Voy a entrar

Teo Rodríguez

Teo Rodríguez (Madrid, 1973) es escritor y guionista de radio y televisión. Ha escrito más de veinte historias para la sección Diarios del Miedo de «Cuarto Milenio». Actualmente colabora en el programa Milenio 3 para el que ha creado cuarenta historias que han sido dramatizadas. Ha publicado una antología de relatos en Scylaebooks y la novela Oscuro en Ediciones Minotauro, que ha tenido una excelente acogida entre los lectores aficionados al terror. Teo trabaja en su segunda novela, que se publicará con toda probabilidad en 2014.

1

[REC]

No sé si hay alguien ahí. No sé si alguien llegará a ver este vídeo. El mundo, al menos el que yo conozco, parece haber muerto. Hace apenas un par de semanas la vida transcurría normalmente, para bien o para mal pero transcurría. Todos con nuestras cosas, con nuestros problemas. En muchas ocasiones maldecíamos vivir en un mundo así pero ahora... Ahora pienso en lo equivocados que estábamos.

Mi nombre es Sergi Domènech. Tengo treinta y ocho años y estoy solo. Desesperadamente solo. Miro al cielo y al horizonte, vuelco todos mis sentidos en la búsqueda de una señal que albergue cualquier tipo de esperanza. Si no la encuentro pronto, temo que la culpa pueda conmigo. No quiero atravesar esa puerta y rendirme. Esa puerta que lleva su nombre. Dicen que esa solución es la de los cobardes.

Si cuentas un problema, si lo asumes desde dentro y lo echas a patadas de tu cabeza, quizá puedas entenderlo e incluso solucionarlo. Eran las palabras favoritas de mi psicólogo. Pero tengo mis dudas. Es complicado aplicarlas a esta situación, ya que antes nadie podía haber imaginado algo así. Quién demonios podría imaginarlo. Aun así voy a hacerlo. Hablaré a mi sombra si eso evita que me vuelva loco.

Deseo encontrar a otros que como yo, estén atrapados en la más absoluta oscuridad a la espera de un rayo de luz que los ilumine hacia la salida. ¿El motor de un coche? ¿Las hélices de un helicóptero? ¿La voz a través de un megáfono repicando de calle en calle? Espero que algo así llegue. Algo que no tenga que ver con la locura de esos rugidos animales que despedazan a bocados todo lo que encuentran a su paso.

No sé si hay alguien ahí. Ojalá puedas verme, escuchar mis palabras. Mi nombre es Sergi Domènech. Ciudadano de la nueva Barcelona. Ciudadano del nuevo mundo.

[STOP]

No temeré los terrores de la noche,
Ni la flecha que vuela de día,
Ni la peste que acecha en las tinieblas.

2

La mañana, aunque despejada, era fría en el colegio Los Bosques. Los rayos de sol bañaban las copas de los árboles mientras que sus ramas eran balanceadas tímidamente por un viento que silbaba entre sus ramas.

Eran poco más de las nueve y media. Salvo los alumnos que desarrollaban actividades en los espacios exteriores, el resto se encontraba en las aulas con sus respectivos profesores. Después del toque de sirena, patios y pasillos quedaban vacíos y en completo silencio. Fuera, la naturaleza recuperaba su tono tras la repentina estampida de chillidos, risas y voces infantiles.

El edificio Verde era el destinado a la Educación Primaria. En su planta baja se encontraban los más pequeños, niños y niñas de entre seis y siete años, mientras que en la superior estaban los de ocho y nueve. Desde los jardines se podía ver a través de grandes ventanales el interior de las aulas, decoradas con infinidad de dibujos y trabajos manuales que casi cubrían por completo sus paredes.

Era el quinto año consecutivo que se celebraba El Día de la Mascota. Todo a raíz de un inesperado encuentro en el bosque de uno de los alumnos de primero con un amiguito muy especial. Algo llamó la atención de Simón, un niño de seis años que recogía hojas junto a sus compañeros. El pequeño se saltó la norma número uno de las salidas en grupo, estaba terminantemente prohibido alejarse más allá de diez pasos de un compañero. De haberlos contado, el crío habría llegado seguro a los cincuenta.

«¿Es un llanto? ¿Alguien está llorando?», se preguntó. Tras una mirada a su alrededor le pareció dar con la procedencia del misterioso lamento. No dudo un instante en caminar hacia él.

Sus pequeñas manos, llenas de barro y arañazos, apartaron las ramas de un arbusto que casi le llegaba a la cintura. Como si del descubrimiento de un tesoro se tratara, sus labios se arquearon mostrando una dentadura a la que al menos le faltaban dos dientes. Simón había encontrado un gatito que no tendría más de dos semanas. Con toda la delicadeza del mundo lo acogió entre sus manos y lo llevó hasta el grupo.

Aunque no se libró de la correspondiente reprimenda de la profe Amaia, Simón se convirtió en una especie de héroe. Él había salvado una vida, y el resto de sus compañeros habían ganado un nuevo amigo, Manchas.

Los críos acudían a clase con más ganas que nunca. Todos querían dar de comer al gatito, acariciarlo y reír sus enredos entre pelotas de papel y cintas de colores. Al año siguiente para conmemorar el primer aniversario del encuentro entre Simón y Manchas, se instauró para los alumnos de primero de primaria el Día de la Mascota.

Al principio, los niños con mascota hablaban de ellas a sus compañeros. Llevaban fotos e incluso vídeos. Pero en el segundo año se aceptó la propuesta de Erika, que se empeñó en llevar al cole a Bola, su hámster. Y claro, el resto no iba a ser menos. Todos querían llevar a clase sus animales, todos querían demostrar que su mascota era la mejor y la que hacía cosas más increíbles. Pero, evidentemente, permitir a todos los alumnos de primero llevar a sus animales era una locura. Por ello se decidió hacer un sorteo que únicamente permitía a tres niños llevar sus animalitos.

Aquella mañana los afortunados fueron Martín, Joan y Susi.

Se esperaban ladridos, sonrisas y efusivos aplausos. Pero algo sucedió en una de las clases del edificio Verde que rebotó a lomos del miedo por las paredes de los pasillos hasta sentirse en el resto de aulas.

Casi al unísono, los críos de 1.º B comenzaron a gritar aterrados sobre la voz de su profesora, que inútilmente pedía calma. Quién le iba a decir a la señorita Marga que algo tan tierno como la historia de Simón y el gatito Manchas, terminaría en algo tan terrible como imposible de imaginar.

El fin de todo quizá.

3

[REC]

Creo que todo comenzó allí. En esa maldita clínica veterinaria que jamás debí pisar. Como un imbécil, como casi siempre que mi suegro estaba de por medio, no pude evitar que regalara un perro a mi hija. No es que no se lo mereciera, mi hija siempre se ha merecido lo mejor, pero sabía que tarde o temprano me tocaría a mí hacerme cargo del chucho.

Debo reconocer que me equivoqué. No sé lo que hubiera pasado después, pero es cierto que en los primeros siete meses Susi me dio una lección. Ella atendió a Cocó tal y como me había prometido mil veces en otras tantas ocasiones que intentó convencerme para que le regalara un perro. Ese yorkshire, o como se diga, era un perro con suerte.

Estaba con Susi en la sala de espera. Ella tenía en sus piernas a Cocó, que no paraba de mirar a otro perro, un pastor alemán enorme que estaba tumbado en el suelo. Ese perro sí que no tenía buena cara. Hubiera apostado que al pobre no le quedaban más de un par días en nuestro mundo. El dueño lo tenía sujeto por si se movía, pero no daba sensación de ir a hacerlo.

—¡No! ¡Ven aquí! —escuché.

Vi a Susi que saltó de su asiento tras Cocó, que en modo juguetón correteó hasta el pastor alemán, que casi ni se inmutó.

—Tranquila, no va a hacerle nada —dijo el dueño al ver la cara de preocupación de mi hija.

—Susi ven aquí, no molestes —dije dando palmaditas sobre el asiento.

Pero la curiosidad típica de una cría de seis años hizo que mis palabras pasaran de largo por sus oídos. Susi como si nada, se sentó junto al señor y su perro.

—¿Cómo se llama? —preguntó señalando al otro animal.

Max. Se llama Max —contestó él.

—¿Qué le pasa? ¿Está malo?

El hombre sonrió.

—Un poco. Espero que pronto se ponga bueno —respondió el hombre.

Susi me miró balanceando sus pies, a los que le faltaban un par de palmos para llegar al suelo.

—¿Y el tuyo cómo se llama?

—Es tuya. No tuyo. Es una perrita —contestó mi hija.

El hombre me miró y volvió a sonreír.

—Se llama Cocó.

—Qué bonito nombre. ¿Y lo tienes desde hace mucho?

Mientras que mi hija y aquel hombre charlaban como si se conocieran de toda la vida, Max, el pastor alemán, alargó el cuello con la intención de olfatear a Cocó, que se asomaba hacia abajo moviendo el hocico. Creo que en ese momento debí decir algo. Nunca se sabe con ese tipo de perros tan grandes. Siempre me han dado miedo. Estoy de acuerdo en que no existe perro malo y sí dueños malos, pero siempre existe esa pequeña duda que te pone sobre aviso.

—Sabes, Max es el perro de mi hija. Ella se llama Jennifer, ¿y tú?

—Susana, pero puedes llamarme Susi.

Los dos perros juntaron sus hocicos. Un lametazo de Max casi tapó por completo la cabeza de Cocó, que emitió un ridículo gemido o intento de ladrido.

—No, Max —dijo el hombre tirando de la correa y apartando a su perro del de mi hija.

Ese fue el momento. Estoy seguro de ello. Pero claro, cómo iba a imaginar que... La puerta se abrió. Por ella asomó la ayudante del veterinario, que de lejos, era lo mejor de la clínica. Dicho eso sí, con todos los respetos hacia mi mujer. Teresa. Mi amor.

Ojalá volviera a tenerte entre mis brazos. Ojalá pudiera sentirte de nuevo. Jamás pensé que se pudiera echar tanto de menos a alguien. Te echo de menos Teresa. Te echo de menos mi amor.

Puta mierda.

[STOP]

4

Martí, Joan y Susi. Ellos eran los que tras el correspondiente sorteo se habían ganado el privilegio de llevar sus mascotas al colegio. El que más llamó la atención de los críos fue Keeper, el camaleón de Joan. Salvo en dibujos animados y en alguna foto, era el primero que todos ellos veían en vivo.

—Pues yo pensaba que eran más grandes —dijo un crío abriéndose paso entre sus compañeros con los codos.

—¿Y por qué no cambia de color? —se escuchó al fondo.

Las palmas de la señorita Marga chocaron entre sí en repetidas ocasiones. Con un tono más elevado de lo normal ordenó a los críos que ocuparan sus asientos.

—Venga vamos. Vamos, todos a vuestros sitios.

Siempre que se trataba de una clase especial, las mesas se apartaban a un lado y las sillas se colocaban en posición circular en el centro de la sala. Tuvieron que pasar unos segundos para que todos los críos cerraran sus bocas y atendieran a la profesora.

—Bueno chicos, pues vamos a empezar. Todos ya conocéis la historia, la historia de este día...

Uno de los niños levantó el dedo apretando los labios para mantener a raya sus palabras. Era Pedro, el niño pesado que siempre lo sabía todo.

—No Pedro, ahora no. Ahora lo que vamos a hacer es conocer a las mascotas de vuestros compañeros, que como puedo ver, están deseando enseñar lo que saben hacer —sonrió Marga.

El perro de Martí, Charly, un pequeño e inquieto pincher, hacía lo posible por huir de las piernas de su dueño. No llegaba a ladrar, pero sí se podía escuchar un pequeño gemido como queriendo decir venga tío déjame jugar con esa belleza de ahí. Su objetivo era Cocó, la perrita de Susi, que estaba sentada justo enfrente.

La pequeña estaba un tanto extrañada por el comportamiento de su perra. No había despertado como otras mañanas. Cocó era una perrita muy juguetona, demasiado juguetona o desesperadamente juguetona para Sergi, su papá.

Mientras Susi intentaba animar un poco a su perrita con alguna carantoña silenciosa, en un nuevo intento, Charly emitió una especie de aullido que arrancó la sonrisa general de todos los críos.

—El perro de Martí canta como una niña —entonó con burla David levantándose de su asiento y señalando a Charly.

De la sonrisa se pasó a la carcajada, lo que no hizo mucha gracia a Martí, que intentó responder a David. Pero fue inútil, con tanto jaleo nadie escucho sus palabras.

—¡David! —dijo la profesora clavando los ojos en el pequeño.

Como un hacha, la voz de la profesora Marga cortó el desmadre en menos de un segundo.

—¿Queréis que terminemos antes de empezar? —preguntó al grupo—. Si queréis sacamos nuestros libros y no ponemos a estudiar hasta la hora de la salida.

Los niños agacharon sus cabezas de manera coreografiada. Tras unos segundos de silencio todo volvió a su cauce.

—¿Alguno de vosotros quiere empezar? —preguntó.

Martí y Joan se miraron entre sí encogiendo los hombros. Querían aparentar que les daba igual, pero en el fondo todos sabían que lo mejor era quedar para el final, ya que así podías guardarte una sorpresa que no tuviera nada que ver con lo que otros habían mostrado de sus animales.

—¿Joan? —preguntó mirando al crío.

Entre sus manos apretó el terrario del camaleón y miró al resto. Antes de que dijera nada, sus compañeros comenzaron a corear su nombre y a dar palmas al unísono. Joan sonrió y devolvió la mirada a la profe. Estaba claro que su exótico bichito se había ganado el cariño de la clase antes de comenzar.

—Pues venga Joan.

Marga hizo un gesto con la mano para que saliera a la mesa de exposición. Los niños para desquitarse de la bronca anterior aplaudieron y gritaron con todas sus ganas. El jaleo llegó hasta la entrada del edificio Verde.

—¿Qué pasa hoy aquí? Menuda fiesta tienen ¿no? —preguntó Ferran, un repartidor que tres veces por semana pasaba por el colegio a dejar algún paquete. Casi siempre de libros.

La secretaria de recepción, Carmina, meneó su cabeza como si no entendiera lo que sucedía. Por su gesto, la cosa no le hacía mucha gracia. Y mucho menos a Marisa, una de las encargadas de la limpieza que cerca del mostrador vaciaba una papelera en una bolsa de basura.

—Adivina quien tiene que limpiar luego las mierdecitas que dejan los perritos.

Ferran sonrió.

—No te imaginas hijo, y que no se te ocurra decir algo a los niños... Que van a sus papás y ya la tenemos liada —refunfuñó.

—Es verdad, el Día de la Mascota —dijo Ferran perdiendo su mirada por el pasillo del que procedían los vítores— Joder, ¿ya ha pasado un año? —preguntó cogiendo un caramelo del bol que había sobre el mostrador.

—Si Ferran, un año más viejas —respondió la secretaría poniendo la espalda recta y sacando algo de pecho.

Ferran ya sabía lo que la señorita Carmina andaba buscando.

—Ande señorita Carmina, si está usted fantástica. Ya quisieran muchas...

—El problema es que no la quieren muchos —cuchicheó Marisa entre el ruido de la bolsa.

Ferran cazó al vuelo la enésima pullita que Marisa soltó a la señorita Carmina, que como reflejaba su sonrisa tonta, aún estaba saboreando las palabras de Ferran. Éste hizo una bola con el papel del caramelo y se lo tiró a Marisa. El papelito se quedó enredado en su pelo como una mosca en una tela de araña.

—¿Y qué comen los camaleones? —levantó el dedo Rubén.

—Pequeños insectos —respondió Joan al instante.

Era un experto. Respondía y se explicaba como si llevara toda la vida estudiando la vida del camaleón.

—¿Podemos ver cómo se come una?

Gran parte de sus compañeros jalearon la propuesta. Marga tuvo que levantarse por segunda vez para poner orden.

—Segundo aviso —advirtió.

Todos se callaron. Joan miró a su profe hasta que supo que podía continuar.

—Ahora no puedo darle otra vez de comer. Ya le di esta mañana un saltamontes. Pero nunca come cuando hay alguien. Es muy difícil, así que creo que no veríais nada.

Todos querían ver como el bichito lanzaba su lengua hecha de pegamento para comerse un insecto de un bocado, pero no iba a ser posible. Lo sintieron como una decepción enorme.

—¿Y no tendría que estar marrón en vez de verde? —preguntó una voz junto a las ventanas.

—Es verdad, no cambia de color —apuntó Adrián desde la otra punta.

—¿Y si lo pongo en mis zapatillas le salen luces? —preguntó Carlos levantando las piernas. Llevaba puestas unas de esas deportivas con luces en la lengüeta.

La carcajada fue unánime y sonora.

Joan no supo qué decir. En un momento se vio envuelto en un murmullo que comenzaba a dudar de las habilidades de Keeper.

—Vamos a ver chicos, no habléis todos a la vez. Uno a uno por favor, uno a uno —decía la profesora Marga levantando su tono a cada palabra.

Pero no fueron las órdenes de la profesora lo que hizo que sus alumnos se callaran. Un prolongado zumbido fue recorriendo los oídos de los pequeños ordenando silencio. Todos se miraban preguntándose por la procedencia del sonido. Los que estaban cerca de él, en seguida se percataron, pero por sus caras no entendían muy bien lo que significaba. La más desconcertada de todos era Susi.

Sobre las piernas de la pequeña, Cocó temblaba con las orejas hacia atrás. Sus ojos entrecerrados daban a entender que algo raro pasaba. Ésa no era la mirada espabilada y juguetona que se espera de un animal de esas características.

—¿Cocó? —preguntó Susi acariciando suavemente a su perra.

El zumbido, que para todos ya era un gruñido, comenzó a dibujar altibajos que coincidían con las caricias. Marga sin decir nada se acercó despacio a Susi.

—¿Qué te pasa Cocó? —volvió a preguntar con la voz en un hilo.

Charly, el perro de Martí, se puso de pie y comenzó a ladrar. Ya no lloriqueaba ni cantaba, ahora ladraba. Y lo hacía siendo el único en la sala que parecía entender lo que sucedía. Cocó enseñó sus dientes.

—¡No, Cocó! ¡Cocó! —gritó Susi viendo como su perrita saltaba de sus piernas.

El animal que hasta entonces se había movido tanto como Keeper, se abalanzó con toda su rabia sobre Charly, que recibió a la perrita levantando sus patas delanteras como queriendo detener el ataque. Pero no lo consiguió. El pincher dejó al alcance de Cocó sus genitales. Ésta no dudo en agarrarse a ellos con los dientes. Todos se escondieron tras sus sillas y gritaron.

—Aquí tienes el albarán de... —Ferran guardó silencio.

Los dedos de la señorita Carmina se detuvieron sobre el teclado.

—¿Y eso? —preguntó con asombro Marisa mientras dejaba el cepillo en el carrito de limpieza.

Martí horrorizado tardó en reaccionar unos segundos. Intentó rescatar a su perro de las ridículas pero efectivas mandíbulas de Cocó, pero resultó inútil. Vio salir como una serpentina un hilo de sangre del estómago de su perro. Con la cara empapada en lágrimas repetía a gritos el nombre de Charly, que entre alaridos de dolor se retorcía en el suelo intentando lamer su herida. Nadie lo pudo ver claramente, pero el yorkshire de Susi tenía entre sus dientes un pedazo de...

—¡Cocó! —gritó Susi pegando saltitos junto a su silla.

La señorita Marga todavía esperaba una reacción de su cerebro. Lo único que hizo fue retroceder. El pequeño Martí intentó coger a su perro, pero en su intento se topó con Cocó, que repitió el ataque anterior, ahora en el brazo del crío. El grito fue desgarrador.

La señorita Marga por fin supo qué hacer. No dudó en correr hasta su alumno y tirar de Cocó hasta soltarlo del brazo del niño. Los ojos de Martí parecían huir de sus cuencas. Con el cuello lleno de venas y la cara morada del esfuerzo al gritar, miró su antebrazo. Sí pequeño. Es como en una de esas clases del cuerpo humano, pero en esta ocasión de verdad. Eso que ves asomar es tu hueso, es el radio. Y eso que Cocó se traga sin apenas masticar es tu carne. La voz del terror hablaba en el interior de su pequeña cabeza.

Joan se olvidó de Keeper y corrió hacia la puerta. Con los nervios y el pánico, algo tan sencillo como girar un pomo fue todo un mundo. Una vez consiguió abrir salió al pasillo sin mirar atrás. Otros tantos compañeros hicieron lo mismo. Los gritos se extendieron como un virus por los pasillos haciéndose notar en todo el edificio.

—Pero qué cojones... —susurró Ferran, que veía como un grupo de enanos histéricos se le venían encima.

Marisa se puso tras su carro y la señorita Carmina se levantó para ver lo que sucedía.

Marga cogió un paño de manualidades y tapó la herida de Martí, que no paraba de gritar.

—Tranquilo cariño, tranquilo Martí. Ya mi cielo, ya —intentaba calmar estérilmente al niño.

Resbalando sobre sus patas traseras la endemoniada Cocó salió de clase tras los niños. Corrió a toda velocidad hasta que encontró en su camino a uno de los chicos, el afortunado fue David. Como si se le clavaran unas cuantas agujas a la vez, sintió un pinchazo en la pierna izquierda que atravesó con facilidad sus vaqueros. Cuando miró hacia abajo pudo ver a Cocó, que colgada de su gemelo. David se detuvo y sacudió la pierna aún gritando más, si es que podía gritar más. Otros niños pasaron a su lado corriendo como si no vieran nada.

—¡Joder! —escuchó David a su lado.

Era Ferran, que de una patada lanzó al perro contra la pared. David vio su pierna libre, pero también sus pantalones teñidos de un color oscuro que además sentía muy caliente sobre su piel.

—¡Corre! ¡Vete de aquí! —ordenó Ferran.

Como pudo el pequeño corrió hacia la entrada. Cocó, que tras rebotar contra la pared quedó tendida en el suelo, volvió a levantarse. Tenía los colmillos teñidos de rojo y sus ojos parecían haber girado hacia atrás, de un tono gris que recordaba al de esos perros mayores que se han quedado ciegos.

