Recorrer los largos corredores del metro y subir el último tramo de la escalera que conducía a la place de la République dejaban a Gaby exhausta. Haciendo un gran esfuerzo caminaba hasta un café y pedía un agua mineral que no tomaba porque debía estar en ayunas para los exámenes de sangre. Luego, difícilmente, caminaba por las calles parándose delante de cada vitrina a fin de recuperar un poco de fuerza, atravesaba un puente luchando contra el viento helado que le fustigaba la ruana y la hacía estremecerse de frío, dejaba atrás otras calles y por último llegaba al hospital Saint-Louis. Era un edificio viejo, de paredes altas y piezas mal iluminadas. En el salón de espera se amontonaban personas afligidas, de pelo ralo y caras desfiguradas por alguna enfermedad. A veces el mal les carcomía la nariz, a veces la boca, dejando las encías al aire, en todo caso parecían máscaras destinadas a provocar miedo.
También el aspecto de ella, Gaby, producía inquietud: bastaba con que tomara asiento en el metro para que las personas sentadas a su lado o frente a ella cambiaran de puesto o prefirieran continuar el viaje de pie. Hubiera querido ser invisible: creía que su enfermedad seguiría avanzando hasta hacerla parecerse a los infelices que estaban en el salón de espera. Para no verlos, aguardaba su turno instalada en una silla que sacaba al corredor. Las enfermeras la miraban con curiosidad, pero no le hacían reproches. Sabían ya que era la protegida del doctor Labeux y algunas le habían tomado afecto. Las primeras visitas al hospital habían aumentado su angustia. El doctor Labeux, un hombre muy bello, con ojos dorados y cuya cara parecía la de un busto romano, no quiso decirle el nombre de su enfermedad. En la segunda entrevista le comentó a su ayudante que se trataba de algo relacionado con el colágeno y que la mayoría de los enfermos se morían porque no seguían al pie de la letra sus instrucciones abandonando el tratamiento de cortisona apenas empezaban a sentirse mejor. Cuando ella le mostró el resultado del examen de la garganta que le había ordenado hacerse el médico amigo de Florence, el doctor Labeux le devolvió la hoja sin leerla y lanzó un escupitajo al lavamanos de su despacho. «Ahí», le dijo, «están todos los microbios de la garganta, los suyos y los míos».
Sin embargo la fiebre no cedía; más aún, se agravaba. A las seis de la tarde ella podía tomarse todavía la temperatura, pero cuando el termómetro marcaba cuarenta y un grados y la calentura seguía aumentando, perdía el control de sus movimientos. Muchas veces derramaba el vaso de agua que había colocado al atardecer en la mesa de noche y, desesperada por la sed, sollozaba viendo correr el agua sobre las maderas del piso. Aunque la fiebre la embrutecía hasta el punto de causarle alucinaciones, no lograba dormir.
Esperaba todas las madrugadas la llegada de Luis a fin de tener un contacto humano, escapando de ese mundo de difuntos en el cual se sentía encerrada. Pero Luis vivía una gran pasión con una mujer cuya identidad no quería revelarle, limitándose a describirla como una argentina abandonada por su marido. Debía quererla mucho porque, a veces, al entrar en el cuarto donde ella creía estar agonizando, le preguntaba entre indignado y adolorido: «¿No te has muerto todavía?». Y le ocurría echarse a llorar apiadado de sí mismo porque ella estaba aún en vida. Lo consolaba acariciándole la cabeza con sus dedos inflamados, sin saber cómo disculparse por ser un obstáculo para él. Con los fragmentos de frases que Luis dejaba escapar, había reconstituido la trama de sus relaciones amorosas. Luis estaba enamorado de Olga y el día que supo que Olga tenía un amante, fue a casa de todas las mujeres que conocía hasta encontrar una que quiso acostarse con él.
Ella, Gaby, sabía en el fondo de sí misma que era la responsable de todo eso. La víspera de lo ocurrido, Luis la había llevado a ver una película de Losey, Accidente. A la salida del cine, Luis le comentó que no lograba comprender lo que Losey había querido decir al poner al final de la película el ruido del accidente de automóvil, cuando el actor principal entra en su casa con su mujer y sus hijos, después de haber dejado partir a la estudiante de la cual estaba enamorado. Ella vaciló un segundo, luego, un poco para ponerlo a prueba, le dio su versión: el ruido se oía al final porque Losey quería explicar que era justamente cuando el personaje aceptaba su vida de pequeño profesor burgués que el accidente ocurría. Luis la miró con aire despistado mientras ella se decía: «Ahora me será infiel».
