Gaby decidió quedarse a vivir en París tres horas después de haber llegado a aquella ciudad y sin saber hablar una palabra de francés. Sentada en una banca de la plaza Paul Painlevé había mirado a su alrededor y vio a un anciano echándole migas de pan a gorriones y palomas que no parecían temer la presencia humana. Vio, también, a un muchacho enfrascado en la lectura de un libro y, frente a él, a una pareja de enamorados que se besaban en la boca. Todo eso era inconcebible en Barranquilla: los chicos de cada barrio formaban bandas para matar a los pájaros a punta de honda; leer en una plaza habría provocado la hilaridad de los transeúntes y, besarse en público, la pérdida de la reputación. Gaby pensó que estaba en el lugar donde en principio habría debido nacer y resolvió instalarse allí para siempre. Tenía algunos ahorros en un banco norteamericano que la ayudarían a vivir mientras aprendía el francés y entablaba relaciones para poder ejercer su oficio de fotógrafa. En cuanto a su marido, Luis, terminaría por comprenderla. Tanto le había dicho que solo en Francia el éxito se debía al talento y no a las intrigas locales, que sin lugar a dudas aceptaría su decisión. Quedaba por delante el problema de anunciársela y ella observaba de reojo su expresión arisca, la misma que tenía cuando fue a recogerla al aeropuerto de Orly. Estaba feliz de reunirse con él, pero al llegar al hotel donde se alojaba y verle sacar del bolsillo del saco un manoseado librito sobre las treinta y dos posiciones eróticas de alguna religión oriental comprendió que nada había cambiado. Para entonces sabía que la sexualidad exigía un estado de ánimo en el cual la conciencia se perdía entre los laberintos de un placer ciego y sin nombre y cuya esencia profunda ningún libro podía revelar. Pensaba en eso mientras Luis la desvestía apresuradamente y la acostaba en la cama para hacerle el amor como siempre, con el deseo limitado a su miembro y en sus ojos la angustiada mirada de un niño frente a la hoja de un examen escrito. Ahora que el mal rato había pasado podían conversar cariñosamente en la plaza Paul Painlevé, aunque Luis conservara en las pupilas la inquietud del niño que devolvió la hoja del examen en blanco. Decirle que quería vivir en París le parecía el mejor medio de no herirlo en su amor propio, pese a que sin él no concebía la existencia y que había sufrido desesperadamente los meses en que estuvieron separados. A ella le parecía que su amor por Luis era un tejido de hilos contradictorios. Lo había conocido cuando era un hombre acosado a causa de sus opiniones políticas, pobre, mal vestido y sin otro encanto que el de su formidable colección de anécdotas. Si hubiera sido uno más de los muchachos de la alta burguesía que ella frecuentaba, ni lo habría notado. Pero lo perseguían: ocupaba la tercera posición en una lista negra fijada por la derecha extremista para eliminar a las personas consideradas como peligrosas en caso de un movimiento popular revolucionario. A esa aura de conspirador romántico se unía el hecho de que Luis había pasado una infancia desdichada pues quedó huérfano de madre a los ocho años de edad y su padre, un hombre simpático pero egoísta, se había desembarazado de él confiándolo al cuidado de sus dos tías que lo odiaban. Gaby le había oído contar apenada cómo aquellas solteronas le amargaron la niñez pegándole con frecuencia e inventando un sinfín de faltas para acusarlo de desobediencia delante de su padre, los pocos domingos que este pasaba a visitarlo. En una ocasión su abuela materna, enferma de cáncer, ofreció ocuparse de él y durante dos meses Luis vivió feliz, pero las tías lo recuperaron con el pretexto de que el cáncer era contagioso, en realidad para recuperar los pesos que obtenían por su crianza. Desde entonces Luis vio a su abuela a escondidas en el bus que lo llevaba al colegio. Aunque no parecía persona inclinada a apiadarse de sí misma, ella, Gaby, intuyó que aquel recuerdo le laceraba el alma: un niño con su maletín sobre las rodillas esperando ansiosamente en el bus la parada donde su abuela subiría para reunirse con él. Y el día que no vino, cuando dejó de verla, se dijo que también ella lo había abandonado y entró en el oscuro desamparo de la soledad. Desde la primera vez que hablaron juntos, ella, Gaby, tuvo la impresión de hallarse frente a un hombre valiente, pero desvalido. Sentados en una mesa del Country Club, viendo caer en torrentes la lluvia de agosto sobre las matas del patio interior, descubrieron que compartían los mismos gustos literarios y opiniones políticas. Ella creía soñar: una persona que leía a Marx y sabía manejar los cubiertos, un partidario del Che Guevara aficionado a Proust, un izquierdista que se expresaba con moderación. Y ese era el hombre que la burguesía pretendía amordazar impidiéndole trabajar y amenazándolo de muerte. Al separarse de él creyó haber encontrado al hombre ideal.
De su ilusión vino a sacarla el matrimonio con Luis, cinco meses más tarde. Aunque no tenía ninguna experiencia y su timidez le impedía decir lo que quería, ella no podía tolerar que la vida sexual se redujera a un acto realizado a las carreras y del cual su propio placer estaba excluido. En la intimidad Luis se comportaba como un pirata, no violento, ni siquiera lascivo, sino simplemente ocupado en obtener su satisfacción lo más pronto posible sin tener en cuenta los débiles mensajes que ella le lanzaba y que un día, cansada, vencida, dejó de enviarle. Entonces se replegó sobre sí misma y la sexualidad se le convirtió en obsesión. Todos los hombres que conocía podían volverse sus amantes, cada cita de negocios era susceptible de transformarse en un encuentro de amor. Pasaba el día soñando despierta. Trabajaba mucho, pero como un autómata, sin darle importancia a lo que hacía, aletargada por los espejismos del deseo. En su fuero interno le reprochaba a Luis el haber utilizado el matrimonio para acaparar su cuerpo poniendo sobre él una especie de marca personal que excluía a los otros hombres y, al mismo tiempo, se sentía avergonzada de pensar de ese modo. Si hubiera sido más calculadora se habría permitido tener aventuras extraconyugales manteniendo a salvo las apariencias. No podía, se lo impedía algo que ella llamaba su honestidad. Así, cuando conoció al hombre que sería su primer amante, no quiso acostarse con él antes de pedirle a Luis el permiso de hacerlo, tal y como habían convenido de novios, en la época que Luis le afirmaba que vivirían a la manera de Sartre y Simone de Beauvoir. Luis aceptó y al día siguiente se volvió loco: llamó por teléfono a su padre para ponerlo al corriente de la situación y le contó toda la historia al periodista más chismoso de la ciudad. Fue el escándalo. Ella intentó hacerle frente a las cosas sin romper sus relaciones con su amante, pues le parecía el colmo que después de tanto hablar de libertad Luis armara aquel alboroto por una simple aventura, destinada a terminarse en poco tiempo, sí, pero que quería vivir hasta el fondo. Cediendo a las súplicas de Luis fue a ver a un médico con quien él había conversado. Era un hombre viejo que coleccionaba mariposas y tenía en su consultorio frascos con fetos conservados en formol. Informado por Luis de lo que pasaba, quiso conocer su punto de vista y ella, cándidamente, le habló de su deseo de tener una vida sexual satisfactoria. El médico la escuchó hablar con una falsa indulgencia, como si reconociera los síntomas de una enfermedad sin importancia. Para eso, le dijo, había una solución, irse a Panamá, donde un ginecólogo amigo suyo podía operarla arrancándole los órganos internos y externos que intervenían en el deseo sexual. Ella se aterró, pero más grande fue su horror cuando Luis le rogó que siguiera aquellas recomendaciones. Entonces aceptó irse a Bogotá.