Ferran se puso en la mejor posición posible preparándose para lo que sabía que iba a pasar. Esa mierda de perro enano se iba a abalanzar sobre él de un momento a otro. Antes de que terminara de pensarlo, Cocó gruño y corrió hacia el repartidor, que por segunda vez, y ésta definitiva, asestó una patada con su bota de punta de acero al perro que lo levantó del suelo para devolverlo contra la pared.

Sobre las cartulinas con manualidades de alumnos, quedó estampada una mancha de sangre que parecía cera derretida. Para evitar un nuevo ataque, Ferran elevó su pie derecho y lo dejó caer sobre la cabeza del animal con toda la fuerza que pudo concentrar. La cabeza de Cocó crujió como una cucaracha gigante.

Los gritos se fueron perdiendo. Unos morían en el interior de la clase y otros en el hall de entrada. Llegaron entonces los llantos de desahogo.

—¡Llamad a un médico joder! —gritó Ferran a la señorita Carmina, que todavía estaba tiesa como una vela tras el mostrador.

Al fondo se escuchó un nuevo grito que hizo saltar las alertas de nuevo. Se trataba de Susi, que en mitad del pasillo encontró los restos de Cocó. Supo que era su perrita por el collar, pero por nada más. El animal había quedado reducido a una masa de pelo empapada en sangre. De su simpática carita no quedaban más que recuerdos.

Tras unos minutos todo pareció volver a la calma, pero nada más lejos de la realidad. El mal había movido ficha. Su juego no había hecho más que comenzar.

5

¿Sabes un cosa?...
Que no te necesito, lo sabes ¿verdad?...

Fuera, en la parte trasera de un furgón negro, miembros del Ministerio de Sanidad y un inspector de apoyo del Grupo Especial de Operaciones (GEO) esperaban la orden del dr. Owen. Todos miraban al equipo de radio en silencio. Llevaban varios minutos sin saber nada, lo que hacía presagiar que la cosa ahí dentro no iba como todos esperaban. En teoría ellos estaban al tanto de todo, pero en realidad no sabían nada. Aunque querían aparentar que la cosa estaba controlada.

—¿Se han localizado el resto de sujetos que entraron en contacto con el portador cero? —preguntó el emisario jefe de sanidad a un técnico que se había encargado del rastreo.

—Sí. Terminamos esta tarde. Hemos tomado y analizado muestras del resto de animales y todas han dado negativo.

—El foco lo tenemos ahí dentro —apuntó un segundo técnico refiriéndose al edificio.

La cantidad de gente que se agolpaba tras el precinto de seguridad era cada vez mayor. A nadie le parecía importar que allí dentro se había detectado un virus altamente infeccioso. Lo que importaba era asomar la cabeza más que el de al lado o sacar una buena foto. El plan de las autoridades, todo ese artificio con lonas, plásticos y túneles de PVC por los que se paseaban hombres embutidos en trajes amarillos, se había convertido en un circo.

Mientras en el interior del furgón todos esperaban la orden de Owen...

El piloto rojo se encendió y parpadeó acompañado de un sonido metálico.

—Solicitud de reconocimiento de voz. —El ordenador estaba listo.

—Owen —escucharon todos a través del altavoz.

Uno, dos, tres. Al cuarto pitido...

—Reconocimiento confirmado —comunicó el sistema informático.

Una luz verde se encendió en el panel de mandos. Al instante se escuchó la voz de Owen.

—La misión ha terminado. Solicito evacuación.

Los tres miembros de sanidad se congratularon en un rápido intercambio de miradas. La agente de policía cogió el micrófono y preguntó directamente a Owen.

—¿Algún superviviente?

—Sólo uno, una mujer... Yo me quedo, estoy infectado. Continúen con el plan previsto y quémenlo todo —dijo Owen.

—¿Una mujer? —preguntó la agente—. ¿Cómo ha podido sobrevivir?

Era imposible que nadie supiera responder a esa última pregunta.

Pasaban unos minutos de las diez de la mañana. El protocolo se siguió a rajatabla. Una vez no se consiguió la muestra de sangre, se optó por destruir cualquier rastro del virus. Con las llamas del edificio se pensó que la historia había terminado. Así lo afirmaron emisarios vaticanos y agentes de sanidad en torno a una mesa de reuniones cercana al edificio. El caso de la niña Medeiros quedaba archivado para siempre. A partir de ese instante, todo lo sucedido, sencillamente no había pasado.

Unos nudillos golpearon la puerta de la sala, a continuación ésta se abrió. Un hombre con gesto serio y un teléfono en la mano caminó a toda prisa hasta el sr. Sepúlveda, jefe territorial de Sanidad.

—Señor —susurró el hombre del teléfono.

Sepúlveda tomó el aparato y lo llevó a su oído. A medida que transcurrían los segundos su cara iba cambiando de color. Miraba a los miembros de la reunión como queriendo buscar un culpable. Por su gesto se trataba de algo serio. Sin decir una sola palabra colgó el teléfono e inmediatamente después lo estrelló contra el suelo. Entonces habló.

—¿Quién ha sido el puto inútil que se ha encargado del rastreo del veterinario? —preguntó levantándose de su asiento.

Un técnico de sanidad y un especialista en infecciones animales, acudieron el día anterior a una clínica veterinaria tras recibirse una llamada en la que se advertía de la identificación de una extraña enfermedad. En el Ministerio saltaron las alarmas. Comenzaron a cotejarse datos y a cruzarse análisis. Esa misma tarde se presentaron en las instalaciones de Sanidad dos emisarios extranjeros que decían saber de dicha enfermedad. Desde aquel momento el secretismo fue absoluto. Lo que quedó terminantemente prohibido fue hacer preguntas. Ellos estaban al mando. Nada más.

El veterinario recibió a los técnicos, entregando a éstos las fichas de todos los animales atendidos ese día e incluso los de una semana atrás. Todas las mascotas habían dado negativo en nuevas pruebas, lo que hacía pensar que el foco emisor o portador cero, se reducía a aquel pastor alemán que enloqueció arremetiendo contra todo lo que le rodeaba.

Pero hubo algo que pasaron por alto en la primera visita al veterinario. No toda la información estaba en esas fichas. Quizá no hicieron las preguntas correctas, no las suficientes si el dueño de la clínica tiene clientes preferentes. Si no hay ficha no hay factura, si no hay factura..., pues intercambio de favores. Es lo que debía suceder entre el señor Moyá, dueño de la clínica, y el señor Tarrés, importante empresario que regaló una perrita yorkshire a su dulce y adorada nieta.

—Y qué cojones ha pasado, ¿me lo puede explicar? —preguntó Sepúlveda pegando un golpe sobre la mesa.

—Hemos intentado ponernos en contacto con el dueño del perro del que no tenemos análisis, pero no le hemos localizado... No ha respondido a las llamadas y en su casa no había nadie —dijo el técnico de sanidad con una voz a la que le costaba salir de la boca.

El señor Sepúlveda acabada de ser informado de un incidente que había tenido lugar en un colegio de las afueras, en un centro llamado Los Bosques, situado en las proximidades del Tibidabo. Los servicios de emergencias que acudieron al centro habían informado de incidentes con animales en uno de los edificios.

—Vayan a ese puto colegio ahora mismo —dijo marcando cada palabra.

—Ya va un equipo de camino señor —apuntó el portador del teléfono.

6

[REC]

Todavía hay corriente eléctrica, pero no sé durante cuánto tiempo. Por si las moscas me he procurado unos cuantos cargadores y baterías. Supongo que ésta es una de las ventajas de ser informático.

Hablo para alguien que pueda escucharme o verme. Pero, sobre todo, lo hago para no volverme loco.

Como la cría tenía que llevar a Cocó al colegio, la llevé en coche. Odio coger el coche por las mañanas. No soporto los atascos interminables que para lo único que sirven es para darte cuenta de lo gilipollas que somos. Hay que ver la cantidad de tiempo que estamos dispuestos a perder. Además, aquella mañana, todo estaba más alterado. Varias ambulancias se cruzaron en mi camino a toda velocidad. También algún coche patrulla. Supuse que sería una nueva manifestación o algo así.

Aunque si he de ser sincero, y viendo lo que veo ahora a través de mi ventana..., ojalá estuviera en uno de esos kilométricos embotellamientos rodeado de tíos cabreados que hunden los dedos en el claxon y de curiosos que llenan las ventanillas de babas mirando a alguna tía que retoca sus labios pegada al retrovisor.

Fue la penúltima vez que cogí un coche. Ahora puedo verlo desde aquí. Está en mitad de la calle. Y ese maldito hijo de puta que me hizo parar sigue retorciéndose bajo las ruedas. Lleva así tres días. Ya podían comérselo los otros para que dejara de taladrarme los oídos.

Estaba llegando a casa cuando sonó mi móvil.

—¿Dígame? —contesté.

No me gustaron las respiraciones que precedieron a las primeras palabras.

—¿Señor Domènech?

—Sí, soy yo.

—Buenos días, soy la señorita Carmina. Le llamo del colegio Los Bosques.

No sabía nada de lo ocurrido, pero sentí una especie de vértigo en el pecho que me decía que no se trataba de nada bueno. Una decena de posibilidades se me pasaron por la cabeza en unos segundos. Conducía, pero lo hacía inconsciente.

—Dígame, ¿qué ocurre? —respondí como quien espera una mala noticia.

—Se trata de su hija...

En ese momento se me paró el corazón. También mi coche. Frené sin que me importaran los cláxones que sonaban a mis espaldas.

—Verá, ha habido un incidente con su perro. Su hija está bien, pero nos gustaría que viniera a recogerla.

—¿Su perro? ¿Qué ha pasado? ¿Susi está bien? —pregunté apretando el volante.

Entonces escuché un jaleo al otro lado del teléfono. Eran voces de hombre, voces que casi gritaban. A través del auricular comencé a escuchar un sonido extraño. Parecía que la señorita Carmina estaba restregando el teléfono contra sus ropas o algo así. Quizá había puesto su mano sobre el micrófono.

—¿Oiga? ¿Oiga? —intenté retomar la conversación.

Quiénes son ustedes, creí entender en boca de la secretaria. A continuación escuché claramente a un hombre con tono autoritario y casi desproporcionado.

—Lo siento señora. No puede hablar por teléfono.

Y la conexión se cortó. Rápidamente pulsé rellamada, pero comunicaba. Lo intenté hasta cinco veces, pero no hubo manera.

Cuando miré por el retrovisor vi la cola de coches que se había formado tras mi vehículo. También vi que un hombre se acercaba a mí a toda prisa haciendo aspavientos con sus brazos y seguramente acordándose de toda mi familia. Lo que menos quería en aquel momento era tener problemas. Por su cara, él parecía estar dispuesto a tenerlos. Sería uno de esos conductores que pagan sus frustraciones al volante. Uno de esos tipos que van de mala hostia a cualquier sitio en busca de un motivo para montarla. Y parecía haberlo encontrado. Cuando estaba a un par de metros de mi ventanilla metí primera y aceleré.

Creo recordar que me salté algún semáforo. Tuve suerte, ya que a esas horas el tráfico se multiplica con furgonetas de reparto y camiones. Es lo que tiene vivir en una zona con comercios. Está genial, porque siempre tienes lo que necesitas a mano, pero también tiene sus inconvenientes. Yo que trabajo en casa, bueno trabajaba. Me apañé un estudio más o menos insonorizado que me permitía trabajar con algo más de tranquilidad.

Ahora tengo toda la del mundo. Una tranquilidad insoportable.

Se hace muy difícil imaginar como en apenas unos días el mundo ha desaparecido. ¿Cómo? ¿Cómo de una forma casi instantánea? Pensar ahora en ello me recuerda a cuando uno piensa en la inmensidad del espacio, en sus fronteras. ¿Qué habrá más allá de las estrellas? ¿La nada? Yo desde mi ventana veo exactamente eso, la nada.

De repente se me han quitado las ganas de hablar. Joder.

[STOP]

7

El rugido de los motores hacía que los pájaros batieran sus alas en busca de ramas altas y más tranquilas. Tras un todoterreno negro, los vehículos del Grupo Especial de Operaciones (GEO) tomaron la salida que conducía al colegio Los Bosques. El ancho de los neumáticos levantaba el polvo del asfalto formando una estela blanca que moría en sucesivos remolinos sobre las hojas muertas de la cuneta.

También formaban parte del convoy dos vehículos de asistencia médica, un camión del grupo de apoyo de los GEO que transportaba el material necesario para sellar el perímetro del colegio y un par de patrullas de los mossos.

Había pasado poco tiempo desde que Cocó atacara al pincher de Martí. Si el incidente tuvo lugar a las diez y diez de la mañana, a las diez y cuarto se avisaron a los servicios de emergencias del 112, que automáticamente rebotaron la incidencia a urgencias médicas, y estas urgencias médicas, tal y como se había estipulado en el nuevo protocolo tras la confirmación del virus, hicieron lo propio a Sanidad y control de animales. Ésa fue la cadena a partir de la cual se organizó el dispositivo.

Quedaban poco más de veinte minutos para las once de la mañana cuando el todo terreno y demás vehículos de Operaciones llegaron a la entrada del recinto. Muchos de los alumnos que se encontraban en clase corrieron a las ventanas. Para ellos era como estar en una peli. Los profesores hicieron todo lo posible por devolver a los alumnos a sus asientos, pero la tarea fue imposible. Los chicos y chicas se pegaron a los cristales como moscas.

Mientras, las empleadas de la limpieza se esforzaban en retirar los restos de sangre en el interior del aula. El ambiente que se respiraba dentro debía ser parecido al que se respira en una de esas casas en las que se ha cometido un crimen horrible. Los alumnos de 1.º B estaban repartidos por los bancos del hall de entrada.

—Quiero que venga mi papá, quiero que venga mi papa —repetía la pequeña Susi entre lágrimas y con la nariz llena de mocos.

Su querida perrita Cocó se había convertido en un monstruo, y además ahora estaba muerta bajo una manta con la cabeza aplastada. Difícilmente podría borrar aquella imagen de su cabeza.

—Tranquila cielo, van a llamar a tu papá... En poco tiempo llegará.

La señorita Marga intentaba tranquilizar a la pequeña secando su rostro con un pañuelo. Cuando parecía conseguirlo, en seguida se ponía a llorar de nuevo. Los dos críos heridos de gravedad estaban en la enfermería, ubicada al final de un pequeño pasillo no muy lejos de la entrada.

Las puertas del edificio Verde se abrieron de golpe. Bajo sus cascos, embutidos en trajes oscuros repletos de refuerzos y portando armas automáticas, irrumpieron en el hall cuatro miembros de los GEO que rápidamente se distribuyeron por el edificio. Era el grupo Beta. El jefe de la unidad, Rojo 1, se dirigió a la recepción.

—Verá, ha habido un incidente con su perro. Su hija está bien, pero nos gustaría que viniera a recogerla —decía la señorita Carmina al teléfono.

—Lo siento señora. Lo siento, no puede hablar —dijo Rojo 1 apoyándose en el mostrador.

Carmina intentó disimular como si estar hablando por teléfono fuera malo. Pero qué demonios, era su trabajo. La secretaria pegó el aparato a su pecho y se dirigió al agente.

—Estoy hablando con el padre de una de las niñas. Tiene que venir a por ella —dijo señalando a Susi, que lloraba junto a Marga y la profesora de música, Belén.

—Lo siento, señora. No puede hablar por teléfono —dijo el geo antes de arrancar de cuajo el cable de la toma.

—Pero ¿qué demonios se cree que está haciendo? —dijo Carmina elevando el tono.

La secretaria vio que el agente ni tan siquiera escuchó sus palabras. Éste giró un poco la cabeza y hablo con una voz pausada pero firme.

—Rojo 1 para Rojo 3. Las comunicaciones.

Los miembros del Grupo Especial de Operaciones hablan a través de un pequeño micrófono que todos ellos llevan pegado a sus gargantas y escuchan gracias a un auricular que portan incrustado en el oído. Todas estas conversaciones son recibidas también por Líder, que coordina la operación desde la base, ubicada en este caso en un furgón en la entrada del colegio.

—Señor no me está escuchando. Estaba hablando con el padre de una de esas niñas —dijo Carmina.

Rojo 3 manipulaba el cajetín eléctrico con destreza quirúrgica. Apenas unos segundos después confirmó que la orden estaba cumplida.

—Rojo 3 para Rojo 1, lo que pase aquí, aquí se queda —dijo.

Rojo 1 miró a la secretaria.

—Necesito hablar con la profesora que se encontraba en la clase.

El agente llegaba al colegio con los deberes hechos. Sabía de memoria todo lo que había ocurrido, al menos todo aquello de lo que se había informado a raíz de la primera llamada al 112 y posteriores comunicaciones entre el centro y los servicios de asistencia.

—¿Qué ocurre?

—Señora necesito hablar con la profesora encargada de la clase en la que se ha producido el incidente con los animales —insistió Rojo 1 posando los puños sobre la mesa.

Marga contestó por Carmina.

—Soy yo. Soy la tutora del grupo —dijo la profesora a espaldas del agente.

—Hola señora. Necesitamos saber exactamente lo que ha ocurrido y recuperar el cuerpo del animal.

—Está bien. —Marga llevó su mano a la frente como queriendo agitar sus recuerdos—. ¿Qué animal? ¿Cuál de ellos?

El agente miró con cara de extrañeza.

—Cómo que cuál de ellos...

—Sí, los chicos trajeron a sus mascotas. Si se refiere al perro que atacó al otro perro, creo que está ahí en el pasillo..., tapado, está muerto —dijo señalando el lugar donde se encontraba Cocó.

—¿Me dice que un perro atacó a otro?

—Sí, eso es. Se volvió loco.

—¿Y el otro perro dónde está?

—No sé. Logré abrir la puerta de clase para que los niños salieran, no sé si el perro lo haría también. No sé —dijo llevando de nuevo sus mano a la cabeza.

—¿Cómo era ese perro?

—Uno pequeño, negro... —recordó Marga entre nervios.

En una comunicación desde la base, Líder instó a los miembros del grupo Beta a la localización con prioridad absoluta de ese segundo perro.

—Rojo 4 para Rojo 1. Localizados en enfermería dos posibles contagios —escuchó Rojo 1 a través de su auricular.

—Rojo 1 para Rojo 4. Que nadie salga de esa sala —contestó.

El agente que se encontraba al mando de la operación en el interior del edificio Verde volvió a dirigirse a la maestra.

—¿Alguno de esos niños ha entrado en contacto directo con los animales?

—Estuvieron jugando antes de clase, claro. Pero no sé, son veinte niños y tres animales, no sé si todos jugaron con los perros.

—¿Tres animales?

—Sí bueno, además de los perros uno de los niños trajo un camaleón. Pero nadie lo tocó. Es el único que se quedó como si nada pasara —dijo Marga esbozando una ligera sonrisa que le ayudó a liberar algo de la tensión que tenía acumulada.

—Señora, necesito que meta a todos los niños en una clase. Que nadie salga y cierren las puertas. Es muy importante, que nadie salga y cierren las puertas —repitió con énfasis.

—Perdone, creo que debería explicarme lo que sucede. Creo que debería hacerlo, después de lo que ha pasado necesitamos que alguien nos explique algo. No creo que siempre que un perro muerda a alguien se presenten allí de esta manera.

Marga esperaba una respuesta. Pero llegó de otra manera. Tan repentina como inesperada. Una respuesta aterradora.

—¡Todos a esa puta clase joder! —gritó Rojo 1 tras escuchar la primera ráfaga de disparos.

Los gritos y las carreras regresaron al edificio Verde.

8

La herida no paraba de sangrar. Tumbado en la camilla, el pequeño Martí hacía lo imposible por aguantar el llanto, pero el dolor era insoportable. Mientras que el sanitario del 061 contenía la hemorragia, Joan, el enfermero del colegio, lo sujetaba con fuerza de los hombros. Justo enfrente, sentado sobre una mesa, David se lamentaba con las manos sobre su pierna. La herida ya estaba curada y vendada, pero le dolía bastante.

—Venga machote, que lo estás haciendo muy bien —animó Joan a Martí.

Pero no bastaba con los ánimos. Tampoco con las gasas esterilizadas que llenaban el hueco de la herida. La perrita Cocó le había arrancado un pedazo de carne de su brazo del tamaño de una caja de cerillas. El crío podía sentir cómo las pinzas recubiertas con una gasa rozaban el hueso.

—Debemos contener la hemorragia, ha perdido mucha sangre. Y aquí no podemos hacer mucho, debemos llevarlo a un hospital —dijo el sanitario.

Martí comenzó a respirar con dificultad y a tener pequeñas convulsiones acompañadas de evidentes nauseas.

—Joder, podría entrar en parada cardiorrespiratoria. Acerca la botella de oxígeno...

Joan soltó a Martí y se desplazó tras la camilla para alcanzar la botella, que estaba justo debajo de la ventana. Las convulsiones cada vez eran mayores. El pequeño comenzó a emitir una especie de gruñido sordo que parecía atrapado en su garganta.

—Se está ahogando, hay que ponerlo de lado —dijo el sanitario girando al crío.

David, que hasta entonces no había parado de quejarse de su herida en la pierna, bajó de la mesa y se quedó de pie frente a los dos enfermeros y su compañero. La puerta de la sala se abrió. Mientras que Joan y el sanitario del 061 se giraron para ver quién la abría, David ni tan siquiera parpadeó. No perdía de vista a Martí y sus intentos por vomitar.

—Rojo 4 para Rojo 1. Localizados en enfermería dos posibles contagios —dijo el miembro del GEO nada más entrar en la enfermería.

El sanitario del 061 continuó atendiendo a Martí, pero Joan se dirigió al agente con cara de no entender nada.

—¿Quién es usted? ¿Qué ocurre?

Rojo 4 entró en la sala y cerró la puerta. Se quedó de pie junto a ella con el arma entre sus manos. Martí comenzó a toser. Por su boca salía una mezcla rosácea de sangre y vómito.

—Se está ahogando joder, se está ahogando. Se está ahogando con su propia lengua. Ayúdeme —dijo el sanitario refiriéndose a Joan, que por un instante se olvidó del agente.

