con Marta, la madre de la niña, delante de la iglesia de Santa Bárbara, donde llevaba siendo párroco desde hacía siete años. Aparcó el coche mal y golpeó a un Seat Ibiza rojo que dormía plácidamente bajo una farola. Ni se dio cuenta, pese a que le había destrozado el guardabarros. Cuando bajó del coche las llaves se le cayeron al suelo, y al recogerlas y levantar la vista vio a la mujer. No llevaba paraguas, y estaba mortalmente pálida. Todo un contraste con su ropa negra, casi guardando un luto que no tenía, porque Samuel conocía a su marido, que siempre iba a recogerlas a la salida de misa y a sus padres, que iban a otra parroquia. Marta se rascaba las manos algo nerviosa, y le hizo un gesto para que se acercara hasta ella, parecía como si estuviese drogada. Samuel temblaba de miedo, estaba embargado por los nervios y tenía tal agujero en el estómago que parecía que hiciera un mes que no comía.

—Gracias a Dios que ha venido, padre —dijo ella mirando al cielo y con un amago de sonrisa que pronto se partió en dos.

Samuel entendió en ese momento que aquella mujer sería incapaz de chantajearlo, más bien necesitaba ayuda. Se relajó un poco, pero la cuestión principal seguía allí, ¿qué sabía la niña y qué quería?

—Marta, tienes una pinta horrorosa —fue lo más sincero que pudo decir—, ¿qué está pasando? ¿Por qué me has sacado de la cama?

La lluvia creaba una cortina alrededor de ellos. El resto del mundo había dejado de existir.

—Es mi hija, padre. Ella... ella... está muy diferente —contestó con esfuerzo—. Fue después de venir esta tarde de la perrera. Manolo y ella fueron a por un cachorro, hace tiempo que nos lo venimos planteando y hoy quisimos darle la sorpresa. Al final volvieron sin perro, Manolo dice que se lió una buena allí, por lo visto unos perros rabiosos mordieron a sus cuidadores y a algunas personas más que estaban en la perrera para adopciones. No sé bien qué pasó, pero al final volvieron sin perro —repitió—. Lorena estaba muy pálida cuando regresaron, incluso parecía tener fiebre y se mostraba muy arisca. La dejamos en la habitación, estaba débil y pensamos en llamar al médico, pero al rato pareció que se nos dormía y la dejamos sola. Una hora después comenzó a gritar, corrimos a su habitación y la encontramos tan pálida como un cadáver y destrozándolo todo. Había arrojado los libros de las estanterías, hasta la pantalla plana del ordenador tan caro que le compramos... todo. Cuando Manolo consiguió... consiguió —bajó la voz, como avergonzada— que se tranquilizara, Lorena dijo que quería hablar con usted, que conocía su secreto... me asusté y le llamé, padre. Espero que sepa perdonarnos, por el amor de nuestro Señor, no sé qué le está pasando, pero estoy muy preocupada.

Samuel no entendía nada, aún así, abrazó a su feligresa durante unos segundos.

—Vayamos a ver qué ocurre —contestó apartándose un poco de ella—, quizá está muy enfadada por no haberse podido traer a un perro. O quizá tenga una especie de shock traumático, si ha visto algo en la perrera y es muy sensible... sea como sea, subamos y hablemos con ella. Haré lo que esté en mis manos, Marta.

O quizá, pensó, algún perro le haya transmitido la rabia...

El piso era el de una familia de clase media, no había lujos, pero tampoco miseria. En cierta manera le recordó a aquellos pisos de antaño donde siempre olía a cocido, y donde había figuras de santos entre fotos de familiares, donde el abuelo se afeitaba en una palangana en el salón y donde la familia comía viendo el telediario sin distracciones y comentando todo lo que veían. Una familia de otro tiempo, quizá.

Caminaron por un pasillo estrecho con más fotos. Los latidos del corazón de Samuel se aceleraron, le palpitaban hasta las orejas, incluso llegó a pensar que Marta les escuchaba. Conforme se acercaban a la habitación el olor fue cambiando de agradable a nauseabundo, era como si cien marineros borrachos hubieran vomitado sobre parterres de flores, algo dulzón, casi podrido. Y cuando estaban detenidos frente a la puerta de la habitación de la niña lo sintió. Fue casi como si le hubieran pegado un puñetazo mental, se llevó las manos a la cabeza, donde mil jaquecas juntas luchaban por enloquecerle. Allí, detrás de aquella puerta de la que colgaba un dibujo de toda la familia hecho con trazos infantiles, aguardaba algo maligno, algo agazapado que le destruiría la vida.

—Padre Samuel —la mujer le zarandeaba un hombro, preocupada—, ¿se encuentra bien?, ¿qué le ocurre?

Samuel se apoyó contra la pared y cerró los ojos. Todo está bien, todo está bien, el Señor está contigo. No tienes por qué temer, ha sido la tensión acumulada. El estrés provoca cosas así. Vamos, cruza esa puerta y termina con esto de una vez.

—Huelo tu mierda desde aquí, Samuel...

Se quedó petrificado, el aire no llegaba a sus pulmones. Alguien gritó a su lado, pero él no escuchaba nada, sólo aquella voz cavernosa que no salía del cuerpo de una niña de cinco años y que le provocó una recesión a su infancia, a cuando le daba miedo la oscuridad, a cuando se agarraba a la pierna de su madre si un desconocido le daba miedo, a cuando no tendría más edad que aquella niña que los esperaba al otro lado de la puerta.

—Padre, ¿la escucha? —preguntó Marta, con los ojos cristalinos y el labio inferior temblando—. Esa... esa no es mi niña. ¡No es mi Lorena! Por el amor de Dios, venga conmigo y dígame qué le pasa.

Marta no esperó la respuesta del párroco y abrió la puerta de la habitación. La luz de una humilde lámpara iluminaba a medias una habitación destrozada por un huracán de manos pequeñas. Había juguetes rotos y esparcidos por el suelo, ilusiones hechas trizas sobre sábanas de Hello Kitty. Una estantería también hecha añicos, al igual que los libros infantiles y los cómics de Hora de aventuras y una pantalla de ordenador con pinta de haber sido cara, más de lo que una familia de clase obrera podía permitirse. La mujer entró y se acercó a la niña, Samuel no la veía, la tapaba la pared de la habitación y él no quería acercarse más. No podía acercarse más. Tan sólo podía ver unos pequeños pies, atados, minúsculos. Huye de aquí, Samuel, siempre fuiste un cobarde, pero ya sabes lo que dicen, el cementerio está lleno de valientes.

El Señor no huyó cuando supo que iban a por él, cuando supo que le traicionarían...

No sería la primera vez que huyes, Samuel. Esto te viene grande... ya tendrás tiempo de sepultarlo en tu olvido...

—Samuel, vamos, pasa, ya que has llegado hasta aquí qué menos... —le dijo la niña con el tono libidinoso de mil putas de Babilonia—. Te ruego que perdones la indisposición de mi padre, está en el baño.

Vencer el miedo le costó más esfuerzo que cualquier otra cosa en su vida, incluso más que abrazar la fe en Dios, aquello no era nada comparado con dar los pocos pasos que le separaban del umbral de aquella habitación. Y es que, con cada paso, su fe se quebraba, era como si su piel se descascarillase y cayese al suelo para quedar convertida en poco más que polvo, como si todo aquello de lo que creía estar tan seguro de repente se alejara de él, como en una de esas pesadillas donde todo es oscuridad y al fondo ves una puerta iluminada, pero por más que corres la distancia que te separa de la luz no hace más que aumentar. Y es que en aquellos momentos sólo era un niño perdido entre la marabunta de un inmenso mercado, esperando ser rescatado por su madre.

Señor, ayúdame, porque soy tu siervo, y nunca he necesitado más de tu fuerza.

Y diciéndose esa frase entró en la habitación de los juguetes rotos. Donde todo el infierno lo envolvió.

—La niña que asesinó tu hermano me manda recuerdos para ti, Samuel —le dijo Lorena sonriendo, con los labios y los dientes bañados en sangre.

5

Su concepción del dolor se había ampliado hasta cotas inimaginables para ella el día anterior. Antes de entrar en el sótano, su noción del dolor incluía el haberse hecho una fisura en la segunda falange del dedo anular de la mano derecha, el haberse torcido algún tobillo jugando al pádel o corriendo, el dolor en el coxis al caer de culo de una bicicleta cuando era pequeña, o el dolor menstrual de cada mes... pero ahora aquello le hubiera parecido irrisorio, si pudiera reír. Aquella loca le había roto a martillazos casi todos los dedos de las manos, los sentía como aceitunas a las que machucan para aliñarlas. Lo peor era intentar mover los dedos, el dolor hacía que se le engarrotasen hasta las muñecas. También le había sacado con unas tenazas tres dientes de la mandíbula inferior, sólo porque le hacía gracia ver la lengua a través de ellos, y le había golpeado con su enorme puño el ojo izquierdo hasta dejarlo convertido en una masa morada y deforme. Todo eso sin pestañear, y con un bebé gateando feliz por el suelo y un niño de unos seis años tocando con un palito a un puto perro muerto.

Y si aquella mujer de Cromañón no había seguido torturándola era porque el niño había soltado un «Papá se va a enfadar mucho, mami. Déjale algo».

Cuando Mónica se fue, llevándose a sus dos hijos y escupiéndole en la cara, Noelia siguió suplicando por su vida un rato. Con la boca pastosa. Entre lágrimas, gemidos, aullidos y súplicas. Tragó mocos, sangre y saliva, se atragantó con un diente que se había quedado medio suelto y se dobló en dos para toser y escupir sangre. Aquella gorda estaba disfrutando al otro lado de la puerta, Noelia lo presentía, casi escuchaba su risa de rata, por eso no le había puesto la mordaza. Era una sádica, pero sin embargo, la chica no podía dejar de suplicar y llorar. Hacer justo lo que su captora quería.

—¡Doy... zoy, Noedia Tamiades, miz padres lez dadán muzcho dinedo pod mí!