La víspera del viaje Luis la llevó a una notaría para que firmara unos documentos pasándole a él los bienes que tenían en común y que en su mayor parte le pertenecían a ella gracias a su trabajo y a una pequeña herencia recibida de su abuela paterna. Quedó sorprendida por la habilidad con la cual Luis lo había previsto todo y por primera vez se preguntó si sería tan desvalido como ella lo creía. Pero esos pensamientos desaparecieron cuando se encontró separada de él, en Bogotá. Entonces los aspectos positivos de la personalidad de Luis cobraron una dimensión inusitada. A pesar de su mal carácter era un hombre inteligente y bondadoso que se movía en un nivel intelectual muy superior al de los amantes que ella tuvo en ese período. Perderlo significaba descender al mundo de los sentimientos mediocres, vivir entre frases banales y lugares comunes. La formidable cultura de Luis le hacía falta para ayudarla a analizar películas y libros. Se sentía sola y triste. Se enfermó. Sufría de vértigos que la tumbaban al suelo y aun en el suelo tenía la impresión de caer rebotando en un precipicio. Lloraba con frecuencia, la regla dejó de venirle. El día en que Neil Armstrong pisó la luna llamó a Luis por teléfono para decirle entre lágrimas cuánto lo quería y resolvieron encontrarse en París.
Caminando ahora por Saint-Germain se preguntaba cómo iría a anunciarle a Luis su resolución de no volver a Barranquilla. Porque entre más veía las librerías y las terrazas de los cafés, esa hermosa luz de otoño que ponía resplandores dorados sobre los edificios, más se afirmaba su impresión de haberse ido definitivamente de Colombia, como si una nueva vida empezara para ella. Se sentía libre y tenía muchas cosas que descubrir, sobre todo los museos donde se exponían esos cuadros y esculturas que solo había visto fotografiados en libros de arte. Una secreta dicha la embargaba ante la idea de visitar el Louvre y en el quiosco de periódicos de la estación de metro Odéon compró una guía de los monumentos de París.
Estaban invitados a almorzar en un apartamento de la rue de l’Ancienne-Comédie, donde se habían reunido algunos amigos de Luis y Virginia, una prima de ella. Todos la acogieron con simpatía, como si ignoraran sus contratiempos conyugales. Sobre la mesa había vasos de blanco pastís y desde la ventana podían verse los oscuros tejados de pizarra de la ciudad. Oyéndolos conversar, se sentía ignorante. Hablaban de las últimas exposiciones y de una comedia musical norteamericana que era el espectáculo del momento. Ella intentaba memorizar los nombres de museos, teatros y galerías prometiéndose que iría a visitarlos.
Cuando sonaron las doce campanadas del mediodía, Andrés, un amigo de infancia de Luis, la invitó a salir para hacer compras. Sobre los mostradores de la rue de Buci se amontonaban frutas, legumbres y pescados en abundancia; había también flores y todo aquel conjunto parecía formar una hermosa naturaleza muerta. Ella, que nunca había hecho mercado en Miami, estaba asombrada de ver tanta cantidad y variedad de alimentos y la limpieza con la cual eran presentados al público. Observó a Andrés elegir con infinita atención los quesos y vinos del almuerzo. Él mismo se encargó de preparar la comida cuando regresaron al apartamento y lo hizo con solemnidad, como si se tratara de una ceremonia sagrada. Andrés, que había vivido en París durante muchos años, le descubría a través de sus comentarios la importancia que los franceses le daban a la buena cocina.
Mientras comían, Virginia miraba de reojo a su prima. Desde el principio la había sorprendido verla tan linda. Gaby había adelgazado y sus largas piernas parecían muy finas en unas botas de ante, color gris. La minifalda le daba un aire de adolescente y llevaba los cabellos sueltos y lisos sobre la espalda. Ese modo de peinarse contrastaba tanto con sus antiguos moños, que ella lo asociaba a un acto de libertad, como libre se había mostrado al dejar a Luis. Claro que de estar en vida la madre de Gaby, Alicia Zabaraín, no habría habido ni sombra de separación. Gaby la temía demasiado y había soportado siete años de matrimonio para darle la impresión de formar con Luis una pareja feliz.
Alicia Zabaraín había mirado siempre con desconfianza a ella, Virginia, y a su prima Isabel, las mejores amigas de Gaby, porque eran hijas de mujeres liberadas y nietas de la misma abuela, cuyo temperamento festivo había suscitado las críticas de la ciudad. Para la abuela, el matrimonio de su sobrino Julián con aquella solterona agriada de la Alicia Zabaraín fue decididamente un desastre provocado por su debilidad de carácter y su temor de hacer sufrir a los demás. Trataba siempre de arreglar las cosas y cuando su amigo, Armando Zabaraín, le suplicó en su lecho de muerte que ayudara a su hermana no encontró nada mejor que casarse con ella. Alicia Zabaraín no solo olvidó su generosidad, sino, además, nunca le perdonó su indiferencia hacia el dinero y la vida social. Había conocido la opulencia en su infancia y cuando su familia se arruinó por la quiebra del banco Dupont compensó su estrechez económica soñando con matrimonios dorados. Más de una vez había aludido delante de ella, Virginia, a ilusiones perdidas y a la mediocridad de hombres sin ambición. Ambiciones, tío Julián no tenía, salvo las muy modestas de aumentar el número de sus libros o de comprar un ejemplar raro que por casualidad aparecía en el mercado. Como hablaba y escribía varios idiomas, mantenía una reverente correspondencia con editoriales europeas y norteamericanas que le enviaban por correo las últimas obras publicadas sobre diferentes materias, pero especialmente tratados científicos y filosóficos.