El enfermero del colegio sujetó al crío mientras que J. A. Mera, era el nombre que aparecía en la solapa del sanitario del 061, se inclinó para poder ver con claridad la boca de Martí. En una maniobra muy rápida la abrió con una mano e introdujo en ella dos dedos de la otra. Lo que pretendía era sacar de la garganta la lengua del crío, pero en seguida se percató de que estaba en su sitio. No le dio tiempo a nada más. J. A. Mera sólo pudo gritar.

Cuando retiró de la boca de Martí su mano, lo hizo con dos dedos menos. Dos hilos de sangre se dispararon, fueron la prolongación de su índice y su corazón. Joan se echó para atrás en una primera reacción. Luego miró a Martí que se había incorporado en la camilla a una velocidad impropia de quien hacía apenas diez segundos se estaba asfixiando. Cuando quiso reaccionar para ayudar a Mera, sintió como alguien tiraba de su brazo. Se trataba del pequeño David, al que ya le había cambiado la mirada.

Ojos negros y brillantes como dos perlas negras.

En un instante en el que el tiempo se detuvo para Joan, todo a su alrededor sonó como si tuviera la cabeza metida en una caja de cartón. Sin poder hacer nada, como si una fuerza invisible sujetara su cuerpo, contempló cómo las uñas del crío se hundían en su brazo como si lo hicieran en un pedazo de mantequilla. Antes de que ni tan siquiera pudiera gritar, sintió el desgarro. Luego un mordisco en la misma herida que le hizo regresar a la horrible realidad.

Rojo 4 puso el dedo en el gatillo de su MP5 y comenzó a disparar. Lo hizo sin saber exactamente dónde lo hacía. Él estaba seguro, comprobó con sus propios ojos que al menos cuatro disparos acabaron en el cuerpo de David, el niño que tenía en la boca un pedazo de Joan. El crío emitió un alarido y se abalanzó sobre el geo. Los disparos resonaron de nuevo en la enfermería, al menos tres más. Las balas atravesaron el pecho del niño frenando un poco su avance, pero no evitaron que éste trepara sobre el agente.

Martí que aún estaba en la camilla con los dedos de Mera entre sus dientes, bajó al suelo y corrió hacia la ventana. Y no se detuvo allí. De un salto atravesó las cortinas y los cristales perdiéndose en el exterior.

9

[REC]

Hoy hace sol. Los rayos entran por la ventana con la buena intención de iluminar toda esta oscuridad que me rodea. Una oscuridad que ya dura demasiado y que me tiene aquí encerrado junto a una esperanza que es sólo deseo. Tras los cristales que dan a la avenida principal, antes vida y ahora muerte y silencio, sólo veo recuerdos.

En el parque de Las Luces mi hija solía jugar casi a diario con otros críos. Era difícil no escuchar lo bien que lo pasaban. Muchas tardes, cuando mi cabeza pedía una tregua, cogía una silla y me salía a la terraza. Sólo tenía que permanecer sentado y cerrar los ojos. Entonces de entre todas, jugaba a encontrar la voz de mi niña. A encontrar su sonrisa... Cuando lo conseguía, era como regresar a los tiempos en los que yo también correteaba por ahí junto a mis amigos.

Mi hija. Pienso en ella y la culpa me golpea. Hasta cuándo seguiré haciéndome la puta pregunta. La escucho en mi cabeza y no paro de pensar en abrir esa puerta...

Conducía ajeno a lo que me rodeaba. Lo que no me explico es cómo llegué a Los Bosques sin que nada me pasara por el camino. Aunque estaban ahí, no tenía conciencia de que existieran semáforos, señales de tráfico u otros vehículos. Mi cabeza estaba en otro lugar. No me considero psicólogo ni nada por el estilo, tampoco adivino, pero tenía la segura intuición de que sucedía algo más.

Era como en una de esas mañanas en las que te levantas de la cama con la extraña sensación de que el día no va a ser un día normal. Basta un simple detalle para darte cuenta de ello. Supe que sería diferente cuando al entrar al baño casi me parto el dedo meñique del pie contra el cerco de la puerta. Joder, ya estás todo el día de mala hostia y además con un dolor de narices que no hace más que recordarte que aquél no iba a ser tu día. No fue el mío desde luego. Tampoco lo fue para nadie.

Cuando apenas quedaban doscientos metros para llegar al colegio, entrecerré los ojos para cerciorarme de lo que veía. «¡Joder, eso son militares!», pensé. Además había una ambulancia o algo así. Y más vehículos. La policía también. Los nervios me hicieron temblar cuando vi a un guardia armado dándome el alto con la mano levantada. Me fijé que detrás de él, junto a una valla de alto el paso, otro guardia permanecía de pie sujetando un fusil o una ametralladora. La verdad es que no entiendo una mierda de armas. Además no me gustan.

Odio las armas. Odio las armas.

No tuve más remedio que detener el vehículo. Debía ir muy de prisa, porque escuché el chirriar de los neumáticos sobre el asfalto. Antes de bajar la ventanilla me miré en el retrovisor. Vi en mis ojos al Sergi de las malas ocasiones. Era el tipo negativo en el que solía convertirme cuando las cosas se torcían un poco. Se notaba la preocupación. Apestaba a culpabilidad. «Pero qué mierda estás pensando —me dije en silencio—. Tú no has hecho nada. Lo único que estás haciendo es ir al colegio de tu hija porque te han avisado de que algo había ocurrido con su perro... Un perro que has consentido que entrara en casa. ¡Tú lo has permitido! ¡Tuya es la culpa!, me torturé.» Sentí como se enroscaba a mis tripas como una serpiente.

—Buenos días señor —dijo el agente dando unos toques en la ventanilla.

Yo desperté, o algo parecido. Me quedé mirando a aquel hombre como un imbécil sin decir nada. Luego miré a su compañero, que seguía de pie agarrado a su arma como si ésta fuera un extensión de su cuerpo.

—Señor —repitió golpeando de nuevo la ventanilla. Esta vez un poco más fuerte.

Mi mano se dejó caer sobre el botón del elevalunas eléctrico. El cristal de la ventanilla bajó muy despacio. Poco a poco el aire acarició mi rostro. No es una gilipollez si digo que incluso me pareció oler la colonia de mi hija.

—¿Dónde va, señor? —preguntó.

Dónde cojones iba a ir. Pero claro, no podía contestar eso.

—Voy al colegio. Mi hija está allí. Me han llamado para que vaya a recogerla.

—¿Me dice su nombre por favor?

—Sergi Domènech.

El agente se retiró de la ventanilla y se puso en comunicación con algún superior o algo así. El caso es que no vi ninguna radio ni nada parecido. Me preguntaba cómo era posible que lo escucharan desde allí. El tipo movía sus labios, pero no pillé más que palabras sueltas, entre ellas mi nombre.

¿Qué demonios hacía el ejercito en el colegio de mi hija? ¿Por un perro? Debía ser algo gordo.

«¡Secuestro!», pensé. El colegio había sido tomado por unos secuestradores que buscaban la pasta de los padres de algún crío, o en mi caso de su abuelo. Maldito cabrón de mierda. En qué hora permití que llevara a mi hija a un colegio como esos. Para lo único que valen es para crear monstruitos que se creen superiores a los demás. Mi Susi aún era pequeña, y yo desde luego no iba a permitirlo.

No permitiría que se convirtiera en uno de esos monstruos.

—Señor —dijo el agente.

Por un instante vi a mi suegro vestido de militar.

—Avance hasta la entrada. Justo hasta el todoterreno negro...

No dije nada, sólo asentí tragando saliva. Metí primera y avancé mientras subía la ventanilla. Por el retrovisor vi cómo el guardia que acababa de darme las indicaciones cada vez se hacía más pequeño. Pasé junto al segundo guardia, que soltando por primera vez su arma, retiró la valla permitiendo mi paso.

Si tenían mi nombre era porque sabían quién era, y si sabían quién era, era porque algo relacionado conmigo había ocurrido. Pero no conmigo directamente, y sí con mi hija, que era la que estaba en el colegio al que todos esos tipos armados habían acudido. «¿Por un perro? —volví a preguntarme—. A la mierda con el perro gilipollas, no ves que aquí pasa algo jodidamente jodido.»

Desde mi coche, a la derecha, pude ver cómo un montón de alumnos entraban en al menos tres autobuses que estaban estacionados en el parking, en el mismo en el que un montón de veces he despedido a mi hija en un día de excursión. Pero para nada era un excursión. ¿Dónde cojones llevaban a todos esos críos?

Cuando bajé del vehículo me recibió un hombre trajeado.

—¿Señor Domènech? —preguntó ofreciéndome su mano.

—Sí, soy yo —dije apretando su mano.

Entonces comenzó a contarme todo muy de prisa. Lo de la noche anterior, lo de un virus, un contagio, unos geos, lo de la evacuación... Palabra tras palabra todo sonaba a una especie de broma que me resultaba imposible ordenar en mi cabeza. Pero entonces nombró a mi hija y a su perro. Asociar todo aquello con ellos me hizo poner freno.

—Un momento. Un momento —interrumpí—. ¿Qué está diciendo del perro de mi hija?

Al final iba a resultar que todo aquello iba a ser por el maldito perro. Menuda cara de imbécil debía tener. Aunque poco parecía importarle al hombre trajeado, que seguía con su trabajo.

—Hemos intentado localizarle esta mañana, pero no ha sido posible.

Nunca cojo las llamadas con número oculto. Tampoco dejaron mensaje alguno.

—Perdone, ¿me ha dicho que su nombre es...? —pregunté sabiendo que no se había presentado.

—Doctor Balaguer —contestó.

Tan pronto como me lo dijo continuó con la explicación.

—Como le decía no pudimos localizarlo. El motivo era porque cabe la posibilidad de que el perro de su hija esté infectado por un extraño virus que detectamos hace unas horas en una clínica veterinaria.

—¿Virus? ¿Qué tipo de virus?

Pensar que mi hija no se separaba un instante de su perra casi me paró el corazón. Joder, dormía con ese animal.

—Sabemos que es altamente infeccioso y que se transmite a través de la saliva. El origen lo encontramos en la clínica que visitó usted ayer.

Por alguna extraña razón me vino a la cabeza aquel pastor alemán.

—Hemos confirmado que en el interior se ha producido un incidente con el perro de su hija. Un incidente similar al que provocó en la clínica el perro portador del virus. Un pastor alemán se volvió loco.

Y todo se detuvo a mi alrededor. No me hizo falta cerrar los ojos para ver a mi hija junto al pastor alemán y su dueño. ¿Contagiaría este perro a mi hija? Reviví todos y cada uno de sus movimientos en busca de uno. Veía la escena con el miedo que se siente cuando sabes que algo muy malo va a suceder. De cualquier manera quería evitar que mi pequeña entrara en contacto directo con el pastor alemán. Y no lo hizo. Ella no lo había hecho, pero sí ese chucho ridículo que jamás debí dejar entrar en mi casa, Cocó. Vi a cámara lenta el lametazo que cubrió por completo su cabeza. Luego imaginé a mi hija recibiendo besitos de su perrita, que era como ella decía.

—La razón por la que no hemos sacado a su hija y al resto de sus compañeros, es porque vamos a realizar unas pruebas en el interior —explicó Balaguer.

—¿Pruebas? —pregunté.

—Unos análisis de sangre. Es algo rutinario. No debe asustarse por todo este despliegue —sonrió.

Lo que no me gustó fue esa sonrisa. Cantaba por todos lados que tras ella había algo más. Por lo menos algo de mentira. Me hice un montón de preguntas, pero casi todas ellas en silencio. Mientras decidía qué preguntar, me explicó el destino de esos autobuses. Llevaban a los niños a una especie de hospital de campaña donde realizarían las pruebas pertinentes. Entonces supe qué preguntar.

—¿Por qué no llevan a mi hija y los demás niños a esas instalaciones? —pregunté señalando los autobuses.

El tipo parecía tener preparadas todas las respuestas. Era una especie de manual humano.

—Es por la rapidez. De existir el contagio, el virus se desarrolla dependiendo del grupo sanguíneo y la edad del portador. Por lo que sabemos, sus efectos varían en el tiempo. No existe un tiempo exacto.

—¿Efectos? —miré a sus ojos—. ¿Cuáles son sus efectos?

Por lo que tardó en responder, supe que no eran buenos.

—Podríamos decir que afectan al comportamiento. Al sistema nervioso.

¿Sistema nervioso? El que comenzaba a estar seriamente afectado de los nervios era yo. Mientras los autobuses salían del centro yo veía tomar posiciones a los militares y policías. Todos hablaban a través de radio y con mensajes cifrados.

—Pero supongo que tendrán la vacuna, el antídoto o como lo llamen —dije.

—Bueno, evidentemente es algo fundamental. Nuestro personal de laboratorio ha logrado aislar la enzima que desarrolla el virus. La manera de saber si es efectiva o no es probarlo en un infectado.

Todos los que estaban allí conmigo se pusieron en posición. Fue como una especie de estado de alerta. Algo que no me extrañó, ya que me pareció escuchar por una de las radios algo así como dos posibles contagios en la enfermería. Pero proseguí con mi particular interrogatorio, quizá buscando palabras de Balaguer que pudieran tranquilizarme.

—Habla del perro de mi hija, de la posibilidad de contacto con otros críos. ¿Quién no le dice a usted que uno de esos niños de los autobuses no ha entrado en contacto con el animal? Son críos, todos están juntos cuando entran, y sabemos como son cuando ven un animal.

Balaguer tomó un tiempo para contestar. Para mi última pregunta no lo tenía tan claro como con las anteriores. O de verdad se les había pasado por alto esa posibilidad, o es que ocultaban algo más importante de lo que no me podían decir nada.

—Señor Domènech... —el doctor dejó de hablar y miró a un lado, hacia los jardines del colegio.

Al igual que a un boxeador le salva la campana, al doctor Balaguer le salvaron unos gritos que venían del jardín. A mi alrededor vi a los guardias agacharse y echar mano a sus armas. El mosso que acompañaba a el doctor Balaguer tiró de mi hacia abajo para que me agachara. Sonaron disparos. Se estaban escuchando disparos procedentes del interior del colegio, en el edificio Verde. En el bloque de mi hija. Primero una ráfaga, a los pocos segundos otra. Por último escuché disparos a poco más de cinco metros de mi posición. No me podía creer lo que estaba viendo. Lo que había visto.

Joder, sólo era un niño.

[STOP]

10

Apenas unos segundos después del último disparo las puertas del 1.º B se cerraron de un portazo a la orden de Rojo 1, que puso rumbo a la enfermería. Los dieciocho niños, además de las tres profesoras y Ferran, se encerraron en la clase, en la misma donde comenzó todo. Allí se toparon con Marisa y Lourdes, que temblaban con las fregonas en la mano.

Friega que te friega habían intentado borrar del suelo las pruebas del desastre de los perros. Pero las huellas permanecían borrosas ante los ojos aterrorizados de los críos, que como un rebaño asustado se apelotonó en el lado opuesto queriendo alejarse del fatal recuerdo.

A simple vista podía parecer que sobre el suelo se había derramado un bote de témpera roja, pero no era témpera de la misma manera que ese pedazo de carne que había junto a una de las sillas no era un pedazo de plastilina. Todos evitaban mirar, pero la imagen tenía una especie de imán macabro que al menos arrancaba esporádicas miradas de reojo.

Marga estaba rodeada de varios críos, entre los que se encontraba Susi, que no podía quitarse de la cabeza lo que había visto hacer a su perrita Cocó. Era imposible hacerlo teniendo en cuenta que al otro lado de la clase, las marcas del ataque aún estaban frescas. La cría casi podía escuchar los alaridos de Charly, del que por cierto, nadie sabía nada.

—Susi, ven aquí cielo... —dijo Marga pegándola a su cuerpo.

—¿Cuándo va a venir mi papá? —preguntó Susi.

La profesora en vez de contestar, miró a la niña. Recorrió su cara llena de pecas y lágrimas y esbozó una ligera sonrisa. Marga no sabía qué decir.

—No me encuentro bien —añadió la pequeña.

La frente de la niña estaba ardiendo. Su cara tampoco era la mejor que podía tener.

—Tranquila mi niña, pronto saldremos de aquí...

Ferran se separó del grupo y caminó muy despacio hacia la salida.

—Joder, joder —dijo para sí mismo con las manos sobre la puerta.

—No por favor, no lo hagas —escuchó desde el grupo.

Cuando Ferran se dio la vuelta vio a Marga, que había dado un paso al frente.

—¿Cómo demonios voy a salir ahí fuera?

La profesora soltó con delicadeza a Susi y se acercó a Ferran. Una vez estuvieron juntos guardaron silencio junto a la puerta, pero no escucharon nada.

—¿Qué crees que ha pasado? —preguntó ella.

Ferran sonrió.

—Joder, no tengo ni idea. Sabrás tú más que has estado ahí hablando con ese tío.

—Me refiero a lo que ha sucedido ahora. Con los disparos.

—¿Tenéis por aquí muchos de esos animales locos? —preguntó Ferran—. Lo mismo han encontrado a otro.

Marga le miró con cara de poca gracia.

—No me preguntes entonces. Dime, dime tú qué cojones pasa aquí... Vuelvo a decirte que tú has estado hablando con ese tío. De qué va esto, ¿es un secuestro? ¿Una amenaza terrorista?...

—Yo qué sé, no tengo ni idea. Sólo me preguntó por los perros y si habían entrado en contacto con los críos...

—¿En contacto? ¿Todo esto por unos perros?

De repente se escucharon nuevos disparos. Esta vez también acompañados de gritos. De voces que resultaron imposible de entender. Todos los críos gritaron a la vez como si estuvieran en un coro. Se arremolinaron en torno a las profesoras, que esta vez no pudieron contenerse. En la segunda ráfaga de tiros, y cuando los gritos se volvieron más salvajes, no pudieron contener las lágrimas.

Ferran, que estaba apoyado en la puerta, se apartó de ella como si ésta estuviera al rojo vivo. Marga instintivamente pegó su cuerpo al del repartidor. Cada bala era un sobresalto, cada grito era una parada del corazón.

Tras el último disparo, nadie movió un músculo hasta pasados al menos dos minutos. Era como si todos los allí presentes quisieran de repente hacerse invisibles. Lo que nadie quería, ya fuera mayor o pequeño, era llamar la atención de aquello que provocaba que los agentes del GEO respondieran con disparos.

El silencio, como suele ser costumbre en una clase, lo rompió un crío. Concretamente Susi. La pequeña comenzó a toser entre sus compañeros.

11

Rojo 1 cerró la puerta de 1.º B y pegó la espalda a la pared. Vio como el profesor de 1.º A se asomó al pasillo.

—Vuelva a su clase. No deben salir de ella.

—¿Qué demonios sucede? —preguntó el maestro.

El agente se acercó a él y le devolvió a su clase. A continuación cerró y puso un sello de seguridad en el pomo. Ya no podría salir, pero lo más importante: nadie podría entrar.

Luego se dirigió al hall de entrada, donde le esperaba Rojo 3, que le hizo una señal para que avanzara sin problemas. Entonces aceleró el paso. Cuando ambos se juntaron, Rojo 1 señaló la entrada del edificio para que su compañero se dirigiera a ella.

—Rojo 1 para grupo Beta. Confirmen posición.

Quería saber sobre todo el estado de los agentes de los que no tenía contacto visual, Rojo 2 en la planta superior y Rojo 4 en el interior de la enfermería. El primero OK, pero el segundo...

—Rojo 1 para Rojo 4. Confirme posición.

Nadie movió un músculo esperando respuesta.

—Rojo 1 para Rojo 4. Confirme posición —repitió.

Ni posición ni estado. La respuesta fue nula. La última vez que Rojo 4 informó fue cuando entró en la enfermería. En dicha comunicación habló de dos posibles contagios.

—Líder para Beta. Rojo 4 en enfermería. No captamos actividad a través de su cámara, pero sí confirmamos presencia de enemigos UVE.

El enemigo UVE, que era el nombre en clave para los infectados.

—Rojo 1 para Líder. Objetivo enfermería.

En unos segundos Rojo 1 visualizó el recorrido hasta la enfermería. Desde la esquina del pasillo que daba justo al hall del edificio, se desplazaría hasta un enorme jarrón con una de esas plantas de interior que parecen de plástico. Desde allí se movería junto a Rojo 3 hasta la mesa de recepción, desde donde tenía una vista clara de la puerta de la enfermería. Sólo desde allí podría ver si la puerta estaba abierta o cerrada.

Rojo 1 se situó tras la maceta, Rojo 3 llegó a su altura y continuó hasta la mesa de recepción.

—Rojo 3 para Rojo 1. Puerta cerrada.

Que la puerta de la enfermería estuviera cerrada era una buena noticia sólo entre comillas. En un principio nadie había salido de la habitación. Pero en su interior se habían escuchado varios disparos.

En la base del operativo se visualizaron a través de la cámara del casco de Rojo 4, imágenes claras del ataque de los UVE. Se habían confirmado visualmente heridas en los enfermeros, pero no en el miembro del GEO, aunque también se había visto a uno de los niños saltar sobre el agente.

—Rojo 1 para Líder. Vamos a entrar.

Avanzaron empuñando sus automáticas hacia la enfermería. Una vez en la puerta permanecieron quietos y en silencio. No escuchaban nada.

—Líder para Rojo 1. La posición de Rojo 4 no ha variado.

La mano de Rojo 1 agarró el pomo de la puerta. Muy despacio hizo fuerza hacia abajo. Luego tras una señal visual a Rojo 3, la empujó poco a poco. Lo primero que se vio del interior fueron un montón de cristales y material de enfermería tirado por el suelo. También sangre, lo que provocó que el agente se quedara quieto de nuevo. Los signos de violencia eran claros, pero continuaban sin escuchar nada.

Por la cabeza de Rojo 1 pasó una imagen que se le quedó grabada mientras preparaban la misión camino del colegio. La recordaba como una de esas escenas que hacen mítica una película. En este caso la escena daba buena cuenta de lo que podían encontrar allí, de lo que sus compañeros del grupo Alfa exterminado habían vivido en el céntrico edificio de Barcelona la madrugada anterior. El agente recordó el momento en el que un crío de no más de seis años atacó a uno de los miembros del GEO, que tras un forcejeo logró quitárselo de encima. El crío tras rodar por el suelo se puso de cuclillas. Se quedó quieto, respirando de una forma rasgada y aguda. Estaba desnudo y empapado en sangre. Su rostro desfigurado y cubierto de llagas hacía imposible creer que ese ser fuera un niño.