Ahora ya no tenía tan claro que alguien fuese a rescatarla. Pensó en las decenas de secuestros que había visto en televisión y que se saldaban con la muerte de los secuestrados. Con suerte, un vecino de estos energúmenos algún día vería algo sospechoso, llamaría a la policía, y ésta, en un registro rutinario, encontraría cientos de huesos enterrados en el jardín —lo que los medios daban por llamar «un macabro descubrimiento»—. Y entre esos huesos estarían los suyos. Estaba segura. Su vida se truncaría pronto, entre ramalazos de dolor pensó en que no había llegado a ser todo lo feliz que hubiera deseado, en que había perdido el tiempo en demasiadas ocasiones sin hacer cosas que verdaderamente la llenasen. Siempre le gustó la fama, el ser conocida, aunque fuese como la hija de uno de los hombres más ricos del país. Llegar a una fiesta o cualquier otro evento social y que la señalasen y cuchicheasen por lo bajo, que hombres conocidos y seductores cayesen rendidos a sus pies, que la invitasen a comer o cenar en los restaurantes más caros... pero, a decir verdad, tenía un pequeño trauma con eso, y es que quería ser reconocida por su futuro trabajo como abogada. No le importaba ser «la hija de...», porque su padre le había dado todo lo que tenía, pero no quería pasar a ser «la mujer de...», a necesitar de otro hombre para ser alguien en la vida, sino a que se la conociera por ser la mejor abogada de España. Por eso usaba a los hombres que se cruzaban en su vida, y tenía claro que el día que se casara, si es que lo hacía, sería con un hombre con una posición social más baja que ella. No un pobre, eso nunca, pero quizá un bohemio escritor o un abogado mediocre pero encantador.

Pero ¿se puede saber qué haces pensando en estas tonterías, estúpida?, lo que tienes que hacer es pensar en cómo vas a escapar de aquí, se dijo. Pero escapar, ¿cómo? Tenía las manos atadas a la espalda, los tobillos igual de inmovilizados, y lo peor de todo, la paliza la había debilitado y mareado tanto que aún sin estar atada dudaba que pudiera caminar sin tropezar con todo.

A su derecha oyó un gruñido y se sobresaltó. Después de todo el perrito parecía no estar muerto. Sintió una oleada de compasión hacia el animal, la misma que le hubiera gustado sentir por parte de aquella abominación llamada Mónica.

—Pedito... pedito...

Silencio. Quizá los nervios le hubieran jugado una mala pasada o quizá eran estertores y el perro la había palmado definitivamente. Cerró los ojos con fuerza e intentó concentrarse. Debía encontrar una forma de escapar de aquella casa del terror antes de que Jon Esponja volviese y a la pareja de sádicos le diera por jugar a amputarle miembros u otras barbaridades que sin duda ellos encontrarían muy divertidas. Aquel pensamiento, el imaginar el dolor que padecería, le dio fuerzas para moverse. Parecía un pez al que han echado sobre la arena y salta de un lado a otro queriendo volver al río y muriéndose a bocanadas. La mesa, pensó, tengo que ir hasta ella, quizá golpeándola con la espalda caiga alguna herramienta que me permita cortar las cuerdas. Pero era más fácil pensarlo que hacerlo, porque después de diez minutos apenas había podido avanzar unos centímetros. Las fuerzas la habían abandonado. Pensó en rendirse, en abandonar, incluso deseó la muerte. Imaginó la cara que pondrían Jon Esponja y el aborto del ballenato cuando entrasen al sótano y vieran el cadáver. Seguro que aquel enfermo la tomaba con su mujer, incluso quién sabe, quizá la matara. Sí, eso es, la matará, pensó con una sonrisa embadurnada en sangre seca. Pero nada de aquello sucedería, y el deseo de morir apenas duró unos segundos. En algún lugar de la casa, arriba, escuchó el ruido de algo al caer y aguzó el oído. Suspiró profundamente, nadie venía hacia el sótano.

Vamos, eres la hija de Marcelo Tamiares, un hombre que se forjó a sí mismo. Un inmigrante que pasó de criarse en un hogar pobre, a cruzar de polizón el Pacífico y llegar a ser uno de los hombres más ricos de España. Nunca se rindió, tenía sus metas claras, y tú debes hacer lo mismo. Tu meta es llegar a esa jodida mesa. Luego ya vendrá el resto, pero ahora tienes que moverte como el puto rabo cortado de una lagartija, ¡ya!

Comenzó a moverse de nuevo, mejoró la técnica para ahorrar fuerza, acompasó su respiración. Hizo del movimiento algo más suave y coordinado. Comprendió que el truco estaba en adelantar un poco las rodillas y empujar con el culo mientras arqueaba la espalda hacia atrás, y aunque apenas se veía nada entre tanta oscuridad, observaba cómo la distancia se reducía entre ella y el bulto que era el mueble. En poco menos de media hora su rodilla topó con la pata de la mesa. No pudo evitar reír como una loca, y cuando comprendió que estaba haciendo mucho ruido calló de golpe y aguzó de nuevo el oído. Nada. Se dio la vuelta, y golpeó con el culo la pata de la mesa, pero esta apenas se movió. ¡Más fuerte, joder, Noelia! Tomó todo el impulso que pudo y esta vez la mesa se movió mucho más y se escuchó el tintineo de metal chocando contra metal. Pero nada cayó al suelo.

¡Una última vez! En esta ocasión un objeto situado al borde cayó primero sobre ella y después al suelo. Sonó metálico, y Noelia pensó que nunca nada le había hecho tan feliz como aquel ruido. ¡Serás estúpida! Se dijo al momento, tienes la mitad de los dedos de cada mano rotos, si eras una inútil con las herramientas con las manos intactas, ¿cómo crees que las manejarás ahora? Y aunque aquellas palabras eran lo más lógico que se había atrevido a pensar, hizo caso omiso y comenzó a tantear el suelo en busca de la herramienta. Entre calambrazos palpó el suelo con la mano que quedaba más cerca del mismo. Una ola de impotencia la empapó cuando no encontró nada. ¿Dónde había caído la puta herramienta? Se movió un poco y realizó la batida táctil de nuevo. Nada. El escozor de sus ojos se transformó en un caudal de lágrimas. Ya no era la hija de un gran hombre de negocios, ahora era un saco de carne y huesos, sin dignidad, sin fuerzas. Una comadreja asustadiza que huye ante el ruido del viento.

—¿Buscabas esto?

Si alguna vez estuvo cerca del infarto fue en aquella ocasión. La voz del niño le heló la sangre en las venas e hizo que se mordiera el labio inferior con tanta fuerza que sintió el sabor cobrizo de la sangre inundar su boca. ¿Cómo coño había entrado aquel niño en el sótano? ¿Por dónde? No había escuchado la puerta, ni a él acercarse, y ahora estaba perdida. Llamaría a su madre y la gorda Mónica entraría en el sótano como un elefante en una cacharrería. La patearía, le rompería algunas costillas, los dedos de los pies y le sacaría hasta las muelas del juicio. Incluso quizá se hiciera un rosario con sus jodidos intestinos. Tanto esfuerzo para nada, el infierno volvía a por ella. Pensó en no hablar, en quedarse allí, callada, quieta, diminuta, encogida sobre sí misma para ocupar la menor cantidad posible de vida.

—Puedes hablar, quiero ayudarte —dijo el chico—. Mi... mi perro ha muerto —el niño cambió de conversación tan rápido como puede hacer sólo un niño.

—¿Có...cómo? —Noelia hizo un esfuerzo por pronunciar bien, aunque las palabras salían silbadas por entre la oquedad de sus dientes.

No podía haber escuchado lo que había escuchado. Su subconsciente la había debido engañar. Pero recordó la pena en las palabras de aquel niño cuando se dio cuenta de que el perro había muerto. En cómo le había dicho a su madre que su padre se enfadaría, como si... como si quisiera protegerla. Ganar tiempo. Quizá aquel niño vivía encerrado en aquella monstruosa casa de locos. De hecho, no parecía hijo de aquella psicópata. Estaba tan delgado, como si no comiera. En apenas unos segundos ya se había imaginado a salvo, en su casa, incluso adoptando al niño que la rescató y dándole toda clase de lujos.

—El perro, le encontré en la calle... se ha muerto —respondió el niño.

Apenas podía ver su silueta entre la oscuridad, pero Noelia le imaginó haciendo pucheros, aguantando estoicamente las lágrimas.

—Nod, lo antedior...

—Ah... lo de ayudarte. Sí, voy... por cierto, me llamo Juan, como mi padre. Mi madre ha salido, dejó la puerta del sótano cerrada, pero entré por un sitio secreto.

Después rió, como si hubiera hecho una travesura inocente, como si en vez de colarse en el sótano de los horrores se hubiera comido las galletas escondidas de la alacena.

—Encantafa —dijo Noelia sintiéndose estúpida.

El niño, —Juan, se llama Juan, como su padre— se situó detrás de ella y comenzó a palpar con sus dedos menudos las cuerdas que tenían aprisionadas sus muñecas. Noelia se quejó de dolor cuando el niño giró sus manos. Juan bufó, parecía como si se encontrara ante un puzle de mil piezas y no supiera por dónde empezar. Noelia pensó en decirle que cortara las cuerdas con rapidez, que su madre podía volver de un momento a otro y descubrirlos, pero tenía tanto miedo que no abrió la boca. El niño no era tonto, y había sabido muy bien cómo ingeniárselas para colarse allí. Pero si aquella gorda volvía... no quiso ni imaginar la situación.

—Dápido... —dijo tras agotar su paciencia.

—Voy, voy —contestó Juan—. Creo... bueno, esto te va a doler, pero hay que cortar algunos dedos, así podrás soltarte.

—¡¿Cómo?! —exclamó Noelia sin verle la lógica y totalmente aterrada.

Pero ya era tarde, el niño había comenzado a serrar el dedo gordo de la mano derecha de Noelia Tamiares. Tras el primer grito, Juan le puso de nuevo un trapo en la boca y continuó con la tarea. Al fin y al cabo era hijo de quien era.

