Rojo sangre

Víctor Conde

Víctor Conde (Tenerife 1973) realizó estudios de psicología e imagen y sonido. Inició su andadura literaria en 2002 con la publicación de tres títulos; el primero pertenecía a la serie del Multiverso y los otros dos componen la serie juvenil Piscis de Zhintra. Actualmente trabaja como guionista para el cine y la televisión, es miembro de la asociación Nocte de escritores de terror y fantasía, y dedica todo su tiempo libre a su pequeña Tais. Ganador del Premio Minotauro 2010 con Crónicas del Multiverso, ha sido finalista del mismo en dos ocasiones: en 2004 con la novela Mystes (publicada por Minotauro), y en 2005 con El teatro secreto. También ha publicado las novelas El Tercer Nombre del Emperador, El dragón estelar, Naturaleza muerta e Hija de lobos.

1

Un destello, un pensamiento. Lo primero que le vino a la mente después de la larga oscuridad: él mismo leyendo un periódico. Quizá el horóscopo. Virgo, no salgas hoy de casa o acabarás matando a alguien. Lanza una herradura.

No recordaba si lo había hecho, si llegó a lanzar la herradura. Ni siquiera estaba seguro de quién era él; sólo sentía que le dolía horrores el estómago, como si le hubiesen obligado a comer tornillos.

Más flashes, recuerdos que llegaban a su mente como disparos: helicópteros. Máquinas voladoras con insignias militares haciendo ruido con las aspas (flup, flup, flup, como en los recuerdos traumáticos del Vietnam ese de las películas, ventiladores con bordes de cuchillas en habitaciones desnudas de hotel). Rotores en un paisaje invernal que levantaban gasas de nieve y las convertían en fantasmas. Tejados picudos de campanarios que arañaban las nubes, a ver quién asesinaba más ángeles.

El hombre al que le dolía la barriga como el infierno tenía helicópteros en la cabeza. Una guerra, vale, pero ¿contra quién? No lo recordaba. No se acordaba de nada, maldición, ni siquiera de quién era él, ni de cómo había llegado a parar a aquel maldito sótano.

—Gerardo... —Convirtió la palabra en una nube de vaho. El sonido tiritaba de frío—. Gerardo...

¿Qué significaba eso? ¿Era su nombre, o el del capullo que le había encerrado allí? ¿Estaba encerrado acaso?

Intentar ponerse en pie y provocarse un estertor de agonía fue todo una sola cosa, un cambiar de postura para que su estómago encontrase al fin una vía de escape, una válvula por la que soltar lo que fuera que lo estaba matando. Gerardo (¿era él, o podría llamarse así por el momento?) trató de incorporarse, se arqueó y vomitó hasta las tripas. Casi literal. Cosas que llevaban horas en su vientre y que no habían podido ser digeridas atravesaron su garganta, mordiéndole desde dentro. Pasaron sin abonar peaje por su boca (¡por Dios, el sabor, qué asco!) y cayeron sobre sus manos, que formaban una especie de cuenco.

El hombre que no sabía a qué coño venía aquello de Gerardo se quedó apoyado contra la pared, sin fuerzas ni para ser él mismo. Miraba con ojos vidriosos el pequeño estanque de vómitos que sostenía con las manos. Vómitos mezclados con sangre... y algo más.

Había cosas flotando en aquel líquido mugriento. Objetos que su estómago se había negado en rotundo a digerir.

Otro destello zahirió su mente y le permitió construir un decorado. Un lugar que le resultaba familiar, aunque no pudiera ubicarlo: un enclave en el campo, un valle nevado. Riachuelos, agua del deshielo que humeaba por el intenso frío, cosas que disfrazadas de viento gemían obscenamente entre los árboles. Y una canción. Alguien había puesto música en un reproductor de MP3 y Evanescence sermoneaba:

You used to captivate me by your resonating light.

Now I’m bound by the life you left behind.

Your face —it haunts my once pleasant dreams.

Your voice —it chased away all the sanity in me.

...Y él corría, corría entre los árboles, saltaba por encima de los riachuelos, sorteaba las trampas estilo vietnamita de hojas y follaje. No, no era un recuerdo del Vietnam. Él no era tan viejo, no era un combatiente neurótico como los de las pelis de Chuck Norris. Pero desde luego estaba huyendo de algo, un horror que no tenía nada que ver con aquella música ni con sus estrofas, pero que estaba oculto allí, en la espesura. Acechando. Persiguiéndole. Enseñándole colmillos que brillaban como tajos de martirio en la oscuridad.

Corría y corría sin parar, sin pedir auxilio porque sería inútil. Los únicos que acudirían a esa llamada no vendrían precisamente para ayudarle. La respiración frenética se sincronizaba con el ruido de sus pasos creando un efecto de bella musicalidad. Las ramas le azotaban el rostro, dejándole cicatrices de nieve.

—Gerardo...

La tercera invocación del nombre le trajo el recuerdo de un hombre apoyado contra un árbol, descargando su semiautomática en modo ráfaga sobre la foresta. ¿Era ése el tal Gerardo? Un militar, tapándose una herida en el pecho con una mano mientras hacía tabletear el arma con la otra. Disparaba contra cualquier cosa, le daba igual si eran amigos o enemigos. Había rebasado ese punto en el que todo es desesperación y miedo, y el soldado agonizante sólo quiere apartar el mundo de sí, cuanto más lejos mejor, para ver si hay suerte y el dolor y el miedo se van a tomar por culo también.

La bestia mecánica pasó a baja altura sobre sus cabezas. Gerardo (el que recordaba la escena, no el loco herido que disparaba sin apuntar) se tiró al suelo, más para que no le acertaran las balas de su compañero que para protegerse del helicóptero. Al mirar hacia arriba le vio la panza: era un pájaro Roc de sombra ominosa, una bestia con rotores gemelos y alas cargadas de misiles. Se parecía a uno de aquellos gigantescos helicópteros rusos de la guerra de Afganistán, un monstruo que sólo tenía que pasarte por encima para que la violencia de su chorro de aire te aplastara contra el suelo y te asfixiara al arrebatarte el oxígeno.

Aquel torbellino de aire tumbó al herido y le quitó la semiautomática de las manos. El arma siguió vomitando fuego por sí sola unos segundos más hasta quedarse sin munición: la cabrona le había cogido el gusto, y ya no hacía falta que nadie apretara el gatillo. Algo gritó de dolor entre los árboles, un enemigo que seguía siendo invisible.

Gerardo se acercó al herido para socorrerle, pero ya no se movía. Le había matado el viento del monstruo, el rugido de sus motores de queroseno. El frontal de su casco de operativos especiales era un telón rojo sangre, como los de los teatros. Apenas le quedaba un rostro por debajo de ese telón.

Gerardo respiró hondo. Quiso llevar a cabo esa clase de acto heroico que había visto en las películas, con un:

—¡Compañero herido! por la radio, seguido de un:

—¡Solicito arco de luz sobre mi posición! lo que en Vietnam significaba algo así como suicidarte pidiendo un bombardeo a gran escala que barriera tu porción de la selva y acabara con los malditos espectros amarillos.

Gerardo quiso cargarse a hombros al herido en plan petate y salir corriendo, un poco a lo Forrest Gump (¡corre, Forrest!), mientras el napalm desataba todos los infiernos a su espalda y purificaba el bosque. Pero no fue capaz. No le quedaban fuerzas ni para cargar con su propio esqueleto, menos aún para llevar a un compañero (que encima parecía muerto, encogido más que decrépito, como si le hubiera salido todo el éter hasta formar un escudo protector sobre su cuerpo ultrajado).

Entonces el helicóptero ruso abrió fuego, y fue como si la ira de cien dioses hijos de puta, al estilo de Zeus o Yahvé, se desatara sobre el mundo. La línea de árboles que había a su espalda fue cercenada por una podadora gigante; el terreno explotó con manchas de azúcar moreno (tierra molida) y zigzags de nieve que se mezclaban con capilares de agua negra. Si había alguien escondido en aquellos árboles, que Dios le acogiera en Su seno y no le hiciera pagar tasas de equipaje.

Preso de la desorientación más cruel (la del soldado que ha olvidado en qué guerra lucha y quién es el enemigo, y que sólo piensa en sobrevivir), Gerardo mandó al cuerno a su compañero y echó a correr. El olor de las incendiarias le golpeó como un muro hecho de recuerdos de barbacoas, sólo que lo que se quemaba en ellas no eran costillas de cerdo. La lucha tenía lugar a plena luz; era un funesto atardecer bañado en un nimbo inmisericorde, un resplandor que abrasaba los sentidos.

Gerardo corrió como alma que lleva el diablo. Alguien daba órdenes por un altavoz, pero el sonido llegaba desde arriba, como si Dios estuviese dando instrucciones para la hecatombe en vivo y en directo. Mira que le gustaba jugar al Stratego, al muy pillo. Pero no era la Divinidad la fuente de aquel estruendo, sino el helicóptero. Gerardo ignoró las voces y los estampidos secos de los misiles y siguió corriendo. Su cerebro recibía tantos datos y de manera tan desordenada que los mezclaba en una sopa horrible.

Entonces lo vio.

Elevándose en medio de un claro como un oasis de contrachapado: un edificio. Una especie de nave industrial en ruinas, borracha de óxido pero con paredes todavía alzadas, y una enorme antena de radio y televisión elevándose sobre su tejado. El lugar perfecto donde guarecerse de aquella pesadilla.

Gerardo saltó una verja, tropezó y se comió un seto, se arrastró por debajo de una cancela rota y entró en el edificio. Bendita, bendita oscuridad. Negrura empapada de silencios. Un olor dulzón a paja vieja. Aquel sitio era una nave rectangular con el techo plano, usada en otros tiempos para procesar carne de vacuno, pero que ya se había rendido a la evidencia de su decrepitud. Sólo la red de tubos con aspersores de agua del techo parecía conservar un poco del orgullo que tuvo cuando era funcional.

Gerardo miró una última vez por el hueco de la puerta y vio al helicóptero, llamaradas de medio metro saliendo de las bocachas de sus ametralladoras. Por delante de él, una línea de árboles convirtiéndose en astillas para la próxima vez que el sargento IKEA pasara por allí. Verás tú qué pedazo de muebles de conglomerado.

El soldado intentó tranquilizarse. Respirar hondo, aunque lo que le rodara tráquea abajo fuera olor a napalm.

Una declaración voluntarista cuyo contenido se reducía a venga, cabrón, que tú puedes conseguirlo, joder, empezó a salir a arcadas de su boca como las ráfagas de aquella metralleta que disparaba sola.

Examinó el lugar: la nave industrial parecía una postal de Beirut. Había agujeros de disparos en las paredes y el techo. Los cubículos de los animales estaban vacíos y bañados por una ensalada almizcleña de sangre seca y serrín. Había pintadas en las paredes, pajas mentales hechas por okupas desesperados, algunas obscenas y otras filosóficas, y otras una curiosa combinación de ambas. Te saqué la polla de la bragueta y me la metí en la boca, y fue como visitar la tumba de un ser querido y oír una voz saliendo de la tierra. Cosas así.

Pero lo que más llamaba la atención era aquel agujero en el suelo, en pleno centro de la nave. Un orificio oscuro con los bordes doblados hacia dentro, como si la tierra se hubiese abierto en plan cataclismo para tragarse las pruebas de alguna aberración. Como si un viejo demonio antediluviano que viviera bajo el suelo hubiese asomado una zarpa para coger un juguete nuevo y llevárselo.

Gerardo se acercó a aquella sima oscura...

...Y lo que vio fueron manos blancas saliendo de la oscuridad. Extremidades descarnadas, pálidas, huesudas... alzadas como en la plegaria final de un gospel. El ojo torturado de Gerardo se fue acostumbrando poco a poco a la falta de luz, distinguiendo más detalles en aquella sebosa oscuridad, y eso fue lo más terrorífico, como si la persistencia de la visión fuese una carrera contrarreloj hacia el horror total. Como si de alguna forma tuviera que obligar a su cabeza a mirar hacia otra parte antes de que llegara a distinguir más detalles, y pudiese ver los orificios que acompañaban a aquellas manos y que seguramente eran bocas, y los puntos brillantes que se clavaban en él con hambre, con ansia, y que seguramente eran ojos.

Gerardo quiso retirarse, huir lo más lejos posible de aquella boca del infierno. Pero lo único que consiguió fue resbalar y caerse dentro, sobre aquel colchón de manos hambrientas, como una estrella del rock lanzándose desde el escenario sobre el océano de fans enloquecidos que sabía que se lo iban a comer vivo.

Gerardo cayó por el agujero...

...Y volvió al presente. Horas o quién sabe si días después de aquel hecho. Al momento en que despertó vomitando algo que no podía digerir.

Sacudió la cabeza. No estaba exactamente despierto pero sí de regreso a la realidad. Miró qué eran aquellos objetos y el horror volvió a su mente con la contundencia de un hierro al rojo.

Pues las cosas no digeridas eran dedos, dedos amputados de mujer, todavía con pintura rojo sangre embelleciendo sus uñas astilladas.

2

Tranquilízate, le suplicaba su mente, aunque más que una petición parecía una burla. Tranquilízate, tío, seguro que hay una explicación razonable para esto.

Sí, claro, y los zombies no existían, eran producto de la imaginación pop del siglo xx; hijos en blanco y negro e hiperacelerados de una película de Romero.