Dispare a la cabeza, a la cabeza, dispárele..., decía una voz con acento extranjero. Sólo es un niño joder, sólo es un niño, respondía uno de los agentes. Entonces el hombre de la voz con acento extranjero dijo algo de lo que Rojo 1 intentaba convencerse en aquel instante: No lo es. Inmediatamente el extranjero agarró el arma de uno de los agentes y reventó de un tiro la cabeza del crío.

Rojo 1 se encontraba en un colegio. Rodeado de niños que podían convertirse en uno de esos seres diabólicos. El agente tenía dos niñas, dos hijas de ocho y diez años. En su cabeza también se inició una lucha similar a la de aquel agente del GEO Alfa con el extranjero. Llegado el caso... ¿Qué haría? ¿Sería capaz de disparar? Cuando Rojo 1 tuvo una respuesta clara, empujó la puerta. Lo que vio desde luego no era lo que esperaba.

De espaldas a los dos agentes vio de pie a Rojo 4. Éste sostenía su arma con la mano izquierda, más bien colgaba de ella. En un vistazo rápido la primera sensación es que nadie más estaba en la habitación. Posibilidad que tomó fuerza cuando el agente miró a una de las ventanas. Las cortinas flotaban suavemente agitadas por la brisa que se colaba del exterior. También se escucharon los motores de varios autobuses que primero se ponían en marcha y que poco a poco se alejaban.

El suelo estaba lleno de espesos charcos de sangre. De uno de ellos surgía un borrón que no era más que un rastro que conducía a uno de los laterales ciegos de la enfermería. Quien fuera, se había arrastrado por la tarima... Algo se escuchó.

Era un sonido acuoso con chasquidos casi imperceptibles. Una gota de sudor frío recorrió la frente de Rojo 1 hasta depositarse en el ojo. El agente parpadeó queriéndose librar del escozor, también para recuperar una vista clara después de que se emborronara por un instante. Entonces se dio cuenta. Tras el agente Rojo 4 había alguien más. Llevó su cabeza unos centímetros hacia su derecha. Pudo ver de quién se trataba. Era un niño. Era David.

El crío estaba tan quieto como el agente que tenía de frente. Estaba paralelo a él y también de pie. Uno de sus pies estaba descalzo, con medio calcetín fuera. Ninguno de los dos agentes podían ver nada más desde la puerta.

Rojo 3 vio cómo su jefe dio un par de pasos muy cortos hacia el interior. También vio un guante de su compañero tirado en el suelo. El sonido acuoso, tras varias pausas, dejó de sonar definitivamente. Diez segundos en completo silencio hasta que ambos escucharon una especie de gruñido opaco y contenido. El brazo de Rojo 4 cayó a plomo. Sus compañeros contemplaron horrorizados que en la mano únicamente quedaba el dedo pulgar. El resto eran cuatro muñones a diferentes alturas de los que colgaban sendos hilos de sangre que se unían con el suelo. Para devolverles a la realidad, para despertarles del horror, el gruñido se hizo más intenso.

La imagen del niño en cuclillas acudió de nuevo a los pensamientos de Rojo 1. También las voces y las risas de sus hijas. Pero el crío que estaba en la enfermería no era como ellas. Ese, ya no era un niño. No lo es.

David se dejó ver tras el guardia. Tenía el rostro cubierto de sangre, también sus ropas. El niño caminó hacia Rojo 1 y extendió su brazo.

—Señor..., ayúdeme. Ayúdeme... —dijo en un hilo de voz.

A la cabeza, a la cabeza, dispárele..., escuchó Rojo 1 en un recuerdo.

—Ayúdale... —dijo Rojo 4 con una voz gutural tras girar la cabeza. De su rostro colgaban pedazos de carne a medio morder que temblaban como la gelatina.

Fue a su derecha, sin esperarlo, cuando el sanitario del 061 apareció salido de la nada para abalanzarse sobre Rojo 1. Se trataba de J. A. Mera, pero ya no era un hombre, se había convertido en un enemigo UVE.

Rojo 3 acudió en su ayuda. Con la culata de su MP5 golpeó la cabeza del sanitario, que comenzó a gritar como una rata gigante. En un segundo golpe el UVE se tambaleó hasta chocar contra la camilla, pero aún no estaba vencido. Y ése fue el error que cometió Rojo 3, pensar que ya lo estaba. En ese segundo que jamás debió tomar como un respiro, el ensangrentado crío que había pedido ayuda a Rojo 1 bufó. Corrió como un poseído y saltó con agilidad felina a la cara de Rojo 3, que nada pudo hacer para librarse de los dientes del niño. Su labio superior, ya estaba en la garganta del pequeño David.

Rojo 1 comenzó a disparar ráfagas a medida que reculaba de espaldas hacia el hall. Ninguno de los infectados salió tras él, lo último que pudo ver es que caían abatidos al suelo. Los tres UVE, dando por hecho que Rojo 3 ya era uno de ellos, no salieron de la enfermería.

A la cabeza, dispárale a la cabeza..., repicaba en los pensamientos de Rojo 1.

—Rojo 1 para Líder. Hemos perdido a Rojo 3. Posible fuga de UVES por la ventana de la enfermería. No estaban en su interior uno de los niños y el enfermero del colegio. Repito, posible fuga de UVES desde la enfermería —comunicó a gritos.

El mal que habían intentado contener, había escapado. Instantes después, procedentes de los jardines, se escucharon más disparos.

12

[REC]

Leo literalmente...

«Un hilo rojo invisible conecta a aquellos que están destinados a encontrarse, sin importar tiempo, lugar o circunstancias. El hilo se puede estirar o contraer, pero nunca romper.»

Cuando sonaron los disparos todo aquello me parecía surrealista. Sentí la necesidad de pellizcar todo mi cuerpo para comprobar que lo que me rodeaba era real. Incluso se me pasó por la cabeza soltar de un manotazo al policía que tiró de mí para protegerme de las balas y pedir a gritos que todo parara. Que todos pararan con todo aquello. Que como broma estaba bien, pero que ya era suficiente. Pero no tardé una mierda en darme cuenta de que no se trataba de una broma. Creo que cuando vi desplomarse a ese niño en el jardín tomé conciencia de ello. Joder ese niño podía haber sido mi hija.

Hijos de puta es sólo un niño.

Era un crío de la edad de Susi. El pequeño corría por el jardín en dirección a la salida. Parecía muy asustado. Ahora cada vez que veo algo naranja me acuerdo de él. Ése era el color de su jersey. También llevaba unos pantalones vaqueros... No me dio tiempo a ver sus zapatillas. Se acercaba gritando, no sé si pedía ayuda o no. El caso es que cuando me giré hacia él vi cómo los tiros lo paraban en seco y..., su. Y su cabeza, la cabeza de ese crío de repente se desintegró. Explotó como una sandía en una prueba de tiro. Me cago en la puta, era real.

Me preguntaba, y aún lo hago hoy, qué demonios hice mal para acabar allí. Como en otras muchas cosas, uno deja de creer y luego vuelve a creer. Es lo que sucede con el destino. Es esa palabra que todo el mundo usa pero que nadie sabe definir exactamente. Nunca se sabe. Es imposible conocerlo. Lo vamos forjando con un montón de decisiones, que acertadas o no, van definiendo nuestra propia vida.

Con los años fui configurando una idea más concreta. Digamos que una versión Destino 2.0., empleando una nomenclatura muy común en mi trabajo. Todo gira en torno a una base, y es que, hagamos lo que hagamos, al final sucede lo que tiene que suceder. Lo importante de verdad es que al final sucede algo, y no hay maldita la manera de saber si se trata del plan A o del plan B. Tampoco de un C o de un D. Lo único cierto es que llegamos a un punto que nos conducirá a otro. Así hasta que dejemos de existir. ¿Y luego? Pues sinceramente, no tengo ni puñetera idea.

Todo esto viene a raíz de una historia que mi abuelo solía leerme, aunque él se la sabía de memoria. Pero sabía que me gustaba verle sentado en un lado de mi cama con el libro entre sus manos. La historia era la siguiente...

Hace mucho tiempo, miles de años, un emperador se enteró de que en una de las provincias de su reino vivía una bruja muy poderosa, que poseía la capacidad de ver el hilo rojo del destino. El emperador ordenó a sus guardias que partieran en su búsqueda y la trajeran hasta él.

Cuando la bruja llegó, el emperador le ordenó que buscara el otro extremo del hilo que llevaba atado al meñique y lo llevara ante la que sería su esposa. La bruja accedió a esta petición y comenzó a seguir y seguir el hilo. Esta búsqueda los llevó hasta un mercado, en donde una pobre campesina con una bebé en los brazos ofrecía sus productos.

El emperador se desplazó hasta dicho mercado. La bruja se detuvo frente a la campesina y la invitó a ponerse de pie. Hizo que el joven emperador se acercara y le dijo : «Aquí termina tu hilo», pero al escuchar esto, el emperador enfureció, creyendo que era una burla de la bruja. Poseído por la ira, empujó a la campesina que aún llevaba a su pequeña bebé en brazos y la hizo caer, provocando que la criatura se hiciera una gran herida en la frente.

Ordenó a sus guardias que detuvieran a la bruja y le cortaran la cabeza.

Muchos años después, llegó el momento en que este emperador debía casarse y su corte le recomendó que lo mejor era que desposara a la hija de un general muy poderoso. Aceptó y llegó el día de la boda. Su esposa entró al templo con un velo que la cubría totalmente... Al levantárselo, vio que ese hermoso rostro tenía una cicatriz muy peculiar en la frente...

Es una pequeña fábula que describe la teoría del Hilo Rojo de la que hablaba al principio.

Si terminé aquella mañana en el colegio de mi hija es porque mi hilo me condujo hasta allí. Así lo tomé. Fue la mejor manera para mantenerme en pie y no derrumbarme. Ése era mi destino, debía aceptarlo ya que por encima de todo sólo tenía una cosa en la cabeza, recuperar a mi hija. Las personas que encontré allí, quizá unidas a mi hilo, eran las que podían ayudarme a cumplir ese objetivo.

Cuando dejaron de sonar los disparos me levanté en seguida.

—¡Me cago en la puta! ¡Joder! ¿Qué mierda está pasando aquí? ¡Es un crío! ¡Han disparado a un crío! —grité fuera de mí.

El agente que me hizo agachar cuando sonaron los disparos me rodeó con sus brazos y me sujetó. Casi caemos al suelo, pero Balaguer y otro guardia que se acercó lo evitaron.

—Tranquilícese señor Domènech, tranquilícese —repetía Balaguer.

—Y una mierda. Tengo que ir a por mi hija, tengo que sacar a mi hija de ahí.

—Su hija está bien, y a su hija no tiene por qué pasarle nada —dijo el doctor.

Pero no me creí nada.

—Dígame, pero dígame por qué han disparado a un niño —me revolví.

Los policías me agarraron de nuevo con fuerza.

—Está bien, está bien —dijo Balaguer haciendo un gesto a los agentes para que me soltaran.

Una vez libre me coloqué bien mi chaqueta y esperé la respuesta.

—Primero debe saber que eso que ha visto no es un niño. Es lo que llamamos un UVE, un contagiado.

La cara que puse necesitaba más explicaciones.

—El estado de agresividad después de que el virus se desarrolla en el cuerpo del infectado es extremo.

Y por lo que deduje de sus palabras...

—Y de momento no tenemos la vacuna. Por eso no podemos dejar que uno de esos seres salga del perímetro. No podemos arriesgarnos a que el virus se extienda. Si llegara a la ciudad, controlarlo sería prácticamente imposible.

De repente comenzó a faltarme el aire. Necesité apoyarme en uno de los vehículos para asimilar toda esa mierda.

—Estamos haciendo todo lo posible. Todo lo que está en nuestras manos. Ahí dentro hay gente que se ocupa de ello. En cuanto podamos sacar a su hija la sacaremos.

—¿Qué está pasando ahí dentro? —pregunté.

—Es una información que no tengo —contestó.

—No me venga con gilipolleces...

—No estoy aquí para eso. Estoy aquí en representación del Ministerio de Sanidad. Estoy para ver, y como mucho para contarle a usted todo lo que le estoy contando. La decisión de todo esto —refiriéndose al dispositivo policial— no me corresponde. Ellos, al igual que yo, siguen órdenes que vienen de arriba. Yo le informo a usted como a cualquier otro ciudadano, y ellos evitan que el virus se extienda.

Guardé silencio.

Tenía delante a la persona que se encontraba en el otro extremo de mi hilo rojo. Él con su vida, yo con la mía. Hasta hacía unos minutos no nos conocíamos absolutamente de nada. Las posibilidades de que nos encontráramos allí eran infinitamente ridículas, seguro que de una entre un billón, pero el caso es que allí estábamos. Y los dos con objetivos similares.

—Usted tiene a su hija ahí dentro. Yo tengo a mis hijos. No están aquí, pero quién dice que mañana no se encuentren en la misma situación. Por eso debemos colaborar. Le pido que colabore, que deje que cada uno haga su trabajo. Lo que es bueno para usted también lo es para mí.

¿Dónde se había metido aquel hombre que casi escupía las palabras? Y es ahí donde se demuestra la valía de las personas, cuando en situaciones límite todo se sabe llevar de una manera coherente. Pero como en cualquier aspecto de la vida, todo está sujeto a eventos inesperados que pueden cambiarlo todo.

Cuando Balaguer me tenía sedado con sus palabras, algo sucedió. A simple vista sólo me pareció un sanitario que corría a por algo a una de las ambulancias. Era un hombre de no más de treinta años con una chaqueta blanca y pantalones verdes, era un uniforme típico de enfermero. Pero me llamó la atención la gran mancha roja que tenía en el pecho. En su pecho había demasiada sangre. Pensé que algo sucedería cuando pasó de largo las ambulancias.

Con una velocidad increíble se echó encima de uno de los mossos. Un placaje de rugby en toda regla. Y todo a poco más de diez metros de donde yo me encontraba. Todo fue tan rápido que nadie pudo detenerlo. El enfermero UVE gruñó y se incorporó sobre el agente con un pedazo de su rostro en la boca. Por Dios Santo, le había arrancado la carne de un bocado. Y una vez más se abalanzó sobre el cuello del agente, que se retorcía en el suelo como un insecto al que han pisado la mitad de su cuerpo. Como dos tiras de seda lanzadas al aire, salieron disparados dos hilos de sangre de su cuello.

Por fin alguien apretó el gatillo. La cabellera del enfermero infectado saltó por los aires y su cuerpo cayó suavemente a un lado. El mosso encontró las fuerzas necesarias para ponerse de pie. El pobre hombre gritaba y gritaba, se llevaba las manos al rostro, a lo que quedaba de él. Me pregunto cómo debe ser esa sensación. Sentir en las palmas de tus manos el calor de la sangre, el tacto de tu propia carne por dentro. De su cuello brotaba la sangre a borbotones. Gritó una vez más.

Un compañero suyo se acercó a él para asistirle. Con delicadeza le devolvió al suelo y pidió ayuda.

—¡Joder, un médico! ¡Joder, que venga un puto médico! —gritaba mientras la sangre del herido salpicaba su cara.

Joder. Y mi hija estaba allí dentro.

[STOP]

13

Lourdes no podía creer lo que veía a través de la ventana. A la señora de la limpieza primero le llamaron la atención una especie de gritos que parecían ser de niño. Y efectivamente era un niño.

—¡Profe, profe es Martí! —gritó Maite, una de las niñas con las manos plantadas en el cristal de la ventana.

El resto de los críos corrieron a ver lo que sucedía. Los que primero llegaron a las ventanas, sentían a sus espaldas cómo sus compañeros intentaban abrirse paso. Todos querían ver a Martí.

—Cielo Santo —dijo la señora de la limpieza para sus adentros.

Todos gritaron a la vez. El cuerpo del crío, que no pesaría más de treinta kilos, voló por los aires tras recibir los primeros impactos de bala en el pecho. Parecía un peluche, un muñeco inerte que gritaba en el aire entre salpicones de sangre. Pero el mayor horror que sus expectantes compañeros presenciaron, llegó cuando un disparo certero desintegró por completo su cabeza. Muchos de ellos lo habían visto en videojuegos, pero aquello era real.

La señora de la limpieza se apartó de la ventana y corrió hacia la puerta poseída por la histeria. Quería huir de allí, pero alguien pensó que ésa no era un buena idea. Ferran en cuanto intuyó la intenciones de la señora Lourdes la agarró intentando calmarla entre sus brazos.

Marga y Belén se apresuraron a retirar a los niños de las ventanas. No sólo por lo que habían presenciado, también ante el peligro que suponían los disparos. Una bala perdida podría resultar fatal.

—Vamos, vamos, todos aquí... Todos aquí —decía Marga llevando a los críos a un rincón y haciendo que se agacharan.

Los llantos se multiplicaron. Todos en su mente veían la cabeza de su compañero saltar por los aires.

—Agachaos, así es. Todos juntos. Todos juntos...

Se apelotonaron en la parte del aula dedicada a manualidades, situada a la derecha de las ventanas, en un ángulo en el que sólo había pared.

—¿Está mejor? —preguntó Ferran a Lourdes.

La pobre señora de la limpieza asentía entre lágrimas.

—Póngase allí con los críos..., estará mejor —dijo Ferran.

Marisa, la otra empleada de la limpieza acudió para ayudar a su compañera. Ambas caminaron hacia el grupo y se acurrucaron en el suelo como si fueran dos niñas más.

—Señorita —dijo Ferran.

Marga se giró, también Belén.

—Bueno, las dos. Ayúdenme...

Las dos profesoras se acercaron al repartidor, que comenzó a acumular sillas y mesas en la puerta de entrada.

—¿Qué pretende? —preguntó Belén.

—¿Vamos a tratarnos de usted todo el rato? Hostias, no llegamos a los treinta... —dijo mientras cogía dos sillas.

—Yo soy Marga, ella es Belén.

—Yo, Ferran, y me gustaría que acercáramos todo lo que pueda tapar la entrada... —dijo poniendo el terrario con Keeper dentro junto al material deportivo.

—¿Para? —preguntó Belén.

—¿Ha visto...?, perdón, ¿Has visto lo que ha pasado ahí fuera?

Marga se acercó con una mesa pequeña.

—¿Crees que pueden disparar contra nosotros?

Ferran recogió la mesa que traía Marga y se detuvo.

—Lo que me preocupa es lo otro. El motivo por el que esos tíos han disparado a ese niño.

Belén puso cara de no estar entendiendo nada. El mensajero continuó colocando sillas en la entrada. Al fondo se escuchaban los tímidos lamentos de los alumnos, también algunos cuchicheos que debían estar tratando lo sucedido.

—Uno de los perros mordió a ese niño, y ahora disparan contra él. Sea lo que sea, ese perro tenía algo, una enfermedad o... ¡Qué cojones! Esto huele muy mal. ¡Joder, apesta! —exclamó Ferran.

De repente sintieron como al otro lado de la puerta alguien empujaba intentando entrar. Ferran sin decir nada se apresuró a colocar una mesa más. Dos fuertes golpes resonaron en el aula de 1.º B. No había un ojo en aquella habitación que no estuviera clavado a la puerta, en la montonera de sillas y pupitres que había delante de ella.

—¿Están bien? —se escuchó al otro lado.

Dos golpes más.

—Soy el agente, pueden abrir la puerta.

Ferran intentó contenerse, pero un impulso le hizo contestar.

—¡Y una mierda!

—Sólo queremos saber que están bien —dijo Rojo 1.

—Bien, bien... Estamos de puta madre. Sólo hemos visto por la ventana como se cargaban a un niño.

Pasaron unos segundos de silencio.

—No queremos entrar. Está bien si prefieren quedarse dentro. Estarán más seguros —dijo Rojo 1 apoyado contra la puerta de 1.º B.

Susi, la niña dueña de Cocó, volvió a toser con fuerza. La cría no tenía buen aspecto. Algo que llamó la atención del repartidor. Comenzaba a creer en la posibilidad de que la niña también...

—Ella es la del perro ¿verdad?

Marga asintió. A continuación todos miraron al techo.

—Pero qué cojones... —dijo Ferran.

Se escucharon un montón de gritos y sillas arrastrarse por el suelo de la planta superior. Luego sonaron golpes y más golpes.

—Rojo 2 para Líder. Rojo 2 para Beta. Jaleo en aula 2.º A... ¡Joder, hostia puta! —escuchó Rojo 1 con la mirada aún puesta en el techo.

En mitad de todo aquel desconcierto que se alargó hasta pasado un minuto, se escucharon nuevos disparos.

—Rojo 1 para Rojo 2. ¿Qué sucede ahí arriba? —preguntó refiriéndose a la planta superior.

Sonaron más disparos.

—Rojo 2 para Beta. Presencia de UVES. Joder vamos a tener unos cuantos más... Han debido colarse por las escaleras de incendio.

—¿Tienes confirmación visual?

—Oigo gritos, debe ser uno de ellos jefe. Suena igual que los que vimos en los vídeos esta mañana —dijo Rojo 2 refiriéndose a las grabaciones obtenidas en el edificio de Rambla Catalunya.

—Rojo 2. Mantenga la posición.

—¿Retiro el sello? —preguntó el agente 2.

Era una situación límite. Era el momento de actuar. De tomar decisiones firmes sin lugar a la duda.

—Líder para Beta. Confirmamos que se trata de Rojo 4. Confirmamos también que ya no es uno de los nuestros. Repito, ya no es uno de los nuestros. Es un UVE.

—Líder para Rojo 2. Deje el sello donde está. Ya no podemos hacer nada. Salga de allí.

14

Sólo algunos de los alumnos de 2.º vieron cómo la cabeza de Martí se desintegraba, pero casi todos contemplaron el cuerpo del pequeño tirado sobre el césped.

—Tío, tío, tío —repetía un niño pelirrojo que no podía separar sus manos del cristal.