Tío Julián ejercía su profesión de médico en un hospital de caridad donde pasaba las mañanas y no cobraba un centavo, y solo atendía en su consultorio por las tardes ganando lo estrictamente necesario para vivir. El resto del tiempo leía o inventaba remedios milagrosos que nunca intentó comercializar. Así, una vez, embalsamó el cuerpo de un millonario norteamericano que había muerto por casualidad en Barranquilla y al año recibía la visita de un especialista decidido a comprarle a cualquier precio el procedimiento utilizado pues había descubierto que el cuerpo parecía embalsamado para la eternidad. No se lo vendió. Como tampoco dejó conocer jamás el contenido de las fórmulas que un farmacólogo amigo suyo preparaba en secreto siguiendo sus instrucciones y que combatían eficazmente todas las enfermedades tropicales. Ese mago apacible y tímido no tenía armas para defenderse contra la rabiosa frustración de Alicia Zabaraín, que le había vedado el acceso a su lecho apenas quedó embarazada de Gaby alegando que sus deberes conyugales estaban terminados con un hijo y que las tentativas de tío Julián para darle placer eran suciedades condenadas por la Iglesia. Tío Julián se replegó en su cuarto, avergonzado de que su intimidad fuera lanzada a los cuatro vientos, pero no la dejó, quizás porque no quería separarse del bebé que iba a nacer. Ella, Virginia, le había oído contar a su abuela cómo Alicia Zabaraín, decidida a ser la mejor madre del mundo, se negó a conseguir una niñera que la ayudara a cuidar a su hija. Ni siquiera permitía que las criadas de la casa lavaran los pañales. Nada de lo que se acercara a Gaby podía ser tocado por una mano de color. El racismo de Alicia Zabaraín llegó al extremo de prohibirle a Gaby, cuando era niña, que entrara en las dependencias del servicio. Así, si su balón rodaba hasta la cocina debía anunciárselo a su madre y Alicia Zabaraín lo hacía traer por una sirvienta y lo lavaba con jabón y lo secaba con una toalla antes de devolvérselo. Por suerte tío Julián llevaba a Gaby a su casa, de Virginia, y a la de Isabel los domingos. Las embarcaba a las tres en su automóvil para que jugaran en los toboganes y columpios del Country Club o se bañaran en las playas de Puerto Colombia.
Con tío Julián eran felices: siempre se mostraba afable, siempre les refería historias divertidas. Y al final de cada paseo sacaba del baúl de su automóvil un regalo para cada una de ellas: juguetes, mientras fueron pequeñas, libros, cuando empezaron a crecer. De ese modo Gaby descubrió que había otras maneras de vivir. Pero cada domingo, al regresar de la calle, Gaby y tío Julián debían afrontar la cólera de Alicia Zabaraín, que acusaba a su marido de ser el responsable de sus infortunios. Le decía cosas hirientes, le echaba en cara su incapacidad de ganar dinero, el no utilizar sus invenciones, el trabajar gratuitamente en un hospital. A veces iba tan lejos que Gaby, desesperada, se echaba a llorar. Entonces Alicia Zabaraín cogía un cinturón y le azotaba las piernas hasta sacarle sangre. Tío Julián debía intervenir arrancándole de las manos el cinturón. Quizás por eso, pensaba ella, Virginia, su tío resolvió matricular a Gaby en un colegio a los tres años de edad después de haberle enseñado a leer y a escribir como si fuera un juego, con tacos de madera que tenían las letras dibujadas en colores.
La elección del colegio fue un verdadero problema porque Alicia Zabaraín amenazó con matarse si Gaby no entraba en una escuela religiosa. Tío Julián cedió, a pesar de que era ateo, pensando tal vez que entre dos males mejor valía escoger el menos grave. Al menos durante nueve meses Gaby estaría protegida pues Alicia Zabaraín no iba a azotarla corriendo el riesgo de que la marca de los golpes desbaratara su reputación de madre ejemplar. Para contrarrestar los nuevos centros de interés de su hija, Alicia Zabaraín descubrió otra forma de dominación: aterrarla. Todas las noches iba a su cuarto con el pretexto de cantarle canciones para ayudarla a dormir y se ponía a contarle historias morbosas sobre su próxima muerte. Los relatos variaban, pero giraban siempre alrededor del mismo tema: la desaparición de Alicia Zabaraín después de una dolorosa enfermedad o de un accidente, y la soledad de Gaby abandonada a los caprichos de su padre que no vacilaría en casarse con otra mujer e imponerle una madrastra. Gaby estallaba en sollozos y, apiadada de sí misma, Alicia Zabaraín también lloraba. Aquello duró varios años hasta que tío Julián, alertado por una criada, se enteró de cómo las canciones eran sesiones de miedo y le dijo a su esposa que, o bien cambiaba de comportamiento, o él se llevaba a Gaby a los Estados Unidos y ella nunca más volvería a verla. Desde entonces la rabia que su marido le inspiraba a Alicia Zabaraín se convirtió en odio.
Ella, Virginia, no se acordaba de cuándo tío Julián empezó a invitarla con Isabel a comer en su casa todos los días. Después de cenar Alicia Zabaraín se encerraba en su cuarto y ellos sacaban mecedoras a la terraza del jardín y se ponían a conversar. Tío Julián les hablaba de filosofía y de religiones comparadas. Tenía el don de hacer inteligibles los conceptos más abstractos y sabía situar cada sistema de pensamiento dentro del contexto social de donde había surgido. Su memoria de erudito les permitía a ellas reconstruir el pasado y viajar a través del tiempo arrancándolas de su turbia apatía de adolescentes confinadas en una sociedad que veía en la cultura una amenaza. Tío Julián las proyectaba en el mundo de las ideas, les sugería la duda, les avivaba la curiosidad. Y bajo el calor de la noche sus palabras parecían tan luminosas como las luciérnagas que brillaban en la oscuridad del jardín. Con todo, sometida a la influencia de su madre como a la de las monjas del colegio, Gaby era católica y, no obstante sus muchas lecturas, intentaba preservar sus ideas religiosas alegando que el mensaje de amor del cristianismo constituía una elevación en la espiritualidad del hombre. Y la Iglesia, creía, había protegido siempre ese mensaje. El descubrimiento de la Inquisición arrancó los velos de su ingenuidad.