En realidad quería que Luis tuviera relaciones con otra mujer para llevarlo a minimizar las aventuras extraconyugales, pero nunca había imaginado lo mucho que la haría sufrir su infidelidad, quizás porque venía acompañada de una feroz ausencia de piedad hacia ella. A Luis le importaba un comino verla morirse poco a poco, afiebrada y sin fuerzas, perdiendo el cabello, con aquella máscara de manchas marrones en la cara. Y eso le producía a ella un gran dolor. Ahora conocía todos los matices de la tristeza. A veces, caminando por la calle, no podía controlarse y estallaba en sollozos. Le ocurrían encuentros extraños: un día, regresando del hospital, una mujer de cierta edad, todavía bonita y envuelta en un amplio abrigo de visón, se acercó a ella y en un idioma probablemente eslavo le acarició la cara murmurando frases afectuosas por el tono de la voz; en otra ocasión, una anciana hizo sobre ella la cruz ortodoxa con los dedos unidos. Se había hecho amiga de Alfred, un vagabundo que frecuentaba la estación de metro République y tenía los modales de un caballero. La primera mañana que se vieron, Alfred le pidió un cigarrillo. Ella le tendió su paquete de Camel y al cabo de un rato de conversación ambos descubrieron con asombro que salían del mismo medio social.
Alfred, antiguo ejecutivo belga, estaba tan aburrido de la burguesía, de su familia y de su mujer que un día había desaparecido para convertirse en uno de los vagabundos de París. Aunque era alcohólico, bebía con decoro y conservaba un aire de dignidad. Al segundo encuentro había comprado un paquete de Camel y fue él quien le ofreció un cigarrillo. Conmovida, sintió que las lágrimas le rodaban por las mejillas: al fin alguien se interesaba en ella. Le refirió a Alfred los pormenores de su vida y a medida que hablaba, las cosas parecían ordenarse en su mente. Alfred intervenía para sacar conclusiones que la ayudaban a aclarar lo que pasaba. Así, por ejemplo, le había dicho una vez: «Usted se halla perdida en una relación de fuerza» y ella comprendió en el acto que Luis no se habría atrevido a comportarse así con ella en Barranquilla, donde tenía amigos y podía contar con su familia. Otra vez Alfred le preguntó a boca de jarro: «¿Por qué siempre se enamora de hombres débiles?». La respuesta se impuso por sí sola y se oyó a sí misma decir: «Porque mi padre me parecía débil».
Alfred era para ella como un salvavidas en un mar de desesperación. Iba al hospital dos veces por semana y cuando, rendida de cansancio, lograba arrastrarse hasta el corredor que le correspondía en la estación République la llenaba de alegría verlo sentado en un banco, esperándola. Todos los amigos de Alfred lo creían muerto y él prefería que las cosas continuaran así, pero, un día, al descubrir unos tumores en la cara de ella, le dio el nombre y la dirección de una dermatóloga prometiéndole que él mismo la llamaría por teléfono para que la recibiera a su nombre. De ese modo ella entró en contacto con la persona que jugaría un papel decisivo en el transcurso de su enfermedad.
La doctora Beirstein, de origen judío, se había refugiado con sus padres en Norteamérica antes de la Segunda Guerra Mundial, donde estudió Medicina especializándose en enfermedades de la piel. Al regresar a París abrió su consultorio en la rue du Faubourg Saint-Honoré, muy cerca de la place des Ternes. Era una mujercita decidida, con la energía de quienes saben lo que quieren. Quedó espantada al conocer la situación de Gaby. Le quitó con un bisturí los tumores más grandes de la cara y, al día siguiente se tomó el trabajo de irla a buscar en su automóvil para llevarla al hospital. Delante de un doctor Labeux alelado sacó la hoja del examen de la garganta y, en vez de escupir en el lavamanos, el doctor Labeux le hizo una prescripción de antibióticos y somníferos. Enseguida la doctora Beirstein la acompañó a una farmacia y ella misma le pagó los remedios. Luego le compró en un almacén medias, guantes y jerseys de lana. Ella, Gaby, no sabía cómo manifestarle su agradecimiento y hasta le parecía inadecuado darle simplemente las gracias. Como Luciani y Felipe, como Labeux y Alfred, la doctora Beirstein consideraba normal ayudar a la gente. Sentadas a la mesa de un café, hablaron del extraño destino de Alfred, cuyo verdadero nombre la doctora no quiso revelar: «Fue la alegría de mi vejez», le dijo a ella, «créame, una mujer nunca olvida ni su primer ni su último amor».