—Es uno de primero —dijo un crío desde el fondo, como si él estuviera muchos cursos por encima.

Cristina, una de las niñas que se sentaban junto a los ventanales, clavó los codos en la mesa y llevó sus temblorosas manos a la cara. Miraba de reojo una y otra vez con la esperanza de que ese crío del jersey naranja desapareciera de los jardines. Cada instante que mantenía sus ojos en el cuerpo más difícil resultaba contener las ganas de vomitar. No pudo hacerlo. La leche con cacao y las galletas con mantequilla y mermelada del desayuno, pasaron de su estómago a la mesa, salpicando también al compañero que tenía delante. Él evidentemente, no se enteró de nada. La imagen del exterior también lo tenía atrapado.

A diferencia de las aulas de primero, ésta de segundo, la única del edificio, tenía vistas a ambos lados. La parte norte daba a los jardines, la sur a las instalaciones deportivas. Además disponía de un amplio patio a modo de balcón, en el que los niños y niñas tenían pequeños huertos cultivados por ellos mismos. Precisamente a ese lado, huyendo del horror de los jardines, se apartaron tres alumnas que entre ellas intentaban consolarse agarradas de la mano.

Bea, Patricia y Martina. Las tres miraban a sus compañeros, situados en su gran mayoría al otro lado de la clase. Muchos de ellos no se habían retirado de las ventanas. Ninguna entendía como algo tan horrible podía resultar atrayente, que no atractivo.

—Mirad —dijo Patricia.

El índice de la niña de rizos morenos señalaba al exterior, a las escaleras de emergencia.

—¿Es un policía? —preguntó Bea.

Ninguna de las otras dos contestó. Se limitaron únicamente a mirar.

—Es un policía ¿verdad? —volvió a preguntar.

—Pero... —añadió tímidamente Patricia.

—Está herido —añadió Martina.

Vieron cómo el agente, que era del grupo Beta del GEO, ascendía por las escaleras de emergencia no sin dificultades. Dichas escaleras estaban al final del balcón, a unos ocho o nueve metros.

Otros niños se dieron cuenta.

—¡Mirad! —gritó Carlos desde la mesa del profe.

En seguida todos cambiaron el cuerpo de Martí por el agente. Ramírez, el profesor, se acercó a la salida que daba al balcón con los brazos extendidos.

—Todos quietos ahí.

No quería que ningún niño se acercara. Con un leve empujón se dirigió a las tres niñas...

—Vamos, id con vuestros compañeros.

Las tres niñas se unieron al grupo. Ramírez, que se percató de algo extraño, se acercó a la puerta y comprobó que el seguro estuviera echado. Luego dio un paso atrás. Cuando el agente accedió al patio y se giró hacia la clase de 2.º, todas las respiraciones se convirtieron en hielo.

—Pero qué... —susurró Ramírez.

El agente Rojo 4 iba directo hacia ellos. Su cara ensangrentada se retorcía en un gesto violento y sordo que se transmitió en modo de escalofrío a las espaldas y brazos de los críos. Los pequeños comenzaron a moverse entre las mesas y las sillas haciendo que éstas se arrastraran por el suelo.

Una niña que llevaba un peto vaquero con un unicornio en el pecho, gritó por encima del resto. Pero él gritó más. El agente Rojo 4, convertido en un UVE, abrió su boca dejando escapar un alarido que definitivamente desató el pánico en la clase.

—¡Atrás, atrás! —indicó el profesor a sus alumnos.

El agente UVE se lanzó contra los ventanales con toda la fuerza de sus más de noventa kilos de músculo. Antes de que atravesara los cristales algunos niños se tiraron al suelo con la esperanza de no cruzarse en su camino. Cuando el agente infectado cayó sobre los pupitres la histeria fue colectiva.

Ramírez se quedó paralizado. Vio cómo aquel monstruo se incorporaba. El profesor fue el primero en caer. Antes de que el geo se comiera literalmente su cuello, ya le había arrancado media cara con las manos. Los gritos del maestro se unieron a los de sus alumnos, que corrían tropezándose unos contra otros hacia la salida.

Con Ramírez arrastrándose por el suelo sintiendo el calor de su propia sangre, el agente agarró del pie a un niño que buscaba cobijo bajo una mesa. Lo levantó como si fuera un conejo, pero el crío chilló como un cochinillo.

Patricia, una de las niñas del grupito de tres, corrió a la puerta e intentó abrir. Pero no pudo. Estaba cerrada por fuera. La cría se dio la vuelta, y en lo que dura un parpadeo, todo para ella se volvió negro.

Por un momento Rojo 4 pareció retornar a su estado humano. Fue como si se diera cuenta de que la puerta estaba cerrada. Con el espanto a sus espaldas, se acercó a ella e intentó abrir. Tampoco pudo, pero no se anduvo con tonterías. De una patada la tiró abajo, al otro lado encontró a alguien que le era familiar, Rojo 2, que apretó el gatillo de su MP5 demasiado tarde.

Rojo 4 regresó a clase. De su rostro chorreaba sangre, de entre sus dientes colgaban pedazos de carne. A saber..., Ramírez, Sebastián, Patricia, Pedro, Iván, Oscar... Rojo 2. Dando muestras quizá de un primitivo intelecto, se agachó y levantó del brazo a uno de los niños. Su nombre era Francisco. El crío como todos los que quedaban el aula estaba herido. Tenía rasgada su camisa blanca en uno de los hombros, que por el pico que se entreveía bajo la tela, parecía estar dislocado. Sin importar que el pequeño suplicara ayuda entre llantos y gemidos, Rojo 4 se acercó a una de las ventanas y lo lanzó contra los cristales. El grito de Francisco se perdió en el vacío.

15

[REC]

El agente de la cara colgante tenía los segundos contados. Lo más terrible es que se convertiría en un contagiado, en un infecto, en un enemigo UVE. Me preguntaba qué harían, ¿pegarle también un tiro en la cabeza?

Tres hombres, creo recordar que dos mossos y un enfermero, o dos enfermeros y un mosso, acudieron hasta el cuerpo del hombre herido. Había perdido tanta sangre que ya apenas se movía. Sólo podían escucharse tímidos balbuceos. Lo pusieron sobre una camilla y lo trasladaron a una de las ambulancias.

—¿Qué van a hacer con él? —pregunté.

—No pueden hacer nada —contestó.

—Bueno, tienen lo que quieren. Tienen un infectado. De él pueden obtener una muestra de sangre para la vacuna.

El doctor me miró.

—No es lo que quieren ¿verdad?... No quieren la puta sangre. No es lo que quieren —repetí.

Miré alrededor. Algunos agentes sacaban unas cajas negras de los vehículos que colocaban junto a la entrada al recinto con mucho cuidado. Agarré a Balaguer por la pechera.

—Dígame qué cojones quieren hacer en el colegio.

El agente rémora que lo seguía a todas partes intentó separarme, pero no lo conseguiría hasta que me dijera la verdad. Vamos, por mis santos huevos.

—¿Qué quieren hacer? ¡Dígamelo joder! —grité.

A nuestras espaldas sonaron cristales rotos. Cuando me giré, vi el cuerpo de otro niño tirado en el suelo. Puede que de una niña. El caso es que llevaba puesto algo de ropa blanca.

Todos los agentes se pusieron en posición. Y entonces sonaron los disparos. Otra vez los putos disparos, pero esta vez los agentes disparaban contra el edificio.

Con todos pendientes de las ventanas del colegio, no se percataron de una nueva visita. Un hombre ataviado con el chaleco reflectante del 061, irrumpió como una bala atravesando los setos. Se tiró encima del primer hombre que encontró en su camino. Ambos rodaron por el suelo, se escaparon varios disparos al aire y... La sangre. Sangre y más gritos.

—Tengo que ir a por mi hija —grité.

Mi intención era aprovechar el desconcierto para por fin entrar en el colegio.

—¿Dónde va? —preguntó Balaguer agarrándome de la chaqueta.

—¿Qué pretende? ¿Que me quede aquí viendo como se lían a tiros contra mi hija?

Una ráfaga de balas perdidas atravesó la chapa del vehículo que teníamos justo al lado. Nos tiramos al suelo. Sentí una punzada seguida de un calor muy intenso cerca de la rodilla. Cuando miré mi pierna vi los vaqueros empapados de sangre.

—Está herido, ¿no lo ve? —apuntó Balaguer.

—Hostia puta —dije sin querer sentir dolor apretándome el muslo. Pero claro que lo sentía.

—Lo ha alcanzado un disparo. Cúbrase aquí —dijo arrastrándome hasta una de las puertas del vehículo.

«Menuda putada», pensé. Yo no necesitaba una pierna herida. Tenía que salir de allí y correr a por mi hija.

No sé si fue el destino quien me llevó hasta la puerta de ese todoterreno. No sé si el mismo destino pidió una tregua a las armas automáticas o quiso que escuchara aquellas palabras. El caso es que las escuché justo después de un pequeño zap de ruido blanco, a través de la radio del vehículo.

Evacuación Absoluta. Líder para Rojo 1. Prepárese para Evacuación Absoluta.

No fue que el policía malherido que metieron en la ambulancia saliera de ella con su boca en el cuello de uno de los enfermeros. Tampoco fue que el tipo del 061 desgarrara a mordiscos el brazo de un segundo agente tras dejar a un primero retorciéndose en el suelo...

—Evacuación Absoluta. No debe quedar nada —sentenció el tipo que hablaba por radio.

Fueron esas palabras las que me levantaron y me hicieron correr hacia el colegio. En un último vistazo a mi alrededor contemplé cómo todo se había descontrolado. Los agentes daban muestras de no saber cómo reaccionar ante la situación que se les presentó en unos pocos segundos. Compañeros suyos atacando a otros compañeros.

Por eso no dudé un instante más. Corrí con una pierna y media hacia el edificio Verde.

—¡Señor Domènech! ¡No haga eso! —gritó Balaguer.

16

—Líder para Rojo 1. Hemos perdido a Rojo 2 en la primera planta..

—Joder —gritó el agente.

Pero no había tiempo para lamentaciones.

Evacuación Absoluta. Líder para Rojo 1. Prepárese para Evacuación Absoluta.

En aquel momento el agente era consciente de lo que iba a suceder. La orden estaba dada. Disponía de unos minutos para colocar los artefactos y abandonar el edificio. Y no importaba quien quedara en su interior. Tampoco su estado.

Lejos de allí, en un despacho como otro cualquiera, en el disco duro de un ordenador, aguardaba un fichero con el informe oficial, entre comillas, de lo que había sucedido en el notable y prestigioso colegio Los Bosques.

Una cruel tragedia perpetrada por aquellos que no desean la paz, y que viven del dolor y desprecian la vida ajena. Un grupo paramilitar que mantuvo secuestrados a profesores y alumnos, decidió volar el edificio tras no ver satisfechas sus exigencias...

—Evacuación Absoluta en tres, dos, uno... Tiene diez minutos Rojo 1 —indicó Líder desde su puesto en la unidad móvil.

Rojo 1 se disponía a colocar las cargas cuando se vio sorprendido por unos cuantos críos que bajaban corriendo por las escaleras. Uno de ellos tropezó y se quedó tirado sobre los escalones. El agente corrió hacia ellos. Los niños lo miraron aterrorizados.

—Tranquilos, tranquilos...

No paraban de llorar.

—Venid, venid conmigo —dijo cogiendo a uno de la mano.

La primera idea fue encerrarlos en el baño. Pero se acordó de sus niñas... No podía permitir que todos esos críos murieran abrasados. Entonces corrió hasta la puerta de entrada al bloque. Marcó los cuatro dígitos en el cierre de seguridad y abrió. Animó a los niños a que salieran.

—¡Vamos! ¡Vamos! ¡Corred todo lo que podáis hasta la entrada!

—Líder para Rojo 1. ¡Qué demonios está haciendo!

El agente además de saltarse una orden directa, desconocía que conducía a los niños a una muerte segura. Cuando los críos salieron y cerró la puerta de nuevo, un golpe sobre ella lo sorprendió.

—¡Abra la puerta! ¡Abra la puerta! —gritó un hombre que aporreaba los cristales.

El agente lo miró de arriba abajo. Se fijó en una de sus piernas, que sangraba abundantemente. «Es uno de ellos, se convertirá en uno de ellos», pensó. Entonces empuñó su automática y apuntó al cuerpo del hombre. Estuvo a punto de apretar el gatillo, pero se dio cuenta de que si lo hacía, las balas reventarían los cristales, facilitando así que ese hombre entrara en el edificio junto a otros infectados.

—¡Abra la puerta! ¡Tengo que sacar a mi hija!

Rojo 1 descolgó la mochila de sus hombros y sacó de ella un paquete del tamaño de un recipiente de margarina. Se agachó y lo colocó a un lado de la puerta.

—¡Abra joder! ¡Abra!

El hombre impotente, dio un último golpe y se dio la vuelta. Bajó los diez escalones que había hasta el camino de tierra y giró a la izquierda con una acusada cojera.

El único agente superviviente del GEO tenía que colocar tres artefactos más. Carga suficiente como para convertir el edificio en un montón de escombros. El siguiente lo iba a colocar en la pared situada tras la mesa de recepción. Cuando pasó por ella aprovechó para mirar hacia las escaleras. No le gustó en absoluto la tranquilidad que de repente lo había tomado todo. Sólo escuchaba algunas voces lejanas procedentes del 1.º B y poco más, corrió en esa dirección.

Colocó el tercer artefacto bajo la ventana situada al final del pasillo. Entonces sintió algo. Se giró muy despacio.

En mitad del hall, vio de pie, clavados en el suelo, a no menos de diez niños. Ni avanzaban ni retrocedían, sólo se balanceaban. De izquierda a derecha unos, de adelante hacia atrás otros. Pero todos con la misma mirada, tan negra y oscura como el fondo de una cueva sin salida. El agente se sentía atrapado como una mosca en una tela de araña. Con todos esos pequeños delante de él. Con niños sin rostro, niños con miembros colgantes y desgarrados. Una niña parecía sonreír, pero nada de sonrisas. La curva que dibujaba su carita, era justo el pedazo de carne que le faltaba.

—Líder para Rojo 1. ¡A qué está esperando! —escuchó a través del pinganillo, aunque lo de escuchar era muy relativo.

Rojo 1 no se estaba enterando de nada. Había caído en una especie de trance en el que sólo podía escuchar las risas de sus hijas. Era lo único que quería escuchar. No importaban las órdenes de su superior, ni los gritos que se escuchaban al fondo en la misma comunicación. Desconocía que la situación fuera no era mucho mejor que la de allí dentro.

—Tiene que sacarnos de aquí señor... —dijo uno de los niños babeando sangre.

—No queremos morir... —dijo una niña sujetando sus tripas.

Las lágrimas se apelotonaron en los ojos de Rojo 1 hasta que resbalaron por sus mejillas.

—¿Nos va a ayudar? ¿Nos va a sacar de aquí? —preguntó un crío muy delgado sin pantalones y sin medio muslo.

Era incapaz de parpadear. Lo único que su cuerpo hacía era temblar.

17

—¡Papá! ¡Papá! —gritó Susi.

Era su padre, estaba viendo a su padre golpear los cristales. La pequeña corrió hacia la ventana. Antes de que la cría llegara a ella, Ferran la interceptó.

—¡Es mi padre! ¡Quiero irme con mi papá! —gritó colgando de los brazos del mensajero.

—Es su padre, la niña dice la verdad —dijo Marga.

Ferran la miró.

—No pretenderás que abra esa ventana, ¿has visto sus manos?

El papá de Susi tenía las manos ensangrentadas, las restregaba por los cristales intentando abrir la ventana, lo que provocó que muchos de los niños se asustaran y se apartaran al rincón de manualidades dando gritos. También las empleadas de limpieza lo hicieron. Sólo Carmina, la secretaria de recepción, parecía confiada de las intenciones del hombre.

—Está bien, ¿no lo ves? —respondió la profesora.

—Y una mierda, no voy a dejar que pase nadie aquí. Ya lo dijo el militar. Debemos permanecer aquí y no dejar que pase nadie.

Mientras maestra y mensajero discutían acerca de lo que hacer con el padre de Susi, ésta comenzó a toser de una manera muy fuerte. Casi se podían escuchar dos toses en una. Un sonido grave y gutural, hacía como base a otro más agudo que por momentos se convertía en un pitido.

—Joder —dijo Ferran.

Miró a la cría y le entraron ganas de abrir la ventana y entregársela a su padre. No le gustaba nada el aspecto de la cría.

—No la mires así, es sólo un catarro. Lleva así casi diez días —dijo Marga.

—¿Un catarro? A esa niña le sucede algo... Debemos sacarla de aquí si no quieres que de un momento a otro se lance contra nosotros...

—La niña está bien, y no va a salir de aquí —interrumpió—. Ella es mi responsabilidad aquí dentro —señaló con el dedo.

Fue entonces cuando al otro lado de la clase, en el rincón de las manualidades, algo sonó junto a unas cajas de material didáctico.

De entre las barras de goma espuma, las colchonetas y los cubos de colores, surgía un extraño sonido. Era muy parecido al de un pequeño motor al ralentí. Una de las empleadas de la limpieza, Lourdes, se apartó dando un respingo. Sus huellas se quedaron marcadas en la sangre que aún no había cuajado sobre la tarima. Con sus ojos siguió un rastro..., pegajoso y rojo.

El sonido de motorcillo se convirtió en un gruñido. Los cubos de plástico se desmoronaron, de entre ellos apareció a cámara lenta Charly, el perro de Martí.

Sus ojos eran de un color granate oscuro y brillante, por ambos lados de su hocico asomaban los colmillos chorreando babas mezcladas con sangre. El animal hasta parecía más fuerte... Y de su panza, colgaba una tira de piel que casi tocaba el suelo.

La señorita Carmina, con unas posaderas que no entraban ni en tres sillitas juntas de las que había en el aula, dio tres pasos hacia atrás. La buena de Carmina, falta de agilidad y reflejos, tropezó con una de esas dichosas piezas de madera con forma geométrica que tantas y tantas veces la profe Marga mandó recoger a sus alumnos. Un puñetero triángulo isósceles de color naranja hizo que su tobillo se doblara mandándola de culo al suelo.

El perro escupió un alarido y fue directo a la entrepierna de Carmina. El animal se las apañó para introducirse bajo la apretada falda mientras que la secretaria golpeaba sus pantorrillas a la vez que gritaba. Antes de que nadie se acercara a socorrerla, el suelo se llenó de sangre.

Ferran agarró uno de sus brazos y tiró de ella, pero lo único que conseguía era arrastrarla por el suelo dejando un rastro parecido al que dejan esos pobres toros cuando los sacan muertos de la plaza. Del perro sólo podía ver el rabo y las patas traseras, el resto seguía entre las piernas de la señora.

—¡Abran la ventana! —gritó el padre de Susi al otro lado de los cristales mirando hacia atrás, algo se dirigía a él.

De la garganta de Carmina ya no salía más que aire rasgado, ya ni tan siquiera podía decirse que gritara. Fue entonces cuando Charly dio por finalizado su banquete. Su segundo plato sería algo más ligero.

Debajo de la mesa de la profesora estaba escondida Claudia, según todos los niños de la clase, la niña más guapa del mundo. Siempre bien peinada y con un olor a golosinas que volvía locos a unos y a otros. Nosotros pasamos de las chicas, decían. Pero no tardaban ni un segundo, perdían el culo para sentarse junto a la niña morena de la nariz pecosa. En clase de laboratorio o en el bus de las excursiones. Donde fuera. Y quien dice al lado, dice un asiento por delante o uno por detrás. El caso era deshacerse con su presencia.

Era guapa hasta con esa expresión de terror con la que miraba a la ensangrentada Carmina. Lo era hasta cuando vio como el perro del tonto de Martín, para ella el niño más insoportable del universo mundial, se le echaba encima con trocitos de..., ... con restos de comida colgando de su hocico. Pero cuando los colmillos del perro pinzaron sus labios dejó de serlo para siempre. Ya no era guapa. Y dejó de serlo aún más cuando el antes simpático perro, comenzó a sacudirse como lo hacen los cocodrilos cuando atrapan su presa. El horror fue generalizado. La pequeña Claudia no podía cerrar la boca ni aunque hubiera querido. Allí se quedó, pataleando bajo la mesa de su profe Marga, sujetando con sus manos la carne que debía tapar su mandíbula.

Belén, la otra profesora corrió a la ventana y la abrió sin dudarlo. El hombre escaló por ella y se metió dentro de la clase y la cerró. Espantado miró a su alrededor. Luego fue a abrazar a su hija.

Charly, mientras tanto, a otra cosa. A por otra víctima. Aquel animal se movía a tal velocidad que nadie supo reaccionar. Arturo supo que él sería el siguiente justo en el instante que vio lo que quedaba de la boca de su compañera Claudia. Pero por suerte para él, ese señor que había visto más veces por el cole con cajas de libros, intervino. Y lo volvió a hacer de una patada. Mandó al perro contra la pared, pero fueron cosquillas. El can se levantó y atacó de nuevo. Pero en esta ocasión al propio Ferran, que no pudo evitar irse contra un cubo donde los críos tenían metido el material deportivo.

Al caer rodaron los balones y pelotas, y algo metálico que sonó contra el suelo. También el terrario de Keeper el camaleón cayó, se hizo añicos.

Mientras pataleaba para alejar al perro, Ferran estiró el brazo sin mirar, sabía que ahí tenía algo con lo que repeler al cánido demonio. Su mano derecha agarró un bate de béisbol que llevó directo a la cabeza del perro. Un golpe seco que sonó a madera partida. Pero no tuvo suficiente. El mensajero se incorporó sobre sus rodillas y atacó al perro como si él mismo fuera el poseído. Golpe tras golpe redujo la cabeza de Charly a una masa de pelo, sangre, hueso y sesos.

La calma se hizo con la clase. Pero apenas fueron segundos.

Las ventanas volvieron a sonar. Al otro lado dos UVE aporreaban los cristales con sus bocas abiertas. Gruñían ferozmente. Bufaban como bestias. Olían la sangre y a por ella que iban. Cuando uno de los impactos resquebrajó uno de los cristales, el hombre que se había colado por la ventana dejó a su hija en el suelo y se acercó a la entrada de dos zancadas. Comenzó a retirar los pupitres y las sillas.