Una vez había visto a un amigo suyo escupir un diente en su propio guante, durante una misión, y tirarlo al suelo para seguir apuntando con su rifle. Sí, el recuerdo era suyo. Puede que la amnesia trabajara así: recuperando antes los recuerdos periféricos, las imágenes vistas a distancia, y luego los cercanos, los más importantes.

Fue así como Gerardo descubrió que su desesperación tenía voz, y que le hablaba como un niño con problemas de dicción:

Gué, gué, esgtásg godido, cadbrón. ¡Suigcídate, suigcídate yga, gué, gué!

Pero no, aún era demasiado pronto para el suicidio. Todavía tenía manos. Y ojos. O sea, que podía apuntar y disparar. No existía ninguna guerra de la que un soldado con ojos y manos (y suficiente munición) no pudiera salir disparando.

A ver, tenía que ir poniendo cosas en claro, empezando por lo más inmediato y saliendo hacia fuera, justo al revés que la amnesia. Del interior al exterior. Se palpó a sí mismo para hacerse un chequeo básico: brazos, dos. Piernas, otras dos. Traje militar de comando. Cinturón multiusos al estilo Batman, aparentemente sin usar. Bien. Radios o armas, ninguna. Mal. Su imaginario carcaj de guerrero estaba vacío. Pero al menos podía moverse.

Un nivel más arriba, más allá de su cuerpo: el entorno. Un sótano. Una habitación acuchillada por un rayo de luz polvoriento que venía del techo. El rayo se colaba por un agujero, posiblemente hijo de un arma de gran calibre. Cascotes por todos lados. Una puerta al norte, por llamar norte a algún sitio, con el dibujo de una vaca feliz y una declaración de amor al queso Idiazábal.

Gué, ponte en pie, gué, gué... —susurró.

Vegte pregparándotge, ammigo, quge la solegdad en el cagmpo de bataglla egs muy puta.

Hizo un esfuerzo por ponerse en pie. Por fortuna, su instinto de supervivencia siempre había estado a salvo de indecisiones.

Notó perfectamente cómo lo que le quedaba dentro del estómago se ponía plano, como un horizonte artificial eviscerado. Intentó dar un paso y su organismo gritó ¡¡NO!! con mala hostia.

Abrió la boca y dejó salir el resto. Sólo quería librarse de ello, fuera lo que fuese. El dolor de tenerlo allí dentro lo estaba matando.

Gerardo se vació por completo, esta vez de verdad. Pero cuando vio de qué se trataba, qué era lo que había estado cargando en su barriga como una mochila, le dieron ganas de llorar. No de la risa, sino del miedo.

Eran los restos medio triturados de algunos huesos. Huesos humanos, joder.

Los pedacitos eran lo suficientemente pequeños como para que hubieran podido salir por su garganta, pero aún así Gerardo los recompuso mentalmente (como hacía cuando era niño con aquellos puzzles tan chulos de Fairotti). ¡Eh, un recuerdo de la niñez, estupendo! ¡Los puzzles y los cielos llenos de cometas que anunciaban a todos los chavales la llegada del buen tiempo! ¡Vamos progresando! ¡Jódete, amnesia! Y no eran de vaca. Coincidía con los que había visto en los campos de batalla tras la acción Detespún de una cortina de napalm: eran huesos humanos.

Sólo había una conclusión posible para aquello.

No, no, por la Virgen y todos los putos santos, no lo digas en voz alta...

En algún momento del pasado reciente había ingerido carne humana.

¡Te ordené que no lo dijeras!

Los huesos, los dedos femeninos amputados, esas bolas de tendones amasados que parecían rollitos de primavera...

Se había comido, o intentado comer, a una tía. A una mujer adulta. Pero por alguna razón su cuerpo se había negado a digerirla.

Gué, gué, suigcidio, gué...

Con el horror dando martillazos en su cráneo, para romperlo y ver qué había dentro, Gerardo salió corriendo. Un pasillo, huellas rojizas en el suelo, salivazos de sangre por doquier. Aquel lugar se había convertido en un matadero después de haber sido un matadero. Pero no había el menor rastro de cadáveres.

El soldado corrió como si intentara huir de su propia sombra, a trompicones, rebotando contra las paredes y con las manos extendidas hacia el siguiente pomo, hacia la siguiente puerta. Cuando la abrió, y salió a la gran habitación que había detrás, se quedó paralizado.

Un silencio dominical reinaba allí como en una polvorienta sacristía. Falso, no era un silencio absoluto: había como un rumor de fondo que se parecía a la banda de sonido de ambiente de una película, lo más bajo que puede escuchar el oído humano. Ese rumor provenía de unos altavoces situados en el techo: era como si alguien se hubiese dejado encendido un viejo reproductor de vinilos mucho después de que la aguja hubiese saltado fuera del disco.

Pero ese dato, la constatación de que en aquel edificio aún había electricidad, no fue lo que le dejó clavado al suelo, sino la presencia de la muchacha.

Era una mujer joven, o eso aparentaba, con un pelo rojo que se precipitaba en una cascada desgreñada sobre sus hombros. Estaba de espaldas a él, por lo que no pudo verle la cara, pero tenía los brazos ligeramente separados del cuerpo, con las manos engarfiadas en una pose depredadora.

Y le faltaban tres dedos de la mano izquierda.

Por el amor de Dios.

El cerebro de Gerardo estaba a punto de explotar. Apenas le prestó atención a lo que había en aquella sala grande, con las enormes máquinas de triturar carne que parecían sacadas de un anuncio de Soylent Green. Tampoco procesó la presencia de la caseta de control de la que surgían los cables de los altavoces, ni la cancela medio abierta por la que entraban soplos de aire helado del bosque.

Sólo tenía ojos para la mujer. Y cuando ésta se giró, al oírlo llegar (Jesús, Jesús bendito, tiene las uñas pintadas de rojo, rojo pasión, exactamente como las que yo vomité), Gerardo casi se desmayó.

La mujer parecía una modelo de pasarela del Infierno. No sólo le faltaban aquellos dedos, sino también la mitad de la carne de su rostro, en concreto la que tendría que estar recubriéndole el maxilar inferior. Era como si un amante psicótico le hubiese dado un beso que no sólo contenía lengua y labios, sino dientes y colmillos.

La mujer lo miró con unos intensos ojos azules, fríos y brillantes como la nieve de afuera, e hizo un amago de sonrisa con aquella boca que era todo maxilares expuestos bajo desgarros de músculo.

Pero lo peor de todo era su esternón. También estaba a la vista, asomando desnudo por un agujero en su uniforme de operaria. Lucía devorado y astillado en muchos puntos; Gerardo juraría que en los mismos donde encajaban los pedazos que él había vomitado.

—Vale... —murmuró el soldado. Una estupidez como otra cualquiera, pero que para él tuvo sentido. Y luego, a alguien de arriba, quizá a Dios—: Si ésta es Tu idea de una broma pesada...

La mujer lanzó un horrible chillido a través de aquella ciénaga de dientes, y se lanzó como una posesa sobre Gerardo. Él reaccionó como cabía esperar, con el entrenamiento de alguien para quien luchar no es algo que sólo se ve en las películas, sino que se practica en el día a día, como parte de su profesión.

El soldado retrocedió por instinto, dejando espacio entre su enemiga y él mientras su mente intentaba hallar una solución. No supo si fue por casualidad o por designio divino que su espalda se estrellara contra la misma pared de la que colgaba aquel cuadro antiincendios, con el extintor de mano y la pequeña hacha de bombero escondidos tras el cristal.

La mujer pegaba bruscas dentelladas en el aire, buscando su yugular, trocitos de su cerebro bajando como cintas de crespón por los retorcidos canales del oído. Aquellas manos con uñas rojo pasión arañaban el aire frente a la cabeza de Gerardo, persiguiendo sus ojos, todo un manjar que sacar de la sandía para llevárselo a la boca. ¿Pasando por la garganta, o metiéndoselos directamente y sin masticar dentro de la barriga a través de la celosía del esternón?

Gerardo dudaba que a aquella cosa le importase, o le doliera, hacer una cosa u otra.

El hacha encontró por sí misma el camino hasta su mano, y cuando por fin la tuvo aferrada, sintiendo la rudeza de la madera (¡por fin tenía una flecha en el carcaj!), Gerardo puso cara de loco y empezó a responder al ataque: se cubrió la cara con los brazos para deflectar los golpes, empujó hacia atrás con un fuerte puntapié a la maldita zombi y dio un violento giro al hacha para conferirle potencia y fuerza de penetración. Lanzándose hacia delante, logró encajarle un golpe justo en mitad de la frente.

La mujer se paralizó, mirándole con ojos que sonreían. Que mostraban gratitud. Era como si le diera las gracias, o como si le enseñara a su marido la última moda en las tiendas de París: Sombrero de asta de alcornoque con un cuarto de kilo de acero danés incrustado en el occipital. ¿A que es bonito? ¡Y aceptan VISA!

Luego se desplomó cuan larga era, zambulléndose en un charco de su propia sangre.

Gerardo se quedó un buen rato mirándola. Temiendo quizá que volviera a levantarse, como en esas malas películas en las que el monstruo siempre se guarda un sustito para el final, para cuando algún incauto se aproxima a comprobarle el pulso.

Su aliento era paja áspera en la garganta.

¿Lo vegs?, surgió de nuevo la voz de la desesperación: Egsto es lo que pagsa cuando no tge acabas logs platos hagsta el fignal. Que sge regbotan y viegnen a porg ti para vengargse. Imagínate si en vegs de solglomillo hugbiese sgido calagmar.

—¡No! —gritó, clavándose los dedos en la sien.

Tenía que pensar en otra cosa, cualquiera, aunque fuese una chorrada. Algo que lo alejase del horror. Los trabalenguas que se sabía de niño irían bien, aunque pensar en cosas útiles también valdría. Cosas como...

—... La manera de saglir de aqugí. —Diálogo a tres bandas, sí, mierda, eso estaba bien. Su yo interior mezclándose con lo que Gerardo decía en voz alta y todo ello apostillado por su demencia.

«Cosas útiles. Cosas que me ayuden a escapar, a seguir vivo», se dijo. La electricidad (miró a los altavoces), sí, hay electricidad, esos malditos chismes están funcionando. Y donde hay energía y transistores se puede fabricar una radio. Puede que hasta funcione la línea telefónica. Coño, quizá haya incluso un ordenador conectado a internet y con tres horas de batería por delante.

Clavó los ojos en la caseta de control, de donde salían los cables de los altavoces. Desde allí tendría que poder controlarse toda la instalación. Siempre que no hubiese más zorras caníbales dispuestas a sacarle a bailar.

Gerardo corrió hacia la caseta, que estaba construida sobre unos tanques llenos con el agua del sistema antiincendios. Subió de tres en tres las escaleras (era una especie de atalaya de vigilancia) y empujó la puerta. Ésta ofreció un poco de tozuda resistencia al principio, pero era contrachapado barato y acabó cediendo. Bien, primera buena noticia. La segunda era que no había más zombies allí dentro. Si aquello fuese una pesadilla seguro que nada más abrirla se le habrían echado encima un centenar de manos blanquecinas y famélicas.

Pero no, allí dentro sólo había una silla con ruedecitas insuladas, un panel de mandos lleno de palancas de propósito desconocido y un calendario con fotos guarras columpiándose de su clavo.

Gerardo examinó el panel. Nada, ni un mísero ordenador, ni una triste tableta. Sólo botones gordos y metálicos, al estilo central nuclear, que podían girar de izquierda a derecha. Uno, el único que identificó, tenía dibujado encima el símbolo de una llamita. Seguro que activaba los aspersores del sistema antiincendios que había visto embrujando los techos. Pero el agua no mataría ni de coña a aquellas cosas.

Se dejó caer sobre la silla, abatido. Miró a la chica del calendario. Miss Septiembre-porno le decía con las piernas completamente abiertas y el coño rasurado: «ven y cómetelo. Si te atreves».

—¿Qué está pasando, preciosa? —le preguntó. La chica siguió mirándolo con aquellos ojos lascivos y aquel dedo que le llamaba, y que seguro que un instante antes de tomar la foto había saboreado las mieles de su vagina—. ¿Por qué está pasando esto?

Para ser una pesadilla, el clímax estaba durando demasiado. Y no había visos de que el despertar estuviera cerca. Pero ¿estaba pasando realmente? ¿En serio Gerardo era una especie de último superviviente en medio de un apocalipsis zombi?

Rió como un payaso borracho. Aquello no tenía ni pizca de gracia.

Intentó centrarse antes de que la pelmaza de su voz interior saliera del escondite. Y lo vio: un viejo casete de esos de los ochenta, metido en un reproductor que debía datar, carbono catorce, más o menos de la misma época. Era una cinta de audio, igual que las que usaba su viejo cuando Gerardo era niño. Noventa minutos. Joder vaya pedazo de capacidad.

El botón de PLAY estaba pulsado, aunque la cinta había llegado a su final. Y el STOP no había saltado en automático. Ése era el sonido que surgía de los altavoces: los cabezales del aparato girando en vacío.

Gerardo limpió los estratos de polvo de los botones y buscó el STOP. Lo pulso y a continuación REWIND. Rebobinar. Claro, aquellos chismes eran carretes de cinta magnética. Si querías escucharlos desde el principio había que bobinarlos de nuevo.