Quince días después, gracias a los antibióticos y los somníferos, empezó a sentirse mejor: se le fue la fiebre y al menos podía dormir olvidando las angustias de las noches en vela. Le quedaba por resolver el problema del abrigo y Alfred aceptó la sugerencia de Felipe haciendo un plan de batalla. Irían temprano, cada uno por su lado, a uno de los grandes almacenes del boulevard Haussmann; juntos entrarían en el departamento de los abrigos y mientras Alfred atraía la atención de las vendedoras ella se robaba el que hubiera elegido.
Se dieron cita al día siguiente. Cuando ella entró en el almacén y vio a Alfred con sus atavíos de vagabundo creyó que el proyecto se iría al agua. Subió en el ascensor mientras Alfred lo hacía por las escaleras, entró en el departamento de abrigos y encontró una larga chaqueta de cuero forrada con piel: se la puso fingiendo probarla y cuando Alfred apareció captando las indignadas miradas de las vendedoras, dio media vuelta y regresó al ascensor. El trayecto hasta la salida le pareció infinitamente largo: el corazón le latía de miedo, tenía la boca reseca y las manos heladas entre los guantes.
Ya en la calle estuvo a punto de bailar de alegría: aquella chaqueta la protegía muy bien del frío. Con los antibióticos y el abrigo, el círculo de la maldición se había resquebrajado. Esa misma tarde fue a la escuela de idiomas Berlitz y presentó su candidatura para trabajar a medio tiempo como profesora de español. Era un trabajo agotador porque le tocaba desplazarse a los varios centros de la escuela, pero al menos ganaba lo indispensable: podía devolverle su préstamo a Luciani y llevarle una rosa a la doctora Beirstein cuando iba a verla para que le sacara los pequeños tumores de la cara; también le compraba botellas de vino a Alfred. Un día el doctor Labeux le pidió el número de teléfono de Luis en su trabajo: quería conocer los estragos que la enfermedad había provocado en su cuerpo, especialmente en los pulmones y el corazón, pero esos exámenes no podían realizarse en su propio servicio y alguien debía pagarlos. La llamada del doctor Labeux suscitó en Luis una crisis de cólera. Sin embargo, el miedo a ser desenmascarado lo llevó al hospital Saint-Louis, donde el doctor Labeux le explicó que ella estaba gravemente enferma y tenía necesidad de dinero para pasar a otros servicios. Luis terminó por darle a ella trescientos francos acusándola a gritos de quererle hacer perder su trabajo proyectando una imagen de marido desalmado.
Al poco tiempo, Florence, que seguía estudiando guitarra y cantaba varias estrofas de La cucaracha, le propuso acompañarla al hospital. Fueron juntas al consultorio del doctor Labeux y Florence comprobó que ella no tenía una enfermedad mental, como Luis se lo había hecho creer a sus amigos, especialmente a Raúl Pérez, quien había encargado a Florence descubrir si la versión de Luis correspondía o no a la realidad. A ella, Gaby, le dio mucha tristeza saber que Luis propagaba esos rumores pese a haber conversado con el doctor Labeux, pero la maniobra de Florence sirvió al menos para dos cosas: primero, le indicó que había una línea de metro directa desde su casa hasta el hospital; segundo, ofreció hablarle a su amiga Eve con el fin de obtener gratuitamente los remedios que tomaba, fabricados en el laboratorio de su amante. Desde entonces Florence se puso a llevarle cajas de cartón repletas de cortisona y de calcio, potasio y sodio para compensar la falta de sales que acompañaba el tratamiento. Alfred aceptó reunirse con ella en la nueva estación de metro, Colonel Fabien, pero un día cualquiera dejó de venir. La radiografía de los pulmones reveló unas manchas blancas que desaparecieron al cabo de unos meses.
Aquel servicio estaba mal organizado. Los enfermos hacían cola de pie y podían esperar su turno una hora. En ayunas, ella tenía la impresión de que iba a caerse al suelo. En una ocasión, todavía afiebrada, el hombre que estaba detrás de ella, un extranjero, le metió la mano debajo de la ruana y ella solo se dio cuenta de lo que ocurría cuando le oprimió un seno; se salió de la fila y se colocó de última, vejada y furiosa por no haberle dado al hombre una bofetada. Poco después la cortisona empezó a cambiarle, si no el carácter, al menos su manera de reaccionar ante los problemas de la vida. Sentía que la agresividad le corría por la sangre. Había vuelto a visitar a Anne en Saint-Germain y de regreso a su casa se subía en el mismo vagón que tomaban los hombres vestidos con blusones negros: sola entre ellos se ponía a mirarlos fijamente con ganas de que la atacaran para poder romperles la cabeza: al final, eran ellos quienes cambiaban de vagón. Otra vez, en un corredor del metro, un desconocido se le acercó por detrás y le dijo una frase obscena tocándole un hombro: se volteó a mirarlo y el hombre debió advertir un resplandor peligroso en sus ojos porque echó a correr como si lo persiguiera el diablo.