6

Martín agarró la Canon 5D con su funda y salió de su piso con todo el sigilo que había aprendido jugando al Metal Gear. Si su madre lo pillaba saliendo a aquellas horas le pediría explicaciones, y eso supondría discutir, y discutir conduciría a perderse parte del rodaje de la película de zombis. Definitivamente no quería aquello, así que entró en modo sigilo y todo salió bien. Una vez en el portal se maldijo por no haber cogido un paraguas, no es que lloviese mucho, pero tenía pinta de arreciar de un momento a otro y no tenía ganas de que se le jodiera la cámara. Allí abajo, Gavilán o Paloma sonaba con más fuerza aún de lo que lo hacía en su habitación, aunque al menos ahora ya tenía una explicación lógica de por qué se repetía una y otra vez la dichosa canción: sin duda la escena no estaba saliendo a gusto del director y la estaban repitiendo todas las veces que hiciera falta. Ese tío tenía huevos, bueno, muchos huevos si no pagaba a la gente, si les pagaba no pasaría de ser un Atún cualquiera.

En cuanto giró la esquina del edificio se topó con las paredes altas del salón de bodas. La arboleda asomaba por encima queriendo arañar al cielo oscuro, las gotas de lluvia abandonaban el anonimato bañadas por la luz de las farolas, y al minuto, Martín ya estaba empapado y con el pelo apelmazado en la frente.

A la puerta principal, se dijo. Quizá conociera a alguien de seguridad o de producción y le dejaran pasar. No sería la primera vez. Aunque cuando llegó allí sólo vio la enorme verja negra con ornamentos, cerrada, y junto a ella a algunos extras vestidos de militares con trajes NBQ, echando un pitillo y comentando el partido del día anterior. Desde luego aquí hay presupuesto, pensó Martín, los trajes están geniales, menuda imitación. No quiso acercarse, así que permaneció agazapado tras un contenedor de basuras a la espera de ver alguna cara reconocible. Después de todo, conocía a muchos actores de la zona, y quizá alguno pudiera colarle en el rodaje, ya que Atún le había traicionado (eso no podía quitárselo de la cabeza, y por supuesto que le pediría muchas explicaciones). Sacó la cámara y grabó un poco. Se sentía como un paparazzi, ¿y si hubiera algún famoso dentro? Definitivamente tenía que entrar como fuese.

Se resguardó de las miradas ajenas entre coche y coche, recorriendo todo el amplio perímetro del salón de bodas. Fijándose en las paredes de enorme grosor para intentar descubrir algún resquicio por el que poder colarse a la fiesta. Varios gritos provenientes de los jardines lo pusieron sobre aviso de dónde se estaba rodando en aquellos momentos una escena.

—Joder, joder, me lo estoy perdiendo todo —susurró enfadado.

Estudió la posibilidad de subirse a un árbol de la acera cuyas ramas daban al interior del recinto y decidió arriesgarse, aun pensando que con su suerte lo más probable era que se cayese y se partiera la crisma.

Sacó el móvil de su bolsillo con la esperanza vaga de que Atún hubiera visto sus mensajes y le hubiera contestado. Quizá así no tuviera que arriesgar la vida para entrar al rodaje. Cuando vio que Atún no había recibido los mensajes anteriores escribió:

He descubierto todo el pastel, kabrón... ya te enterarás ... 00:36

Guardó el móvil, se metió la cámara dentro de la chaqueta y vigiló que nadie pudiera verlo antes de agarrarse al tronco del árbol y comenzar a trepar. Aquello era más fácil cuando lo hacían especialistas de cine. Se arañó las piernas, los brazos, la cara, se quedó sin resuello y se jodió un poco el hombro izquierdo, pero al final consiguió trepar y deslizarse por una rama gruesa hasta el muro. Una vez encaramado a él, oteó el interior de los jardines para ver si había moros en la costa. Se imaginó a sí mismo con un walkie-talkie diciendo «zona 07/A segura, mi comandante». A lo lejos, por entre la arboleda, había gente corriendo y gritando, pero apenas podía ver nada por la lluvia. En ese momento se percató de algo: la canción había dejado de sonar.

—Joder, que no hayan terminado de rodar...

Dio un salto al interior e intentó rodar como había escuchado que debía hacerse, pero resbaló en el suelo mojado y se estampó contra un matorral, arañándose aún más. Sacó la cámara creyendo que se la había cargado, pero estaba intacta, así que comenzó a grabar.

—Estimados amigos de YouTube, aquí Martín J. grabando para vosotros. Supongo que querréis saber qué hago entre esta arboleda —dijo grabando en todas direcciones rápidamente con la cámara—, pues no voy a tardar ni un minuto en decíroslo: ¡me he colado en el rodaje de una película zombi en el salón de bodas que hay junto a mi casa!

A lo lejos, en la calle, se escucharon las sirenas de coches de policía. Martín se giró hacia atrás y cuando volvió a mirar hacia delante una chica de veintipocos años corría descalza y con el vestido violeta roto. Sus pechos se bamboleaban de un lado a otro. No paraba de mirar hacia atrás, hacia algo que Martín no podía ver porque los matorrales en los que estaba oculto se lo impedían. Aún así, grabó a la chica todo lo que pudo hasta que se perdió en dirección a una pequeña plazoleta con fuente incluida.

—Joooooder, qué par de tetas, amigos. Esto empieza a parecer una película de Jess Franco. Pero ¿dónde carajos estaba el cámara? Bueno, da igual, lo mismo la pava estaba ensayando. Qué puntazo. Bueno, voy a tener que salir de aquí si quiero averiguar algo. En seguida estoy con vosotros —dijo apagando la cámara.

Salió de detrás de los matorrales y escondiéndose entre arbustos y troncos de pino se acercó hasta la plazoleta por la que había desparecido la chica del vestido roto. Se parapetó tras una enorme tinaja. Allí, focos y farolas daban cobijo bajo su protección a un par de autobuses Sarbus aparcados, además de los coches de los invitados, un templete de música y algunas carpas en las que languidecían restos de catering. Vio un par de siluetas corriendo por entre los arcos del pasillo exterior de la masía. Sacó el móvil de nuevo y lo puso en silencio, no quería que Tis is Halloween le delatase si su madre descubría que no estaba en la habitación y le llamaba. Atún seguía sin recibir los whatssapps, pero ya daba igual. Estaba dentro y dispuesto a todo.

—No me jodas —dijo cuando un trueno retumbó rompiendo el cielo en dos.

La lluvia arreció. Estaba empapado, como nunca lo había estado en su vida. Apenas veía un par de metros por delante de él. No le quedaba más remedio que entrar en el edificio, donde seguramente se habría resguardado el equipo de rodaje. Tomó aire, contó hasta tres y abandonó su escondite. No había dado ni tres pasos cuando tropezó con alguien y cayó sobre el barro. La cámara cayó a un lado, menos mal que la había metido en su funda, pensó. Cuando se incorporó, maldiciendo por haber sido descubierto después de tanto esfuerzo y pensando una excusa coherente para que no le cayese una buena multa, vio a un abuelete enfundado en un traje manchado, y tan bajo como torpe, intentando levantarse.

—¿Es usted uno de los actores? —preguntó sin disculparse siquiera, pero ayudándole.

El viejo lo miró de arriba abajo, impertérrito. La luz de los neones de la discoteca Daiquiri Nitghs de la masía le iluminaba el rostro ajado. La tormenta se desataba sobre ellos. A lo lejos se escucharon más gritos.

—¿Me puede decir quién es el director de la película? —probó Martín de nuevo. No le parecía que lo fuese a delatar.

—¿Cómo?

—¡Que si sabe el nombre del director! —gritó para hacerse oír entre medio de los truenos.

—¿Qué si se puede comer jamón? —contestó el hombre. Samuel vio el sonotone. Estaba sordo como una tapia—. Pero ¿cómo puedes pensar en comer jamón con lo que está pasando aquí, zagal?

7

Samuel cerró la puerta del coche con tanta fuerza que estuvo a punto de desencajarla. Estaba completamente bañado en sangre, y las manos le temblaban de tal manera que no era capaz de meter la llave en el arranque. En un momento dado se le cayeron al suelo del coche y pensó que aquello significaría su muerte. Ya puedes ir rezando, si es que alguien te quiere escuchar, pensó. Tanteó con dedos de mantequilla para buscar las llaves, pero sin apartar la vista del frente, esperando que en cualquier momento salieran por el portal y fuesen a por él. Los segundos pasados hasta que encontró el pequeño manojo de llaves le parecieron eternos. Ahora es cuando compruebas que el tiempo es relativo, Samuel. Iba a morir, allí mismo, encerrado en aquel ataúd con ruedas. Destripado. Comido.

—Vamos, vamos —dijo intentando volver a meter la llave en el bombín.

Alguien gritó en el edificio, parecía como si bajasen por las escaleras, y no eran pocos. Se quedó paralizado durante unos instantes, ¿Qué iba a significar todo aquello? ¿El apocalipsis? Por la puerta que daba a la calle no apareció nadie. Por el momento. Al final decidió que tenía que apartar la vista del frente y mirar dónde metía la llave si quería salir de allí con vida. Y justo en el momento en que lo hacía, alguien se estrelló contra el parabrisas del coche destrozándolo casi por completo. Se había tirado desde un quinto piso.

—¡Dejadme! —gritó—. ¡Dejadme en paz!

Bajó el seguro del coche azuzado por el instinto de supervivencia, giró la llave pensando que el coche no arrancaría, que se convertiría en el pringado de las películas de terror que moría el primero, pero por suerte el golpe de la caída sólo había destrozado el parabrisas, y el ronroneo del motor le pareció el ruido más maravilloso del mundo. Dio marcha atrás, volvió a chocar contra el Seat Ibiza rojo y el cuerpo que tenía sobre su capó y que comenzaba a incorporarse cayó sobre el asfalto. Giró el volante, apenas veía nada por entre la telaraña de cristales en que se había convertido la luna delantera, metió la primera y salió disparado mientras los focos del Peugeot alumbraban la cabeza destrozada de Marta, que se levantaba y corría tras el coche. Cuando Samuel la perdió de vista por el espejo retrovisor suspiró aliviado, aun así no levantó el pie del acelerador lo más mínimo.