Ese proceso se tomó sus buenos dos o tres minutos, durante los cuales el soldado no dejó de vigilar por los cristales de la caseta. Tenía una buena visión de toda la planta de procesamiento desde allá arriba. Seguro que el cabrón del jefe que controlaba aquel tinglado (todos los jefes eran unos cabrones, así que no tenía que preocuparse por perjurar en vano) se sentía como un dios vigilando a sus súbditos. Como una hormiga reina gozando durante un ciclo de gestación del trabajo de sus esclavos sin alas.

El chasquido de la cinta al acabar de rebobinarse le dio un susto de muerte. Respiró hondo para tranquilizarse y apretó con un dedo tembloroso el PLAY.

La cinta comenzó a correr.

Los primeros cincuenta segundos eran pura estática, una nada llena de grano seco y fustigante, tanto que Gerardo llegó a pensar que alguien le había tomado el pelo. Pero justo cuando se disponía a apagarlo, del aparato surgió una voz.

3

En la mente de Gerardo se perseguían unas a otras las preguntas, incansables como hámsteres en sus ruedas de ejercicios.

Estaba allí, apoyado en la mesa, bajo el altar profano de Miss Septiembre-porno (méteme el dedo, venga, chiquillo triste, y después si quieres tu inmensa verga), intentando encontrarle un sentido a lo que surgía de aquella cinta.

Pero no lo tenía. Al menos no en un mundo cabal.

Parecía la incansable letanía de un cura católico, una salmodia recitada en latín (si es que aquel galimatías era latín) que un hombre hubiera susurrado a toda prisa, aunque con muchísima convicción, con el micrófono grabador metido hasta el paladar. Era una interminable sucesión de frases, exabruptos, órdenes y plegarias a base de palabras que terminaban en su mayoría en «us»:

Exorcizo te, omnis spiritus immunde,

in nomine Dei Patris omnipotentis,

et in noimine Jesu Christi Filii ejus,

Domini et Judicis nostri, et in virtute Spiritus Sancti,

ut descedas ab hoc plasmate Dei,

quod Dominus noster ad templum sanctum suum vocare dignatus est,

ut fiat templum Dei vivi,

et Spiritus Sanctus habitet in eo.

Gerardo había leído muy pocos libros en su vida. Y la mayoría habían sido cómics, sobre todo de la Patrulla X en la época Claremont-Romita. Lo suyo no era leer, sino disparar. Pero maldita fuera su estampa si no sabía reconocer al menos un par de palabras en aquel idioma, antecesor del suyo propio.

Exorcismo era una. Ésa podría reconocerla hasta un niño pequeño, o alguien que hubiese visto demasiadas veces la peli aquella de la niña con la cabeza giratoria.

Exorcizo te.

Yo te expulso.

El que grabó aquella cinta estaba recitando un ritual cristiano para endemoniados.

Ergo, draco maledicte et omnis legio diabolica,

adjuramus te per Deum vivum,

per Deum verum,

per Deum sanctum,

per Deum qui sic dilexit mundum

Domine, exaudi orationem meam.

Lo asombroso fue que aquellas palabras tuvieron un efecto inesperado en la mente de Gerardo. Fue empezar a oírlas y sentir cómo el mundo se alejaba en un vahído.

Cuando un hombre se desmaya o se coloca con ácido, la sensación que tiene es la de una transposición, como si su mente pasase a funcionar en un estado de conciencia paralelo. Es como si la luz que vuelve real al mundo se difuminara y otra más tangible, más inmediata, tomara forma, dando cuerpo a un proscenio de sueños imposibles.

La sensación que experimentó Gerardo al oír la salmodia fue la opuesta a esa: no era que el mundo se estuviera volviendo más etéreo, sino lo contrario. La realidad que entraba por sus ojos prendió como el clorato de potasio de una cerilla, ¡FLASH!, haciéndose más inmediata y muchísimo más resplandeciente que antes, como la eyaculación fresca de un chaval durante su primer sueño erótico. Los rayos del sol que se colaban por los tragaluces atravesaron sus córneas como lanzas de vidrio. Dolor, ¡dolor! ¡Y éxtasis! Si era un cuelgue de ácido inducido por el rito latino, póngame siete Biblias, camarero. Me las envuelve para llevar.

A Gerardo se le quedó ese tono seco en el rostro que usaba cuando lloraba o estaba a punto de hacerlo. Dios, cómo dolía. Y lo peor de todo era la angustiosa sensación de déjà-vu. De recordar esa salmodia porque alguien se la había gritado al oído.

Todo comenzó a tomar forma lentamente, cobrando un diabólico sentido. Sí, claro que había escuchado antes esos cánticos... En algún momento (no muy lejano, no te creas) le sirvieron de guía en la oscuridad, mientras salía de una especie de jaula. Se estremeció al revivir tan sólo una ínfima fracción de esos sentimientos, de la frialdad de los barrotes, de la cualidad asfixiante del oxígeno que allí se respiraba.

Gerardo corría y corría por un pasillo oscuro. Era un pasillo conceptual, como esos de los que habla la gente cuando se está muriendo, sólo que en este caso no había luz al final del túnel, sino una especie de aura bermellón.

Y alguien (o algo) le perseguía por ese pasillo, un carcelero burlado que no quería que su prisionero se escapase.

Su mano cayó al azar sobre el casete, una maza de dedos, tocando botones como un alcohólico desesperado que intentase abrir un mueble bar. Aplastó tres o cuatro de golpe, entre ellos el de expulsión de la cinta. Ésta cayó al suelo con un tintineo. El exorcismo se interrumpió.

Gerardo gritó; tenía las líneas de la piel de la frente peinadas hacia atrás, como si lo hubiesen tenido siete horas en un trasto de esos que usan los astronautas para simular aceleración, girando alocadamente sobre sí mismo. Sudaba, y era una secreción que olía mal. A podredumbre. A miedo.

Algo le perseguía por aquel túnel, en su recuerdo. Una presencia horrible que no quería que Gerardo se escapase. Quería retenerlo allí, en la oscuridad, como un juguete que el carcelero estuviese guardando para entretenerse cuando la noche fuera más oscura, y los niños tuvieran malos sueños. Gerardo resbalaba como la última gota de whisky por el gollete de la botella, sólo que la boca que le aguardaba debajo no era la blanda y mal afeitada de un borracho, con sus típicos labios de color desvaído, sino las fauces de un demonio.

—¿Q... qué coño ha... ha sido eso? —se cabreó con miss Septiembreporno.

Ella le sonrió. Gerardo habría jurado que sus piernas estaban un pelín más abiertas que antes, y su coño un par de gotitas más húmedo. Lo grabó todo en un fichero mental rotulado COSAS QUE ME ASUSTARÁN TODA LA VIDA, A PARTIR DE HOY, mientras el almanaque seguía columpiándose del clavo.

Entonces lo vio.

O creyó verlo. Pero sólo la sospecha le bastó para ponerse en guardia y aferrar el mango del hacha. Su corazón latía a más ciclos por segundo que el cronómetro de un deportista.

Había algo reflejado en la ventana de la caseta.

Le costó darse cuenta de que el joven angosto que había en el centro de la ventana, con cara de tuberculoso, era él mismo. Pero había otra imagen encima, superpuesta, una especie de mancha de agua.

Había cristales transparentes que adquirían cualidades de espejo según cómo les incidiera la luz. El que hacía de ventanal para la caseta era uno de esos. Y en aquel momento, con el sol inclinándose más de lo que admitían los tragaluces, y las sombras alargándose como culebras, la propiedad espejo empezaba a ganarle la partida a la transparencia.

Gerardo sabía que si esperaba unos minutos más acabaría viéndolo. Entonces sabría qué era lo que se superponía a su imagen en el espejo. Algo en lo más profundo de su alma le decía que no le gustaría nada, que ese conocimiento acabaría matándolo. O volviéndolo loco, que para el caso...

Pero por mucho que su sentido común le urgiera a irse, se quedó allí plantado, como hipnotizado por la mirada de una cobra.

Sí, necesitaba saber, averiguar quién le vigilaba desde la sombra. Si no lo hacía ahora, probablemente se tiraría el resto de su vida preguntándose si los lugares oscuros estaban habitados por cosas con ganas de comérselo.

Decidió quedarse. Sólo un minuto. Lo prometo.

Los segundos pasaron. El reflejo de aquella cosa se volvió más nítido conforme menguaban las condiciones de luz. En la mente de Gerardo resonó el diálogo de alguna película vieja. El supervillano loco: Ja ja, has caído en mi trampa como un pardillo. Mi máquina de nosequéherzios te freirá el cerebro. El superhéroe bueno: Vale, pero tú mañana seguirás siendo igual de feo.

Exactamente cincuenta y cinco segundos después, la imagen superpuesta a su reflejo se volvió nítida (¿por qué demonios habré dicho sólo un minuto? ¿Por qué no le concedería menos?). Y Gerardo pudo ver la figura que se escondía en el espejo.

Era un demonio de esos que pueblan las pesadillas infantiles, un horror sacado de un libro de ilustraciones del Infierno. La cosa que de haberse encontrado con Alicia en su aventura a través del espejo, se la habría comido viva en lugar de sonreírle desde la rama de un árbol.

El ser tenía un torso humano esculpido en tela de arácnido, como si fuese un saco de huevos con vida propia. Una esfera coronaba el conjunto, una parodia de vida que parecía la cabeza de un anciano que hubiese pasado por el tortuoso ritual jíbaro de reducción de tamaño.

La espantosa imagen se superponía a la de Gerardo imitando también su pose: las manos unidas aferrando el hacha, la cabeza echada hacia atrás por la repulsión, el torso girado hacia la derecha, preparando a las piernas para tomar las de Villa Diego...

Era como si fuese otro yo encerrado dentro de él. Otro ser distinto metido dentro de su cuerpo, haciéndole sitio a su alma como un okupa.

Como...

Como si...

—No me jodas... —susurró con voz diminuta, aterrorizada.

No pudo soportarlo más y arrojó con todas sus fuerzas el hacha contra el cristal. La ventana se hizo añicos con un ruido de bailarinas pisando alfileres, y tanto el reflejo como su única arma desaparecieron entre las máquinas de abajo. Gerardo tardó unos segundos en darse cuenta de la estupidez que acababa de cometer.

Se había vuelto a quedar sin armas. Si alguno de aquellos horrores le atacaba ahora, como no le lanzara palabrotas...

Salió corriendo con la potencia que le daba el miedo en estado puro, un combustible que podía impulsar un Ferrari a más velocidad que la que podían captar los radares de la policía, convirtiéndolo en una línea roja sobre el asfalto. Un proyectil cromado de regreso al futuro.

El soldado saltó por la ventana hecha añicos, cayó sobre las máquinas apagadas, resbaló por el costado de una hasta el suelo, rodó y siguió corriendo rumbo a la cancela medio abierta por la que se colaba aire del exterior.

El exterior, le encantaba esa palabra. Era el máximo galardón ahora mismo, el par de dados premiados: significaba salir de aquella maldita fábrica. Desaparecer huyendo en pleno bosque. Multiplicarse por cero.

Cuando sólo le quedaban dos metros para llegar se tiró al suelo y pasó deslizándose por debajo de la cancela. Ese lado de la nave industrial estaba más destrozado que el resto: la pared era de ladrillo, no de planchas de metal, pero el yeso se había descascarillado revelando listones que eran como costillas en putrefacción. Salivazos de fuego graneado de ametralladora habían dejado su opinión sobre toda la fachada, llenándola de agujeritos.

Al mirar hacia arriba desde aquella posición, su cuerpo una equis bajo los fuegos del cielo, vio algo asombroso (ya lo había visto antes, lo que pasa es que no lo recordaba): la gran espiga de metal que surgía del techo de la nave industrial, apuntando hacia el cielo como una versión en miniatura de la Torre Eiffel. Era una enorme antena de radio y televisión, posiblemente el repetidor de alguna empresa grande, como TVE. Y parecía funcional. Su sombra se alargaba hasta clavarse en el bosque como una colosal estaca negra.

Gerardo, con fuego en los ojos y una nueva elasticidad en el paso, se puso en pie y echó a correr por la nieve, mirando sin ver la densa barrera de árboles. En realidad se sentía tan agotado que lo único que quería era tirarse en una zanja, cuan largo era, y abandonarse al sueño sin imágenes del agotamiento. Pero si hacía eso no volvería a despertar jamás.

Aquí y allá se hacían evidentes las cicatrices del combate, los troncos amputados por las rociadas de los helicópteros y los morteros de la infantería. Pero aún quedaba mucho bosque virgen donde guarecerse. Cavaría una trinchera con sus propias manos, si era necesario, o una madriguera de conejo tamaño industrial. Todo con tal de ocultarse del horror que lo perseguía. Pero... ¿sería esa madriguera lo suficientemente profunda como para huir también del que se escondía en su pecho?

Eso lo dudaba. Lo dudaba much...

Se detuvo en seco.

La nieve bajo sus botas era como un arroyuelo cenagoso que acabara de cristalizarse.

Había alguien allí, inmóvil en mitad del bosque. Una figura vestida de negro que lo miraba directamente. Un hombre de unos cincuenta años vestido con una sotana y un alzacuello manchado de sangre.

4

Un sacerdote.