—Pero ¡qué cojones hace! —preguntó Ferran sujetando su brazo.

El hombre se soltó de un manotazo y retiró una mesa.

—¡Que qué cojones hace! —insistió.

—¿Sabe lo que va a pasar después? —preguntó el hombre señalando a la pobre Carmina, ya semi inconsciente—. Se convertirá en uno de ellos. Tenemos que salir de aquí joder.

Los cristales cayeron en el interior del aula. Un enfermero que había sido atacado antes, ya transformado, se subió al cerco sin importarle que los picos de cristal se clavaran en sus manos y brazos.

—Joder —dijo Ferran, que con el bate de béisbol corrió hacia la cabeza del infectado.

—Ayúdeme —dijo el papá de Susi.

Marga primero, y Belén después ayudaron a quitar lo que quedaba taponando la entrada.

Once niños, dos profesoras, dos asistentes de la limpieza, un repartidor y un papá desesperado que por fin encontró a su hija. Todos junto a una puerta. Atrás dejaban a una secretaria y a una cría que pronto se convertirían en otros seres que nada tenían que ver con las personas que todos conocían. Se transformarían en enemigos UVE, como el perro Charly o el enfermero al que ya no le quedaba cabeza. Iban a salir de allí, pero desconocían lo que encontrarían fuera.

Ferran abrió la puerta.

18

[REC]

Ese imbécil fue incapaz de abrirme la puerta. Se quedó mirándome sin hacer nada, y encima me apuntó con su arma. Me di cuenta de la manera cómo miraba la herida de mi pierna. Esta puta herida que hoy me mata de dolor... Creo que incluso puedo tener una bala dentro. No me gusta nada el color que está cogiendo.

Sabía que no accedería al edificio por la entrada principal. Me di la vuelta y rodeé unos setos hasta llegar a las ventanas de la clase de mi hija. Cuando me asomé a ella comprobé que buena parte del mobiliario estaba amontonado en la puerta, pero lo más importante es que pude verla entre los demás niños y unas profesoras. Golpeé los cristales gritando su nombre, instantáneamente escuché su voz.

—¡Papá! ¡Papá! —gritó.

Sólo Dios sabe lo que me arrepiento de haberla mandado al colegio aquel día.

—¡Es mi padre! ¡Quiero irme con mi papá! —gritó en los brazos de un tipo que la sujetó cuando corría hacia mí.

Ardía por dentro. Mi rabia era tan grande como el dolor que sentía en la pierna. La herida no paraba de sangrar. Luego miré mis manos y los cristales. Entendí entonces que ese tipo no dejara que Susi se acercara a mí. Lo había puesto todo perdido de sangre. Sin duda pensó que yo era uno de esos infectados.

Cuando buscaba con mis dedos un resquicio entre las ventanas, escuché muchos gritos sonar a la vez. Gritos de pánico en el interior de la clase. Los niños se movieron en todas direcciones. Estaba asustados por algo que yo no alcanzaba a ver.

—¡Abran la ventana! —grité histérico.

Y entre todo ese jaleo escuché de nuevo su voz.

—¡Papá!

A través de los borrones de sangre vi que alguien se acercaba. Era Belén, una de las profesoras de primaria. Ella fue quien abrió la ventana. Cuando lo hizo escuché los gritos con nitidez multiplicados por diez. Antes de introducirme en el interior, miré hacia atrás instintivamente. Uno de esos UVE corría por los jardines en dirección a nosotros. Era un enfermero del 112. Como un gato, olvidando por un momento mi pierna malherida, me colé en la clase de un salto. Una vez dentro cerré la ventana. Qué espanto joder.

Lo primero que vi fue a la señora de la recepción despatarrada en el suelo chillando como un cerdo al que acaban de cortar el cuello. De cintura para abajo estaba empapada en sangre. Y toda le salía de entre las piernas. No me lo podía creer, debajo de su falda, mejor dicho, dentro de ella, había un perro. Un perro pequeño del que sólo podía ver sus patas traseras.

El perro salió de la señora y se fue directo a por una niña. El instinto paternal hizo que yo acudiera a por la mía. Sucedió muy rápido. La abracé y miré por encima de su hombro. No sé cómo ni de dónde, pero el caso es que vi al perro volar por los aires. Acto seguido el repartidor se levantó con un bate en la mano y se lió a golpes con el animal. Dejó su cabeza plana. No muy lejos de ellos vi a una niña patalear y chillar con la cara ensangrentada. La tenía destrozada.

Intento contar todo lo que sucedió en la clase. No fueron más de dos o tres minutos, pero eran tantas las cosas que sucedían a la vez que me faltaban ojos. Era un sobresalto tras otro. El siguiente en las ventanas. El enfermero del 112 había llegado a ellas. Luego se unió a él un policía. Ambos aporreaban los cristales. Era cuestión de tiempo que lograran atravesarlos.

Corrí a la puerta y comencé a retirar sillas. El repartidor me agarró, discutimos e incluso estuve a punto de soltarle una buena hostia. Agradezco de verdad que cuidara de todos esos niños, mi hija incluida, pero... ¿el muy gilipollas no se daba cuenta de que esos poseídos iban a reventar los cristales? Joder. Menos mal que entró en razón. Menos mal que él también miró las ventanas. Sin decir nada me ayudó a desbloquear la salida.

A nuestras espaldas sonaron cristales rotos. No quise mirar, sólo quería salir de allí con Susi. Supe lo que había pasado. Sentí que el repartidor, bate en mano, corrió a los ventanales. A los pocos segundos comencé a escuchar golpes secos y metálicos. Uno tras otro hasta que dejaron de sonar. Había dado buena cuenta de uno de los infectados. El otro aún seguía liado a manotazos con los cristales.

—Ayúdeme —dije a una de las profesoras. Pero acudieron las dos.

La puerta quedó libre. El repartidor se puso a mi lado, fue entonces cuando leí su nombre en una chapita que llevaba en el pecho, Ferran, se llamaba. Puso su mano empapada en sangre en el pomo y lo giró. Cuando abrimos la puerta y salimos al pasillo..., joder. Casi al lado de la puerta, había uno de esos agentes tan quieto como una estatua de cera. Ni parpadeó cuando salimos. Su mirada estaba perdida en otro mundo. A todo esto seguíamos escuchando los golpes sobre la ventana. Unos pocos más y escucharíamos cristales rotos. Por eso no había tiempo que perder. Pero todo mi ímpetu, al igual que el de Ferran y el de la señorita Marga, que fue la siguiente en salir del aula, se heló. Literalmente se heló.

Ya no nos extrañaba la cara del agente. Al final del pasillo, esparcidos por el hall, había un montón de niños. Todos de pie y destrozados. Todos infectados. Joder, había un niño al que le faltaba medio brazo, y a una cría la mitad de su cara. Fue horrible.

Estábamos rodeados. La única manera de salir de allí era por la ventana del fondo del pasillo, pero éramos demasiados.

—¿Qué hacemos? —pregunté a Ferran.

Sentí la mano de mi hija agarrar la mía.

—Eh, oiga —dijo Ferran al hombre armado.

Pero no reaccionaba. Por un momento pensé que era uno de ellos.

—Joder le estoy hablando —dijo tocando ligeramente el brazo del agente.

No era uno de ellos. Simplemente estaba noqueado por lo que veía.

—Oiga —repitió Ferran.

Al fondo escuché cristales rotos. El poseído de la ventana no tardaría en entrar.

—Dispare a la cabeza, a la cabeza, dispárele... —dijo el agente con una voz tibia mirando a Ferran.

—Pero...

No tenía ni idea de lo que decía. Pensé que se había vuelto loco de remate. Escuché un rugido animal que sonó muy cerca. Era el de la ventana, que ya había entrado.

—¡A la cabeza! —gritó el agente.

Apartó con su brazo a Ferran y apretó el gatillo. Justo cuando el UVE se disponía a agarrar el cuello de una de las señoras de la limpieza, el agente abrió fuego. Los sesos de policía infecto salieron disparados en todas direcciones. Noté que alguien tocaba mi hombro.

—¿Sabe disparar? —me preguntó el agente, ya de vuelta en este mundo.

Me dieron ganas de contestar que sólo en la Play.

—Tome —dijo entregándome una pistola que al lado de su automática parecía de juguete.

Cuando la puso sobre mi mano me di cuenta de que pesaba bastante. Puse mi dedo sobre el gatillo y... Dos o tres críos del hall se arrancaron en una carrera hacia todos nosotros. Jamás había visto a nadie correr así. Se movían como relámpagos. Era como ver una escena de Matrix, pero, joder, todo eso era real y estaba pasando delante de mis puñeteras narices. Aparecieron más infectados.

Al principio pensé que era un agente que nos ayudaría, pero en seguida me di cuenta de que era otro UVE. Su cara estaba llena de sangre y sus ojos eran completamente negros y brillantes. Pero se echó a un lado y desapareció.

Mientras que el agente que estaba con nosotros no paraba de disparar, yo estaba como un gilipollas de pie incapaz de apretar el gatillo.

El agente pareció confiar en su instinto y sobre todo en su puntería cuando indicó con su brazo que avanzáramos. De repente escuchamos más gritos en la clase. Al girarme vi a varios niños enzarzados en una pelea. Pero no era una disputa típica de críos. Lo que todos vimos es que unos se estaban comiendo a otros. Debieron entrar por las ventanas.

—Vamos —dijo Ferran dándose ánimos a sí mismo con el bate de béisbol en las manos.

Detrás de nosotros se situaron las profesoras, las de limpieza y los críos. Mi hija no se separaba de mí.

Los niños infectados comenzaron a bufar, a escupir sangre por sus bocas. Sus movimientos desencajados daban muestra de lo grotesco que era todo. Por primera vez empuñé el arma en condiciones y apunté.

—Hay unos servicios a la derecha, vamos todos allí —gritó el agente.

Bajé el arma y aceleramos. Por detrás, los otros niños, los infectados del aula, habían dado por finalizado su primer plato. Querían el segundo, y nosotros estábamos en la carta. Más rezagadas se quedaron las señoras de la limpieza. Vi como una de ellas caía al suelo. Luego la escuché gritar.

—¡Papá! —gritó mi hija.

Me tranquilizó ver que estaba a mi lado sujeta a mi chaqueta, pero cuando miré al frente vi a un crío UVE del hall que venía directos a nosotros. Agarré mi arma y..., Ferran me ahorró el disparo. De un impacto tremendo hundió la frente del niño, que se desplomó al instante.

Y yo sin pegar un tiro aún.

—¡No Belén!

Reconocí la voz. Era la de Marga, que desesperadamente intentaba levantar del suelo a su compañera, pero no había nada que hacer. Ella misma se dio cuenta de ello cuando vio a la señora de recepción agarrada a su pierna y mordiendo su gemelo.

—¡Vamos, a los servicios! —ordenó con el brazo en alto el agente nada más llegar al hall— De prisa, de prisa, todos dentro...

El agente se paró en la puerta de los baños y nos dejó pasar primero. Además de mi hija y Ferran, pasaron también Marga, dos niños y una de las señoras de la limpieza.

—De prisa —dijo el agente antes de cerrar la puerta.

Todos estábamos dentro. Pero no teníamos ni idea de lo que haríamos después. Allí estaríamos seguros pocos minutos, ya que la cantidad de infectados se había multiplicado tras el ataque.

Todos respiramos para recuperar fuerzas. ¿Qué había sido? ¿Un minuto? ¿Dos? La sensación era contradictoria. En aquellos instantes no era consciente del tiempo transcurrido.

—Rojo 1 para Líder —dijo el agente.

Supongo que intentaba comunicar con su jefe. Con los que estaban en el dispositivo montado en la entrada del colegio. Yo no llegué a ver al tal Líder, pero sí sabía que estaba dentro de una furgoneta negra. Esta información me la facilitó el doctor Balaguer.

—Rojo 1 para Líder. Rojo 1 para Líder —insistió.

Él debía desconocer lo que había sucedido fuera hasta entonces. Yo sabía algo, pero era evidente que si no contestaban es que la cosa se había puesto muy fea.

Me agaché y acaricié a mi hija. La pobre quería sonreír, pero...

—¿Está bien? —preguntó el agente.

—Claro que está bien —contesté mientras mi hija tosía.

No me gustó la intención de la pregunta.

—No tenía que haber venido a clase. Lleva mala una semana —expliqué.

Tampoco era cuestión de soltar todo el rollo del perro y demás. Pero sí quise dejar clara una cosa. Me acerqué a él para que Susi no pudiera escuchar lo que iba a decir.

—Sé lo que piensa, pero mi hija no es una de esas cosas —dije apretando los dientes.

El geo miró a mi hija. Luego sacó de uno de sus bolsillos una cinta de tela negra que me entregó.

—Átela con fuerza por encima de la herida si no quiere morir desangrado —dijo como si lo hubiera hecho mil veces.

Marga se acercó.

—Ella está bien —dijo Marga.

Agradecí sus palabras. Agradecí que ella dijera que a mi hija no le sucedía nada.

—¿Y ahora? —preguntó Ferran.

—Rojo 1 para Líder. Rojo 1 para Líder —insistió el agente.

—Esas cosas también llegaron fuera —interrumpí.

Rojo 1 me miró esperando más.

—Atacaron a un policía y a un enfermero, era el mismo que entró antes en clase. Luego hubo más ataques. Allí no deben estar mejor que aquí.

El agente imaginaría el resto. Se dirigió a una de las ventanas del baño. La abrió y se asomó al exterior. Joder, lo que agradecimos el aire fresco. Incluso pudimos escuchar a los pájaros.

—Debemos salir de aquí —dijo.

—¿Por ahí? —preguntó una señora de la limpieza.

—¿Por qué no hemos ido a la puerta de salida? —preguntó Ferran.

El agente se quedó pensando unos segundos.

[STOP]

19

Rojo 1 abrió la ventana y se asomó al exterior. No muy lejos de allí, el puesto de control de la operación UVE había sido atacado por los infectados. Podían escucharse los disparos. El agente, el único que quedaba de los que se adentraron en el edificio Verde, sabía que si no había comunicación era por una causa mayor. Pero tenía unas órdenes y una misión que cumplir. El edificio debía ser borrado.

—Debemos salir de aquí —dijo.

—¿Por ahí? —preguntó la señora de la limpieza.

—¿Por qué no hemos ido a la puerta de salida? —preguntó Ferran.

—Las salidas están bloqueadas —respondió el agente.

El padre de la niña, a la que tenía cogida de una mano, dio un paso al frente.

—Evacuación Absoluta ¿verdad? —dijo.

—¿Qué sabe usted?

—He estado ahí fuera, escuché una conversación por radio.

Ferran se interpuso entre ambos.

—Un momento, un momento. ¿Qué es eso de Evacuación Absoluta? ¿Por qué nos encerramos aquí si es una evacuación?

—Escuché que no debía quedar nada —apuntó el padre de la niña.

El repartidor elevó el tono un poco más.

—¡Qué cojones pretenden?... Es un virus ¿verdad? ¡Joder, lo sabía!

Rojo 1 apartó de un manotazo a Ferran, que se había acercado demasiado.

La intensidad los disparos en el exterior había disminuido considerablemente.

—Yo ya debía estar fuera. Ése era el plan inicial. No debíamos dejar que el virus saliera de este edificio. Borrarlo era destruirlo —tomó una pausa—, estuviera quien estuviera en su interior.

—¡Maldito cabrón! ¡Por eso nos metieron en la clase! —gritó Ferran encarándose con Rojo 1.

—¡Ya me podía haber largado de aquí! —respondió el agente.

El padre de la cría se interpuso rápidamente evitando que la cosa fuera a mayores.

—Un momento —dijo Belén, la segunda profesora—. ¿Qué ocurre con el 1.º A?

—Señorita, haré lo que pueda. Si estoy aquí es porque quiero ayudarles —dijo algo más tranquilo.

Los niños atendían la conversación sin entender mucho, pero sí estaban cada vez más asustados. Marga intentaba calmarlos con caricias y palabras de alivio casi susurradas.

—Alrededor del colegio hay kilómetros de bosques... Si logramos salir de aquí terminarían alcanzándonos —dijo Marga.

—Necesitamos los vehículos —dijo el papá.

El agente tomó unos segundos para pensar.

—Ustedes saldrán por la ventana. Yo iré a la entrada e intentaré llamar su atención.

Todos se encogieron cuando sobre la puerta comenzaron a sonar unos golpes muy fuertes acompañados de rugidos guturales. El agente corrió y apoyó su espalda en ella.

—Deben salir ya. ¡No hay tiempo! —dijo haciendo fuerza.

—Pero..., joder es una puta locura, no podrá con ellos —dijo el hombre.

Rojo 1 llevó su mano al chaleco y sacó una granada.

—Créame. Podré con ellos.

Los golpes eran cada vez más fuertes, tanto que en cada uno de ellos las botas del agente patinaban sobre el suelo.

—¡Salgan joder! —ordenó.

El grupo se dirigió a la ventana.

Antes de salir, el padre Susi miró al exterior. Todo estaba tranquilo. Lo más seguro era alejarse del edificio y seguir un pequeño sendero que transcurría entre matorrales y pinos. Luego debían confiar en la capacidad y efectividad del geo a la hora de enfrentarse a los UVE.

La última en salir del baño fue Marga, que se despidió con una sonrisa algo forzada al agente.

En el exterior, ya no se oían disparos.

20

Los puñetazos no eran de un niño. Podía sentirlos justo detrás de su nuca. Eran como martillazos. Y sobre ellos, ese lamento que parecía el ronquido del mismísimo diablo. Pensó en sus compañeros infectados. Debía ser uno de ellos. A los pocos segundos cesaron los golpes sobre la puerta. Rojo 1 aguantó la posición y guardó silencio. Pero no debía tardar mucho en salir de los baños, ya que los infectados del edificio buscarían alimento fuera, irían a por el grupo de Ferran y compañía.

El agente contuvo la respiración.

Eran gritos. Al otro lado de la pared se escucharon un montón. Muchos niños que chillaban a la vez. También podían escucharse los silbidos agudos de los infectados. Cerró los ojos y visualizó el plano de la planta baja.

Cuando salga, giro a la izquierda. A unos veinte metros en línea recta tengo la salida principal. A mitad de camino, más o menos, se encuentra el puesto de recepción. A la izquierda de éste el pasillo de las aulas, a la derecha el pasillo de la biblioteca y la enfermería, sin olvidar también las escaleras que conducen a la planta superior.

Tenía memoria fotográfica.

Desde la recepción lanzaré una granada a las escaleras, evitaré con esto que los que estén arriba encuentren una resistencia en los escombros. Eso me hará ganar tiempo.

El agente palpó con su mano derecha dos granadas más.

Una irá al flanco de la enfermería. Esto me hará ganar más tiempo y espero que cause bajas UVE. La otra para el exterior o para... Ya veremos para cuando. A los que queden en pie en el hall, les reservo a mi pequeña, pensó agarrando su MP5.

Correré hasta el aula sellada e intentaré conducir al máximo de civiles al exterior, donde espero encontrar apoyo. ¿Por dónde? Por la ventana del fondo. Allí repeleré al máximo de infectados hasta que salgan todos.

El geo también se había percatado de que ya no sonaban disparos. Podía ser una buena señal, pero también la peor. Muy despacio separó su cuerpo de la puerta. Dio un par de pasos hacia atrás y empuñó con firmeza su automática. El índice estaba listo sobre el gatillo.

Antes de hacer girar el pomo, rescató de sus recuerdos a sus dos hijas.

—Vosotras vais a darme fuerzas. Os quiero pequeñas —susurró.

Cuando abrió la puerta se topó nada más girar a la izquierda con Rojo 2, al que derribó de un certero tiro en la frente. Nunca le cayó bien. A continuación cogió la automática del agente caído y se la colgó del hombro.

En el hall pudo ver a varios niños que comían en el suelo como los buitres. Despedazaban a otros compañeros que yacían inertes. Según se percataban de la presencia del agente, los UVE abandonaban el banquete y se lanzaban como pequeños diablos enfurecidos directos al geo. Abatió a dos o tres niños más. La cara de uno de ellos se desintegró tras un estallido de sangre.

El agente se tiró al suelo y se deslizó hasta la mesa de recepción para cubrirse. Quitó el seguro a la granada y la lanzó a las escaleras, por donde bajaban más críos. Mentalmente contó hasta cinco, entonces sintió como la detonación sacudía su cuerpo levantándolo unos centímetros del suelo. Alrededor suyo cayeron escombros y restos desmembrados de los UVE.

Antes de incorporarse cogió una nueva granada, pero los infectados se le echaban encima, había más de los que esperaba encontrar.

Un par de ráfagas sirvieron para deshacerse de los que constituían una inmediata amenaza. Quitó la anilla con la boca y lanzó el artefacto. Nada más hacerlo corrió en sentido opuesto. La propia explosión le impulsó hacia el pasillo.

Ya sabía de dónde habían salido tantos niños. También de dónde procedían los últimos gritos. Cuando se levantaba del suelo comprobó que el seguro que sellaba la clase de 1.º A estaba reventado. En el interior del aula un montón de críos eran devorados por otros niños. En el suelo o encima de las mesas. Los que aún estaban vivos agonizaban entre gritos, veían cómo sus mejores amigos les comían los brazos o las piernas. Incluso dos crías daban buena cuenta de su profe, al que seguro le estaban haciendo pagar unos cuantos días sin recreo.

Rojo 1 abrió fuego, pero por desgracia no tardó mucho en entender que no había nada que hacer. Todos los niños habían caído. Debía seguir entonces con el plan. Completar la misión Evacuación Absoluta.

Colocados los artefactos, no tenía más que abandonar el edificio y comunicarlo. Pero... ¿quién recibiría dicha comunicación?

—Rojo 1 para Líder. Rojo 1 para Líder —dijo desde el pasillo disparando.

Los infectados surgían del polvo generado por las detonaciones como apariciones fantasmales. Parecían desorientados, pero en cuanto fijaban sus ojos negros en la figura del agente, se abalanzaban sobre él como auténticos posesos.