Lo único que ella temía era la muerte. Iba a una librería especializada en obras de medicina y recorría con los ojos los libros que trataban de enfermedades como la suya. Eran demasiado costosos para que pudiera comprarlos, pero en una colección divulgativa encontró un ejemplar dedicado a su enfermedad y empezó a leerlo en un café. Desde las primeras líneas reconoció los síntomas de su dolencia y, cuando llegó al capítulo de las formas graves de su mal, reconoció descubrió con espanto lo que tenía. Las manos le temblaban y por su frente corrían gotas de sudor; con la boca reseca alzó los ojos y vio en la mesa del frente un desconocido que le hacía señas para que fuera a sentarse a su lado; le pareció tan irrisorio que estuvo a punto de estallar en una carcajada histérica. Se acordó de María Piedad, su vecina y madre de su mejor amiga, que había muerto de lo mismo a los cincuenta años. Además el librito trataba a esos enfermos de infelices condenados a la larga a la muerte. Sintió que iba a echarse a gritar de un momento a otro, que si regresaba sola a su apartamento se rompería la cabeza contra las paredes y con el fin de calmarse un poco resolvió entrar en la sala de cine Odéon.
Apenas apareció la primera imagen la pantalla se convirtió para ella en un fondo rojo sobre el cual empezaron a proyectarse los acontecimientos más importantes de su vida. Vio a su padre empujándola en los columpios del Country, enseñándole a nadar en una playa de Puerto Colombia, descubriéndole los secretos del abecedario y su alegría cuando ella pudo alinear su nombre, Gabriela; fueron a celebrar juntos el acontecimiento en la Heladería Americana. Con su padre había aprendido, también, a jugar ajedrez: se mostraba muy contento observándola calcular tres jugadas de antemano. Y luego había su madre, crispada, colérica: le contaba historias terribles al acostarla. Durante años se había dormido sintiendo la almohada humedecida por sus propias lágrimas. Su madre le mostraba una tarjeta postal en la cual aparecía una hermosa mujer agonizante abrazada a una niña, y debajo, en letras góticas, una pregunta: «¿Te acordarás de mí?». Le repetía la historia del hombre cuya amante le pidió, como prueba de amor, el corazón de su madre y que después de arrancárselo echó a correr por la calle, tropezó con una piedra y oyó que el corazón le preguntaba: «¿Te has hecho daño, hijo mío?». Y aquella manera que tenía de aterrarla hablándole de su muerte: se creía aquejada de una enfermedad misteriosa cuyos primeros síntomas aparecerían de un momento a otro; pero, también, el techo podía caerle sobre la cabeza o podía atropellarla un automóvil: en todo caso ella quedaría a merced de una madrastra.
Durante su infancia su madre la había atormentado y más tarde se había convertido en un inquisidor maniático al acecho de los lascivos hombres dispuestos a atentar contra su virtud. Fue con alivio como partió a estudiar a Bogotá. La Historia la fascinaba porque, no obstante la diversidad de interpretaciones que se le diera, estaba constituida de hechos precisos cuya realidad ningún cerebro perturbado podía negar. En el pensamiento riguroso de sus estudios universitarios no había cabida para las elucubraciones de su madre. Veía llegar las vacaciones de diciembre con un inconfesado espanto: allí, en Barranquilla, su madre la esperaba después de nueve meses de rencor, elaborando pensamientos sagaces sobre su supuesta vida libertina. Pero allí, también, estaba su padre, bondadoso y tímido, paladeando con emoción las notas que ella había obtenido en los exámenes. De noche, cuando toda la casa dormía, iba en puntas de pie a su cuarto y se ponían a conversar. Su padre le tendía trampas haciéndole preguntas y comentarios, en apariencia anodinos, para saber si había aprendido correctamente los temas estudiados durante el año. Él sabía en qué momento habían sido elegidos los últimos emperadores romanos y el día y la hora en que habían comenzado las batallas de Lepanto, Borodino o Waterloo. No había pregunta que no supiera responder, pero su erudición solo la mostraba delante de ella, y eso, como si se tratara de un juego. Le parecía inútil escribir libros exponiendo sus teorías, muchas y novedosas, porque creía que la humanidad estaba destinada a perecer y que su paso por el planeta no tenía ninguna importancia: algún día la Tierra no podría suministrar más las materias primas necesarias para la agricultura y la industria y la especie humana se extinguiría. Donde había comienzo, había final, le gustaba repetir.