5

Gerardo parecía una estatua de sal. Aquel hombre le contemplaba desde su alzacuello ensangrentado, más interrogativo que amenazador. Como si lo estuviera juzgando. Tenía una graciosa perilla triangular y un cabello áspero, ratonil, pero sus ojos parecían estanques de frialdad, los mismos que tendría el psicópata de Torquemada al presentarse ante una fila de herejes desnudas que esperaran sumisas su veredicto.

Gerardo, sin embargo, detectó cordura en aquellos ojos. Cuando el instante inicial de pánico al ver aquella figura surgiendo de la nada como un ángel vengador pasó, la mirada del sacerdote no le pareció tan terrible. Sólo tensa y categórica, como si declarase ridícula la idea de la huida.

—¿Q... quién es usted? —logró preguntar.

El hombre se le acercó, bajando su arma. Sostenía un crucifijo de hierro cuyo extremo inferior estaba afilado en punta. Pero lo bajó al oír hablar tan claramente a Gerardo.

—Usted no está infectado —dijo con voz sobria—. Bien. Me ayudará.

—¿Ayudarle? ¿A qué?

El sacerdote señaló la nave industrial.

—A liberar a los demás. Tuvo suerte, le recuerdo estando entre ellos, en el grupo grande. Pero todavía quedan muchos que aguardan nuestra misericordia.

—Nuest... pero ¿¡quién cojones es usted!?

Entonces Gerardo se dio cuenta del detalle de la voz.

Era la misma que había escuchado en la cinta de casete. La que recitaba aquel exaltado y fogoso exorcismo.

Le apuntó con un dedo tembloroso.

—¡Usted grabó aquella cinta!

—¿Volvió a escucharla otra vez?

—No le entiendo... ¿cómo que «otra vez»? ¿Qué sabe de lo que está pasando?

—No se acuerda. —El cura lo dijo con pesadumbre—. Mierda.

La mirada de Gerardo debió incomodarlo, porque echó a andar con paso resolutivo hacia la nave industrial, dejándolo atrás. El soldado lo sujetó por el brazo con fuerza.

—¡Espere, ¿qué diablos hace?! ¡No puede volver ahí, está lleno de... de esas cosas!

La mirada del sacerdote trepó por el brazo de Gerardo hasta su cara. Era una orden silenciosa para que lo dejara en paz, pero el soldado se mantuvo en sus trece.

—Soy consciente de ello. Por eso tenemos que regresar. Y usted va a acompañarme.

—Y una puta mierda. Yo me largo de aquí. Mi cuartel está a pocos kilómetros.

—Ya no quedan cuarteles, ¿comprende? —Su voz se enterneció. Era la clásica ternura mezclada con tristeza del padre que se ve obligado a admitir ante su hijo que los Reyes Magos no existen—. Ni guarniciones, ni ciudades. Ya no queda nada. Esas malditas cosas se han comido el mundo.

—No me lo creo. ¿Qué es, una enfermedad?

—No.

—¿Entonces?

El hombre se tomó su tiempo, pero al final respondió:

—Una posesión en masa. Como las que describe la Biblia pero a nivel global.

Lo que más miedo le dio a Gerardo fue que no le entraron ganas de reír al escuchar semejante gilipollez. No, ninguna.

—¿C... cómo...?

—Se lo explicaré si es necesario, pero le ordeno... no, le suplico que me ayude. Aún hay posibilidades de revertir el estado de esos desgraciados. Usted —lo miró con esperanza— es la prueba viviente.

—¿Liberarlos? ¿De qué?

El cura señaló su propia sombra con un gesto tétrico, como si en lugar de algo atado a su cuerpo fuera un elemento extraño, perturbador. Como si en ese lienzo de oscuridad que todo hombre llevaba pegado a sus zapatos se escondieran peligros sin nombre.

Gerardo entendió.

Recordó al monstruo que había visto en el cristal. Un demonio (una posesión en masa, a nivel global, ha dicho). El mismo que le perseguía por el túnel conceptual de su recuerdo (como si el Diablo se hubiese cansado de ir uno por uno, en plan Linda Blair, y hubiese cambiado su estrategia por la de la invasión total. De francotirador solitario a general de grandes ejércitos de poseídos. Exorciza esto si puedes, padre Merrin).

—¿Por qué soy yo la prueba? —tembló Gerardo—. ¿Prueba de qué...?

—Primero mi nombre: soy el padre Santa Rosa. Era párroco en esta provincia cuando la locura empezó. Usted estaba poseído, o infectado, o como cojones quiera llamarlo. Le encontré ahí dentro, buscando refugio y... —la voz se le quebró en la última sílaba—, y algo que comer. Como los demás.

»Seguro que no puede recordarlo, pero todo empezó en las ciudades, y se fue extendiendo lentamente hacia los campos y los pueblos. Siempre iban en grupo, formando manadas. No como en la ciudad, donde suelen caminar en solitario. Al verlos reflejados en los espejos comprendí lo que les pasaba, lo que tenían... ya sabe, dentro. Ellos, los que están al otro lado, se hacen visibles en los reflejos, porque son irreales como espejismos. Tras comprender lo que pasaba se me ocurrió intentar el ritual romano del exorcismo. Funcionó, aunque no en todos los sujetos que probé.

Gerardo estaba mudo del asombro. Casi podía sentir el hilo que le cosía los labios y la lengua, todo en una sola cosa, en un amasijo amoratado de carne.

Lo peor de aquella absurda situación era que las palabras del sacerdote sonaban melancólicamente sinceras. Eso fue lo que más fustigó la moral y la cordura del soldado. Porque si con esa voz tranquila el hombre le hubiese dicho que los cielos se habían abierto y unas naves alienígenas habían descendido para invadirlos, no le habría sorprendido tanto como aquella absurda historia de los poseídos.

Gerardo se tocó el pecho, casi con miedo de su propio contacto, como si tocarse la piel le fuera a dar calambre.

—¿Yo estaba poseído?

—Me temo que sí. Al principio pensé lo mismo que todos: que era algún tipo de infección, una especie de virus escapado de un laboratorio. Pero luego supe la verdad: esto no tiene nada de científico. Es puro misticismo. Al percatarme de que los antiguos ritos funcionaban, y que las palabras de poder eran capaces de paralizar e inducir un trance en esas cosas, grabé una cinta y la pasé en bucle por los altavoces. Mi objetivo ahora —señaló la antena de radio tipo Torre Eiffel—, es encontrar un sistema que pueda transmitir esas palabras masivamente, a cualquiera que esté escuchando. Que los que hayan sobrevivido se den cuenta de que hay una salida. —Suspiró—. Alégrese. Su estado actual, joven, es la mejor noticia que tenemos: una prueba de la piedad del Altísimo. Él intercedió por usted. Ahora es libre. Pero quedan muchos más a los que redimir, y muy poco tiempo.

—¿Por qué poco tiempo? ¿Cómo lo sabe?

Los ojos de Santa Rosa se afilaron.

—Porque si esto es una horda de la Oscuridad, seguramente habrá un general caminando por ahí, en alguna parte. Todo ejército tiene un líder, usted lo sabe bien. Y no quiero que me encuentre antes de que haya finalizado mi trabajo.

Pasaron unos segundos. Gerardo se desternilló de la risa.

—No sé cómo se las arregla para decir todas esas locuras y parecer tan cuerdo, joder...

—Los curas tenemos mucha experiencia en eso, créame. Dos mil años de púlpitos nos avalan.

Santa Rosa entendió que ya estaba todo dicho (al menos en lo que a Gerardo respectaba), y reanudó su caminata.

Tambaleante, el soldado (que estaba atrapado entre dos imperativos: mandarlo todo al carajo, o intentar indagar al máximo en lo que a él mismo le estaba pasando) siguió los pasos del sacerdote hacia el edificio. Necesitaba pensar. En todo lo que le había dicho. En lo que él mismo empezaba a recordar, débilmente pero con una extraña convicción.

Sí, era una idea espantosa pero cierta: en un momento determinado él se había convertido en una de aquellas cosas, uno de esos monstruos sin mente. Quién sabía cuánto tiempo deambuló perdido en las sombras, de esa guisa, devorando lo que encontraba a su paso. Y gracias a algún extraño e incoherente milagro, había conseguido volver.

¿Se había contado alguna vez la historia de un zombi que hubiese vuelto a la vida, y se plantease a posteriori sus actos? ¿Podía acaso regresar del otro lado un ser que durante todo aquel tiempo hubiera estado muerto? ¿Acaso la muerte no dejaría secuelas incurables en su cuerpo?

Era una locura, pero por el momento no tenía otra teoría. Si hubiese una base lógica detrás de todo aquello, algo así como un virus que le diese una explicación química a su estado alterado (toma ya eufemismo), podría razonar e incluso inferir cosas. Podría llegar a plantearse cuáles serían las secuelas de haber «muerto», si a ese estado se le podía llamar muerte, y luego volver a la vida.

¿Le quedarían daños permanentes en el cerebro, o en los órganos internos de su cuerpo? ¿Le habrían rasgado la tráquea y los sacos pulmonares los trozos del esternón de aquella mujer que se había tragado sin masticar? ¿Sería su cerebro un tumor negro gigante?

Desechó esas ideas. Por fortuna (o por desgracia) la explicación del sacerdote implicaba que nada de aquello tenía un origen físico. No había lógica de por medio. Acababa de decírselo: «Esto es puro misticismo». Mitología hecha realidad, de esa que acojonaba a los antiguos griegos y judíos y los llevaba a verter litros de sangre en sacrificios a sus dioses, para aplacar su caprichosa ira.

Si no había lógica tras la pandemia, sino sólo religión, entonces todo era posible. Era una buena noticia, en el fondo. Significaba que podía existir una cura, un conjuro mágico (como el ritual del exorcismo que utilizó Santa Rosa) que revirtiera aquella situación. Que purificara las almas, esterilizase el mundo y eliminase la pandemia.

Joder, yo nunca fui católico. Ni puñetera falta que me hacía.

—¿A qué se refería cuando dijo lo del grupo grande? —le preguntó al cura.

Santa Rosa se pegó a la pared de la nave industrial, intentando no ser visto por nadie de dentro. La cancela medio levantada estaba a sólo unos pasos.

—Hubo una lucha. Oí ruido de helicópteros y bombas, y luego aparecieron ustedes —relató—. Ya estaban infectados, lo que pasa es que aún no lo sabían. Se refugiaron aquí dentro y acabaron de convertirse. Lucharon enconadamente entre ustedes. Luego, los supervivientes formaron una manada, como los otros.

—Por Dios...

—Eso, por Dios. Usted, en el fondo, no hizo más que...

—No hice más qué. Déjelo ahí, se lo suplico. No quiero saberlo.

El cura iba a asomar la cabeza por la abertura de la cancela para echar un vistazo, pero Gerardo lo detuvo.

—Espere. Está bien, si vamos a hacer esto tendremos que asumir roles. Usted es el que reza y yo el que mato, ¿de acuerdo? Asumamos cada cual la función para la que nos han entrenado.

Santa Rosa accedió con una sonrisa.

—De acuerdo. Los soldados delante y los sacerdotes detrás, como en las Cruzadas.

—Esa comparación no me hace ni puñetera gracia —gruñó Gerardo.

—Ni a mí.

6

La sala de procesamiento de cárnicos estaba llena de trastos, máquinas enormes, cintas y ganchos de transporte. Era un espacio amplio pero abotargado, y aún así transmitía una sensación de soledad tal, que recordaba a las grandes llanuras de polvo que se veían en las fronteras del Oeste americano. Sólo faltaban las bolas espinosas rodando de aquí para allá para rematar la sensación de aridez de la fábrica. Gerardo pensó que si en cualquier momento aparecía un vaquero montado en un caballo putrefacto intentando echarles el lazo, no se sorprendería.

Por desgracia, no era precisamente a las películas del Oeste a lo que más recordaba aquella insana atmósfera. La sangre seca que salpicaba las paredes (por no nombrar el cadáver de la mujer sin maxilar y con el esternón al aire, que él mismo había matado y que —gracias a Dios— seguía tiesa en el mismo sitio) retrotraía más bien a los filmes de horror de los ochenta, con toda su carga gore y casposa. El hacha de bombero que Gerardo acababa de recuperar del suelo, el crucifijo afilado como un puñal que esgrimía el sacerdote, las señales de febril alimentación caníbal que surgían a cada paso... Sólo faltaba el clásico psicópata con máscara de portero de hockey, o con la cara del capitán Kirk pintada de blanco y su expresión congelada en no-me-gusta-un-carajo-lo-que-medice-este-tricorder, para rematar la faena.

Era un miedo irracional, pero Gerardo, que encabezaba la marcha, doblaba con precaución cada esquina, esperando que resonara en cualquier momento el relincho afónico de la motosierra, o la tos de la aserradora de gasoil puesta en las manos del chalado de turno.

—Vale, ¿qué es lo primero? —le preguntó a Santa Rosa, en voz baja pero enérgica—. ¿Por dónde empezamos?

—Tenemos que llegar a la sala de control —dijo el cura—. O como se llame el sitio desde donde se opera la antena del tejado.

—Eso es un repetidor de radio y televisión. No se opera de ninguna manera desde este edificio. Simplemente está ahí arriba, funcionando.

—Claro, es lógico. Mierda. —Santa Rosa se pasó la manga del traje negro por la frente. Acabó empapada, pero aquel líquido no era calor, sino puro miedo—. Los de televisión les habrán alquilado el espacio y ya está. ¿Cómo accedemos a ella, entonces?