Joder, joder, ¿qué coño es esto? Se pasó la mano derecha por la cara una y otra vez. Miró la sangre en sus dedos, en sus manos, en su rostro. Tenía que recapitular sobre todo lo que había pasado desde que entró a aquella habitación. Buscarle una explicación, recuperarse. Necesitaba apartarse a un lado de la calzada, pero tenía miedo de que pudieran alcanzarle, pese a que sabía que ya había puesto muchos kilómetros de por medio en aquel laberinto de calles que era la ciudad.

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La habitación de la niña parecía congelada cuando entró, pensó que si le hubieran dado el tiempo suficiente quizá hubieran nacido estalactitas de hielo. Marta estaba de rodillas junto a Lorena, que, atada de manos al cabecero de la cama, sonreía con la boca abierta hasta casi la deformidad. A su derecha quedaba la puerta cerrada de un baño. Dentro se oía el ruido del agua correr y al padre tosiendo. Ahora salgo, dijo el hombre, ya voy. Pero para Samuel en aquella habitación no había nada más que los dos grandes y negros ojos de Lorena. Se metió dentro de ellos y su cordura se perdió. La niña comenzó a reír echando la cabeza hacia atrás.

—Vaya, al cobarde le han salido agallas, pensé que ni vendrías, y mucho menos que entrarías aquí... —escupió un lapo de sangre coagulada al cura, pero cayó a sus pies.

—¡Lorena! —exclamó Marta alarmada— Pero ¡¿cómo le hablas así al padre Samuel?! ¿Qué te pasa?

Samuel reculó hasta topar con la pared, los ruidos del exterior no parecían llegar hasta ellos, algo que hubiera agradecido.

—¿Qué... qué eres? —preguntó Samuel haciendo caso omiso a la presencia de la madre—. Por el amor de Dios, ¿qué eres?...

—No apeles a su amor, cobarde —contestó Lorena endureciendo el tono de voz—. Él nunca te amará, y sabes el porqué...

—Él nos ama a todos, hasta a ti, ¡seas lo que seas!

Lorena comenzó a reír de nuevo, hasta casi atragantarse. Marta no dejaba de mirar con incredulidad al cura y a su hija. En el baño las toses del padre de la niña se hicieron más virulentas.

—Cuéntale a la guarra esta por qué te metiste a cura, Samuel —dijo señalando con la barbilla a Marta—. Que sepa de verdad lo que en realidad eres...

Marta abofeteó a su hija y esta comenzó a reír a carcajadas.

—Soy un emisario del Señor en la Tierra —casi susurró Samuel, pero sus palabras sonaban huecas.

—Eres un cobarde —respondió tajante Lorena—. Te refugiaste en la religión, en el perdón de tu amado Dios, porque eras incapaz de superar por ti mismo lo que viste. Necesitabas un perdón, saber que tu pecado no tendría consecuencias. Y no eres ni buena persona, no sé a quién pretendes engañar. Vamos, cuéntale a mi madre lo de la niña, explícale que viste cómo tu propio hermano asesinaba a una niña y no hiciste nada. ¡NADA!, y luego repítele que eres una buena persona... cuéntale cuántas veces has pensado en tu hermano viendo en los periódicos la desaparición de personas, cuéntale cómo has estado con la mano sobre el teléfono para llamar a la policía infinidad de veces y nunca te has atrevido...

—¡Pero padre! ¿De qué habla mi hija? ¿Es eso cierto?

Samuel tenía la boca desencajada. Ahora comprendía lo que estaba ocurriendo con aquella niña. En el seminario le habían hablado sobre las posesiones demoníacas, aunque jamás pensó que se encontraría con una. Le encajaban todas las piezas del puzle. Por eso sabía tanto de él. Por eso conocía sus debilidades y las usaba en su contra...

—Irás al infierno, Samuel —sentenció aquel ser—. De hecho, no hace falta que vayas, el infierno viene a ti.

La puerta del baño casi saltó de sus goznes con la primera patada. Tras una segunda, la puerta se partió por la mitad y apareció el rostro enloquecido y sangriento del padre de la niña. Le habían arrancado media mejilla y no paraba de gritar y estirar las manos queriendo agarrarles.

—¡Manuel, Cielo Santo! —gritó Marta, que se levantó para ir en su ayuda.

—¡No lo hagas! —gritó el cura.

El hombre destrozó lo que quedaba de puerta y saltó sobre ella. La derribó entre las risas de Lorena. Segundos después escupía la nariz de Marta a un lado y le arrancaba parte de la garganta mientras la que había sido su mujer durante veinte años aullaba de dolor e intentaba protegerse de los mordiscos. Samuel no dudó ni un instante entre ayudarla o huir de la habitación. Ya corría escaleras abajo cuando el poseído le derribaba y se encaramaba sobre él. Samuel lo agarró del cuello evitando sus dentelladas, la sangre del hombre le chorreaba por entre los dedos, de un momento a otro se vería superado en fuerza y moriría. De repente, una puerta se abrió en el rellano del tercer piso, junto a ellos, y una voz femenina preguntó que qué pasaba, Samuel aprovechó para dar un empujón a su atacante y echó a correr de nuevo. Bajó los escalones de dos en dos, tropezó, cayó, se levantó y mientras, la voz de aquel ser demoníaco le llegaba diáfana por entre las paredes:

—¡No hay perdón para ti, Samuel! ¡Agradéceselo a tu hermano!

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Irás al infierno, Samuel. De hecho, no hace falta que vayas, el infierno viene a ti.

Cobarde, cobarde, cobarde...

Todo es culpa de mi hermano, él... él me arruinó la vida. Yo apenas era un crío, no pude responder racionalmente, ¡¿Quién lo hubiera hecho a esa edad?!

Tuviste mucho tiempo para denunciarlo, ya peinas canas ¿creías que tu comportamiento, tu cobardía, no tendría consecuencias?

Él nunca te amará...

Lo hará, Dios nos ama a todos, todos tienen un hueco a su lado...

Entonces, ¿por qué hay infierno? Claro que no quiere a todo el mundo a su lado, no quiere a gente como tú a su vera...

Sí a los que se arrepienten de sus pecados, él me acogerá en su seno...

Sabes que no lo hará. Pudiste redimirte y no lo hiciste, era más fácil esconder la cabeza bajo tierra y convencerte a ti mismo de que obtendrías su perdón. Eso es lo que te enseñaron y no lo dudaste, porque te convenía, pero mira lo que ha pasado. Ese ser demoníaco te conocía, ellos sí tienen un lugar en el infierno para ti...

Pero... pero... todo fue culpa de mi hermano. Él es el asesino... yo... yo sólo...

Tu hermano tendrá un chalet de lujo en el infierno, mientras tu alma será torturada durante toda la eternidad, porque los cobardes son los peores pecadores... ¿puedes llegar a imaginar a cuánta gente más ha matado tu hermano a lo largo de estos años? Tú pudiste evitarlo...

Me has arruinado la vida, Juan, me has arruinado la eternidad... deberías... deberías estar muerto ya.

Muerto.

Samuel se miró en el espejo retrovisor y se limpió las lágrimas. Toda la culpa de sus males las tenía su hermano, si él iba al infierno sería por culpa de Juan. Aquello no era justo, nada era justo, Dios no era justo. Juan no había sido justo.

Puto egoísta...

Merece morir, ya debería estar muerto...

Dejó de dar vueltas con el coche sin un rumbo claro, sólo buscando más indicios del nacimiento del apocalipsis. Sabía dónde vivía su hermano, lo había visto en los papeles de la herencia, cuando murieron sus padres y Juan no fue ni al entierro (algo que en ese momento agradeció). Tenía dos horas de camino por delante y una misión que realizar, quizá, pensó, quizá si lo mato obtenga el perdón divino. Quizá si libro a la humanidad de este monstruo consiga mi lugar junto a Dios. Tengo que intentarlo antes de que el apocalipsis se desate y nos lleve a todos. Antes del juicio final...

8

El niño había sido incapaz de cortar los huesos del dedo gordo, así que se conformó con cortar la carne que los rodeaba. En ambas manos. A veces —cuando ella se retorcía demasiado—, serrándola como un mal cortador de jamón. Noelia estuvo a punto de desmayarse en un par de ocasiones, pero un nuevo tajo conseguía espabilarla y desear con más ansia la muerte. Gritó contra el trapo que la tenía amordazada, pensó que moriría asfixiada, porque no podía respirar, se atragantaba con su propia saliva. El niño no parecía disfrutar con aquello, incluso le decía palabras tranquilizadoras y le acariciaba el pelo apegotonado en la cara, pero su tono era neutro, vacío, como si fuese un ser totalmente amoral. Como si le hablara a un juguete. Un monstruo que ni siente ni padece.

—¡Te mueves mucho!¡Jo, así no podremos soltarte! —exclamaba continuamente. Como si estuviesen jugando.

Noelia perdió la noción del tiempo, pudieron estar minutos así o quizá horas. El tiempo había dejado de tener sentido. En su nuevo mundo todo era dolor y sangre. Hasta que el pequeño Juan se cansó, le quitó el trapo de la boca, tiró el cuchillo ensangrentado a un lado y se sentó apoyando la espalda contra la pared. Para entonces ella se sentía débil, no tenía fuerzas ni para sentir más dolor.

Te estás desangrando, se dijo, hasta aquí llegaste, Noelia Tamiares. Así de justa es la vida. Un día eres alguien, intocable, viviendo en tu palacio en lo alto de la colina, viendo a los demás como hormiguitas, y al día siguiente no vales la mitad de una mierda de perro. Para unas personas eres Dios y para otras eres una mosca que pueden aplastar con sólo desearlo. Ahora que has descubierto esta verdad tan universal, muere de una puta vez. Ahórrate todo lo que está por venir...

—Ed lo que quiedo —susurró.

—¿Cómo? —preguntó curioso el niño.