Pese a estar marcadas por el pesimismo, las conversaciones con su padre la llenaban de felicidad. Veía, ahora, sobre la pantalla, el rápido amanecer que avanzaba con tonos azules empujando las sombras de la noche. Era entonces cuando se separaban para que su madre no se diera cuenta de que habían estado hablando juntos. Se acordaba del deceso de su padre: entró en su cuarto como de costumbre y, en vez de encontrarlo esperándola en su mecedora de mimbre, lo halló muerto en su cama con la expresión aterrada de alguien a quien le falta aire para respirar. Le cerró los ojos y, solo cuando su pobre cadáver pareció descrisparse un poco, dio la alarma. Su madre ni siquiera derramó una lágrima. Más lo sintieron sus tías, las madres de Isabel y Virginia. Ellas la ayudaron a amortajarlo y la acompañaron a su entierro, que atrajo a mucha gente. Ricos y pobres siguieron el cortejo fúnebre, sus amigos y familiares, pero también todos esos hombres y mujeres que él había atendido gratuitamente en el hospital de caridad. Y ahora ella, que era atea, lo invocaba suplicándole con las uñas de los dedos clavadas en las palmas de la mano, que la ayudara a soportar el sufrimiento de saberse condenada a muerte. Todo lo que le pedía era aprender a resistir la angustia manteniendo a salvo su dignidad. Cuando la película terminó, respiró aliviada: tenía sangre en las manos, pero su miedo había desaparecido. Decidió asistir a la reunión que Florence había organizado para sus amigos latinoamericanos aprovechando la ausencia de Pierre, que se había ido de viaje.
La fiesta estaba en pleno apogeo. Desde el ascensor se oía una música de salsa y ruido de risas y conversaciones. Ella, Gaby, se deslizó al baño para limpiarse con un algodón empapado en alcohol la sangre de las manos. Al entrar en el salón observó que Raúl Pérez y su mujer la miraban con inquietud. Se sentó en un gran cojín tratando de adivinar el origen de aquella reticencia. Entonces la vio: una mujer de treinta años vestida como las prostitutas de Pigalle, aunque cada uno de sus atuendos le hubiera costado una fortuna: un vestido de seda rojo que le llegaba hasta el comienzo de los muslos y unas botas de cuero, rojas también; el descote corría entre los senos y solo se cerraba en la cintura. Los oxigenados cabellos dejaban ver las raíces negras y lo mismo ocurría con los vellos del pubis, que mostraba generosamente pues estaba sentada sobre la mesa del comedor con las piernas abiertas de par en par. Aquello era tan escandaloso que la gente evitaba mirarla. Ella se estaba preguntando quién habría traído semejante mamarracho, cuando vio a Luis ofrecerle una copa de champaña. La mujer le pasó un brazo por la espalda mientras Luis le introducía un dedo entre los senos. Rieron ambos a carcajadas, parecían borrachos. Ella, Gaby, no podía creerlo: de modo que ésa era la pobre argentina abandonada por su marido, con un hijito a cuestas, esa, la mujer que sin conocerla suscitaba su compasión. Pese a querer pasar por una persona mundana, Florence se acercó a ella con un aire consternado. «No la conocía», dijo, «Luis la trajo sin pedirme permiso; se llama Malta, como la isla». A ella le parecía el colmo que por esa mujer Luis llorara al amanecer reprochándole el no haberse muerto. Su gran pasión se volvía irrisoria pues era evidente que Malta intentaba excitar a todos los hombres allí presentes. Su rostro excesivamente maquillado, su mirada insinuante y la procacidad de sus gestos lo confirmaban. Hacía pensar en una esclava exhibida en plena subasta: hasta sus joyas resultaban chabacanas como si fuera el rey Midas de la vulgaridad.