—Subiendo. De alguna manera se podrá acceder a la azotea, supongo.

—Buena idea.

Fue al girar la siguiente esquina cuando supieron que se les había acabado la suerte.

«O quizá no», pensó Gerardo al ver lo que colgaba del cuerpo del soldado con el que se acababan de tropezar. Puede que el destino les sonriera por primera vez, ya que aquel silencioso pellejudo tenía varias armas colgando de su cuerpo: un fusil ametrallador de alto calibre (el nuevo inventito de los americanos, el Beowulf, una ametralladora que parecía un fusil de asalto normal pero que disparaba cartuchos del calibre .50, un jodido monstruo unipersonal), una pistola, un cuchillo de las fuerzas especiales (mil usos, incluyendo freír patatas y hacer chili con queso) y un cinturón con granadas incendiarias.

Y aquel maldito zombi ni siquiera se percataba de que toda esa chatarra estaba ahí, colgándole del hombro y de la barriga. Era como si de su cerebro hubiese desaparecido todo conocimiento sobre lo que eran aquellos trastos y para qué servían. Él seguía cargándolos por pura inercia, como hizo en vida, y ya está.

Pero Gerardo sí que lo recordaba.

Se abalanzó sobre él sin pensar, golpeando con el hacha. Una vocecita tímida al fondo de su cabeza le decía que aquel tipo le era familiar, que no sólo su uniforme le sonaba de algo (carajo, ¿no se parecía al tipo aquel de tu recuerdo, el que estaba apoyado en el árbol y disparaba a lo loco contra la foresta? ¿El que no te dignaste a salvar?). Pero la vocecita hacía muy mal su trabajo, porque a Gerardo no le importó lo más mínimo que se dejara oír: preso de una furia rabiosa, enfadado con el mundo y con lo que fuese que hubiera desatado aquella hecatombe, alzó su hacha y entró a matar.

El soldado descargó el arma sobre el pecho de su oponente, abriéndola en canal por un lateral del chaleco antibalas. A pesar de que estaba protegido por suculentas capas de grasa (ahora en descomposición y llenas de poros como plástico quemado), el estómago del pellejudo sufrió un corte que lo partió en dos mitades y dejó caer una masa dura como una piedra, un bolo alimenticio que se partió en trocitos al golpear el suelo. El zombi no sintió ningún tipo de dolor, y agarró a Gerardo por los brazos para atraerlo hacia su boca.

Lo habría conseguido de no ser porque Santa Rosa acudió en ayuda de su compañero: sujetó la cabeza del infectado desde atrás, le clavó el crucifijo afilado en la frente y tiró con todas sus fuerzas. Gerardo alzó de nuevo el hacha y la clavó transversalmente sobre los ojos del zombi. Los globos oculares, así como el puente de la nariz y media cara, salieron disparados como pedacitos de argamasa del hombre, que siguió pataleando en el suelo con el rostro convertido en un cuenco rojo.

Tres segundos después dejó de moverse.

Gerardo miró hacia un lado, a la plancha de aluminio que recubría una procesadora (y que parecía un espejo de lo pulida que estaba) y vio algo que le llenó de horror. Un horror entumecedor que le llenaba las arterias, y lo congelaba desde dentro hacia fuera.

Del cuerpo inerte del zombi salió una forma blanca, un fantasma de aspecto lejanamente humano pero con proporciones grotescas. Aullando de dolor (o de simple frustración), aquel demonio se elevó como humo por encima del cuerpo y se evaporó en el éter. Como si nunca hubiera existido. O más bien, como si un plano distinto de la existencia le estuviese reclamando como suyo, ahora que había fallado su ancla al mundo material.

Luego, todo quedó en silencio.

Los soplidos acongojados del pecho de Gerardo precedieron a su siguiente pregunta:

—¿Q... qué coño era eso? —Entonces se percató de que esa cosa era muy parecida a la que él mismo tenía dentro, a la que había visto reflejada en la caseta de control, y se lo hizo saber al padre Santa Rosa.

—Sí, puede que aún lo tenga dentro, aunque dormido. O mejor dicho, separado de su alma por la fuerza del exorcismo —reflexionó el cura—. Ya le dije que no funcionó con todos. Al menos usted vuelve a ser dueño de sí mismo.

Gerardo se rascó el pecho, frenético, como si pudiera escarbarse en la carne en busca de aquel espíritu.

—¡Sáquemelo! ¡Quiero que me lo saque del todo, joder!

—Tranquilícese, amigo...

—¡Un cuerno tranquilidad! —Le agarró por el alzacuello—. ¡Sáquemelo, ya!

Tras pensarlo un momento, el cura asintió.

—Bueno, teniendo en cuenta que usted es mi único aliado... sí, será mejor hacerle un lavado total de espíritu. Si no, quién sabe si esa cosa podría volver a recobrar el control sobre su mente.

—¿Y cómo lo hacemos? Dígame que siempre lleva encima un kit de exorcismo portátil, por piedad...

El sacerdote sacudió la cabeza.

—Me temo que no funciona así. Tenemos que ir a un lugar consagrado para que el ritual tenga verdadera fuerza. Yo consagré el suelo de una de estas salas la primera vez que lo probé, cuando usted se liberó. Pero...

—Pero ¿qué? —exigió Gerardo, desnudando al zombi y quitándole todas las armas, incluso lo que quedaba de su chaleco antibalas—. ¡Hable de una vez!

Notó que sus súplicas sonaban patéticas, extrañamente vacías de importancia. Otra vez era arrastrado, sin defensa, hacia la fe.

—El terreno sigue consagrado, apostaría mi vida. A menos que lo hayan desecrado de alguna forma, el poder de Cristo seguirá siendo fuerte en él. El problema es dónde está. —El cura miró hacia abajo, hacia los sótanos—. Me temo que cuando se lo diga no le va a gustar.

7

En el pasillo que Gerardo había recorrido antes en dirección contraria, cuando escapó del sótano, se habían encendido luces. Eran unos neones blancuzcos, lácteos, que proyectaban sombras nítidas como manchas de aceite.

Vacíos, sólo había pasillos vacíos allá abajo. «Menos mal», pensó Gerardo. El Beowulf respiraba bajo sus dedos, ansioso por entrar en modo muerte total, sus botellas de leche del calibre .50 temblando como yonquis en el cargador. Estaban deseosas de dispararse y regar de muerte lo que ya estaba muerto. No hacía falta mucho para convencer de ello a Gerardo, pero prefería andarse con cuidado y ahorrar munición. Era imposible saber cuántas de aquellas cosas pululaban aún por las entrañas del edificio.

Llegaron a la misma sala donde él había despertado. Allí quedaba aún su hueco, la sombra de humedad que había dejado su cuerpo, junto a la esquina sucia. El soldado se estremeció al pensar en qué habría sido de él si no lo hubieran traído de vuelta.

—Hagámoslo —ordenó, tajante—. Cueste lo que cueste.

—¿Cree usted en Dios, Gerardo? —le preguntó el sacerdote—. Si no, esto va a ser muchísimo más difícil.

Gerardo hizo un gesto extensivo a lo que había a su alrededor, pero que también podía aplicarse a cómo estaba el mundo.

—¿Cómo no creer, en estas circunstancias? La prueba más contundente que Dios ha podido mandarnos de Su existencia es este maldito apocalipsis.

—Puede que tenga razón. Vamos, siéntese aquí. Y trate de relajarse.

—¿Qué es esto, una especie de clase de yoga o así?

—No, pero me hará a mí la vida más fácil.

—¿Y por qué tiene que ser aquí abajo? ¿No podía haber bendecido la azotea?

—Se lo explicaré luego. —Santa Rosa suspiró de impaciencia—. Todo tiene una razón, incluso mi presencia aquí.

Gerardo cayó en la cuenta de que no se lo había preguntado. Hasta el momento había dado por supuesto que el motivo por el que el cura estuviera en este lugar del bosque, cuando no había enclaves habitados en muchos kilómetros a la redonda, se debía a la simple casualidad. Pero de algún modo había tenido que llegar hasta aquí. ¿Un sacerdote corriendo por el monte y buscando refugio en una nave industrial situada en el quinto infierno, en vez de estar junto a sus parroquianos? Sí, sonaba altamente improbable.

Pero como bien le había dicho Santa Rosa, ahora había que priorizar otras cosas. Las preguntas podrían esperar.

Se puso en posición de loto en el centro de la habitación. Todo aquello le sonaba muy raro, grotesco casi... ¿Qué le iba a hacer aquel tipo, drogarle espiritualmente o algo parecido? ¿Cantarle nanas hasta que el espíritu que tenía dentro se marchara del aburrimiento? ¿O matar unos cuantos pollos y bañarlo con su sangre, como hacían los chalados de las sectas?

—¿Cómo consagró este lugar?

—¿Perdón?

—Dijo que este lugar había sido consagrado. ¿Por qué? ¿Cómo lo hizo? —preguntó Gerardo.

—Sólo unos pocos sacerdotes de la curia en todo el mundo tienen permiso de su santidad el papa para practicar exorcismos —explicó Santa Rosa—. En España sólo éramos dos, un misionero del Cristo de los Betlehemitas y yo. No sé qué fue del otro. Si me va a preguntar si basta con poner los dedos así —hizo un gesto en plan Cristo redentor— y soltar un padrenuestro para bendecir un lugar... pues sí, la verdad es que basta con eso. Pero se nos presupone lo suficientemente sabios como para no abusar de nuestros dones.

Gerardo sonrió con malicia.

—¿Y en qué manual viene delimitado en metros el alcance de cada bendición? Me refiero... ¿hay algún sitio donde lo especifique? ¿O puede levantar la mano y bendecir todo el planeta? ¿Las consagraciones de suelos se miden en metros o en pulgadas?

—Es usted un puto cachondeo —graznó el cura—. Mire cómo me parto. Ande, estese calladito y déjeme hacer mi trabajo.

El padre Santa Rosa se sentó también en el suelo, frente a frente con su «huésped», y cerró los ojos. Estaba más concentrado que Gerardo, sobre todo porque éste no le quitaba un ojo de encima al pasillo.

El sacerdote empezó susurrando salmos, lentamente al principio, luego con más celeridad. Las palabras adquirieron una cadencia litúrgica, somnolienta, y pronto fluyeron como los versos de Pablo Neruda sobre las mareas: yendo y viniendo, aumentando y bajando de volumen, trayendo y llevándose los significados y las metáforas. Gerardo tuvo que luchar contra la somnolencia (no podía creerse lo cansado que estaba, sólo el continuo chute de adrenalina de la sensación de peligro lo mantenía en pie), pero al cabo de unos segundos...

... Comenzó a pasar algo.

Algo extraño.

Las imágenes que habían explotado en la mente del soldado hacía una hora, cuando despertó del letargo de los infectados, volvieron a resurgir. Con más fuerza e intensidad, igual que había ocurrido mientras escuchaba la cinta grabada. Sólo que esta vez no era una reproducción, un plagio magnético de un ritual de hace mil años. Esta vez tenía delante a la fuente de ese poder, de esa devoción, y fue como si el aura de santidad que emanaba del padre Santa Rosa le golpeara con los vientos de una tempestad. Una tormenta de fe llena de relámpagos.

Gerardo se tensó como si le hubiesen pegado las palas de desfibrilación de un quirófano en el alma. Con el primer chute electro-místico llegaron las imágenes de su pasado...

Quién era él, de dónde había venido, Dios, sí, lo recordó todo de golpe, como si siempre hubiera estado ahí, escrito en un pedazo de papel, sólo que ese papel estaba boca abajo; infantería, cuerpos especiales, división Z, con sede en Cataluña; eran los mejores en su trabajo, y lo que hacían no era bonito; nombre, Gerardo Quintana Molientes, rango capitán, tenía a su cargo un escuadrón de limpieza de infectados cuando el cuartel fue atacado por una marabunta humana, una auténtica marea putrefacta de zombies; ellos huyeron, el cuartel cayó pero los helicópteros de la OTAN que colaboraban con ellos lograron despegar, a partir de ahí el infierno...

y después de éstas, otras imágenes más grandiosas, más apocalípticas y a su modo más ilusorias, como sacadas de una película de Hollywood trufada de efectos especiales. Cosas tan espectaculares que por definición no podían pasar en el mundo real. Eran sus últimos recuerdos de Barcelona, de antes de la caída de la Ciudad Condal.

y con ella la desaparición de Marta, santo Dios, ¿qué habría sido de ella?, le envió un último mensaje por el móvil antes de que todo se fuera al carajo y cayeran también los servidores; fue un te quiero, un te amo acompañado por una de esas caritas graciosas que Gerardo tanto odiaba, él nunca las utilizaba en sus mensajes, le parecían un gasto hortera de bits para transmitir sensaciones que podían expresarse con palabras, como te quiero, o te echo de menos; o ven a buscarme, por favor, porque el mundo se ha convertido en un lugar oscuro y lleno de muerte y necesito que alguien me dé luz, Marta, Marta...

Y el recuerdo más increíble de todos: el cataclísmico asalto final contra el último bastión de resistencia humana, de los no infectados, la última fortaleza en una Barcelona asediada: la Sagrada Familia, el templo de la expiación final. Allí fue donde los últimos seres humanos auténticos que quedaban corrieron a esconderse cuando todo lo demás falló. Donde intentaron resistir hasta que llegase la ayuda.