Rojo 1 retrocedía abriendo fuego hacia la ventana del pasillo.

—Rojo 1 para...

Un ruido llegó a sus oídos a través del pinganillo. Claramente era alguien que estaba manipulando el micrófono.

—Rojo 1 para Líder. Artefactos colocados. Me dispongo a abandonar el edificio.

Tras un pequeño sonido de ruido blanco entrecortado...

—Salga... ahí —escucho entre interferencias.

Era una voz esperanzadora, pero llena de dolor. Era difícil adivinar si se trataba de la de Líder. El agente llegó a la ventana, antes de atravesarla camino del exterior, echó mano a la tercera granada.

Unos segundos después las paredes del pasillo se llenaron de papilla UVE.

21

[REC]

Marga fue la última en salir. Antes lo hicieron mi hija, Ferran, la señora de la limpieza y los dos niños. Cuando todos estábamos fuera, escuchamos disparos procedentes de la parte delantera del edificio. Decidimos casi instintivamente que lo mejor sería dar un rodeo por la parte trasera del bloque. Las que conocían la mejor ruta eran las profesoras.

—Lo mejor será ir hasta el edificio de Infantil y atravesar las instalaciones deportivas. Detrás de las canchas de baloncesto hay una salida a un sendero que conduce directamente al parking —dijo Marga.

—Allí cogeremos los coches y nos largaremos de aquí —dijo Ferran.

Me pareció bien, pero en ese momento no caí en que dicho parking estaba bloqueado por los vehículos de los agentes y las ambulancias. Sin ir más lejos el mío lo dejé en la carretera, justo en la entrada.

—¿Qué está pasando ahí? —preguntó Marga refiriéndose a los disparos.

—Nos viene bien. Eso mantendrá alejadas a esas cosas —dijo Ferran.

—Es cierto. Todo ese ruido atrae a los infectados —apunté.

Con mucho cuidado y en silencio, comenzamos a caminar pegados al edificio. Yo lo hacía con mi niña cogida de la mano, mientras que Marga y la señora de la limpieza se encargaban de los otros dos niños. Uno de ellos era muy gracioso. Era pelirrojo y tenía cara de dibujo animado. Tenía un montón de pecas y la cabeza alargada. Me hicieron gracia sus zapatillas, a cada paso que daba se encendía una lucecita roja en la lengüeta. Recuerdo la tabarra que me dio Susi para que le comprara unas parecidas. Además de llevar las dichosas luces, también tenían ruedas en las suelas. «Si salíamos de ésta te voy a comprar diez pares, de todos los colores», pensé.

Ferran levantó el brazo para que paráramos. Todos nos detuvimos. Aproveché para apretar la cinta de mi pierna. Llegamos justo a la cara opuesta de la entrada. En los jardines había un montón de cristales. Eran los de algunas de las ventanas de la clase de 1.º A. Al menos tres de ellas estaban reventadas. Creo que todos pensamos en la posibilidad de que esas cosas hubieran salido por ahí. Pero ninguno se atrevió a decirlo.

—Ese es el bloque de Infantil —dijo Marga señalando el edificio. Estaba a unos cien metros más o menos en diagonal.

Suspiré entre recuerdos al ver de nuevo aquel bloque. El primer día de mi niña en el colegio. Con tres añitos. Estaba tan ilusionada que la noche anterior la pasó en nuestra habitación preparando su mochila. Quería meter de todo, pero lo cierto es que no iba a necesitar nada. Pero ella insistía con sus pinturas y rotuladores de colores, con sus cuadernos y con su libro de perros. Madre mía, sí que llevaba tiempo pidiendo un perro...

Puto perro.

—Llegaremos justo al otro lado. Luego al otro edificio —señaló Ferran.

Nos indicó que continuáramos pegados a la pared. Pasaríamos por debajo de las ventanas hasta llegar a la otra esquina, desde allí cruzaríamos hasta el otro edificio. Comenzamos a movernos en fila india.

Los disparos continuaban escuchándose, pero con menor intensidad. O era eso, o los habíamos asimilado de tal manera que ya nos parecían un elemento más como pudieran ser los pájaros o el sonido del viento.

El repartidor volvió a detenerse. Pero no se giró ni nada. En seguida me di cuenta del motivo. Nos paramos justo debajo de la clase. Miré un poco hacia arriba. Efectivamente, en el interior debía haber infectados. Se escuchaban claramente sus respiraciones, sus gemidos y una especie de sonido acuoso que reprodujo una imagen en mi cabeza. La borré inmediatamente. Miré a Susi. La pobre tenía cara de estar agotada. Llevó su manita a la boca e intentó contener con ello la tos. Sabía que no debía hacer ruido. Ferran inició de nuevo la marcha, pero no llegamos a la otra esquina.

Completamente por sorpresa escuchamos una explosión. Se había producido dentro del bloque. Sobre nosotros llovieron un montón de cristales que intentamos evitar ocultos bajo nuestros brazos. Creo que todos gritamos. También los UVE de 1.º A.

—¡Vamos! —gritó Ferran.

Todos corrimos. Lo hice como pude. El dolor en mi pierna era terrible. Recuerdo que miré una vez atrás. Por las ventanas salía un montón de humo, y por suerte, ningún infectado. Metí el arma entre mis pantalones y cogí en brazos a Susi. Corrí todo lo que pude. Cuando llegamos a nuestra segunda parada, al edificio de Infantil, lo rodeamos hasta la parte trasera. Llegamos exhaustos. Antes de reponernos del todo, mientras respirábamos apoyados en nuestras rodillas, escuchamos una segunda explosión. Joder con el agente. «Debe estar montando una buena ahí dentro», pensé.

—¿Creéis que lo logrará? —preguntó Marga.

Ferran sonrió.

—¿Acabar con ellos o volarnos a nosotros? —preguntó.

El repartidor no se fiaba un pelo del agente. Y ciertamente, yo no las tenía todas conmigo. Tuve bastante con el rato que pasé en el puesto exterior como para darme cuenta de que jamás dicen la verdad. Siempre apuran hasta el último instante, y aun así, siempre guardan algo.

—Lo único que me preocupa ahora es llegar a los coches y largarme de aquí. Creo que si tienen la oportunidad, ese tío y sus jefes nos borrarán del mapa.

—¿Cómo puedes decir eso?

—Hazme caso. Y mañana dirán que se trató de un accidente o algo así. Estas cosas no las cuentan. A saber si no ha pasado más veces...

Bueno, para eso estoy yo aquí ahora, amigo Ferran. Para contarlo, aunque lo haga a un puto portátil de mierda al que tarde o temprano se le acabará la batería...

De nuevo escuchamos disparos. Pero no tenía claro si eran los de la entrada o si procedían del mismo edificio Verde. Estábamos demasiado lejos.

—Será mejor que continuemos —dije.

—Ahora a las instalaciones deportivas. Detrás de las canchas de baloncesto está la salida de la que os hablé antes —dijo Marga.

No perdimos tiempo. El camino estaba completamente despejado. Incluso parecía que nos habíamos trasladado a otro recinto. A nuestro alrededor no teníamos más que paseos y arboledas. Lo que veíamos no sería muy diferente a lo que debían ver los guardias del colegio un domingo por la mañana.

Pudimos ver la puerta. Estaba al otro lado de las pistas. Cuando corríamos por la zona de tiro de tres de una de ellas, escuché un llanto.

—Un momento —dije.

Todos se pararon.

—Es un niño —dijo Marga.

Hecho una pelota abrazando sus rodillas, vimos a un crío junto a una de las canastas. Lo único que hacía era llorar. La profesora se acercó a él muy despacio. Aparentemente estaba bien, no tenía heridas ni veíamos sangre. Desde luego era una buena señal. A Marga también se le unió la señora de la limpieza.

—¿Estás bien cariño? —preguntó.

El crío gimoteaba.

—Vamos. Tienes que venir con nosotros. Debemos salir de aquí —dijo Marga.

Vi a Ferran intranquilo, no sé por qué motivo, pero el caso es que me fiaba bastante del instinto de aquel tipo. Y eso que hacía veinte minutos quería matarlo.

—No puedo —dijo el niño.

—¿Cómo dices?

—No puedo irme de aquí...

—Claro que puedes, puedes venir con nosotros.

Ferran se estaba mordiendo la lengua. Algo me hizo mirar a los setos que rodeaban las canchas y calcular la distancia hasta la puerta... Cogí de nuevo a mi hija en brazos.

—Ellos no me dejan —contestó el muchacho.

—¿Ellos? —preguntó Marga.

El niño levantó la cabeza y simplemente sonrió. ¿Cómo puede sonreír? ¿Cómo puede hacerlo cuando... le faltan los ojos?...

El crío se lanzó a ciegas contra la pierna de la señora de la limpieza. En un segundo ya tenía un pedazo de carne dentro de su boca. Justo al lado escuché cómo los setos se sacudían, era como cuando sorprendes a un animal en el bosque y éste huye agitando las ramas. Eran animales, sí. Pero no huían, estos animales querían cazarnos.

De los arbustos surgieron por lo menos cuatro o cinco niños más. Uno de ellos fue directo a por Marga, que se tropezó con la propia señora de la limpieza. Ferran muy atento y rápido acudió a ayudar a la profesora, a la que levantó agarrándola por las axilas. Luego tuvo tiempo para pegar con el bate a uno de los críos.

Yo saqué el arma pero fui incapaz de disparar. Me quedé agilipollado viendo como...

—¡Hostia puta vamos! —escuché a Ferran.

Sentí como tiraba de mí para que saliera de allí lo más rápido posible. Los gritos de auxilio de la señora de la limpieza se clavaban como agujas en mis oídos. Los confundía con la tos de mi hija y con su llanto.

Corrimos dejándonos el alma hasta la puerta. ¿Y qué suele pasar? Estaba cerrada. Con un candado y una cadena. Marga, que estaba a mi lado gritó. Cuando me giré vi que uno de los niños que habían salido de los setos venía directo a nosotros. Y yo con la puta pistola en la mano...

La cabeza del niño se abrió como una sandía. Parecía que el repartidor llevaba toda la vida rematando infectados. Sin descanso volvió a la puerta y reventó con el bate el candado. Gracias a lo que fuera, salimos al camino de tierra. Aunque discurría en una larga curva a la izquierda, era lo suficientemente abierta como para poder ver el parking al fondo. Bueno, más que el parking en sí, los vehículos del dispositivo.

Ferran se giraba constantemente para asegurarse de que los UVE de las canchas no nos seguían. De momento no era así, pero no tardarían en hacerlo una vez acabaran con la pobre mujer de la limpieza.

No lo recuerdo bien, pero me pareció escuchar otra explosión.

Según avanzábamos me percaté de una especie de cajas negras que estaban colocadas más o menos cada diez metros. Eran cajas metálicas de unos cincuenta centímetros con un piloto rojo que no paraba de parpadear. Me acordé de las zapatillas del niño... El mismo que corría a mi lado. Compañero de clase de mi hija.

—Ya no queda nada mi niña —dije a mi hija, que estaba abrazada a mi cuello.

Noté algo caliente chorrear por mi espalda. En un principio pensé en el sudor, idea que se esfumó del todo cuando escuché un arcada de Susi.

—Susi —dije buscando su rostro.

Vi cómo vomitaba. Lo hizo sobre mi pecho. Por primera vez me temía lo peor. Joder. Joder. Quería huir de esa puta idea como lo estaba haciendo de los infectados. Pensé en la posibilidad de que mi niña estuviera infectada. Me acordé de su puto perro, del puto veterinario y del hijo de la gran puta de su abuelo.

—Abajo, abajo —dijo Ferran poniéndose casi de rodillas.

Habíamos llegado al muro que daba al parking. No era muy alto, no tendríamos dificultades para salvarlo. Lo jodido estaba al otro lado.

—Me cago en la puta —dijo Ferran.

—¿Qué ocurre? —preguntó Marga.

Lo primero es que había un montón de infectados devorando cuerpos. Había tanta sangre en ellos que no se sabía si eran enfermeros, policías, profesores... Los únicos que se diferenciaban eran los críos.

—La salida. Está bloqueada con esas ambulancias. Y encima tenemos un montón de esos hijos de puta.

El parking de empleados estaba bloqueado por el dispositivo que llegó al colegio. Era imposible sacarlos de allí.

—Joder y mi furgoneta también... —añadió.

Sonaron ráfagas de ametralladora. Algunos UVE se levantaron y corrieron hacia el mismo punto.

—Tenemos que aprovecharlo —dijo Ferran.

—Mi coche lo dejé en la carretera. Justo en la entrada. Si llegamos a él podremos salir de aquí.

—Muy bien. Si por cualquier cosa nos separamos nos vemos en la entrada.

—Es un monovolumen gris. No hay otro.

El repartidor contestó saltando el pequeño muro. Ayudó a Marga y a uno de los críos. El espabilado pelirrojo saltó solo. Yo hice lo mismo con mi pequeña. Aprovechando el sonido de los disparos corrimos sobre el asfalto entre algunos coches. Cada vez sentíamos más cerca los disparos, pero también los rugidos de los infectados.

En el interior de un coche patrulla, un agente disparaba a todo lo que lo rodeaba, que eran un montón de UVE que aporreaban el vehículo en busca de su presa. El tiempo que resistiera aquel policía, sería el tiempo del que dispondríamos para llegar a mi coche.

—¡Profe! —escuché.

Era uno de los niños que gritaba desde el suelo con una de esas cosas agarrada a su pierna. Marga se paró y corrió hacia él. Tiró de su brazo para intentar liberarle.

—¡Carlos! —gritó.

Se llamaba Carlos.

El pobre crío dejo de gritar cuando ese monstruo mordió su garganta. La profesora soltó al niño y comenzó a llorar espantada. Me acerqué a ella y la empujé para que continuara. Allí ya no podía hacer nada.

Uno de los infectados logró meter la mitad de su cuerpo en el interior del coche patrulla. El agente dejó de disparar, escuchamos entonces sus alaridos repletos de dolor.

Por fin pude ver el gris metálico de mi monovolumen. Lo hice entre la furgoneta negra y una de las dos ambulancias. Tras éstas estaba también el todoterreno negro en el que dejé a Balaguer.

—Ya estamos cariño —dije.

Marga comenzó a gritar. Unos cuantos infectados se percataron de nuestra presencia. Lograron que nos separáramos y correteáramos entre los vehículos como ratones de laboratorio en un laberinto. Ferran con el bate en alto, esperaba la oportunidad para volver a cargarse a uno de ellos. Todo se volvió muy confuso. La sensación era la de estar en una de esas pesadillas de la que eres consciente pero de la que no sabes cómo despertar.

—¡Corred, corred! —escuché.

Era el agente Rojo 1. Venía corriendo por los jardines hacia la entrada. Hacía un gesto con su brazo derecho para que nos apartáramos. Comenzó a disparar con su ya conocida puntería. De cada hombro colgaba un arma de esas automáticas. A nuestro alrededor comenzaron a caer algunos UVE, pero lo importante es que los infectados se sentían atraídos por el agresor. Eso nos facilitó el camino. Yo por si acaso aguardé semi oculto junto a una ambulancia. Tomé unos segundos hasta asegurarme de que no encontraría a nadie en mi camino y para apretar de nuevo la cinta. Susi también necesitaba un poco de aire.

No podía ver ni a Ferran ni a la profesora. A ella sólo podía escucharla entre los disparos.

—¡Vamos! —gritó.

Cuando dejé atrás la furgoneta, encontré algo terrible y que me hizo estremecer. Lo que encontré sobre el asfalto..., fue una de las zapatillas del niño pelirrojo con cara de dibujo animado. Jamás lo escuché hablar. Ni tan siquiera lo había escuchado gritar. Miré alrededor en busca de su cuerpo. Pero no lo encontré. Sólo vi su zapatilla con luces en la lengüeta. Sólo su zapatilla... con su piececito dentro. Nada más.

Lo siento. No puedo seguir.

[STOP]

22

Cuando Rojo 1 saltó a través de la ventana, sintió el calor de la tercera explosión en su espalda. A punto estuvo de perder el equilibrio, pero logró mantenerse en pie y arrancar una carrera que le conduciría al puesto de control.

Saltó unos setos y atravesó el escudo de Los Bosques, formado por flores de colores y una especie de gravilla blanca que chascaba bajo sus botas militares.

Los jardines estaban salpicados por siniestras formaciones de infectados que se dibujaban entre la nube de polvo que había generado la tercera granada. De dos en dos o de tres en tres, se encontraban sobre un cadáver que despedazaban con sus propias manos o a mordiscos. Las vísceras se estiraban como gomas gelatinosas escapando de jaulas de costillas. Todo lo que recogían lo llevaban a sus bocas y lo masticaban con una ansia espeluznante. La imagen era dantesca. El agente apretó sus dientes y echó mano a sus dos automáticas MP5. Estaba listo para abrir fuego.

El primero en percatarse de la incursión del geo fue un enfermero que mordisqueaba el brazo de un mosso. Fijó sus ojos inyectados en sangre en el intruso que se acercaba a él, pero el agente no dio opción. Una ráfaga de munición lo desintegró de cuello para arriba.

Inmediatamente otros UVE se incorporaron y rugieron enfurecidos. Enseñaron sus dientes teñidos de sangre e iniciaron una carrera hacia el agente del GEO. Éste, con una efectividad del ciento por ciento, fue acertando con cada bala de cabeza en cabeza. Los sesos llovían sobre el césped, los cuerpos se desplomaban como si de repente se hubieran quedado sin energía. Al fondo pudo ver también a Ferran, que estaba dando buena cuenta de uno de uno de los infectados en el parking. No muy lejos del repartidor, Marga corría entre los vehículos estacionados.

—¡Corred, corred! —gritó el agente mientras hacía gestos con su brazo para que se apartaran.

Entonces abrió fuego de nuevo. Logró cargarse unos cuantos, pero el resto corrieron furiosos hacia él dispuestos a darle caza.

—¡Vamos! —gritó al padre de la niña.

El hombre se había quedado como una estatua justo al lado de una ambulancia. Miraba al suelo. Su hija estaba pegado a él. «Qué cojones hace ese imbécil ahí parado», pensó.

—¡Vamos, vamos!

El papá reaccionó. Levantó a su hija del suelo y corrió hacia la entrada principal. El agente se paró a unos veinte metros de ellos y disparó contra todos los infectados que se acercaban rugiendo hacia él.

El cerebro de Rojo 1 parecía funcionar en automático. Era capaz de disparar y controlar a los civiles al mismo tiempo. Vio cómo la profesora, la única que quedaba, estaba subida al techo de un vehículo. Gritaba girando sobre sí misma para apartar a dos UVE que intentaban cogerla de los pies. La cosa se puso peor cuando un niño infectado se subió al capó y escaló por la luna delantera, pero apareció Ferran, el hombre del bate.

Primero se deshizo del crío, luego ofreció caballerosamente su mano a la maestra para que ésta bajara y escapara de allí junto a él.

Rojo 1 corrió directo hasta el puesto de control. En su cabeza dos cosas, primero localizar al hombre que se había puesto en contacto con él por radio, la segunda poner punto final a la misión Evacuación Absoluta.

—¡Aquí! ¡Aquí! —escuchó el agente.

Ferran señaló su localización y la de la profesora. Él ya los había visto. No había tiempo que perder. Debía ir al grano. Se acercó a ellos y se ocultaron tras un coche patrulla de los mossos. A sus palabras les faltaba el aire.

—Dentro de la furgoneta —señalando una negra con cristales tintados— está el control remoto para detonar las cargas —explicó el geo—. Si han seguido el protocolo —respiró— el recinto debe estar rodeado de cargas incendiarias. Yo he colocado varios explosivos en el interior del edificio.

Dos infectados aparecieron de repente. La maestra se tiró al suelo y el guardia abrió fuego. Ya eran historia.

—Joder, ¿y cómo vamos a llegar hasta allí? Está todo lleno de esos hijos de puta.

El agente echó mano a su chaleco y cogió una granada.

—¡Qué hace!, Susi y su padre pueden estar ahí —dijo alarmada la profesora.

—Es de humo —contestó.

Luego tiró de la anilla y la lanzó. En pocos segundos una cortina amarilla de humo lo cubrió todo.

—¿Qué ocurrirá con ellos? —insistió Marga.

—Si están bien, deben estar en su coche. Eso hablamos —recordó Ferran—, creo que es ese que se ve al fondo. El gris.

El monovolumen estaba una veintena de metros por delante de la furgoneta de operaciones.

—¿Y si no están bien? ¿Si no están en su coche? —preguntó el agente.

—Nos iremos nosotros —contestó el repartidor.

Rojo 1 tuvo un instante para esbozar una ligera sonrisa.

—Claro, y te ha dejado las llaves... ¿O vas a hacer un puente?

Antes de que Ferran dijera nada, el geo se levantó.

—Os venís conmigo —ordenó.

Los tres corrían muy juntos, evitaban separarse. Tenían a la vista la furgoneta negra.

La puerta trasera estaba abierta, y eso no era buena señal. Cuando Rojo 1 la abrió del todo sólo encontró un inmenso charco de sangre y salpicaduras sobre los equipos. Todos habían caído.

—Vamos, pasad, pasad —dijo a Ferran y Marga.

Él pasó tras ellos y cerró la puerta.

23

[REC]

Dos días he pasado con la imagen de la zapatilla en la cabeza. Pensé que la había olvidado. Me ha hecho pensar, me ha hecho preguntarme si esto que estoy haciendo tiene sentido o no. Estoy muy cansado. Me asomo a la terraza y veo las calles desiertas. Sólo cosas infectas deambulan por ahí en busca de gente como yo. Espero que también de gente como la profesora de mi hija o el repartidor.

Echo de menos cualquier cosa que me haga parecer humano. Que me haga sentir como tal y que me haga creer que toda esta puta espera merece la pena. Quiero luchar por algo. Conseguir cualquier cosa que haga que me sienta realizado. Ahora soy una rata. Una de esas gordas y grises. Voy por ahí de casa en casa rapiñando cualquier cosa que echarme a la boca. Y sin salir de este edificio claro. Joder ya no tengo ni hambre.