Cuando Gaby cumplió trece años, tío Julián la invitó en compañía de ella, Virginia, y de Isabel a pasar un día en Cartagena de Indias. Por primera vez viajaban en avión y tenían la impresión de dejar atrás la adolescencia. La ciudad las fascinó. Eran tan bellas las casas coloniales, tan puras las arcadas, tan solemnes las iglesias. Oyendo hablar a tío Julián mientras caminaban por los adarves del Fuerte de San Felipe de Barajas les parecía ver alejarse sobre el mar galeones protegidos por navíos de guerra, aparecían en el horizonte veleros de piratas sin ley, repicaban las campanas, tronaban los cañones, la ciudad ardía: olía a pólvora y a sangre. En la Plaza del Reloj zumbaban los fuetes sobre las espaldas de los esclavos africanos que construyeron las murallas. Y en el palacio donde dormían los instrumentos de tortura del Santo Oficio, la voz de tío Julián evocó para ellas los calabozos infames, el ruido de cadenas y los gritos de esos hombres que murieron porque una religión había perdido su alma para ejercer el poder. Las convicciones de Gaby se fracturaron como si hubieran recibido el golpe de una piedra. Le quedaba por delante inventarse una moral laica, como había hecho su padre, y la soledad de las personas que viven sin la comodidad intelectual de cualquier ideología.
Ella, Virginia, pensaba que Gaby había adherido años después al marxismo, no mientras estudiaba historia en una universidad de Bogotá, sino más tarde, cuando descubrió la miseria trabajando como reportera gráfica para el propietario de un periódico local, anarquista y jovial, antiguo amigo de su padre. Nadie sabía de dónde le había venido su pasión por la fotografía, pero en todo caso le servía para crearse un mundo propio, del cual estaba excluida su madre. Alicia Zabaraín pareció perder el poco juicio que aún tenía cuando Gaby se fue a estudiar a Bogotá. En las vacaciones vaciaba la cólera que había acumulado contra ella durante meses acusándola de llevar en la capital una vida licenciosa. A la par insultaba a tío Julián, cómplice de aquel alejamiento y una vez más se creía víctima de sus afabulaciones y lloraba tirada en una cama. Como su padre, Gaby no tenía fuerzas para luchar contra esas ráfagas de locura. Tratando de calmarla pasaba horas escuchando sus monólogos y sobándole la frente con un pañuelo empapado en alcohol. Asustada esperaba la llegada de su padre porque entonces Alicia Zabaraín se levantaba de la cama para cubrirlo de vejaciones y de sarcasmos sin que él, enfermo ya, prematuramente envejecido, intentara defenderse. A Gaby le apenaba verlo tan humillado y se sentía culpable de no tomar abiertamente su partido. Solo muy tarde en la noche, cuando Alicia Zabaraín dormía, iba en puntillas a su cuarto y conversaba con él en voz baja, a veces hasta el amanecer. Probablemente tío Julián, que había pasado su juventud en Europa, la incitaba a conocer otros mundos. En todo caso a su muerte Gaby había terminado sus estudios universitarios y tenía la intención de irse a México para ingresar en una facultad de sociología.
El deceso de tío Julián dejó a Gaby desolada. Toda su armadura intelectual compuesta de ideas y razonamientos se reveló inútil contra la tristeza que le oprimía el corazón. Además, muerto tío Julián, no podía abandonar a su madre. Se quedó, pues, resignada a convertirse en solterona, ya que ningún interés sentía por los hombres de la burguesía local, viviendo de las rentas de unas casas que su abuela paterna le había legado. Pasaba las noches leyendo en el antiguo cuarto de su padre y se levantaba a mediodía para ir a tomar fotos que ella misma revelaba y que a ella, Virginia, le parecían de buena calidad. Fue entonces cuando aquel periodista amigo de su padre le encargó reportajes que la llevaban a viajar por la Costa Atlántica. Y fue así como entró en contacto con la miseria, no la que describían novelas y libros de historia, ni la que aparecía como un concepto en la obra de Marx. No, la pobreza real, la de los niños hambrientos, la de las mujeres envejecidas a los treinta años, la de los campesinos explotados hasta la muerte. Aunque había sido vacunada por su padre contra toda ideología, Gaby se volvió sensible al pensamiento de la izquierda. De regreso de uno de esos viajes conoció a Luis y el curso de su vida cambió de repente.
Después del almuerzo la conversación se había animado y giraba en torno a la política colombiana. El tema no interesaba a Andrés, que conocía de sobra las opiniones de cada uno de sus amigos. En cambio trataba de comprender por qué Luis se había reconciliado con Gaby. A Luis lo conocía desde la infancia. Era el hijo del primer matrimonio de Álvaro Sotomayor, playboy y gran jugador de polo, que había cometido la imprudencia, no de embarazar a su secretaria, sino de haberlo hecho a sabiendas de que tenía un hermano intratable, un tal Gilberto que apenas se enteró de la situación fue a buscarlo a su oficina con un revólver y clavándole el arma en la espalda lo llevó hasta la iglesia donde un cura complaciente celebró la boda. Furiosos, los miembros de la aristocracia bogotana pusieron a la pareja al margen de la sociedad. Como su familia le cortó las rentas, Álvaro Sotomayor se vio obligado a trabajar de veras por primera vez en su vida y bajo la influencia de Gloria, su esposa, se endeudó para comprar una fábrica de cemento, donde Gloria empezó a trabajar día y buena parte de la noche hasta sacarla finalmente adelante. Ella estaba orgullosa de que gracias a su esfuerzo personal Álvaro Sotomayor pudiera demostrarle a todo el mundo su capacidad de triunfar por su cuenta. Él echaba de menos los hermosos caballos, los mullidos sillones del Jockey Club, donde los sirvientes circulaban discretamente llevando en bandejas de plata vasos de buen whisky y los socios se reunían a la caída de la tarde y conversaban en voz baja sobre los acontecimientos del día. Le hacían falta las partidas de polo, cuando jugaba frente a espectadoras vestidas por los mejores costureros de París y que envolvían sus delicados cuellos en estolas de visón. Y los fines de semana pasados en la hacienda de algún amigo viendo ponerse el sol sobre la cordillera cargada de nubes.