—Modid... dejadme modid...

Juan guardó silencio durante unos instantes. Parecía estar meditando. Noelia cerró los ojos, el dolor volvía a ella, le palpitaba la mano allí donde antes había carne.

—¿Has oído eso?

Ella no oía nada, sólo el palpitar acelerado de su corazón, su respiración fatigosa, el aire pasando por entre sus dientes como pasa el viento por entre los árboles. Intentó hacer un ejercicio de evasión, quizá si se imaginaba fuera de allí todo sería más fácil, quizá no sentiría dolor, o lo sentiría amortiguado por miles de kilómetros de distancia. Debía escapar de su cuerpo. Quizá...

El niño se levantó y fue hacia el perro, aunque ella no lo podía ver, porque estaba lejos, muy lejos. Se imaginaba en la playa, una paradisíaca, como las que había visto en Cuba cuando se fue de crucero con Ana y María. Ella se metía en las cálidas aguas, el sol bañaba su rostro y sonreía...

—¡Anda, si parece que todavía respira! —exclamó Juan. Luego volvió hasta Noelia y comenzó a zarandearla—. ¡Amiga, eh, que el perrito está vivo!

Déjame morir, niñato Deja que muera en esta playa, que mi cuerpo forme parte de este paisaje para siempre... Pero de su boca no salió palabra alguna.

Juan se acercó hasta el pequeño bulto peludo que era el perro. Había dejado de interesarle la chica, parecía débil y era una desagradecida. Encima de que la quiero ayudar, no hay quien entienda a los adultos, pensó. El niño volvió a coger el palito con el que tanteaba al perro. Su madre le había dicho que el animal parecía enfermo y que era mejor no tocarlo directamente, no le fuese a pegar alguna enfermedad rara.

—Perrito, perrito —llamó dándole golpecitos con la punta del palo—, ¿sigues vivo?

El pequinés no se movió. El niño lo miró girando un poco la cabeza hacia la derecha. No, estaba claro que no respiraba, pero era extraño, le había escuchado moverse, gemir. Volvió a darle un par de golpes más, esta vez con más fuerza, y el perro movió el rabo casi de manera imperceptible. Como si tuviese un espasmo.

—¡Estás vivo! —gritó el pequeño.

A Noelia le llegaban las palabras del chico, pero su cerebro no era capaz de asimilarlas.

Me estoy... me estoy desmayando. La playa... No siento dolor... dejad... sol... dejad que me muera... aquí.

Juan se arrodilló junto al perro, el animal parecía no respirar, pero él mismo había visto cómo movía la cola. Aunque claro, había tan poca luz allí abajo que le hubiera resultado imposible jurarlo (su padre le enseñó que si se juraba algo tenía que ser cierto ciento por ciento). Acercó la cara al pequinés, pensó incluso en pegar la oreja al estómago del animal para comprobar la respiración, pero justo en ese momento el can giró la cabeza y le mordió en la mejilla.

—¡Ah! Pero ¡qué haces! —El pequeño dio un respingo echándose las manos a la herida. Apenas tenía un rasguño, pero sintió la sangre brotar por entre sus dedos—. ¡Puto perro idiota!

Pisó con toda la fuerza de la que fue capaz la cabeza del pequinés. El ojo derecho del perro, el que lo observaba en la oscuridad, reventó y se esparció por la suela del zapato del niño, que gritaba sin parar «puto perro, puto perro, puto perro». Noelia había escuchado un grito, giró la cabeza como pudo y observó la escena. No la comprendía muy bien, pero aun así sonrió. De repente todo le hacía gracia. Intentó reír pero no pudo. En un momento dado el niño dejó la paliza y se quedó quieto, de espaldas a ella, con los puños cerrados.

—¿Te has reído de mí? —dijo, severo.

—Di —contestó ella queriendo decir que sí. Aunque pensaba que no había sido capaz de hacerlo.

Puto niño, me has sacado de la playa...

Juan se dio la vuelta, cogió carrerilla y le dio una patada en la boca del estómago. Noelia boqueó buscando un aire que había desaparecido del sótano. Respira, joder, respira. Aire, oxígeno, ayuda.

—¡¿Por qué todos os reís de mí?! —preguntó el niño fuera de sí—. Tú, mamá, los demás niños del cole, ¡estoy harto, harto!

Esta vez la patada fue en la boca, y la chica notó como se le desencajaba un diente. Después, volvió a tragar su propia sangre, amarga, envenenada de deseos de venganza. Su mente entró en contradicciones, por un lado estaba deseando que el chico la matara a patadas, no sería peor que lo que sus progenitores le tendrían preparado, pero por otro tuvo más miedo que nunca a la muerte. Ahora que la veía tan de cerca no quería tocarla. Aún se encontraba en esa disyuntiva cuando el niño se detuvo y aguzó el oído.

—¡Oh, oh! —dijo—. Mami está en casa de nuevo... ¡puf!, se va a enfadar mucho cuando me vea la herida... ¡me voy!

Las últimas palabras no llegaron a oídos de Noelia, que ya se había desmayado.

Cuando despertó, el niño ya no estaba allí y el perro era una masa sanguinolenta aplastada contra el suelo. Si ella no hubiera visto antes al perro no hubiera tenido manera de identificar qué raza era, o ni siquiera qué animal era.

No estás muerta, Noelia... sólo muy débil.

Era la voz profunda y con acento sudamericano de su padre. Parecía provenir de todos lados y de ninguno en concreto.

¿Papá? ¿Dónde estás, papá?

Escúchame, sé que te duele todo el cuerpo, sé que has perdido mucha sangre, que apenas puedes moverte, que te quieres morir... pero rendirse no es de Tamiares. Tienes que escapar de ahí...

No puedo, papá... no puedo, de verdad. Ayúdame tú...

Puedes. Claro que puedes... yo no puedo ir a ayudarte. Ni siquiera sé dónde estás. Sólo haz lo que te diga: mueve las muñecas. El niño era un cabrón, pero quizá después de todo te haya ayudado... haz un esfuerzo, hazlo por papá...

Papá...

Hazlo...

Se sentía de nuevo como una niña, pero papá le había pedido algo y ella lo iba a hacer. Movió las muñecas, las manos, los codos. Los dedos, tronaban de dolor para hacerse oír. Pero ella insistió, mordiéndose la lengua. La sangre ya era su aliada, no le tenía miedo. Frotó una muñeca contra otra, intentó separarlas a tirones, gimió, se rindió, volvió a intentarlo, y cuando se dio cuenta de que aquello estaba funcionando y las cuerdas estaban cada vez más flojas lo intentó con más fuerza, hasta que pasó una mano por debajo de los nudos y se soltó.

¡Lo he conseguido, papá!

¡Ésa es mi pequeña! Ahora desamarra los tobillos, ya casi lo tenemos.

Aquello, con las manos ya libres, fue mucho más fácil. No hizo falta que su padre le dijese que se tenía que levantar. Lo hizo por propia iniciativa. Tras la euforia de verse liberada cayó en la cuenta de que estaba hablando consigo misma. Volvió a llorar, hubiera preferido seguir sintiendo que era su padre con quien estaba hablando. Porque su padre siempre tenía razón y lo sabía todo.

Lo primero que hizo fue agarrar el cuchillo con el que el niño le había descarnado los dedos. Apenas lo podía agarrar con fuerza, porque el dedo gordo le daba calambrazos aunque no lo usara para apretar el mango.

Tiene que haber una salida, por Dios, la tiene que haber...

La poca claridad que había entraba por debajo de la puerta del sótano y por los resquicios del marco. Se acercó hasta allí, temblando, pensando que en cualquier momento la puerta se abriría y Mónica entraría presidiendo a aquella familia de psicópatas. Pero aquello no ocurrió y Noelia pegó el oído a la puerta para escuchar si había ruido al otro lado. Nada. Silencio.

¿Por dónde entró el niño? No oí la puerta abrirse...

Y tras hacerse la pregunta lo vio. Había una pequeña apertura para perros abierta en la puerta principal. Maldijo su suerte, ¿era ésa la única salida de aquel sótano?

No hay ninguna otra, Noelia. Esto es un sótano, no hay ventanas, no hay alcantarillado, no hay nada más...

La voz de su padre había vuelto para rescatarla de aquel pozo de impotencia en el que volvía a sentirse sumergida.

Pero papá, tendré que salir por la casa... ellos... ellos pueden estar ahí.

Sí, seguramente estén, pero no te esperan. Estarán haciendo sus cosas, o durmiendo. No sabes ni qué hora es. Puede que del sótano para arriba sean hasta una familia normal. Cuentas con el factor sorpresa. Intenta escabullirte, y si te pillan, usa lo que tienes en la mano...

Yo... yo... no sé si podré. ¡Tengo miedo, papá!

Saldrás de aquí, cariño... no pierdas tiempo... si ellos bajan entonces sí estarás perdida...

Noelia se agachó, al apoyar las manos en el suelo el dolor de los dedos le hizo ver mil estrellas blancas. Pero no se quejó. Empujó la puerta giratoria para perros, pasó una mano al otro lado, después el hombro, la cabeza, la otra mano, la cintura... y cuando se quiso dar cuenta se encontraba en un pequeño rellano del que ascendía unas escaleras, hasta otra puerta. Por debajo se filtraba también algo de luz, eléctrica.

Allá vamos, pensó, y comenzó a subir las escaleras.

9

—Pero ¿a usted se le ha ido la cabeza o qué, abuelo? —preguntó muy seriamente Martín.

La lluvia se fue tal y como había venido, aunque el cielo nocturno quedó nublado. El anciano estaba muy asustado, se pisaba las palabras y no escuchaba nada de lo que Martín le preguntaba. Sólo hablaba y hablaba sobre sus familiares muertos y resucitados. Sobre el tiet, que se había tirado desde el balcón interior del salón de celebraciones y había destrozado una de las mesas al caer. De cómo se había levantado cuando todos le creían muerto para arrancar la yugular a su mujer de un bocado, y del caos que se produjo después. Cuando los muertos se levantaban para atacar a los vivos. Por lo visto una de sus hijas, la Paula —decía él— lo había cogido de un brazo y lo había sacado de allí, pero al parecer la había perdido a la salida, cuando todos empujaban por abandonar el sitio...