[STOP]

[REC]

Qué cojones. Ya que estoy llegando al final, no me voy a parar ahora. Al menos que mis palabras sirvan para algo. Si alguien da con esta grabación pues de puta madre, si no es así pues al menos no habré desperdiciado las sesiones con el psicólogo... Debe exteriorizar, hablar, contar. Debe explicar lo que siente y lo que le impide ser feliz. Eran sus palabras favoritas. Pues va por usted señor Arístegui.

Cuando reaccioné a la imagen de la zapatilla cogí a mi hija y fuimos directos a nuestro coche. Aprovechamos que el agente Rojo 1 estaba repartiendo tiros a los infectados desde los jardines. El tipo sí que cumplió, ya lo creo, no sólo llamó la atención de esas cosas, también se cargó a muchos.

Pasamos junto a la furgoneta donde se suponía debía estar el jefe de la operación, la puerta trasera estaba abierta, pero no había nadie. «Estamos más que jodidos», pensé. Con el rabillo del ojo, apurando ya los últimos metros, algo llamó mi atención. Recuerdo que antes de adentrarme en el colegio dejé al doctor Balaguer en su vehículo. Joder y allí seguía, pero estaba en el interior, agachado en los asientos delanteros.

Las puertas del vehículo estaban llenas de agujeros de bala y de sangre. También había un infectado con la cabeza hecha polvo. Primero aporreé la ventanilla, pero como no abría, lo hice yo. Me agaché y tiré de Susi hacia abajo.

Joder estaba empapado en sangre. Tenía en sus manos el aparato de radio. Cuando se giró hacia mí..., vi que literalmente le faltaba un trozo de cuello.

—Por favor. Hágalo... —dijo Balaguer entre balbuceos mirando mi arma.

Justo cuando comenzó a hablar un humo amarillo nos envolvió por completo. No tenía ni idea de dónde salía.

—No deje que...

Él sabía que no tenía posibilidad alguna. Pero no fui capaz de apretar el gatillo. Levanté mi cabeza por encima del capó y cerré la puerta. Aguanté unos segundos apoyado en la puerta. Sentí una gran tristeza. Nuestro hilo rojo se rompió allí.

—Papá... —dijo mi hija.

La miré. Vi en sus ojos la razón por la que había llegado hasta allí. A unos metros estaba mi coche. Metí la mano en el bolsillo del vaquero y saqué la llave. Ese pip-pip sonó a gloria. Agarré de la mano a mi hija y corrí hacia el vehículo. Abrí primero la puerta trasera y metí a Susi. Yo volé al volante quejándome de mi pierna.

—Agáchate cielo, nos vamos —dije arrojando el arma al asiento del copiloto.

Giré la llave y sonó el motor. Di marcha atrás hasta tener un ángulo lo suficientemente amplio como para que me permitiera girar. Un vez enfilada la carretera pisé el acelerador hasta que la aguja de las revoluciones llegó al límite del contador.

Del momento recuerdo una risa tonta que terminó en carcajadas. Unas carcajadas que sin darme cuenta se convirtieron en lágrimas. Algo normal teniendo en cuenta que acababa de presenciar el mayor horror imaginable. Comencé a dar golpes sobre el volante.

—Sí, sí, sí... —gritaba con rabia.

Miré por el retrovisor y vi la nube amarilla. Ascendía hacia el cielo como si con ello se llevara también las almas de todos los que habían perdido la vida en el colegio. Entonces me acordé de ellos.

Había huido de allí dejando atrás a la profesora, el repartidor y el agente del GEO. No voy a mentir. No voy a decir que estuve a punto de dar la vuelta, pero me sentí muy mal, porque ellos me habían ayudado, habían ayudado a mi hija, habían puesto en peligro su vida para proteger la nuestra.

—Mira, papá —escuché.

Me giré y vi a Susi de espaldas a mí mirando a través de la luneta trasera.

—¡Hostia puta! —grité.

Era la furgoneta negra. La furgoneta de control. «También lo han conseguido», pensé. Necesitaba convencerme de que los tres iban en el interior, de que los tres habían salido con vida de ese maldito infierno. De nuevo miré al frente. Entonces lo escuché.

Una explosión inmensa retumbó bajo nuestro vehículo. Sujeté con fuerza el volante intentando evitar por todos los medios perder el control. Reflejado en los espejos retrovisores vi una gigantesca bola de fuego que se había tragado la furgoneta.

Pobre iluso. Y pensé que todo había terminado. Pensaba llegar a casa, darme una ducha y cenar con mi familia como si nada de aquello hubiera sucedido. Pobre iluso. Toda esa mierda, toda esta mierda, no había hecho más que empezar.

[STOP]

24

Por lo inesperado, por la magnitud de los acontecimientos, el tiempo de reacción no daría para mucho más que para un simple intento por evitar lo inevitable. Ni los expertos vaticanos que desde hacía años habían seguido en absoluto secreto el caso, estaban preparados para lo que se ocultaba en las sombras.

En unas cuantas horas, a lo sumo en un par de días o tres, el objetivo no iba a ser frenar aquello a lo que se enfrentaban. El único objetivo para los NO infectados sería la pura supervivencia. Sus casas, sus barrios, sus ciudades..., todo aquello que habían conocido hasta entonces sería borrado de sus mentes y de los mapas. En el tiempo quedarían almacenados miles de recuerdos de lo que una vez fue, y que ya no volvería a ser.

La noche anterior, en un antiguo y céntrico edificio de Barcelona, un pequeño grupo de personas experimentaron en sus carnes el feroz apetito de un ente maligno. Quizá no fuera casualidad que en la fachada del mencionado edificio, a modo de premonición, se pudiera ver esculpida en piedra una figura demoníaca agarrando por los pies a una mujer a la que arrastraba hasta su guarida.

Sólo unos pocos conocían los detalles, pero sólo los detalles. Lo que verdaderamente sucedió dentro, quedó encerrado para siempre entre sus paredes, en las cinco plantas del número 34 de Rambla Catalunya. Pero el motivo por el que casi todos murieron quedó libre. Escapó. Lo hizo oculto en un cuerpo que experimentó su poder y que ahora era un simple portador, un mensajero del mismísimo infierno.

Ya era tarde. ¿El colegio Los Bosques? Sólo fue una gota en un vaso de agua. Luego una gota en una jarra, más tarde una gota en una bañera, en una piscina en... El mundo ya no iba a ser el mismo.

25

[REC]

Tengo ganas de terminar...

¿Lo he pensado antes? Claro que sí. A diario. Pasan las horas, los días, las semanas... Continúo en mi fastuoso ático de casi doscientos metros cuadrados encerrado como un puto ratón de laboratorio. El silencio se hace insoportable a la vez que los recuerdos acuden a mi cabeza para despedazarme por dentro. Ya no se trata de culpa, es mucho más.

¿He hablado antes del universo? Si no lo hice, lo hago ahora.

Siempre me fascinó, por su complejidad, preguntarme qué habría más allá de las estrellas. Dónde terminaría el universo o si realmente existe en infinito. Creo que es un pensamiento común a todos. Nos preguntamos lo mismo una y otra vez aun sabiendo que no vamos a obtener una respuesta. Pues exactamente me pasa lo mismo cuando corro las cortinas y miro a través de la ventana. Todo me sobrepasa. Pensar en lo que sucede dos o tres calles más allá de la mía es como pensar en el infinito. Pensar en otra ciudad, en otro país o en otro continente... Joder, joder... ¡Tiene que haber alguien! ¡Alguien tiene que escucharme! ¡Hice lo que pude, joder!

[STOP]

[REC]

Cuando escapamos del colegio tuve la sensación que tiene uno al despertar de una pesadilla. Si en dicha pesadilla has sufrido daño físico, aún te duele nada más abrir los ojos. Te tocas ahí donde llama el dolor para comprobar que todo está perfecto. Y lo está de verdad, pero todavía duele.

Al volante de mi coche sentía mucho dolor. Un agotamiento físico y mental que a punto estuvo de terminar conmigo. Estaba tranquilo porque las cosas ya no podían ir a peor. Era imposible. Que mierda de Dios permitiría que sucediera algo peor. Menudo hijo de puta sería. Maldita sea. No tuve tiempo de saborear la victoria. ¿Qué fueron? ¿Cinco kilómetros? ¿Quince minutos?

La primera población que atraviesa la carretera de los bosques, así la conocen todos, es La Villa. Son siete u ocho casas con pequeños negocios familiares. Hay un par de bares, un autoservicio... Viendo como estaba mi hija, pensé que le vendría bien reponer fuerzas. No descarté incluso preguntar por un médico. Susi no paraba de toser. No me gustaba cómo sonaba su garganta. Pero cuando estaba llegando... No daba crédito.

Un poco más adelante del cartel de bienvenida al pueblo, vi fuera de la carretera un autobús. No estaba estacionado, estaba volcado en la cuneta. También había gente en la carretera que se movía en varias direcciones. También encima del mismo autobús. Llevé la mirada un poco más allá y vi a otras personas desperdigadas por los sembrados. A medida que me acercaba mi corazón daba patadas bajo mi pecho. Eran más. Había más infectados. Estaba lleno. Atacaban y comían carne como lo habían hecho los del colegio. Esos críos habían salido del colegio. Yo los vi salir meterse en esos autobuses.

—Agáchate cariño, túmbate —dije a mi hija.

Cogí una manta que había en los asientos traseros y se la eché por encima. Pisé el acelerador. Logré esquivar a un niño que se me echó encima con los brazos extendidos. No llegué a saber si lo que pedía era ayuda o si tenía las mismas intenciones que el resto de infectados. Sentía sus siluetas como si estuvieran dentro de mi coche. No quería mirar. No quería mirar.

Habían llegado hasta La Villa. La travesía que cruza el pueblo era más de lo mismo. Parecían peleas callejeras, pero lo que hacían unos era defenderse como podían ante los ataques de los UVE. Ya no había sólo niños. También adultos, habitantes del mismo pueblo. Llevaba un buen rato sin levantar el pie del acelerador y así pensaba seguir hasta llegar a un lugar donde encontrara sólo civilización.

Lo sucedido en el colegio de mi hija había sido un incidente aislado. ¿El origen? No lo creo. No podía haber sido el origen cuando en el cielo, un avión, que probablemente acababa de despegar de El Prat, comenzó a caer en picado hasta estrellarse en silencio sobre la línea del horizonte. Instantáneamente se levantó una columna de humo negro, pero no fue la única.

Siempre me dieron mucho miedo los cambios de rasante. Nunca se sabe si al llegar arriba te vas a encontrar de frente con otro vehículo o con algún motorista en pleno adelantamiento suicida. Sentía una especie de vértigo que siempre me hacía levantar el pie del acelerador. Casi llegando al punto en el que la carretera de los bosques se desvía hacia la salida de la autopista, dirección Barcelona, hay un cambio de rasante brutal. Es imposible ver nada hasta que estás arriba del todo.

Cuando el morro de mi monovolumen se asomó al balcón del cambio, tuve la sensación de dirigirme a una ciudad en guerra. Hasta donde alcanzaban mis ojos pude ver varias columnas de humo negro. Podían ser cualquier cosa. Incendios de edificios, accidentes de tráfico, quizá algún avión más... El espectáculo era sobrecogedor. Pensé entonces en mi mujer. Miré a mi hija y me las imaginé a las dos abrazadas a mí. Los ojos se me empañaron, pero rápidamente me los limpié. No quería que Susi me viera así. Parecía no enterarse de nada, pero mi hija era muy lista.

Por suerte mi casa está apartada del centro, por lo que no tendría que callejear mucho por la ciudad. Tomé la salida de la autopista y me encontré con varios vehículos parados en la cuneta. La gente miraba por encima de sus vehículos con la manos sobre la frente intentando averiguar qué sucedía. Se me ocurrió poner la radio.

En cualquier emisora que sintonizaras se hablaba de disturbios en el centro. Una oleada de violencia y atracos sin motivo aparente. Corría el rumor de que un grupo terrorista había amenazado con atentar. Armas biológicas con efectos devastadores, decían. También apuntaban que lo sucedido la madrugada anterior en un viejo edificio de Rambla Catalunya podría estar relacionado.

Otra vez me acordé de ella, de Teresa. De mi mujer.

Imaginé que la B-20 no tardaría en colapsarse, por eso salí de ella antes de llegar a los Túnels de Vallvidrera. Iba a recorrer unos cuantos kilómetros más, pero tardaría menos en llegar a casa. Tomé la salida.

Vivimos en Pedralbes, en una urbanización de esas que llaman de lujo. En el ático. Lo dije antes ¿verdad? Desde aquí arriba veo las piscinas, los jardines, el parque, las instalaciones deportivas... Pero lo mejor de todo son las vistas a la montaña. Fue el regalo de boda de mi suegro. Al muy cabrón sólo le faltó mear por las esquinas para demostrar que ese era su territorio, que él y sólo él, podía ofrecer un lugar así a su hija. Al principio me jodía bastante, pero con el tiempo me volví más práctico. Piensa lo que quieras capullo, pero así a lo tonto me estás ahorrando una hipoteca. Me dejé de gilipolleces y disfruté de todo esto, sobre todo disfruté de la felicidad de mi familia.

Entraría a la urbanización por la carretera antigua del cementerio. Se llama así porque antes había uno, ahora hay un parque con un lago. Siempre me pregunté si realmente trasladarían los cuerpos como dijeron o los dejarían allí bajo los columpios o los bancos donde los abuelos dan de comer a las palomas.

Efectivamente en mi barrio también había peleas. Vi a un pobre hombre caer en la acera después de que dos niñatos le dieran un empujón. Esos cabrones no querían comida, lo que llevaban en sus manos era un ordenador. Los conductores de otros vehículos frenaban como cuando lo hacen para ver un accidente, sólo quieren verlo, pero nunca ayudan.

—Papá, ¿queda mucho? —preguntó mi hija.

La miré.

—No hija, ya estamos llegando —dije cuando ya entrábamos en la urbanización.

Cuando volví la vista al frente, un tipo se estrelló de bruces contra mi ventanilla. Dejó un chorretón de sangre que resbaló por el cristal. Luego escuché un grito..., a continuación volví a escuchar los malditos rugidos. Susi comenzó a llorar. Yo intentaba situarme, ver lo que pasaba. En dos segundos varias personas cruzaron la carretera corriendo, creo que a uno de ellos lo atropelló un coche que acabó subido a la acera. Pisé el acelerador. No estaba lejos de casa. Sólo dos calles, y al tercer cruce, giro a la derecha. Ya podía ver el edificio al fondo.

Más de lo mismo. Delante mío veía los pilotos de freno de otros vehículos encenderse. Toqué el claxon, como lo hacían todos. Quité la radio e intenté concentrarme. ¡Joder, no quedaba nada para llegar!

Mi hija se había destapado. Estaba de rodillas en los asientos y miraba por la ventanilla.

—¡Susi agáchate! —grité.

Me estaba poniendo muy nervioso, y ella parecía haberse vuelto sorda.

—¡Susi! ¡Susi!

Con cada frenazo que me veía obligado a pegar, la cría parecía perder el equilibrio. No quedaban ni cincuenta metros. Creo que la idea de meter el coche en el garaje se estaba convirtiendo en una absoluta gilipollez.

Susi tosía.

No eran asaltos ni robos a supermercados. La gente estaba luchando por su vida, no por proteger una caja de botellas de agua mineral. Noté un impacto trasero. Miré por el retrovisor y vi cómo el conductor abría la puerta y huía de un infectado. Por desgracia para él, otro lo interceptó junto a una paso de peatones.

Tras un último acelerón algo me detuvo, algo que sentí debajo de las ruedas y que me impedía avanzar con mi coche. A unos diez o quince metros estaba el acceso a nuestro edificio. Quise salir y correr, pero no encontré los cojones necesarios. Miré al asiento de acompañante y cogí la pistola que me dio el agente. Creí que el momento de usarla se estaba acercando.

Odio las armas.

Esas cosas habían llegado hasta mi calle. Estaban atacando a gente que conocía, a mis amigos. Atacaban mi vida y sobre todo, a mi familia.

—¡Mamá! ¡Mamá! —gritó mi hija.

Me sentí atrapado en arenas movedizas. Mi hija puso su mano en el cierre de la puerta y presionó hacia abajo. El sonido del exterior se hizo insoportable dentro del vehículo.

—¡Susi! —grité dejándome el alma.

Mi pequeña empujó la puerta con las dos manos y salió del coche. Primero una pierna, luego la otra...

—¡Mamá! —repitió.

Como un imbécil me quedé en el asiento esperando a que me hiciera caso. Entre los gritos volvía a escuchar cómo llamaba a su madre. Miré a un lado y a otro y no vi nada. No vi a Teresa. Abrí la puerta y salí con la pistola en la mano. Efectivamente. Mi mujer estaba allí. Estaba detrás de un coche a la entrada del parking. Sonreí, dije su nombre en bajito.

—Teresa...

Susi corrió hacia ella con los brazos preparados para dar un abrazo a su mamá. Entonces... Entonces me fijé en la cara de mi mujer. Demasiado seria. Pálida.

—¡Susi! —grité de nuevo.

No miraba a nuestra hija como lo hacía siempre. Aquel podía ser el cuerpo de mi mujer, pero aquello no era mi mujer. Estuve seguro de ello cuando vi algo más que su cabeza, algo más que sus hombros. Supe que era una de ellos cuando descubrí que una parte de su muslo colgaba sobre la tela de sus pantalones verdes.

Sólo grité. Mi hija corrió.

Ambas se fundieron en un abrazo. Pude ver perfectamente como eso que ya no era mi esposa mordía el hombro de Susi. Mi pequeña comenzó a gritar. Cambió el mamá por el papá. Pataleó en brazos de su madre hasta que cayó al suelo.

—Papá, papá... —balbuceaba Susana.

Tan de prisa como pude llegué hasta ellas. Teresa me enseñó sus dientes como un animal rabioso. Parecía una hiena.

Cruzamos las miradas y levanté mi arma.

—¡Mírame Teresa, mírame maldita sea! ¡Mírame y dime que sabes quién soy! ¡Pídeme que no lo haga! —grité apuntando a su cabeza.

—No papá, es mamá... —lloró mi hija.

Perdí a mi mujer. Perdí a mi hija. Perdí todo lo que amaba... Me sentía como ellos, muerto. Pero muerto en vida.

No pude disparar.

Un momento. Lo siento.

[STOP]

[REC]

Levanté a mi hija del suelo y me dirigí al portal. Mi mujer intentó darme caza, pero el estado de su pierna no le permitía más que arrastrar los pies por el suelo. La sangre de mi hija me abrasaba la espalda. Mi pequeña no paraba de quejarse, pero sin apenas fuerzas...

En el hall retumbaban los chillidos de las plantas superiores. En cualquier momento podía aparecer uno de esos por las escaleras y... por suerte no fue así. Y fue una suerte también vivir en el ático, la única vivienda de todo el edificio que tiene ascensor propio. Sólo los propietarios podemos acceder a él con su respectiva llave.

La espera se me hizo eterna, pero por fin sonó el ding. Las puertas se abrieron, entré y pulsé el botón de mi planta. Me dejé caer al suelo apoyado en uno de los laterales. Desconsolado sacudí las mejillas de mi hija haciendo lo imposible por no mirar su herida, que tapé con mi mano. Ardía. Quemaba. Casi podía sentir el pulso en la carne abierta. Bum..., bum..., bum... Cada vez más lento, cada vez con menos fuerza.

Entré por la puerta de mi casa. Cerré los ojos y respiré. Todavía flotaba en el aire el perfume de Teresa. Quise quedarme allí para siempre, pero los espasmos de Susi me devolvieron a la realidad. Como un imbécil di vueltas por el salón buscando un lugar donde dejar a mi hija. Por alguna extraña razón aparecí en su habitación, llena de colores, de luz, de vida... La tumbé con mucho cuidado en la cama, aparté de un manotazo rabioso la mierda de juguetes de su perro y apoyé su cabeza en la almohada.

—Pa... pá...

Los ojos de mi niña luchaban por mantenerse abiertos, sus párpados temblaban. Eran incapaces de mantener el peso de las pestañas. Después de que pasara mi mano por su cara, quedaron cerrados para siempre. Jamás volvería a ver ese verde oscuro que me hacía enloquecer. Lo mismo sucedería con su voz... Jamás escucharía ya su voz. La primera palabra que dijo tumbada en su cuna fue papá..., la última que escuché tumbada sobre su cama también fue...

Ya no dijo nada más.

Grité de rabia y dejé caer mi cabeza sobre su pecho. La acaricié hasta que su piel se heló. Quería con ello llevarme todo lo que vivió, todo lo que me hizo sentir... Era una niña. Joder sólo era una niña.

¿Quieres que se vaya como una niña?, escuché. No habían pasado cinco minutos y ya estaba loco. Escuchaba voces. Me preguntaban. ¿Quieres que sea una niña? ¿Dejarás que se vaya como una niña?... Volví a acariciar su rostro, entrelacé mis dedos en su pelo...

—Siempre serás una niña... Mi niña —susurré.

Creo que la locura me hizo sonreír. Miré el arma y sonreí.

—Una niña —repetí.

Empuñé la pistola y comencé a llorar hasta sólo ver borrones a mi alrededor.

—Nunca serás una de esas cosas —susurré.

Sentí como el cañón tocaba su frente, su frente suave y blanca. Apreté un poco el gatillo y... sonó un único disparo.

Ella sería para siempre una niña.

No tuve el valor de ver su cuerpo. Solté el arma sobre la cama y me levanté. Salí de la habitación y cerré la puerta. No he vuelto a entrar en ella.

Quizá sea eso lo que no me deja dormir.

Desde aquí puedo ver la puerta de su habitación. Juntos hicimos ese letrero. S U S I, en letras de colores. Estoy a cinco metros de ella. Lo que haré ahora será levantarme y entrar. Estoy muy cansado. Lo que sucede ahí fuera me aprieta en el cuello y me deja sin respiración. Siento que estoy muerto. Que la persona que era antes murió en el interior de esa habitación.

Si alguien encuentra esta grabación... Qué cojones estoy diciendo. Si alguien la encuentra, ya sabrá lo que ha pasado.

Jamás seré uno de ellos.

Voy a entrar.

[STOP]