Álvaro Sotomayor no era rico. Los caballos que montaba cuando jugaba polo pertenecían a un tío suyo sin herederos, que estaba muy orgulloso de tener como sobrino a uno de los hombres más guapos y distinguidos de la ciudad. De adolescente, el tío lo había mandado a estudiar a Oxford, donde no aprendió otra cosa que vestirse bien y cultivar las buenas maneras, rompiendo definitivamente los vínculos que lo unían a su madre, honesta, pero de orígenes dudosos, otro mal casamiento que había consternado a la familia. El tío de Álvaro Sotomayor logró convencerla de dejarle a él de la educación de su hijo, cuando ya viuda resolvió casarse con un hombre de su mismo medio. De ese matrimonio nacieron dos hijas feas y rencorosas, pero ciegas de admiración frente al medio hermano que tantos éxitos sociales tenía. Nunca le perdonaron a Gloria el haberlo enamorado y se regocijaron cuando esta murió de septicemia causada por una apendicitis aguda y no tratada a tiempo. Cuando Álvaro Sotomayor la llevó a la clínica después de tres días de dolores atroces ya Gloria tenía las uñas negras por la infección que le carcomía el cuerpo. Fue un caso de negligencia. Quizás contento de recuperar su libertad, Álvaro Sotomayor les dejó a sus hermanas el cuidado de Luis y seis meses después se casaba con una heredera quince años menor que él, muy bella y neurótica, cuya fortuna le permitió comprar caballos para el polo y reconciliarse con el tío que tanto había condenado su matrimonio.
Todo, pues, estaba en orden, pero la nueva esposa detestaba a Luis tanto como las tías y aquel niño de ocho años se encontró rodeado de mujeres hostiles que le envenenaron la existencia. En opinión de él, Andrés, Luis tenía el coraje de despreciar el qué dirán, de eso había dado buena muestra al hacer las paces con Gaby, y rebelde lo había sido desde chico, cuando se enfrentaba a puño limpio con los otros alumnos del San Bartolomé que se burlaban de él porque siempre estaba mal vestido y tenía agujeros en las suelas de los zapatos. Cuando se graduó, muy joven, de quince años tal vez, decidió irse a París y él mismo se pagó sus estudios trabajando. Nunca le pidió un centavo a su padre. Estaba acostumbrado a la pobreza y pobre seguía siendo cuando conoció a Gaby. A partir de entonces su vida cambió. Probablemente Gaby le dio dinero para comprar la sucursal de una agencia de seguros y gracias a las relaciones de ella consiguió las mejores cuentas de la ciudad. De golpe perdió su aspecto de perro enfermo para adquirir el aire de un hombre de negocios. A él, Andrés, le daba placer verlo tan seguro de sí mismo y le estaba secretamente agradecido a Gaby de haberle permitido alcanzar la prosperidad. Pero todo tenía un fin y Luis había encontrado de nuevo las zozobras de su infancia.
El apartamento de la rue de l’Ancienne-Comédie le pertenecía a él, Raúl Pérez. Su padre había comprado a la muerte de Gloria la fábrica de cemento de Álvaro Sotomayor convirtiéndola, gracias a su trabajo, en la más importante del país. Cuando él la heredó era toda una empresa que le permitió volverse millonario en pocos años y habría seguido dirigiéndola de no haber tenido la crisis cardíaca cuyo recuerdo le hacía aún estremecerse. La proximidad de la muerte había modificado su percepción de las cosas de la vida. De todos los amigos de Luis allí presentes él era, creía, el único que había aprobado su decisión de reconciliarse con Gaby. Poco importaban los prejuicios sociales cuando estaba en juego el amor. Y sin lugar a dudas, Gaby lo quería. La había encontrado por azar en una calle de Bogotá en los días de su separación. Flaca, ojerosa, con la expresión de una persona enferma, había fingido no verlo, pero él la agarró por un brazo y la llevó a almorzar en un restaurante. Comió como un pollito. Aunque no era muy dada a las confidencias, parecía impresionada por la manera como Luis se había apropiado de sus bienes llevándola a una notaría con el pretexto de firmarle un poder y luego, cuando menos lo pensaba, sacando de una carpeta, a la manera de un ilusionista, otros documentos que le daban a él la propiedad de todo lo que tenían en común. Gaby le contó que hasta el notario había hecho un gesto de sorpresa y que ella había reído, quizás en un momento de histeria pasajera, tan escandaloso le pareció el comportamiento de Luis. Pero un instante después lo excusaba explicándole a él, Raúl, que Luis necesitaba sentirse protegido por la falta de seguridad que había padecido en su infancia. Gaby parecía a punto de echarse a llorar. Se secó los ojos con los dedos y luego se puso unos espejuelos oscuros que a duras penas ocultaban su expresión desolada. Le hizo prometer que volverían a verse y así pudo seguir paso a paso las etapas de su desesperación. Pese a los buenos momentos que había pasado con su esposa, Carmen, durante los primeros años de su matrimonio, él no creía que la liberación sexual hiciera felices a las mujeres: tenían necesidad de ser amadas y el egoísmo de los juegos eróticos excluía la ternura, ese cariño indispensable para afrontar día tras día los sinsabores de la existencia. Carmen se había mostrado ejemplar cuando él tuvo aquel ataque cardíaco. Pasó una semana sin dormir velándolo en la clínica y después aceptó que sus relaciones conyugales desaparecieran. Su médico había sido categórico: ni sexo, ni alcohol, ni trabajo. Debía eliminar todo cuanto fuera fuente de angustia o de excitación. Ya llevaba cuatro años siguiendo aquel régimen y colocando su dinero en inversiones seguras que les dieran una buena renta a Carmen y a su hija Olga si otra crisis se lo llevaba de este mundo.
Su hija le daba quehacer con sus problemas de adolescencia prolongada. Estaba en plena rebelión contra su madre, que no toleraba sus maneras desenvueltas ni la rabia que sentía por ellos. Él había comprado aquel apartamento de la rue de l’Ancienne-Comédie para que tuviera donde alojarse si decidía al fin venir a estudiar en París. Le habría gustado que Olga fuera tan culta como Gaby, quien había estudiado historia y podía seguir cualquier conversación. Porque dijeran lo que dijeran Gaby tenía una gran inteligencia y solo le faltaba madurez sicológica, esa capacidad de entrar en uno mismo y preguntarse la razón de ser de sus sentimientos. Él la había adquirido después de su crisis cardíaca, pero quizás resultaba imposible pedírsela a una mujer de treinta años que se dejaba arrastrar por los vaivenes de la vida: hacía tres meses lloraba en Bogotá y hoy sonreía con una radiante ingenuidad, sin imaginar los problemas que la aguardaban ni comprender que sus relaciones con Luis no serían nunca más como antes.