Sin duda era uno de los extras de la película, el abuelo de alguno de los del equipo. Seguro que con tal de ahorrar cuatro duros había arrancado al hombre de su inopia y de su confortable sillón en la residencia.

—... Entonces vi a la Pili, mi nieta, pero no la hija de la Paula, que corría para allí en dirección a la piscina...

—Mire, abuelo, no le han debido dar la medicación —contestó Martín frotándose la sien. Si le daba cinco minutos más acabaría con toda su paciencia—. Hagamos una cosa, yo lo llevo hasta dentro del salón y usted no se chiva de que me ha visto, ¿de acuerdo?

El hombre se encogió de hombros. No había entendido nada. Volvieron a escucharse gritos, incluso le pareció escuchar el ruido de una motosierra en la distancia. Joder, joder, qué de presupuesto tienen aquí. Pero anda que perder al viejo, si le pasa algo la pueden liar gorda, espero que les hayan asegurado porque viendo cómo se manejan... aunque pensándolo bien, este encuentro me puede beneficiar... puedo decir que lo encontré vagando por la calle y que él me dijo que venía de aquí. Los de producción no querrán líos, no preguntarán mucho, sólo me estarán agradecidos... menudo escándalo se podría montar si hubiera desaparecido el viejo... les pediré formar parte del equipo, no podrán negarse, juas, juas.

—¿Cómo se llama, abuelo?

—¿Cómo?

—¡Su nombre! —exclamó Martín—. Bueno, da igual, venga conmigo —dijo agarrándolo del codo.

—¡Nicasio, me llamo Nicasio!

Bueno, al menos ya sabemos algo, pensó Martín.

Caminaron medio encorvados porque el viejo no podía agacharse, mucho menos ponerse de cuclillas como hubiera deseado Martín. Ya no tenía tanto miedo a ser descubierto, pero tampoco era cuestión de no llegar a donde quería antes de que nadie se percatara de su presencia. Apenas habían dado dos o tres pasos el joven se quedó mirando al suelo con la boca abierta. Estuvo a punto de preguntarle a Nicasio si él también veía la escopeta semi hundida en el barro, pero el hombre hacía rato que no hablaba. Joder, menuda reproducción, esa escopeta ha tenido que costar una pasta gansa... y la dejan ahí, mojándose. Manda cojones...

Pensó en llevársela a casa, y en si tendría algún número identificativo o algo. La podría usar en algunos de sus cortos. De hecho, ya tenía la idea para un nuevo corto y aquella escopeta le venía de lujo. Aunque tampoco quería ir a la cárcel por robo o que le pusieran un multazo. Su madre lo mataría. Pero es que joder, lo ponen a huevo. Habría que despedir a más de uno aquí... este Atún se mete en cada mierda. Pero mira, ya tengo otra cosa más con la que pincharle...

—Abuelo, péguese bien a mí, que voy a coger esa escopeta —dijo echando la mano hacia atrás para palpar al anciano—. Quiero echarle un ojo... y no se preocupe que yo lo protejo —dijo con sorna, aún sin apartar la vista de la escopeta.

Como su mano sólo palpó aire y Nicasio no le respondió, giró un poco la cabeza hacia atrás. Al principio no supo identificar bien lo que estaba viendo. Sólo veía a dos bultos, uno encima del otro.

—Mierda, mierda, mierda... —susurró al momento.

Un tipo disfrazado de esponja gigante había derribado al viejo y le arrancaba las entrañas. Allí no había efectos especiales, la sangre no estaba hecha con sirope de fresa, ni era sangre de cerdo. No había jeringuillas para que saliera a chorros, tampoco bolsas que explotaran al pincharse. Las dentelladas arrancaban carne de verdad y no silicona, las tripas no eran de un matadero cercano, sino que estaban aún humeantes y eran de Nicasio. Y los gritos, aquellos gritos... no los olvidaría ni aunque viviera cien años. Ni por un momento se le pasó por la cabeza grabar aquello o hacerse el héroe; sólo echó a correr hacia delante, agarró la escopeta al paso y siguió corriendo en dirección al salón. Allí estaba pasando algo gordo e iba a necesitar ayuda. Se dio cuenta de que aquello no era el rodaje de una película zombi, ni aparecería por allí el puto Brad Pitt con una ametralladora: aquello era el jodido apocalipsis.

Tenía que buscar un lugar seguro desde el que llamar con el móvil. Antes de llegar a la plazoleta que daba acceso mediante unas escaleras al salón, la chica del vestido roto y los pechos al aire lo derribó. En esta ocasión sí escuchó el «crank» que hizo la cámara al romperse contra el suelo. Aquello ya era el colmo de la noche. A Martín sólo le faltaba echar humo por la nariz.

—¡Hostia puta! —gritó dándole un golpe en la cabeza a la zombi y quitándosela de encima— ¡Te has cargado mi cámara, guarra! ¡Era una Canon 5D! ¿Tú sabes lo que cuesta? ¡¿Lo que valen las ópticas?!

Se incorporó y comenzó a aplastarle la cabeza con la culata del arma y a gritarle que era una puta come-cerebros. Cuando vio que ya no se movía dejó de golpearla y se giró. Estaba completamente rodeado de zombis.

—Ay, mi madre...

10

La carretera y el clima confabulaban para matarle. A los pocos kilómetros de salir tuvo que arrancar a patadas la luna delantera porque no veía nada y a punto estuvo de chocar con varios coches que venían de frente. Se sumergía tanto en sus propios pensamientos que tenía que dar volantazos cuando las ruedas lamían la cuneta. Sonreía, ebrio de locura. La sangre de la cara y de las manos se le había secado, pero no paró para limpiarse, eran sus pinturas de guerra. No había dudas en él, no se reconocía, ya no era el mismo Samuel de un día antes, porque nada tenía que perder. Así como el arcángel san Miguel expulsó al demonio del cielo él expulsaría a su hermano de la Tierra. Sólo le quedaba una esperanza, y era la de redimirse cumpliendo aquella misión. No iba a matar a su hermano, iba a matar a un monstruo. Pensó que Dios le había iluminado. Aquel ser que habitaba en la niña había jugado con él, como siempre había hecho el diablo a lo largo de los siglos. Quizá esperaba que se suicidara o cometiera cualquier locura, pero en lugar de eso había reaccionado como un buen hijo de Dios debe reaccionar. No se había dejado engañar, no señor. Le extrañó que Lucifer no le hubiera propuesto un trato, puede que no le considerara digno. Y se alegró, porque quizá hubiera flaqueado, porque el antiguo Samuel era el hombre más cobarde del mundo. Pero ya no. Comenzó a reír a carcajadas.

—Mi sitio está al lado del Señor —gritó dando golpes al volante.

El GPS lo condujo hasta aquel pueblo que no aparecería en cualquier mapa de carretera. Sin embargo, no daba con el número de la calle que aparecía en los papeles de la herencia. La casa de Juan no existía, la calle acababa antes, y aunque ésta seguía un poco convirtiéndose en un camino de grava, lo que había a continuación era un campo de encinas. Dio la vuelta con el coche, maldiciendo. No quería despertar a los vecinos para preguntar por su hermano, pero si no quedaba más remedio lo haría. Delante de él apareció un tipo borracho que hacía eses con la polla en la mano, meándose en sus propios zapatos. Samuel aceleró y se puso junto a él.

—¿Dónde vive Juan Torrubia? —preguntó olvidando toda su educación.

—¡Hostia, un cura! —exclamó el tipo guardándose el miembro y mojándose el pantalón y los calzoncillos—. Pero... pero ¿qué le ha pasado, padre?

—Juan Torrubia...

El lugareño levantó la mano y señaló hacia la calle de donde había venido Samuel.

—Cuando termina la calle hay un camino de grava, sígalo, a unos trescientos metros encontrará una casa de campo, ahí vive Juan...

Samuel asintió con seriedad, dio la vuelta al coche y volvió a la calle, pero esta vez no se detuvo antes del camino de grava, sino que continuó. El cielo comenzó a abrirse, incluso la Luna asomó tímida por entre nubes de regaliz.

Voy a por ti, hermano...

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Noelia tenía un miedo atroz a que la puerta estuviera cerrada con llave, temía también que la estuvieran esperando al otro lado, y que cuando abriera se encontrara con toda la familia de psicópatas portando una pancarta con la palabra «SORPRESA» escrita en sangre. Jon Esponja llevaría su disfraz horrendo y globos en una mano, la gorda Mónica tendría al bebé de mandril colgado de una teta, y aquel niño diabólico que le había serrado los dedos la miraría desde detrás del muslo de su madre con una mezcla de miedo y odio.

Estarán acostados, durmiendo, te será fácil escapar de aquí...

Ojalá tengas razón, papá.

No podía girar el pomo con una mano porque el simple hecho de pensar en usar el dedo gordo ya le mandaba oleadas de dolor. Soltó el cuchillo en el suelo y usó la palma de ambas manos. El sudor le resbalaba por la cara y hacía que todas las heridas le escocieran. No es que fuese muy creyente, pero rezó porque todo le saliera bien, suplicó para que la puerta se pudiera abrir, para que la familia estuviera dormida, para que pudiera salir con facilidad de la casa... lo primero se le concedió. El pomo giró y sonó un «clinc». Noelia cerró los ojos y tiró de la puerta lentamente, cada pequeño chirrido que ésta daba le parecía tan ruidoso como un concierto de Marilyn Manson.

Ya casi está, hija mía... pronto estarás con papá.

Tengo miedo...

Lo sé, tener miedo es natural. Ahora abre los ojos...