Por su parte ella, Florence, estaba indignada. A causa de la presencia de Malta su apartamento tenía el aspecto de un burdel. Al principio los invitados parecían correctos, pero cuando Luis entró con aquella putilla, perdieron toda moderación y empezaron a beber como cosacos. Tirados en el suelo hablaban en voz alta contando chistes cuyo sentido no comprendía. Sin embargo, había captado una frase grosera: «Vamos a beberle su whisky al francés». Ella temía que dejaran caer el contenido de un vaso sobre su hermoso tapiz. Había un cantante de moda rodeado de sus admiradores que vaciaba las botellas con el expreso fin de emborracharse y un guitarrista que ella había llevado a las carreras al baño. Solo había invitado a diez personas, pero cuando corrió la voz de que había una fiesta en su casa, cada quien trajo a sus amigos multiplicando por cinco el número de convidados. Ella se preguntaba qué diría Pierre si entrara de repente y viera aquel desbarajuste: su inmaculado apartamento mancillado por personas vulgares que se expresaban a gritos con la boca llena de picadas. No veía el momento de que se fueran. Entonces limpiaría los ceniceros, lavaría los vasos y pasaría la aspiradora para encontrar de nuevo esa sensación de orden que tanto le gustaba. ¿Sería así su vida con López? Tendrían que llegar a un compromiso: invitar a sus amigos dos veces por semana le parecía suficiente. De todas maneras estarían en un pueblecito de Mallorca, donde la mayoría de los habitantes eran ingleses y no latinoamericanos estruendosos. Exceptuando ocho o nueve de los allí presentes, los otros se le antojaban salidos de una alcantarilla: una española cuyo único mérito consistía en haber sido de joven la amante de un pintor célebre; una libanesa ajamonada que pretendía ser vidente y le había leído las líneas de la mano prediciéndole un montón de infortunios porque seguramente le tenía envidia: perdería, le había dicho, todo cuanto poseía y pasaría el resto de su vida haciendo trabajos insignificantes para subsistir. Esa era la razón por la cual bebía ahora un sólido vaso de ginebra.
Raúl Pérez no lograba calmar su enojo. La amante de Luis, Malta, le habían dicho que se llamaba, se comportaba como si buscara atraer la atención de los automovilistas del Bois de Boulogne. Con el descote hasta el ombligo y las piernas abiertas se parecía a las protagonistas de las películas pornográficas. Al traerla a la fiesta, Luis había abusado de la confianza de todos ellos. Las mujeres así se llevaban a un hotel a escondidas, en lugar de exhibirlas y acariciarlas en público. Luis le había metido la mano a través de la seda de la blusa y le frotaba un pezón con los dedos. Nadie podía separar los ojos de aquel espectáculo. Las conversaciones se habían ido apagando y empezaba a reinar un silencio incómodo.
Sobre el tapiz, rombos y círculos se repetían hasta el infinito. Jaime Peralta intentaba contarlos mientras su esposa Malta se dejaba apelotonar por su nuevo amante. ¿Qué había hecho él para merecer semejante ultraje? Cuando la conoció era una muchachita encantadora entre la nueva cosecha de estudiantes de Literatura que llegaba al quinto año de bachillerato. Como profesor estaba acostumbrado a que una u otra se enamorara de él, pero Malta puso tanto empeño en conquistarlo que al cabo de seis meses se habían casado. Malta era la hija única de uno de los hombres más ricos de La Paz. Su madre había muerto al darla a luz y Malta se convirtió en la niña-esposa de su padre. Lo acompañaba en sus viajes, dormía en su cuarto y a la hora de cenar se sentaba frente a él. Todo cambió cuando su padre se casó de nuevo y Malta se encontró relegada al rango de hija a los quince años. Su matrimonio con él, Jaime Peralta, un mestizo que gracias a los jesuitas había sido arrancado a la miseria hasta volverse profesor de literatura, era una venganza contra su padre.
Para justificar su conducta, Malta decidió que él era un escritor de talento y que solo en París podía escribir. Él mismo se tragó el cuento y dejó su país natal para instalarse en un apartamento de la rue d’Alésia comprado por su suegro. Sentado todos los días frente a la máquina de escribir intentaba recordar episodios que le dieran materia narrativa para una novela. Trataba de copiar el estilo de otros escritores, pero la inspiración no le alcanzaba ni para redactar el primer párrafo de un cuento. Conoció a Neruda y se volvió poeta, es decir, ponía una tras otra en un papel frases sin ninguna trascendencia, que distribuía entre sus relaciones gracias a la fotocopia, del estilo de «Rosa, oscuro abismo de mi memoria, batir de alas sobre la playa, verde espejismo de algas». Por misericordia sus amigos comentaban aquellos lamentables versos diciendo que tenían varias lecturas y no había que quedarse en la superficie. Él, a veces, se tomaba en serio, sobre todo cuando escribía poemas para celebrar la Revolución: «Del monte, como un ángel, surgió el comandante, su espada de fuego liberó a los campesinos oprimidos, su verbo encendido trajo palabras de alivio». Pero no perdía el tiempo: con el dinero enviado por el padre de Malta podían sobreaguar mientras él estudiaba Literatura francesa en una universidad. El medio en el cual vivía le permitía conocer escritores y poetas. Su problema era que cada vez que se conseguía un amigo, Malta terminaba acostándose con él. No comprendía por qué no buscaba sus amantes en otra parte cuando estaba en una de las grandes capitales del mundo y podía elegir a sus enamorados entre miles de hombres. Era como si él le sirviera de filtro.