Luis estaba contento. El pastís, los vinos y el ambarino coñac que ahora saboreaba habían disipado sus aprensiones. Rodeado de sus amigos recuperaba la confianza en sí mismo y sentía que la separación de Gaby solo había sido una pesadilla, algo que no tenía ni cuerpo ni forma y que a duras penas podía nombrar. Le parecía mentira haber sufrido tanto. De vez en cuando le venía a la mente el recuerdo del día en que Gaby le anunció su deseo de acostarse con otro hombre y un viento de pánico le recorría el alma. Sentía los latidos de su corazón, una repentina punzada en las sienes y el deseo insensato de que Gaby se muriera. Se habría angustiado menos si, en lugar de abandonarlo, Gaby se hubiera muerto. Su deceso habría suscitado la compasión de sus amigos y no esas miradas huidizas que creía advertir en todo el mundo cuando iba a su oficina y bajaba la avenida Olaya Herrera. Hasta su secretaria, le parecía, evitaba sus ojos. Gaby lo acusaba de haber creado el escándalo volviendo del dominio público su aventura amorosa, pero en una ciudad como Barranquilla tarde o temprano se habría sabido y de todos modos él habría pasado por un cabrón. Una cosa era hablar de la libertad de la pareja y otra ponerla en práctica.
Pero lo que más le dolía era la indiferencia de Gaby ante su dolor. La muchacha candorosa que él había conocido en el Country Club, la esposa enamorada que había vendido una parte de su herencia para permitirle comprar una agencia de seguros había de repente exigido ferozmente su independencia y el derecho de vivir a fondo su sexualidad. Él estaba tan aterrado que a duras penas podía creerlo. Ni siquiera comprendía lo que eso quería decir. Jamás se había preguntado si Gaby sentía algo cuando hacían el amor y hasta le habría chocado que sintiera algo; tan indecente se le antojaba el tema. Gaby le parecía una ninfa inmaculada, ajena a las bajezas del mundo y a los deseos que supuraban del cuerpo de los hombres. Pero había leído a Marcuse, había descubierto las teorías de Reich y un buen día se sintió privada de una parte de sí misma, amputada, le había dicho sin tener en cuenta la pena que le causaba. Sí, habría preferido verla muerta. Al menos eso sintió desde el momento en que ella le anunció sus intenciones y hasta cuando se fue a Bogotá. Durante ese mes había discutido con ella día y noche intentando convencerla de que abandonara a su amante e hiciera borrón y cuenta nueva, pero el otro ejercía sobre ella un chantaje hablándole de su infancia miserable en un barrio pobre de la ciudad y de los fracasos de su vida. Gaby le tenía lástima y evitaba herirlo. Tampoco a él, Luis, quería hacerlo sufrir. Era como un san bernardo colocado entre dos hombres en peligro, sin saber a cuál de los dos salvaría. A él le enfurecía que su dolor tuviera un rival y que Gaby aceptara compararlo con el del otro como si siete años de matrimonio no pesaran mayor cosa en la balanza. Eso le parecía imperdonable. Había sentido lo mismo cuando su abuela dejó de subir al bus que lo llevaba al colegio. Nadie se tomó el trabajo de decirle que había muerto y durante meses creyó que lo había olvidado. Y treinta años después habían vuelto los sentimientos de duda, esa impresión de soledad que había tenido a lo largo de su vida y que solo desapareció cuando se casó con Gaby.
Desde su llegada al apartamento de la rue de l’Ancienne-Comédie, Florence había tratado de saber quién, entre los latinoamericanos allí presentes, era Gaby, la mujer que había cometido el mismo error que ella hizo en su juventud, revelarle a su esposo que tenía un amante. Claro que su caso fue más dramático porque estaba embarazada y su marido, un piloto de Air France, la botó a la calle sin contemplaciones. Por entonces ignoraba si su madre estaba viva o muerta y no tenía quien la ayudara. Esa sensación de desamparo la había conocido desde muy niña, cuando, en Casablanca, su padre la metió en un automóvil para llevarla a Argel a escondidas y separarla definitivamente de su madre, que quería divorciarse de él y casarse con otro hombre. Así empezó la ronda de criadas que se ocupaban de ella y que su padre despedía justo cuando empezaba a quererlas. Para distraerla, su padre no encontraba nada mejor que pasarle películas de horror porque en el fondo le gustaba aterrarla. Fue con un sentimiento de liberación como se casó a los diecisiete años con el piloto de Air France y se vino a vivir a París escapando para siempre de la perversión de su padre, a quien nunca más había vuelto a ver. Y habría llevado una vida feliz si tres años después no hubiera conocido a López, el arquitecto colombiano discípulo de Le Corbusier, que la sedujo en una fiesta sin decirle que estaba casado. Para ella fue la gran pasión y no tomó precauciones de ninguna clase. Cuando le anunció el embarazo, López se limitó a besarla en la frente y a decirle que la quería. Convencida de que iría a vivir con él, le contó la verdad a su marido, que no vaciló un instante en botarla del apartamento impidiéndole sacar sus vestidos. Con lo que tenía puesto y cinco billetes de metro fue a buscar a López para descubrir que ese mismo día había partido para Colombia con su esposa y su hijo. Andrés, cuyo padre era por entonces embajador en la Unesco, le dio la noticia: parecía sinceramente conmovido y le ofreció una cantidad de dinero que ella no quiso aceptar por orgullo. Durante días erró por las calles de París, sin comer, durmiendo como los vagabundos en el metro o debajo de un puente. Todos los amigos que había conocido de casada le cerraron la puerta. El sexto día, y por simple casualidad, conoció a una amiga de su madre, que le dio alojamiento y dinero para abortar. Estuvo a punto de morirse y luego agarró una infección tan terrible que la dejó estéril.