Lo primero que vio fue la pared del pasillo y una foto familiar. Estaban todos en una piscina de plástico, y parecían muy felices. Los odió con más ganas. ¿Cómo podían hacer lo que hacían y encima tener fotos tan familiares? Deseó pegarle fuego a la casa con todos dentro. Sabía que no se arriesgaría a algo así para no ser descubierta, pero quizá, si saliera de allí con vida, pagase a alguien para que les hiciera una visita a los «Esponja». Comenzó a reír por la ocurrencia. Así os llamaré a partir de ahora, los Esponja. Y no dudéis de que os estrujaré hasta sacaros toda la puta sangre que tengáis en las venas. Sintió que la vieja Noelia renacía cual ave Fénix abriéndose paso entre cenizas de miedo, la confianza volvía a ella. Agarró el cuchillo de nuevo y asomó la cabeza por el pasillo, lentamente.

Voy a salir de aquí.

Entonces fue cuando lo vio, con la cara pegada a la ventana. Y gritó hasta desgañitarse.

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Samuel no tenía ni idea de quién era la chica que gritaba, pero el factor sorpresa acababa de írsele a la mierda. Lo primero que pensó es que se había equivocado, pero aquello era imposible, no había más casas cerca, a partir de allí se terminaba el camino de grava. De perdidos al río, se dijo mientras se cubría la mano con la manga de la sotana y daba un puñetazo al cristal.

Metió la mano, abrió la ventana por completo y se dejó caer al pasillo. La chica había desaparecido y la casa estaba completamente muda. A su derecha vio una puerta entreabierta, con sigilo caminó hacia allí. Su hermano podía estar en cualquier rincón, él o quién sabe cuántas personas más. Pensó que cualquiera que estuviera con Juan sería una mala persona, un monstruo. No debes dudar, Samuel, él es un enviado de Satán. Si alguien se interpone en tu camino acaba con él, Dios así lo querría. Amén.

A primera vista el salón estaba desierto. Dio varios vistazos rápidos detrás de la mesa y del sofá, por si se escondía alguien allí. Nada. Se acercó a la chimenea y agarró el atizador. Mejor aquello que sus manos desnudas. Aguzó el oído pegado a la pared de la que colgaba un corcho con fotos de Brad Pitt. Si había alguien más en la casa era imposible que no hubieran escuchado gritar a aquella chica. Parapetado a la pared siguió avanzando, a la izquierda le quedaba una puerta. Un paso, dos pasos, tres pasos. Asomó la cabeza por el marco.

—Jesús, María y José... —el atizador se le cayó de las manos.

Apenas un metro por delante de él, un niño tenía abierto en canal a un bebé rollizo y devoraba sus entrañas como si no hubiera un mañana.

Quizá no lo haya, pensó el cura.

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Noelia había corrido despavorida por el pasillo, no pudo evitarlo. Su valentía se fue en compañía de su cordura y ambas saltaron por la ventana. Casi no sabía cómo había acabado en aquel cuarto infantil, debajo de una cama con colcha de Dragon Ball y entre zapatos apestosos de niño de seis años. ¿Quién demonios era aquel tipo? Apenas pudo verlo bien, tan sólo vio unos ojos grandes, una cara manchada y una enorme mano haciendo de visera para observar qué había en el interior.

Noelia, razona, ¿qué iba a hacer un tipo ahí mirando? ¿No te das cuenta? ¡Vienen a ayudarte! Si fuese de la familia de locos, ¿crees que estaría mirando por una ventana como lo estaba haciendo?

¡No quiero hablar contigo!

Noelia, soy tu padre, te ordeno ahora mismo que salgas de debajo de esa cama y huyas de aquí. No tardarán en encontrarte, el grito que has dado se ha tenido que escuchar hasta en París.

Entonces vendrán a salvarme, ese hombre ya debe de haber dado la voz de alarma.

Pues con más razón, ¿crees que la familia Esponja va a dejar que se sepa que te tienen aquí? No. Te matarán. La policía no podrá entrar aquí esta noche a no ser que tengan una orden de registro, ¿y sabes lo que cuesta despertar un juez a esta hora? Ningún policía en su sano juicio querrá ver a un juez enfadado.

¡No eres mi padre! ¡Soy yo misma la que habla!

¿Y qué? Lo que te digo/lo que te dices, es lógico. Aquí abajo te pillarán y volverás al sótano. Y créeme que estarán muy cabreados. No puedes imaginar lo que te harán...

Apretó el cuchillo contra su pecho. Menos mal que no lo he perdido, se dijo. Respiró hondo. Era muy probable que muriese intentando escapar de aquella casa, pero si de algo no cabía duda era que allí debajo no tendría salvación posible.

Muy bien, ahora toma aire de nuevo, mentalízate y sal de debajo de esa cama. Pronto estarás con papá, mi pequeña.

Allá voy, apá...

Justo cuando tomaba impulso para salir, unos enormes pies aparecieron junto a la cama. Delante de ella. Los reconoció. No quiso hacerlo, lo hubiera jurado por Dios veinte mil veces si se lo hubieran preguntado, pero lo hizo. Gritó, y gritó, y gritó.

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El niño escuchó el grito de la habitación y levantó la vista, parecía un depredador que ha escuchado a una presa. Entonces se percató de que delante de él, a pocos metros, se encontraba un hombre. Un cura. Sonrió mostrando los dientes afilados a la Luna llena.

—No te acerques a mí, engendro, o juro por Dios que... —se agachó y recogió el atizador.

No cabía duda de que aquel ser demoníaco era o había sido hijo de su hermano Juan. Aquellos rasgos afilados, aquel cuerpo enjuto, aquella mirada. Definitivamente también era un monstruo, no es de mi sangre, la suya es putrefacta, es lava ponzoñosa del averno... y cuando saltó hacia él gritando no dudó un momento en golpearle en el cuello con el atizador. El pequeño engendro se revolvió en el suelo y se levantó de nuevo, era como si no sintiera dolor alguno. Samuel comenzó a descargar golpes una y otra vez, y el niño siguió intentando atacarlo hasta que le reventó los sesos. Hasta que la cara del cura se llenó de trozos de masa encefálica.

—¡Vade retro, Satana! —gritó en latín.

Cuando el atizador resbaló de sus manos debido a la sangre y se golpeó en la espinilla comenzó a aullar de dolor. Y entonces pareció como si volviera al mundo real. Tenía a un niño ante él, muerto. Asesinado por él, y alguien, no muy lejos de allí, gritaba pidiendo auxilio. Agarró de nuevo el atizador y corrió hacia la habitación de la que provenían los gritos y al llegar, no pudo por más que flexionar las rodillas y vomitar.

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La gorda arrojó el colchón a un lado con violencia, Noelia la vio a través del somier. Mónica estaba mortalmente pálida, tan sólo sus ojos parecían brillar y en ellos vio reflejada su propia muerte.

¡Sal, esto es una trampa!

Pero no le dio tiempo, aquella cosa arrojó también el somier a un lado y le aplastó la mano contra el suelo. Noelia gritó más, tenía el cuchillo en la mano izquierda e instintivamente lanzó un tajo a un tobillo del grosor de una botella de agua de dos litros. Aunque lo que salió del corte no fue agua, sino una sangre espesa, casi negra. Mónica gritó, pero no de dolor, sino de rabia. Entonces se arrojó en plancha sobre Noelia y ésta quedó aplastada y medio mareada. Aun así, la mano izquierda, la que portaba el cuchillo, comenzó a bajar una y otra vez y a clavarse en las fláccidas carnes de aquel ser.

Me está... me está asfixiando con su peso.

Pero antes de que aquello pasara, la gorda le arrancó de un bocado medio cuello, tendones incluidos, y Noelia sintió que la vida se le escapaba a borbotones. Soltó el cuchillo al instante, justo en el momento en que Mónica le agarraba un ojo con sus dedos morcillosos y se lo arrancaba junto con el nervio óptico. En ese momento vio con el único ojo que le quedaba a Samuel.

Un... un cura... pensó.

El hombre se dobló en dos y vomitó. No le pareció que estuviese acostumbrado a ver lo que aquella foca le estaba haciendo, así que pensó que el hombre había venido a salvarla. Intentó hablar, pero su propia sangre le ahogaba. Se iba.

Rece por mí, padre.

Fue lo último que pensó antes de morir.

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Aquel ser demoníaco le había arrancado la garganta a la chica y se había comido un ojo delante de él. El estómago de Samuel no lo había aguantado.

¡Reacciona, tienes una misión! ¡Acaba con este ser y busca a Juan! ¡Tienes que acabar con él, eso te redimirá!

En esta ocasión sí aprovechó el factor sorpresa y saltó sobre aquel demonio encarnado. Quiso golpearle la cabeza, pero falló y clavó el atizador en el cuello, intentó sacarlo, pero fue demasiado tarde. Aquella cosa se revolvió rugiendo, los ojos preñados de ira bermellón. Agarró por el tobillo a Samuel y lo derribó. Unos segundos después la tenía encima, con una mano agarró del cuello a Mónica para impedir que le diera una dentellada. Ya había visto cómo se las jugaban aquellos engendros. Con la otra mano palpó el suelo en busca del atizador, pero en lugar de eso dio con el mango del cuchillo, lo agarró con fuerza y lo clavó en la sien derecha de la gorda. Ésta cayó como un peso muerto sobre él, al instante. La apartó a un lado, volvía a estar bañado en sangre y comenzó a reír de nuevo. Había vuelto a burlar a la muerte, y ahora sólo necesitaba buscar a su hermano por la casa y terminar de una vez por todas con su misión.

La chica a la que había matado aquel ser giró la cabeza, sus ojos estaban inyectados en sangre. Samuel agarró el atizador.

—Descansa en paz —dijo reventándole los sesos a Noelia.

Salió de aquella habitación que bien podía haber sido el recibidor de una de sus películas favoritas, en las que los ascensores de un hotel llamado Overlook se abrían y la sangre lo bañaba todo.

Juan, tu hermano viene a por ti..., canturreó para sí mismo.