Donde fallaron en el intento.

Gerardo gritó al recordar el zumbido de los helicópteros, y el tronar de los tanques haciendo polvo las calles con sus orugas, todo ello amortiguado por el rugido apocalíptico de la marabunta que se abalanzaba sobre los muros de la basílica. No era una masa humana normal, no estaban vivos sino medio muertos: infectados, como los llamaban entonces. Poseídos, como él sabía que debían llamarlos ahora.

Formaban una pared de personas, de cuerpos humanos apiñados en un tsunami de carne: miles, quizá decenas de miles de ellos, apilados en oleadas, en maremotos, en huracanes de dientes y uñas manchados de rojo, huracanes de pasión destructiva y hambre voraz. Parecían una sola cosa, un organismo múltiple compuesto por millones de células que obedecieran a una mente global. Igual que en aquellas antiguas películas en blanco y negro del tal Eisenstein o Einstein, que Gerardo se había tragado porque no le quedaba más remedio cuando salió con la chorba aquella, la cinéfila. Le parecieron unos truños insufribles (lo más sofisticado que él había visto en una sala de cine era «A todo gas 6», y eso poniéndonos cultos), pero cuando llegó el caos, y la marabunta sin cerebro inundó las calles, supo cuán acertado había estado aquel director de cine con sus imágenes de las masas humanas subiendo y bajando escaleras, gritando consignas ante los rifles de los opresores, interpretando el drama de la vida sin tener rostro, sólo piernas y cabezas que se movían de un extremo de la pantalla al otro.

... Sí, la toma de la basílica, un caos sangriento igual que la toma de la Bastilla. Gerardo se recordó a sí mismo estando allí, en primera línea, junto a los defensores. Vaciando su cargador sobre el Monstruo, la marea de infectados sin mente. El ente colectivo. Lo vio chocando con la furia del mar contra los rompientes, derribando muros de sacos de arena, tumbando vehículos blindados de lado, absorbiendo los disparos de las ametralladoras como si no le causaran el menor dolor. Total, ¿qué más daba que cayeran sus primeras filas, los pellejudos que iban en cabeza, si había cuarenta mil más detrás?

Cuando ese tsunami golpeó la Sagrada Familia se oyó un estruendo igual que si el mundo se hubiese partido en dos. Gerardo estaba subido a una de las torres, y se había quedado prácticamente sin munición. Vio cómo un helicóptero fuertemente armado, con alas cargadas de misiles saliéndole por los costados, pasaba a poca distancia sobre la masa, esparciéndola con el viento que surgía de sus aspas. Pero los atacantes no cedieron.

En un arrebato de locura, el piloto disparó varios cohetes que impactaron sobre la masa de infectados... y de paso sobre la estructura del edificio que había debajo. ¡Puf!, confeti de muertos esparcido por el aire en un hongo de diez metros de altura. Ancianos poseídos que habían salido en tropel de un edificio cercano, tan débiles que parecían traslúcidos, volaron por los aires como cometas deshechas por el viento. Los trozos de aquella montaña de atacantes estuvieron lloviendo sobre los barrios del centro al menos durante media hora (y sobre las propias aspas del helicóptero, que los redujeron a pulpa ensangrentada como si de una enorme batidora de cocina se tratara).

Gerardo contempló aquello con ojos de ciervo asustado por el chasquido del arma del cazador. Se encomendó a todos los santos mientras saltaba del tejado para protegerse de la explosión. Iba a caer sobre un colchón de cuerpos humanos. No sabía si infectados o no (probablemente sí) pero no le importaba. La onda expansiva se transmutó en una vorágine de fuego y humo, y una de las torres se desmoronó, golpeando como un martillo divino a la masa de zombies. El martillo de Dios. A Gerardo le pareció que, de todas las torres de la Sagrada Familia, era la que simbolizaba los atributos episcopales, con la mitra y el báculo haciéndose pedazos por la fuerza del derrumbe. Miles de poseídos cayeron bajo su furia, pero otros tantos llegaron al minuto para ocupar su lugar.

—¡No! —chilló el soldado, abriendo los ojos.

Y lo que vio fue una escena si cabe más increíble que lo que estaba recordando: el padre Santa Rosa tenía las manos clavadas en su pecho, en el esternón de Gerardo, y tiraba de algo que se aferraba a él con uñas y dientes.

Ese algo tenía la forma insustancial de un demonio.

Santa Rosa gritaba los últimos versos del ritual escupiendo saliva y sudor sobre el demonio, el cual, a pesar de su naturaleza etérea, parecía sólido bajo las manos del sacerdote.

Éste se desgañitó lanzándole imprecaciones en latín mientras lo arrancaba literalmente del pecho de Gerardo. El demonio se retorció, gimió, ladró, rugió e intentó defenderse, pero el cura echó mano de su puñal-crucifijo y rajó al espíritu, deshilachándolo. La cosa se evaporó como aire sofocante de verano.

Gerardo frunció el ceño ante lo que acababa de ver. Aquel día tenía mucho ceño para fruncir.

Con un tremendo esfuerzo, forzó su respiración para convertirla en sonidos:

—¿Qué... qué... ha... sido... eso?

Santa Rosa sonrió.

—Un uno a cero para los buenos. No hace falta que me lo agradezcas.

Pero Gerardo sí se lo agradeció. Y lo hizo estallándole el tímpano de la oreja derecha.

8

El mundo pareció explotar cuando Gerardo elevó el cañón de su Beowulf y disparó justo por encima del hombro del sacerdote.

Éste sintió cómo le estallaba el tímpano, lanzando hacia fuera una pequeña salpicadura de sangre negra. Sólo le había golpeado el sonido, pero fue como si le clavasen un estilete dentro de la oreja.

Aullando de dolor, cayó de costado y se llevó las manos a la cabeza, intentando detener la hemorragia. Miró con horror al soldado, preguntándose a qué venía aquella locura, cuando lo entendió.

Había una turba de gente en el pasillo. Poseídos.

Gerardo había reaccionado sin pensarlo, disparando sobre el que estaba prácticamente sobre el padre Santa Rosa. No lo vio llegar hasta que fue demasiado tarde porque estaba demasiado atento al exorcismo, y cuando se dio cuenta de su presencia, de que estaba a punto de rajarle la garganta al cura, Gerardo no pensó. Sólo actuó, levantando el arma y disparando. Santa Rosa se quedaría sordo para siempre de ese oído, pero al menos seguiría vivo.

No se podía decir lo mismo del poseído (a partir de ese momento los llamaría así, qué joder. Pruebas tenía de sobra). Una bala del calibre .45 ya era un monstruo, ¿verdad, Harry el Sucio? Pero una del .50 era un engendro, un paquetito de muerte enlatada que cuando impactaba contra un enemigo, a una velocidad superior a la del sonido, lo que provocaba no era una muerte limpia como las que se veían en las películas, sino justo lo contrario, un terrible desastre de potencia comprimida que cogía el cuerpo humano y lo reducía a algo sin forma ni nombre.

Eso lo comprobó el zombi cuando la bala convirtió filosofalmente su pecho no en oro, sino en una gelatina ocre. La fuerza del impacto lo lanzó hacia atrás dos metros, haciéndolo caer justo delante de la turba que se aproximaba por el pasillo.

Gerardo se levantó con un estallido de adrenalina. Se sentía mejor, muchísimo mejor. Casi diría que hasta feliz (aunque podía ser un estado de euforia similar al de ciertas drogas, que se había disparado en su alma cuando se vio libre de su «huésped»). Feliz, se encaró con el pasillo y con la larga fila de atacantes que venían.

Eran operarios de la fábrica, a tenor de sus monos de trabajo. Parecían dogos de fauces espumeantes y manos febriles, dementes, que se alargaban hacia ellos para comérselos. Pero no pensaba darles ese placer.

—Bien, señor mío —le dijo al cura—. Es hora de salir de aquí luchando, como en Jerusalén. ¿Está preparado?

Santa Rosa no le oyó (ahora mismo tendría la cabeza llena de un amortiguado piiiiiiiiiii que no se iría hasta pasadas unas horas), pero entendió lo que quería decir. Y se preparó para salir corriendo tras él.

Fue una salida gloriosa, desde luego. Gerardo, que realmente se sentía más ligero sin el espíritu invasor, como si le hubiesen quitado un gran peso de los hombros, se apoyó el rifle contra el hombro y avanzó disparando, bum, bum, bum, un cañonazo cada vez. Nada de ráfagas, tiro a tiro. Muerto a muerto. Aún tenía un segundo cargador de reserva colgado del cinto, pero no era cuestión de andar desperdiciando balas.

A su espalda, Santa Rosa se lanzó a una apología fúnebre, un himno piadoso que canturreaba mientras enarbolaba su cruci-puñal y remataba lo que Gerardo iba dejando pasar, los cuerpos de los poseídos a los que el calibre .50 había reventado hombros, brazos o piernas. Algunas cabezas también estallaron como melones maduros. Lo bueno de tanta potencia de penetración era que un solo cuerpo, por lo general, no bastaba para detener un disparo, por lo que esa bala podía seguir perforando lo que hubiera detrás y derribando más blancos.

No supieron bien cómo, pero los dos hombres consiguieron salir otra vez del sótano y llegar al ala de la nave donde estaba la caseta de control. Gerardo se movía frenético de un lado a otro, contando en voz alta las balas. El cargador llegó a cero más o menos cuando estuvieron frente a la puerta de la caseta.

Gerardo dejó caer ese cargador y lo sustituyó por el de reserva. El último que les quedaba.

—Observe. Creo que es por ahí arriba. —Señaló una escalera que llevaba a una puerta que con toda seguridad daría a la azotea. Pero tenía una viga derrumbada delante, por lo que sería difícil traspasarla.

—¿Cree que pasaremos? —jadeó Santa Rosa.

Gerardo analizó la situación. No venían más poseídos, aunque sus rugidos se oían a lo lejos, embrujando el edificio como un carillón estridente de discordancias.

—Si nos dan el tiempo suficiente, sí. Creo que podré limpiar de escombros el camino.

—¿Qué dice?

—¡Que limpiaré de escombros eso! —le gritó al oído.

—¿¿Cómo??

Gerardo lo dio por perdido y le hizo señas para que le siguiese. Al momento estuvieron arriba, junto a la puerta (aunque primero pasaron por la caseta para recoger la cinta grabada del exorcismo). Por el quicio se filtraba luz del exterior, un atardecer ya muy próximo a la noche. Un crepúsculo rojo sangre.

—Tome. —Le entregó el rifle al cura—. ¡Vi-gi-le-por-si-vie-nen! —silabeó, acompañándolo de graciosos gestos.

Santa Rosa apuntó con el arma hacia la escalera. Gerardo no le advirtió que el retroceso del rifle podía romperle el brazo, pero tampoco creía que fuese a disparar nunca. Si había problemas, él se encargaría.

—¿Me lo piensa contar? —preguntó Gerardo mientras lanzaba escaleras abajo los escombros y trataba de mover la viga.

El sacerdote le leyó los labios.

—¿Mi historia? —dijo en voz más alta de lo normal, como quien habla al mismo tiempo que escucha música por unos auriculares—. Le aburriré.

—Eso lo dudo, uf, mucho.

—Supongo que no tiene lógica ninguna, como nada de lo que está pasando. Tiene que ver con la búsqueda última de la verdad. Y buscar la verdad siempre ha sido una de mis obsesiones.

—Bueno, cada cual debe pagar las cuentas de sus obsesiones —jadeó el soldado, haciendo palanca con el hombro. La viga era tan pesada que apenas se desplazó un centímetro—. ¡Uf! Usted hable y distráigame, que la salvación, la matanza y las demás obsesiones que ahora nos hacen falta corren de mi cuenta.

El sacerdote no oyó esto último, pero siguió hablando como si él también necesitara desahogarse.

—Siempre he sido un hombre con una misión, Gerardo. No me da vergüenza confesarlo. Sólo que a diferencia de otra gente, que vive sólo para su trabajo, para ganar dinero o para caerle bien a los demás hasta extremos enfermizos, mis sueños siempre giraron en torno a la verdad —recordó—. Comenzó al poco de visitar el Vaticano, donde el Santo Padre me ungió con los dones de san Basilio, patrón de la purificación espiritual. Me convertí en un cruzado de Cristo, en uno de sus guerreros contra las fuerzas inmateriales del Más Allá. Sí —rió—, sé que suena muy pomposo, pero es cierto. Nos hacemos llamar así, aunque el vulgo nos conozca por otro nombre: exorcistas.

»Al regresar a España visité algunos templos donde se guardan textos de la época de los copistas de Carlomagno, manuscritos que datan del siglo viii, aunque también los hay posteriores. Fue en uno de esos amarillentos incunables donde descubrí algo que... —Al llegar a esta parte el sacerdote perdió el color en las mejillas, como si el mero recuerdo le provocase escalofríos— ... que me cambió la vida para siempre. ¿Ha oído hablar alguna vez de los estatutos Excommunicamus del papa Gregorio IX?

—Ni de coña. ¿Eso de la incomunicación tiene que ver con los teléfonos móviles?