Pero había encontrado a su madre y tenía al fin un hogar. Desde entonces su madre y su hermana nacida del segundo matrimonio se pusieron a buscarle un marido, un hombre que fuera divorciado o viudo, pero en todo caso con hijos para que no le diera importancia a su esterilidad. Finalmente encontraron a Pierre, uno de los ejecutivos mejor pagados de Francia, cuya mujer había cometido la misma imprudencia que ella, abandonar a su familia creyendo que su millonario cubano dejaría la suya para desposarla. Pierre tenía necesidad de una mujer que se ocupara de la casa y recibiera a sus amigos, lo único que ella sabía hacer a la perfección, pues durante los dos años vividos junto a su madre había aprendido los secretos de la vida de mundo. Pero llevar a Pierre al matrimonio había sido una verdadera proeza, tan desconfiado lo volvió la historia del cubano, y su abogado y el de su madre discutieron tres meses antes de llegar a un acuerdo: a la muerte de Pierre ella recibiría la mitad de sus bienes siempre y cuando no le fuera nunca infiel. Y a pesar de eso había estado saliendo con López las últimas semanas aprovechando un viaje de Pierre al extranjero. López había obtenido su número de teléfono a través de Andrés, a quien ella veía cada vez que venía a París, y había tenido el coraje de llamarla a su casa para invitarla a tomar un té en el Crillon. Oír su voz y sentir una llamarada en su intimidad fue solo uno. Se bañó temblando de emoción y se precipitó a Carita, donde la maquillaron y peinaron sacando el mejor partido de su belleza. Cuando entró en el Crillon vestida con su mejor sastre y sus zapatos de piel de cocodrilo vio un resplandor de admiración en los ojos de los empleados. López la esperaba de pie junto a la recepción. Era el mismo: tenía el pelo alborotado y la mirada intensa del hombre que conoce bien a las mujeres. A guisa de saludo le besó la mano y ella creyó por un momento que las piernas dejaban de sostenerla. No se alojaba en el Crillon, sino en una buhardilla de Saint-Michel y allí la llevó sin siquiera haber tomado una taza de té. Se amaron hasta el cansancio, en silencio y con violencia. Ella descubría de nuevo la maravilla de tener un cuerpo y de sentirlo vivo. Le parecía recuperar su juventud y estar dispuesta para cualquier aventura. Por su cara cubierta de sudor corrían lágrimas de gratitud. Todo lo que había reprimido durante esos años de matrimonio volaba en pedazos. Se le antojaban mezquinos sus esfuerzos para hacer ahorros con la plata que Pierre le daba semanalmente y que había guardado en un banco, mediocre su orgullo de anfitriona, despreciable su afán de limpiar el apartamento hasta dejarlo brillante como una copa de cristal.
López tenía otros valores. Así lo comprobó cuando fueron a comer mariscos a medianoche y le dejó a ella pagar la cuenta. Durante quince días cenaron en los mejores restaurantes de París y él no gastó un centavo. La misma obstinación con la que había ahorrado franco tras franco la utilizó para darle regalos a López. Él no le pedía nada, pero ella no resistía la tentación de comprarle los objetos que lo dejaban embobado frente a las vitrinas: camisas, corbatas de seda, lapiceros, una cámara fotográfica y finalmente un juego de maletas Vuitton para que pudiera guardar los regalos. Al cabo de dos semanas no hacían el amor y el tiempo se les iba visitando almacenes. Aunque no le quedaba ya un centavo en su cuenta bancaria, se sintió muy orgullosa el día en que López metió en un saco de papel los miserables atavíos que había traído de Bogotá y los botó a la basura. López ganaba poco dinero porque nadie se atrevía a realizar sus osados proyectos arquitectónicos, pero le había dicho: «Envejeceremos juntos en Mallorca» y ella se había sentido tan conmovida como si le hubiera propuesto matrimonio. No tendría necesidad del dinero de Pierre y podría mandarlo al diablo cuando, dentro de unos años, López viniera a buscarla. Mientras tanto debía frecuentar a sus amigos, esos latinoamericanos reunidos ahora en un apartamento de la rue de l’Ancienne-Comédie.
Desde la llegada de Florence todo el mundo se puso a hablar en francés por cortesía y ella, Gaby, no entendía ni una palabra de la conversación. Así aislada podía recordar sus últimos meses en Colombia cuando el cuerpo le ardía de pasión en medio de remordimientos que le carcomían el alma. Eduardo, su última aventura, había sido un amante maravilloso y si no hubiera querido tanto a Luis se habría casado con él. Había un problema: Eduardo deseaba una familia y ella no buscaba vivir como una esposa rodeada de hijos. No quería ser la mujer de nadie ni tenía miedo de las zozobras inherentes a la libertad. Estaba dispuesta a pagar el precio de la independencia así le tocara trabajar como aya o como sirvienta. Lo importante era que le quedara un tiempo para la fotografía y pudiera dejar un testimonio del mundo en el cual vivía. Quería inmovilizar lo pasajero y darle consistencia a lo efímero. Había sentido muchas veces una tristeza infinita ante una imagen que veía un momento sabiendo que estaba condenada a desaparecer. Fijarla gracias a una cámara fotográfica era impedirle caer en el olvido, rescatarla de ese abismo sin fondo en el cual se perdían los recuerdos humanos.
De niña, contemplar los daguerrotipos de sus mayores la invadía de nostalgia. ¿Era su bisabuela esa jovencita encantadora con un vestido de encaje y una cinta alrededor de los bucles de sus cabellos? Y mucho después, en un medallón de oro, aparecían sus dos hijos ya adultos. Y treinta años más tarde, en una fotografía que Virginia guardaba como un tesoro, el retrato de su tío Eduardo, el donjuán, el cosmopolita que había viajado por el mundo entero seduciendo a las mujeres y escribiendo el diario de sus aventuras amorosas. Tres generaciones que por la magia de la fotografía se reunían borrando los límites del tiempo y permitiéndole a ella entrar en el pasado.
Sus ojos habían visto muchas cosas que su memoria olvidaba, ciertos atardeceres frente al mar, ciertos rostros de viejos pescadores cuyas miradas expresaban una infinita sabiduría. Ahora mismo le habría gustado fotografiar al grupo de amigos reunidos en aquella sala fijando una escena que nunca más se volvería a producir. Las paredes estaban recién pintadas y desnudas. Aparte de los vasos y ceniceros y de la botella de coñac no había más nada sobre la mesa, pero la atmósfera era cálida y dentro de una hora cada quien se iría por su lado olvidando aquel momento que ella recordaría para siempre.