Había frecuentado a Luis Sotomayor durante meses sin presentárselo y una noche lo invitó a cenar a su apartamento aprovechando que ella se había ido a pasar el fin de semana en Avignon con su última conquista. Pero a medianoche, cuando bebían un coñac, Malta apareció con su maleta declarando que había cometido un error partiendo en compañía de un boludo reaccionario. Ahí mismo se puso a coquetearle a Luis y él prefirió encerrarse en su despacho con el pretexto de estudiar un texto de Choderlos de Laclos. Seducir a Luis le llevó a Malta varios meses, pero, en vez de dejarlo al cabo de un tiempo como hacía con los otros, se había encaprichado de él hasta el punto de exhibir en público su pasión. Una cosa era imaginar a Malta entre los brazos de un extraño, incluso cuando le pedía a él que se fuera a pasar la noche a un hotel para disponer libremente de su apartamento, y otra verla allí, con las piernas entreabiertas y el sexo humedecido por el deseo. A duras penas lograba separar los ojos de su cara lasciva y extasiada como si estuviera al borde de un orgasmo.
Malta se puso de pie para bailar un bolero con Luis. La excitación le recorría cada poro de la piel. El corazón le latía a un ritmo rápido y se sentía lánguida y exigente al mismo tiempo. Luis era tan perfectamente animal que a su lado podía dejarse llevar por la emoción. En él había encontrado el amante ideal. Carecía de sutileza y sus caricias le parecían torpes y breves, pero su fuerte deseo, la pasión que ella le inspiraba reemplazaban su falta de experiencia. Casi por instinto, Luis había adivinado su fantasma más secreto: ser acariciada en público, como ahora, provocando la indignación de la gente. Le gustaba sentir el calor de su piel y su miembro endurecido bajo el pantalón. Entre más se restregaba contra su cuerpo, más el deseo le subía por la sangre y más crispada se volvía la expresión de los espectadores. En el fondo deseaban hacer lo mismo, pero no todo el mundo podía ser Malta y llevarse de cuajo las convenciones sociales. Su padre le había enseñado a reírse de lo que la gente pensara. ¿No habían vivido juntos compartiendo, si no la misma cama, al menos el mismo cuarto? Los miembros de su familia criticaban aquella intimidad, pero a su padre le importaba un comino.
Tampoco le había importado a su padre sacrificarla a ella cuando su nueva esposa se lo exigió. María Clara no la quería ver ni en pintura y hasta quitó sus retratos de las paredes para reemplazarlos por unas miserables acuarelas que compró en Montmartre durante su luna de miel. Botó, además, a su vieja nodriza y a todo el personal de la casa, las sirvientas y jardineros que la habían visto crecer. Finalmente la combatió a ella misma sugiriéndole a su padre que la metiera en un internado de monjas. Fue entonces cuando ella encontró a Jaime y se casó con él. Contenta de alejarla de la casa, María Clara no opuso la menor resistencia y organizó una gran fiesta a la cual asistió la flor y nata de La Paz. ¿Cómo su padre aceptó que su Malta, una quinceañera de buena familia, desposara a un mestizo que le llevaba quince años de edad? Fue la mejor manera de desembarazarse de ella aplacando definitivamente los celos de María Clara.
Desde entonces, casi tres lustros ya, su padre le enviaba cada mes un cheque, pero ella nunca le había escrito. Jaime se encargaba de mandarle una tarjeta de Navidad y otra el día de su cumpleaños. Ella, Malta, sabía que con sus amantes intentaba llenar el vacío de soledad que le había causado el abandono de su padre. Y no le importaba la pena de las otras mujeres porque ella había sufrido hasta creer morirse. Ver a su padre enamorado, saber que María Clara ocupaba su lugar durmiendo en aquella cama a la que ella nunca había tenido acceso a pesar de desearlo con todas sus fuerzas desde niña; cada noche, antes de dormirse, le rogaba a una divinidad, fruto de su imaginación, para que convenciera a su padre que le pidiese acostarse junto a él. Había imaginado más de mil veces el momento y la manera como eso ocurriría, pero nunca previó que otra mujer vendría a interponerse entre ambos hasta cerrarle la puerta de aquel cuarto, sacar de allí su cama y confinarla en una habitación donde debía dormir sola y desdichada por la eternidad. En el fondo le había hecho un favor porque jamás, ni siquiera en estado de incesto, le habría pedido a su padre las caricias que les exigía a sus amantes. Tampoco habría realizado con él su obsesión de hacer el amor delante de la gente o en lugares donde en cualquier momento alguien podía entrar y sorprenderla entre los brazos de un hombre.