—No. Los Excommunicamus fueron los textos que dieron origen a la Santa Inquisición. Seguro que de esa sí que habrá oído algo. En principio se supone que están guardados en Roma, pero cuando el Santo Padre me ungió, también me puso en la senda de ciertos documentos que se escondieron a finales del siglo xvi, para protegerlos de la purga eclesiástica de las nuevas monarquías. Los franciscanos y los dominicos, quienes tenían a su cargo el mayor número de inquisidores de la Iglesia, recibieron la misión de esconder algunos de los pergaminos originales para que su contenido jamás viera la luz. Para que con ellos quedase enterrada la verdadera razón por la que se fundó la Inquisición.

—¿La verdadera razón? —se extrañó Gerardo, que golpeaba las esquinas de la viga de cemento con su cuchillo de supervivencia, para limarlas un poco—. ¿No fue la lucha contra los herejes y los moros, o algo así?

—Eso es lo que se le dijo al pueblo, pero no fue la única y ni siquiera la mayor de las razones. —Santa Rosa tragó saliva—. La excusa fue la lucha contra la doctrina maniqueísta de los albigenses, que creían en la dualidad de dos dioses, uno bueno y otro malo. Pero esa era la pantalla de humo que ocultaba la verdad. Los estatutos Excommunicamus contenían párrafos donde se revelaban los auténticos motivos que impulsaron a los papas a crear este organismo de represión, pero... aquellos textos eran demasiado valiosos y a la vez peligrosos como para que los encontraran sus enemigos, así que se dividieron en siete partes y fueron escondidos aquí y allá, en pequeñas iglesias y monasterios de dominicos y franciscanos que había por toda Europa. Aquí en España tenemos guardado uno de esos capítulos, titulado Excercitus ex mortuis. «De los ejércitos de los muertos.»

»Sí, Gerardo —un extraño brillo cruzó los ojos del sacerdote de izquierda a derecha—, lo ha oído bien. De los ejércitos de los muertos, de las huestes del infierno que se desatan sobre la Tierra. Esto que está ocurriendo ahora ya sucedió antes, hace siglos. Europa se vio azotada por una maldición divina durante el siglo xiv, en el reinado de la Peste Negra, y también antes, muchísimo antes, cuando aún éramos etruscos y celtas y arios, y todavía no españoles, franceses o alemanes. La Inquisición se creó para buscar los brotes infecciosos y cortarlos de raíz, eliminando todo rastro de posesión del Maligno. Pero los hijos de puta de los dominicos se excedieron en sus funciones y vertieron auténticos ríos de sangre de hombres, mujeres y niños por todo el continente. Todo ello amparándose bajo la bandera de la purificación espiritual y la luz de Cristo.

»Cuando encontré los incunables y los traduje del latín antiguo, supe que hubo una guerra secreta en Europa, una cruzada contra los poseídos, que se saldó con millones de muertes. La cristiandad hizo lo que pudo por enterrar estos hechos porque los consideraban una prueba de la decepción de Dios para con ellos, un castigo que el Altísimo les había impuesto por su mala administración del mensaje de los evangelios. Ningún papa podía permitirse que los rumores sobre tal mancha en el historial de la Iglesia llegaran allende los mares, a los territorios dominados por el islam, porque la institución de Cristo perdería toda credibilidad frente a sus enemigos. Por eso lo silenciaron. Por eso casi nadie en Europa lo recordaba... salvo los guardianes de los textos antiguos.

—¿Esta hecatombe ya pasó antes? —Gerardo estaba atónito—. ¿Y cómo la detuvieron?

Santa Rosa leyó la pregunta en sus labios y respondió:

—Ahí está el quid de la cuestión. No por qué, sino cómo. Por lo que leí, los antiguos ritos fueron su principal arma: esas fórmulas que los cristianos heredamos de religiones de las que la nuestra es sólo un derivado reciente. Pero los salmos por sí solos no bastan, no tienen suficiente influencia como para hacer frente a todo un ejército de poseídos. Hace falta, además, buscar lugares de poder.

—¿Lugares de poder?

—Sí —asintió el sacerdote—. Lugares que antaño albergaron tumbas de mártires, o grandes enterramientos comunales, o enclaves sagrados para observar las estrellas, como Stonehenge. En esos sitios hay verdadero poder espiritual, energía mística acumulada durante siglos. En España quedan algunos, que datan de los tiempos de los Millares... pero claro, es difícil reconocerlos. En especial cuando todo lo que antaño hubo aquí fue barrido por el tiempo, y donde una vez florecieron templos ahora se levantan naves industriales.

Gerardo dejó de picar la viga. Miraba a Santa Rosa de hito en hito.

—¿Estamos ahora mismo en un lugar de poder?

—¡Y tanto! —dijo el cura—. Los primeros cristianos que se asentaron en Hispania, construyendo sus colonias sobre las ruinas de civilizaciones anteriores, se trajeron con ellos un par de reliquias sagradas que habían pertenecido a María, la madre del Salvador. Collares de oro de su época de gran sacerdotisa y cosas así.

—¿Gran sacerdotisa? —se extrañó Gerardo—. Pensé que Jesús procedía de una familia humilde...

—Y así fue, al menos al principio. Pero ya sabes el dinero que dan las sectas, y en aquella época no era distinto. Gracias a sus pactos con los romanos para mantener a los judíos a raya, María y su esposo murieron muy ricos, años después de que falleciera su hijo más famoso. Pero esa es otra historia. Ahora lo que cuenta es que tenemos que alcanzar esa antena, a ver si puedo no sólo radiar esta cinta al mundo —jugueteó con el viejo casete—, sino contactar con mi colega, el otro exorcista. Él me contará lo que necesito saber para «inflamar» este lugar de poder.

A Gerardo le temblaban las rodillas tras tantas revelaciones. Y él que pensaba, pobre ingenuo, que sólo estaba metido en una guerra. Ahora resultaba que la cosa databa de los tiempos de la Inquisición. Y más atrás.

En ese momento la viga crujió, y cayó al suelo con un estruendo.

Satisfecho, Gerardo hizo un molinillo con el cuchillo y se lo guardó.

—Bien, pues adelante, padre. Escriba usted el nuevo capítulo de este evangelio.

9

Cuando salieron al tejado, la noche estaba prácticamente sobre ellos. El polvo de la Vía Láctea pintaba bermellones de seda en la cúpula de estrellas. Las nubes eran del color del acero y el horizonte un cable rojo.

Ante ellos se erguía la gran estructura de la antena de comunicaciones. Era básicamente un repetidor, que servía tanto para las microondas de los teléfonos móviles como para la radio y la televisión digital, pero ellos podían usarla para más cosas.

Corrieron por el tejado hasta alcanzar la base de la antena. Allí, el sacerdote accedió a un panel de control atornillado, que Gerardo tuvo que forzar con su cuchillo.

—Dese prisa, padre —murmuró, sin dejar de apuntar a la puerta con el rifle—. Algo me dice que no estamos nada seguros aquí arriba. Además, se me están congelando las pelotas.

—Voy todo lo rápido que puedo. No soy ningún experto en electrónica.

—Pues ya podría haberse leído unos cuantos libros, si sabía que tendría que venir a este lugar.

Refunfuñando, Santa Rosa extendió la consola plegable y empezó a teclear. Fue extraordinariamente sencillo entrar en el sistema, ya que no estaba diseñado para tener que protegerse de intrusos.

—¡Ya lo tengo! —se aplaudió a sí mismo—. Casi todo el ancho de banda está vacío. Ya nadie está transmitiendo, al menos a nivel profesional. Las ondas de radio son un páramo virgen. Ahora espere... sintonizaré la banda digital por la que transmite mi colega, y rezo por que...

De los altavoces brotó una voz como un torrente.

Era un sonido áspero, cuarteado, como si fuera un accidente de la estática más que producto de una garganta humana. La pillaron a mitad de una frase, pero cuando su mensaje llegó al final y volvió a repetirse, en bucle infinito, supieron que era una grabación.

—Vaya, parece que su colega tuvo la misma idea que usted, ¿eh?

—¡Sssshhh, cállese! —protestó el cura—. ¡Escuche lo que está diciendo!

Lo hicieron, y a Gerardo todo aquello le sonó a una sarta de patrañas místicas, como las que Santa Rosa le había contado un minuto antes. Patrañas que también, al igual que aquéllas, sonaban espantosamente reales.

—... y te garantizo que no te va a ser fácil, hermano mío, aunque hayas encontrado el lugar de poder —decía la transmisión. La voz profunda se parecía a la de Marlon Brando en las cintas de Apocalypse Now—. Estuve en Toledo cuando los poseídos cruzaron el Torno del Tajo. Una vez llegados a ese punto ya no pudimos detenerlos. Pero yo lo descubrí, oh, sí, lo descubrí... y casi no sobreviví a ese conocimiento. Santa Rosa... —la voz se le cuarteó cuando nombró a su colega— ahora queda en tus manos, eres nuestra última esperanza. Se revela con la oscuridad, aunque no sea esa la única manera. También lo sagrado, lo bendito, puede destaparlo.

—¿A qué se refiere? —preguntó Gerardo.

—¡Sssshhh, escuche, por Dios!

—... Se esconden en la oscuridad —prosiguió la voz de la radio—, y sólo la oscuridad puede destapar sus secretos. Si huyes de la luz encontrarás puertas y verás cosas que no existen bajo el sol, sólo en la más completa negrura. Esas puertas sirven para viajar al lugar de donde proceden ellos... Sólo estando allí podrás entenderlos, y quizá, sólo quizá, detenerlos...

La transmisión constaba de eso y poco más. Todo en un bucle infinito, radiado hacia todas partes. Estaba claro que aunque ellos llamaran, ya no quedaba nadie al otro lado para contestar. No lo intentaron.

Santa Rosa se dejó caer sobre sus posaderas, abatido. Una fina llovizna comenzó a dibujar filigranas en el suelo.

—¿Puertas en la oscuridad? ¿Qué habrá querido decir con eso?

Gerardo le dio una palmada en la espalda.

—Todos los curas sois unos chiflados. ¿Y qué chiflado entiende a otro? Venga, Obi Wan, que eres nuestra única esperanza. Haz funcionar esas neuronas.

—Veo que su memoria está regresando a buen ritmo, soldado. Ya ha cargado la dichosa cultura pop.

—¿Y eso le parece asombroso? Deje que llegue a la parte de las strippers y verá lo que es un alucine...

El cable rojo del horizonte se volvió mate y luego negro, y una noche sin parpadeos de estrellas cayó sobre ellos. El cielo se había cubierto repentinamente por un manto de nubes negras. La punta superior de la antena capturó el último rayo del ocaso con su metal y destelló lanzas irisadas.

Luego se hizo la noche. Completa, densa, rotunda.

La oscuridad se había adueñado del mundo. La Luna (¿era aquello la Luna?) parecía una pluma verde sobre la meseta.

—Oscuridad. Es justo lo que necesitamos —dijo Santa Rosa.

—Pues estamos de suerte, porque el interior de la nave tiene que estar negra como una mina de carbón.

—¡Genial! Venga, soldado, sígame.

—¿Genial? ¿Dónde ha quedado el «cuidado con todos esos malditos zombies caníbales que ahora no vamos a poder ver»? —Gerardo arqueó una ceja.

El cura regresó a la escalera. Gerardo comprobó por última vez que su rifle estuviese cargado. Si tan sólo tuviera unas gafas de visión nocturna...

Descendieron con extremo cuidado los primeros peldaños. ¿Oscuro como una mina, había dicho? Como boca de lobo o como el coño de una prostituta hindú habrían sido ejemplos más adecuados. Gerardo no distinguía nada a dos palmos, y eso que sus ojos ya habían tenido tiempo de acostumbrarse a la oscuridad. Su arma llevaba incorporada una mira láser, un haz verde que habría destacado en la negrura como una arteria incandescente. Pero no la activó. No sabía si aquellas cosas seguían teniendo un remedo de inteligencia, pero tampoco era cuestión de revelarles su posición.

Cuando la escalera desembocó en la plataforma de la caseta de control, tuvieron delante el gran recinto de procesamiento cárnico. Desde aquella atalaya contemplaron la oscuridad, rezando porque sus ojos se adaptaran antes de que «algo» saltara sobre ellos para comérselos.

Y fue entonces cuando lo vieron.

El padre Santa Rosa se hundió en su pose, la vista clavada en lo que la negrura había iluminado en el centro de la sala. Gerardo también podía verlo, pero seguía sin creérselo.

La voz de la radio tenía razón. La oscuridad era un lienzo sobre el que se pintaban cosas que no existían a la luz del día, como aquella especie de estructura grande, de dos pisos de altura (partiendo desde el suelo, casi rozaba el techo de la nave), que parecía un zigurat de los antiguos sumerios.

Una estrecha puerta agrietada se recortaba como una herida abierta en la base de la construcción, un acceso a lo que fuese que contuviera la extraña pirámide. Sobre el dintel había tallados dos ojos que miraban con un intenso sentimiento, cuencas oscuras como el vino que no perdían detalle de lo que sucedía en el mundo real. Y en la cima del edificio, lo que parecía una pira, un templo de llamas con un cadáver ya dispuesto en el altar, manojos de carne negra resbalando por los contrafuertes...

Gerardo se estremeció de pies a cabeza. Aquella era la misma sensación que debió sentir el doctor Jones la primera vez que vio el Arca de la Alianza: la certeza, clara e indeleble, de que tenía delante algo que no era de este mundo. Algo que pertenecía a los poderes que estaban más allá de la comprensión humana, ya podía llamarlos Dios o Rama o la madre que lo parió...