Toda su vida le había sorprendido la ligereza de las personas que vivían el presente sin importarles que pudiera convertirse en pasado. Ella tenía un álbum en la cabeza que cada noche hojeaba antes de dormirse. Se acordaba de las tardes que había pasado con Isabel y Virginia en Puerto Colombia, cuando su padre las llevaba a bañarse en el mar. Entonces su padre era joven, al menos no tenía la expresión abatida de sus últimos años, resignado a soportar las injurias de su madre, que lo odiaba, y disminuido por ese enfisema que lo llevó a la tumba.
Su padre jamás le habló de su enfermedad. Una vez lo había sorprendido parado en el sardinel, respirando difícilmente, apoyando la mano en la paredilla con un resplandor de pánico en sus ojos habitualmente serenos. Quizás en ese instante había comprendido cuán cerca estaba de la muerte y ella, en lugar de deslizarse en su corazón haciéndole sentir que compartía su miedo, había fingido no darse cuenta de su desesperación y le hizo una pregunta banal que él, por pudor, respondió en el mismo tono desenfadado.
Desde entonces no podía desprenderse de un vago sentimiento de culpabilidad. Le parecía que había etapas en el dolor humano a partir de las cuales los hombres se hallaban completamente solos, sin que nadie intentara ayudarlos a cargar su cruz. Y eso se llamaba egoísmo. La gente se parapetaba detrás de frases y actitudes convencionales para preservar su tranquilidad y abstenerse de auxiliar a los otros en su sufrimiento. En parte por eso, para compensar su falta de solidaridad con su padre, había intentado darle a Luis todo cuanto podía querer, acallando sus propios deseos hasta sentirlo capaz de salir adelante por su cuenta. La reacción de Luis cuando ella le anunció su decisión de tener una aventura amorosa la dejó alelada. Luis la consideraba como su propiedad. A través de sus palabras buceó en su mente en busca de un sentimiento de amor, pero solo encontró vanidad pueril y un impulso de destrucción dirigido contra ella. De nada habían servido su paciencia y su ternura durante todos esos años de matrimonio. Como él mismo se lo dijo, prefería verla muerta. ¿Lo pensaba realmente? Sí, su muerte le habría permitido sentirse menos desdichado, poniendo a salvo su amor propio. En ningún momento había pensado en ella, en ese cuerpo que al cabo del tiempo se negaba a seguir siendo utilizado. Cada vez que Luis le hacía el amor se sentía humillada en lo más profundo de su intimidad, como si una parte de sí misma fuera rechazada con un secreto asco, condenada al exilio de los leprosos. Luis pensaba que la lectura de Marcuse y de Reich la había inducido a rebelarse, cuando esos autores no habían hecho más que permitirle formular una impresión que había sentido la primera noche de su matrimonio. Había creído entonces que todos los hombres se comportaban de manera análoga y en cierta forma se resignó acallando mal que bien las exigencias de su cuerpo. Pero cuando Virginia le prestó el diario de su tío Eduardo y, casi enseguida, conoció el placer en brazos de otro hombre descubrió que ella no era frígida, como lo había pensado durante años, pero que su deseo se despertaba lentamente y exigía una cierta actitud mental de parte del compañero, justamente la intención de darle placer. Solo así lograba liberarse de sus inhibiciones y palpitar al ritmo de la pasión recuperando la totalidad de su ser. Contra todo lo que le habían enseñado de niña, la voluptuosidad podía volverse una sensación casi metafísica, algo que en un ínfimo instante le permitía reconocerse y definirse de manera absoluta. ¿Cómo conciliar ese descubrimiento con el amor que sentía por Luis? Pues lo quería y sin él era desgraciada. Entre la emoción y el afecto había elegido el segundo y nunca más tendría relaciones con otro hombre aún si se quedaba en París para ejercer su oficio de fotógrafa.
Un poco mareada por el coñac, Virginia puso su copa sobre la mesa y decidió que dejaría de beber. Lina, una prima lejana que la había iniciado en el comercio del arte, le había enseñado también a comportarse en sociedad. Al llegar a París ignoraba las reglas del mundo en el cual le iba a tocar abrirse paso, un mundo en buena parte nocturno, donde el comienzo y el final de los negocios se trataban en un bar de lujo o a la mesa de un restaurante de moda con licores que era necesario beber sin jamás emborracharse. Conservar la mente lúcida era la divisa de Lina y ella la seguía al pie de la letra. Raúl y Gaby no habían bebido ni una copa y Luis parecía ebrio. Hablaba mucho, como de costumbre, contando historias divertidas sin darle tiempo a los otros de expresar sus opiniones. Acaparar la palabra formaba parte de sus defectos o era quizás la prolongación de una antigua manera de vencer su timidez. En todo caso resultaba imposible discutir con él y la conversación, al principio animada, se había convertido en un monólogo. Muchas veces había visto a Gaby como ahora, abrumada por esa falta de cortesía. Debía haber en el mundo dos o tres personas cuyas ideas interesaban a Luis, pero ella, Virginia, no las conocía. Solo una vez le había visto prestar atención al relato de un etnólogo, su excondiscípulo de ciencias políticas, que había llegado directamente de la selva amazónica a su casa de Barranquilla, todavía barbudo, feliz de haber encontrado una tribu de hombres tan primitivos que ni siquiera sabían utilizar el cuenco de la mano para llevarse el agua del río a la boca y bebían como los animales. Pero esos mismos hombres habían llorado de emoción cuando el etnólogo les hizo escuchar la grabación de un concierto de Mozart. Si para despertar el interés de Luis era necesario ir al fin del mundo y entrar en contacto con salvajes, Gaby estaba condenada a callarse el resto de su vida. En realidad todos los actos de Luis tendían a disminuirla, negarle el placer, alejarla de la fotografía, criticarla por comer, impedirle hablar, como si en el fondo intentara anularla y de cierto modo destruirla. Con ella e Isabel, Gaby era otra. Por lo pronto recuperaba su sentido del humor abandonando esa vaga tristeza a la cual la confinaba el comportamiento de Luis. Les hablaba de libros, de películas y de arte con verdadero entusiasmo. Su espíritu crítico solo se embotaba cuando se trataba de discutir sobre su situación. Entonces parecía perder su facultad de razonar y hablaba de su amor por Luis utilizando términos que ella e Isabel conocían de memoria. ¿Qué iba a hacer ahora que las cosas habían cambiado?
—Gaby —le dijo en voz alta—, ¿cuáles son tus planes?
—Quedarme en París —le contestó Gaby sin vacilar.
Hubo un silencio atónito. Luis se puso muy pálido y Virginia se quedó sin habla.