Recorrió la casa de cabo a rabo y no encontró a nadie más. Ni en el sótano que parecía sacado de una mazmorra de la Inquisición, ni en la cochera, ni en ninguna de las habitaciones o baños de la casa. Allí no había nadie más. Comenzó a golpearlo todo, a destrozar el mobiliario pensando en que su salvación se le escurría como se escurre la arena entre los dedos. Y entonces, cuando el televisor explotaba con el atizador clavado, se percató de que encima de la mesa había una agenda. Se lanzó hasta ella, la abrió y leyó con una sonrisa en los labios:

BODA. SALÓN DE CELEBRACIONES AMOR ETERNO. DIRECCIÓN...

Allí estaba su hermano, a poco más de media hora. En aquella boda estaba su destino también. Lo sentía por los novios, pero... arrancó la hoja y se dirigió a su coche con paso firme.

11

Martín levantó la escopeta, era hora de poner en práctica todo lo que había aprendido en el «Call of Duty». Apuntó al zombi que tenía más cerca, una chica baja y ancha con un vestido ridículamente ajustado. No veía dónde la habían mordido, pero no le cabía duda de que era una de ellos. El chico entornó un ojo y apuntó casi relamiéndose el labio superior, tragó saliva, respiró suavemente para que la bala fuese a donde tenía que ir. Intentó recordar frases míticas del cine para decir, quizá algo de Charles Bronson o Clint Eastwood, pero lo único que se le ocurrió fue un simple:

Estás muerta...

Apretó el gatillo y no pasó nada. Ni ruido, ni retroceso del arma, ni zombi con la cabeza reventada como una sandía. Oh, oh, pensó. La zombi estaba ya casi encima de él, así que agarró el arma por el cañón y puso en práctica lo que había aprendido en el juego de golf de la Wii. No le reventó la cabeza, pero sintió cómo se le desencajaba la mandíbula, y cayó a plomo al suelo. Una menos, ja. Pero había más, muchos más. Parecían salir de todos lados. Unos caían desde los balcones, otros corrían por los jardines, algunos se arrastraban por los caminos. Allí donde mirase había uno. Es hora de salir por patas, amigo, que me da que Michonne no va a venir a ayudarte y tú no eres Rick Grimes.

Pasó por encima del cuerpo de la zombi y corrió hacia el salón, hasta que se dio cuenta de que allí era de donde más zombis salían. Entonces giró hacia los jardines de nuevo, estaba claro que los tipos con los trajes NBQ eran militares de verdad, y entonces cayó en la cuenta. ¡Joder, van a sellar esto y me quedaré encerrado aquí! El pensamiento dio alas a sus pies, tuvo que hacer la finta a varios engendros, pero nada que no hubiera hecho antes jugando al FIFA. Enfiló entonces por un caminito empedrado que parecía conducir a la cancela de salida, había zombis por todos lados, el puto apocalipsis se había desencadenado en el salón de bodas junto a su casa.

¿No podía haber sido en otro sitio, hostia?

No lo vio venir, puede que fuese el miedo, que estuviera ya exhausto y falto de reflejos, pero lo cierto es que Jon Esponja apareció de la nada y lo derribó. La escopeta cayó a un lado, lejos de su alcance. El zombi intentó arrancarle a bocados la cara, puso un brazo y se defendió como pudo...

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Encontrar el salón de bodas no le había resultado tan difícil como entrar. Aquello comenzaba a llenarse de militares y policía. ¿Qué coño?, se preguntó. Parecía que estaban poniendo la zona en cuarentena, incluso vio a militares con trajes de aislamiento. A lo lejos sonaban más sirenas. ¿No creerán que van a parar el apocalipsis así, no? Pensó en acercarse y advertirlos, en pedirles que rezaran o que directamente llamasen a la Santa Sede para avisar al papa, pero sabía que lo tomarían por loco y seguramente lo detendrían. Entonces su alma sí que estaría condenada por toda la eternidad. Porque no les quedaba mucho tiempo. Con toda seguridad, al día siguiente, el mundo tal y como lo conocían habría dejado de existir. Los poseídos tomarían la Tierra, poco a poco; quizá lo que estaba pasando allí se estaba reproduciendo en otras partes del mundo. No, definitivamente no podía arriesgarse a ser visto. Hasta que no matara a su hermano no les ayudaría.

El perímetro de los jardines era tan grande que aún no lo habían cubierto totalmente. Lo recorrió hasta que vio unos contenedores de basura en la acera. Agarró uno de los verdes y lo arrastró hasta la pared, y justo en el momento que se subía escuchó los gritos de un militar:

—¡Alto! ¡No salte!

Pero ya era tarde, tenía medio cuerpo dentro y antes de saltar vio que el tipo le apuntaba con un cetme. Aquello iba totalmente en serio.

No me queda mucho tiempo, a saber qué harán con los de dentro... el fin está cerca...

El infierno viene a por ti, Samuel...

No, yo voy a por el infierno...

Los jardines parecían solitarios por aquella zona, pero el mal allí era casi tangible. Si en la habitación de Lorena lo había presentido, en aquel salón de bodas lo podía afirmar rotundamente. Lucifer estaba en cada rugosidad del tronco de cada uno de aquellos árboles, en cada mota de polvo de aquellos caminos, en cada molécula de agua de la piscina que vio a lo lejos. El mal en esencia pura pululaba por allí, se reía de todos, lo pudría todo. Samuel se achantó, el Señor me ha puesto una prueba muy dura. No sé... no sé si conseguiré superarla... pero entonces pensó en Jesucristo, en su calvario para redimirnos a todos. En su sacrificio. Pensó en las pruebas tan duras que habían superado muchos santos u en otros que no eran santos pero que habían muerto defendiendo la fe cristiana. Todos tenían una misión, y él no se iba a rendir sin luchar. Moriría en el intento si hacía falta.

Salió a correr parapetándose tras los troncos de los árboles. Su intuición lo guiaba, su fe ponía en movimiento todo su mecanismo... llegó hasta las luces de neón que anunciaban la discoteca, y entonces lo vio a lo lejos.

Te encontré...

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No vio venir al cura, tan sólo se percató de su presencia cuando de una patada le quitó de encima a aquel ridículo zombi vestido de esponja. Por suerte no le había mordido, ni siquiera le había arañado. Samuel giró sobre el barro y se alejó un poco.

Juan se incorporó como un tigre al que le han dado un revolcón, cuando vio a Samuel sonrió, pero no habló. No le hacía falta, ni a su hermano tampoco, porque allí estaba su destino. Allí estaba Samuel convertido en niño de doce años de nuevo, y su hermano, casi con dieciocho. Uno con sotana, el otro con un estúpido traje de Jon Esponja. El pasado siempre vuelve... Juan comenzó a dar vueltas en círculo. Me ha reconocido, pensó el cura. Pero no sabía si el que lo miraba era su hermano o Lucifer, quizá eran los dos. Ambos giraban, despacio, ante la mirada del chico. Samuel quiso decirle que se apartara, que huyese de allí, pero sólo tenía ojos para su hermano. No, no es tu hermano, nunca lo fue después de que cometiese su primer asesinato. En ese momento pasó a engrosar las filas del diablo. No hay compasión para él.

—Tenga cuidado, padre, ¡si le muerde se convertirá en uno de ellos! —gritó Martín.

—No me morderá, el señor está conmigo, muchacho...

Juan saltó sobre él y Samuel se apartó a un lado y lo empujó contra el suelo. Entonces le asestó una patada en el estómago, pero apenas surtió efecto, ya que la esponja del traje amortiguó el golpe. El que había sido su hermano lo agarró por el tobillo y lo tumbó sobre un enorme charco de barro. Entonces ambos comenzaron a rodar por el suelo. Debido al ruido de la trifulca más zombis comenzaron a acercarse, Martín agarró de nuevo la escopeta y la abrió, estaba cargada, quizá se había encasquillado. Retiró uno de los dos cartuchos y levantó el arma.

—Padre, ¡vienen más! ¡Hay que acabar con esto!

Pero Samuel no lo escuchaba, estaba muy lejos de allí. Se encontraba en una habitación, la de la casa del pueblo. Allí su hermano iba a acuchillar a una inocente niña, pero justo antes de lo que hiciera él entraba y le agarraba la mano. El cuchillo no bajó, la niña no murió, y él se enzarzó en una pelea con Juan. Una pelea que ganaría, y su hermano acabaría en la cárcel, y su vida no sería un calvario. Nunca tendría que arrepentirse de nada, nunca tendría secretos, seguiría siendo cura, ayudaría a los demás...

Martín levantó el arma. Tenía que ayudar al cura y escapar de allí, pronto se le echarían decenas de zombis encima. Cerró un ojo, apuntó, el sudor y el barro le caían por la frente. No había miedo. No había dudas. Tiene que disparar ahora, sólo estaba atascada. Tiene que disparar, sí, joder...

Samuel no sintió el disparo en la cabeza. Tan sólo la vida se desconectó, como se apaga el televisor cuando hay tormenta y sube la tensión. Un fundido a negro. Adiós misión. Lo último que sus ojos vieron fue la mirada ensangrentada de su hermano y aquellos dientes que chasqueaban deseando arrancar su carne.

Martín no se podía creer que hubiera fallado el disparo, ¡Me he cargado al cura! Apenas le dio tiempo a ser consciente de lo que había hecho porque un zombi lo agarró por el hombro. El chico se giró y lo golpeó con la culata de la escopeta. Fue instintivo, ni pensó en lo que estaba haciendo. Pero aquello fue como si lo despertasen de un largo letargo. Agarró el arma y salió corriendo en dirección a la cancela. Aún era de noche, pero unos focos la iluminaban, y entonces vio los plásticos, y la pequeña puerta entre ellos. Se metió por ella y avanzó por un túnel también de plástico. Fuera, veía cómo los militares y policías le apuntaban.

—¡No estoy infectado! —gritó.

A la salida, un tipo con traje NBQ le pasó por el cuerpo una especie de medidor.

—Está limpio —le escuchó decir por la escafandra.

12

El pequinés se levantó con lentitud, apenas podía caminar y un ojo le colgaba. Abandonó el sótano, subió las escaleras, caminó por entre el cadáver de un niño y de un bebé y salió a la calle. Corría la brisa, pero él no la sentía. Otro perro lo vio a lo lejos y se acercó a él...