Gué, gué, suigcidio, gué...

—Dios. Bendito. —Escupió las palabras a borbotones, como tosidos de letras.

Miró al sacerdote.

—¿Y ahora qué coño hacemos?

Santa Rosa temblaba. De emoción, de espanto, de incredulidad. De mil cosas distintas.

—Es... es un milagro... Eso que ves... es seguramente la puerta por la que esas cosas han entrado a nuestro mundo...

—Pues si es una puerta tendrá una cerradura, ¿no? —gruñó el soldado—. Digo yo que podrá cerrarse. Podríamos impedir que esos bichos sigan entrando en nuestro mundo y poseyendo a la peña.

Gerardo indagó en los ojos del sacerdote, pero en éstos sólo quedaba una perplejidad religiosa. Santa Rosa tenía la cara del hombre que se ha pasado la vida persiguiendo un sueño quimérico, y que por primera vez halla la prueba de que su sueño es real.

¿Cuál sería ese sueño, la demostración de la existencia de Dios, la de Su enemigo, la del Más Allá...? Tal vez ni siquiera Santa Rosa pudiera responder a esa pregunta.

Gerardo le dio un culatazo suave en el hombro para despejarlo. El cura soltó un distraído «ay» y siguió mirando estupefacto al zigurat. Cuando se fue a masajear el dolor, se equivocó de hombro y empezó a frotarse el contrario.

—Lo que me faltaba —se desesperó Gerardo—. ¡Venga, amigo, espabile! ¡Sé que esto debe ser un subidón para usted, pero lo necesito aquí y ahora! ¿Cuál es el siguiente paso? ¿Cómo podemos cerrar esa puerta?

Sus palabras debieron rozar una parte importante de los procesos mentales del cura, porque se volvió hacia él, repentinamente lúcido, y dijo:

—Tenemos que iluminar de alguna manera eso. Tal y como está se hará invisible de nuevo si nos acercamos.

—¿Cómo se puede iluminar algo que desaparece por completo bajo la luz?

Santa Rosa caviló unos segundos, muy concentrado, y chasqueó los dedos. Sólo le faltó exclamar «¡eureka!».

—¡También lo sagrado, lo bendito, puede destaparlo!

Gerardo arrugó la frente.

—¿Perdón...?

—¡Eso fue lo que nos dijo mi colega, en la transmisión! ¿Se acuerda? «También lo sagrado, lo bendito, puede destaparlo.» Creo que sé a qué se refería.

Señaló los tubos del sistema de riego antiincendios que pasaban por debajo de la caseta. Partían de un tanque metálico cilíndrico que ocupaba toda una pared.

—¡Algo bendecido! —exclamó, y entró corriendo en la caseta.

Examinó los controles, tocó algunos botones, se equivocó y volvió a rectificar, y un motor lejano empezó a soltar su gemido lastimero. Las tuberías de conducción de agua temblaron, emocionadas por acoger de nuevo aquel flujo arterial que pasaba por sus entrañas, y los aspersores se abrieron en gloriosos paraguas de lluvia.

Con unos chasquidos secuenciales, los techos de la nave industrial se llenaron de cúpulas de agua espolvoreada.

Gerardo, que no entendía un carajo de lo que estaba pasando, dejó pasar al sacerdote cuando salió de la caseta y se alongó en la barandilla, sobre el tanque de agua.

—Usted me preguntó cuál era el alcance efectivo de la bendición cristiana, ¿no? —sonrió el cura—. Pues abra bien los ojos.

Santa Rosa murmuró una plegaria y trazó una señal de la cruz sobre el tanque de agua, bendiciendo su contenido. «Si uno no creía en esas patrañas de la religión —pensó Gerardo—, aquel gesto para lo único que serviría era para demostrar que hay mucha gente en el mundo con demasiado tiempo libre y una enorme desvergüenza.» Pero si eras creyente, lo que acababa de hacer el cura tenía un significado. Tenía poder. Y aquellos incontables galones de agua estaban ahora imbuidos de una fuerza mística prodigiosa.

Gerardo arqueó las cejas sorprendido cuando la maniobra del sacerdote dio resultado: el agua llovió sobre justos y pecadores, sobre máquinas y suelos, sobre vivos (ellos) y muertos (los otros). Pero también resbaló por la paredes del zigurat, haciéndolas sólidas, tangibles. Como si el edificio realmente existiese, y no fuese un espejismo.

El agua adquirió la forma de la pirámide y se quedó allí, flotando en el aire, como si el hombre invisible se hubiese dado una ducha y lo único que se viera de él fueran las gotitas pegadas a su cuerpo. Sólo que no era un hombre lo que estaba mojado, sino algo mucho más grande.

Santa Rosa se volvió hacia Gerardo.

—Amigo mío, ahora sé que ha sido una maniobra del Altísimo, o del destino o como quiera llamarlo, que usted y yo coincidiésemos en este lugar. Y también el hecho de que se librara del demonio que le tenía prisionero. Estábamos destinados a llegar a este lugar, en este preciso momento.

—No creo en el destino, pero si usted lo dice, que vaya a misa —dijo el soldado—. ¿Entonces...?

—Entonces me toca bajar ahí y entrar por esa puerta. Es mi tarea, mi última misión. —Estrechó la mano de Gerardo con efusión—. Adiós, compañero. Ha sido usted un buen guardaespaldas.

—Seguiré siéndolo un rato más, si no le importa. Creo que los oigo venir.

—Pues démonos prisa. —Los ojos le brillaron—. Voy a cruzar las puertas del Infierno, y si puedo, a cerrarlas desde el otro lado. —El sacerdote apretó con fuerza sus puños—. Vamos a internarnos profundamente en ese secreto. Vamos a convertirnos en él.

Gerardo le dio dos palmaditas de ánimo en la espalda.

—Con dos cojones, padre. Todo lo santo que usted quiera, pero con dos cojones. Le felicito. —Amartilló el rifle—. Vamos allá, a matar zombies.

10

Los poseídos llegaron a la base del zigurat antes que ellos, pero las granadas incendiarias que Gerardo le había quitado al otro soldado llegaron primero. Muchos pellejudos murieron en aquel conjunto de ondas expansivas, de flores con pétalos de fuego, pero en seguida llegaban otros para sustituirlos. Gerardo se preguntó si habría una puerta del Infierno abierta en alguna parte.

Cuando el humo y el fuego se hubieron extinguido, Gerardo entró disparando. Uno de sus antiguos compañeros de unidad, infectado, se le lanzó encima con los brazos abiertos y los ojos amarillos ardiendo. El Beowulf lo envió en dirección contraria en un amasijo de tripas y sangre desperdigada.

Gerardo luchaba prácticamente a ciegas en aquella oscuridad, en aquel espesor de bocas y colmillos y movimientos febriles. Una estúpida hilaridad rebullía en su interior, dando vueltas para salir: era el frenesí de la batalla, la locura del guerrero que sólo está ahí para degollar enemigos. Y (que Dios le perdonara) le estaba gustando. Condenación que sí, que le gustaba, más de lo que él mismo había anticipado.

Golpeó, rajó, disparó y empujó, ¡incluso mordió!, y fue ganando metro tras metro en dirección a la pirámide fantasmal. Bajo sus botas se contorsionaban miembros doblados como cartones mojados, y cuellos partidos que esperaban no se sabía qué señal procedente de sus cerebros detenidos. Los pellejos le reclamaban como uno de los suyos, como un traidor que hubiese intentado escabullirse de la comuna.

No supo bien cómo, pero logró abrir un paso entre la marabunta de poseídos, sus botas chapoteando en el agua bendita que anegaba el suelo... hasta que Santa Rosa, que también hacía lo posible por sacarle punta a su cruci-puñal, alcanzó la base del zigurat. Éste no existía, no era una masa sólida (de hecho su silueta se superponía a una máquina de despiece vacuno), pero ellos lo distinguían en la tiniebla. Mucho más nítido que antes, gracias al agua.

Y cuando Santa Rosa dio el salto final y se metió por el portal, por la grieta en la base que hacía las veces de puerta...

... Desapareció.

El cura se había volatilizado en el aire.

Entonces sucedieron dos cosas.

La primera fue que Gerardo dio un grito de triunfo, y alucinó de la manera más bestia que había alucinado antes en su vida. No podía creerse que aquel disparatado plan hubiese funcionado.

La segunda, que los poseídos detuvieron su ataque.

Todo quedó paralizado, como si tanto los zombies como Gerardo estuviesen aguantando la pose para una foto. El silencio cayó como una pesada losa.

Todos los presentes miraban el portal de la pirámide.

Pasó un minuto.

Dos.

Tres.

Los ojos de Gerardo, esforzándose al máximo, distinguieron una forma. Un movimiento tan sutil como blanca era la ceniza.

Vamos a internarnos profundamente en ese secreto. Vamos a convertirnos en él.

—¿Padre? —preguntó el soldado, vigilando a los poseídos que tenía al lado.

Pero éstos se habían olvidado de él, y, convertidos en estatuas, miraban al sacerdote como si también estuviesen esperando a que les trajese una respuesta del Otro Lado.

Como si ansiaran una respuesta.

Una forma se dibujó en el umbral. Sí, era el padre Santa Rosa. Y había cambiado. Su rostro parecía una máscara pétrea, sin emoción, y dos ríos de lágrimas rodaban mejillas abajo.

—¿Padre? —insistió Gerardo—. ¿Se encuentra bien? ¿Qué es lo que ha visto?

El cura murmuró:

—He visto suficiente. Y ahora lo entiendo. Lo entiendo todo.

—¿A qué se refiere? —Visto que los zombies no reaccionaban, Gerardo se abrió paso a codazos hasta llegar a donde estaba Santa Rosa—. ¿Qué ha entendido?

—Ya sé por qué no funcionaba tan bien como esperábamos el ritual del exorcismo. Es que estábamos pronunciando las palabras equivocadas. —Tomó aliento—. Nosotros estábamos expulsando demonios, y no son demonios, Gerardo. No lo son. ¡Son ángeles! —El padre se volvió hacia uno de los poseídos, una mujer con el rostro triturado por una expresión de ira. Le acarició la mejilla con ternura. La mujer se dejó—. Son ángeles del Cielo. Esto es en lo que nosotros nos convertiremos si somos buenos y vamos a ese lugar cuando muramos.

—No... no lo entiendo...

—No hay nada que entender, las cosas son como son —sonrió el cura—. Éste es el verdadero aspecto de los ángeles. Lo he visto, he visto dónde moran. He vislumbrado desde lejos sus guaridas. Ahora sé que lo único que quieren es volver a casa. ¿No lo entiendes, Gerardo? —Más lágrimas rodaron mejillas abajo. Eran cristales de cordura rota—. El Infierno no existe, sólo el Cielo, y ya está lleno. Es un lugar finito, al contrario de como nos lo imaginábamos, y ya está espantosamente lleno; no cabe ni una sola alma más. Éstos son los expulsados, los que sobraban. Los que rebosaban por encima del caldero. Fueron expulsados y tenían hambre. Por eso... comían. Pero ahora... ahora sólo quieren volver a casa.

Gerardo retrocedió, llorando también. No podía dar crédito a lo que estaba oyendo. Prefería pensar mil veces que la mente del pobre Santa Rosa no había podido soportar lo visto, y se había derrumbado como un castillo de naipes. Sí, eso era mucho mejor que hacer caso de aquellos dislates.

—Está loco —sentenció, retrocediendo hacia la cancela que conducía al mundo exterior. Al bosque.

Ningún poseído intentó detenerlo. Estaban demasiado concentrados en la figura mesiánica del sacerdote.

Santa Rosa adoptó una pose evangelizadora, como si fuera la estatua viviente de un santo. Y le dedicó a Gerardo una última despedida.

—Adiós, compañero. Corre, corre lejos y transmite la Palabra. Todos deben saberlo, con el fin de que se preparen para cuando llegue el momento de su muerte. Para que sepan lo que les aguarda. —Santa Rosa abrazó a sus nuevos fieles, aquel cónclave de caníbales de ojos lechosos, y se marchó con ellos a través del portal. Sus últimas palabras arrancaron ecos de la nave industrial, de nuevo vacía—: Transmite lo que has visto y no tengas miedo. La Tierra se ha convertido en el nuevo Cielo, sus criaturas en comida para ángeles...

Gerardo miró una última vez por encima del hombro cuando la nave era sólo una sombra entre los árboles. Hacía un frío espantoso, pero creía (no, estaba convencido de) que podía llegar al puesto de defensa más cercano. Al cuartel de donde había salido su unidad, un día (una eternidad) antes.

El camino sería largo, y le llevaría al límite de sus fuerzas, pero eso era bueno. Porque tenía mucho en lo que pensar, y necesitaba tiempo.

El Cielo está lleno, ya no cabe nadie más. Y ahora somos comida para ángeles.

Sacudió la cabeza. Santa Rosa se había vuelto loco, no cabía otra explicación. Pero... pero si por un momento pensase... pensase que...

Ese chalado creía que tú ibas a ser su nuevo evangelista. ¡Que le jodan!

Dio un pisotón en la nieve, enfadado, para centrarse. Moverse, tenía que empezar a moverse. Y rezar para que el frío no lo convirtiera en un bloque de hielo ambulante.

Gerardo empezó a andar.

El cuartel estaba cerca, y él tenía una buena nueva que darles.