El bolero había terminado y Luis y Malta seguían abrazados. Luis no lograba separarse de ese cuerpo que como una ventosa se pegaba al suyo. Para disminuir el escándalo, Florence puso un blues en el tocadiscos. Malta tomó entre sus manos la cabeza de Luis y se puso a chuparle el lóbulo de una oreja. El deseo la enloquecía, la envolvía en vientos de locura. Tenía el cuerpo sudoroso y su sexo, húmedo, se volvía apremiante. Pensó en la cama donde Florence había colocado los abrigos de los invitados. «Vamos al cuarto», le dijo a Luis, y cogidos de la mano salieron del salón.
Un oscuro dolor se había instalado en el pecho de Gaby. Lo sentía cada vez que aspiraba el aire. Su dificultad para respirar le parecía una crisis de asma. Se fue a la cocina para evitar las miradas apiadadas de la gente. Sentada en un banco trató en vano de controlar la respiración. Pasó un cuarto de hora ahogándose mientras sus brazos se tetanizaban y las manos se le torcían para adentro, atiesadas como garras. Tenía la impresión de que las paredes se le acercaban consumiendo el aire de la cocina. Abrió una ventana como pudo y la sensación de sofoco empezó a calmarse. De su cartera sacó un tranquilizante y se lo tomó. Lo que hasta entonces había sido como una pesadilla asociada a noches en vela y a la fiebre se volvía realidad. Luis tenía una amante, Luis iba a dejarla. La crispación que sentía en el pecho aumentó. Se acordaba de Barranquilla en la época en que Luis le afirmaba que siempre la amaría. Entonces era feliz: tenía un trabajo, López le estaba construyendo una casa y su salud la trataba bien. Si no hubiera reivindicado su derecho al placer habría vivido dichosa o al menos tranquila hasta su muerte. Y, sin embargo, aún ahora consideraba intolerable la insatisfacción, ese estado de letargo sexual al cual la condenaba el matrimonio con Luis. La libertad tenía un precio y ella lo estaba pagando, duramente, de la peor manera que habría imaginado, pero después las puertas del mundo se le abrirían de par en par. Haría su exposición y se ganaría la vida como fotógrafa si la enfermedad no la mataba antes. Aún en el tiempo que le quedaba de vida podía comenzar pidiéndole un adelanto a la galerista que se interesaba en su trabajo para comprar los rollos y otros materiales que le faltaban. Uno de sus discípulos de español era periodista y le había ofrecido cubrir un reportaje en el sur de Francia. Solo reaccionando lograría liberarse de la angustia que ahora le desgarraba el corazón.
Así que esa era Gaby, pensó Thérèse viéndola entrar en el salón donde Luis y su querida habían regresado con una expresión triunfante después de haber hecho el amor. Le parecía un pajarito herido, pero debía reconocer que tenía clase y dignidad. En la misma circunstancia ella habría provocado un escándalo abofeteando a Malta y obligando a Luis a regresar a la casa. Gracias a los malos consejos de Luis, había cometido el gran error de su vida. Ocurrió en la primavera del año pasado. Luis acababa de llegar a París y ella tenía dos pretendientes, un médico que le ofrecía seguridad, y Martin, un muchacho de dieciocho años por quien sentía una gran pasión. Había consultado el tarot de todas las maneras posibles y las cartas la incitaban a elegir al médico, pero un día encontró a Luis en la calle y en nombre de la antigua amistad de su juventud se fueron de juerga y se pegaron la gran borrachera. A eso de la madrugada ella le habló de su dilema y, después de escucharla, Luis le dijo: «El amor, Thérèse, eso es lo único que debe contar». Ahí mismo tomó la decisión de partir con Martin a Mónaco, donde le habían ofrecido un trabajo. Pasó seis meses maravillosos, aun si en los últimos días Martin se mostrara un poco distante y como aburrido de sus caricias. Cuando se terminó su contrato en Mónaco regresaron a París y al cabo de una semana Martin le hizo la mala jugada de desaparecer con el pretexto de salir a comprar cigarrillos. Nunca más volvió a verlo y creyó enloquecerse de tristeza. Llamó por teléfono a Luis y se dieron cita en un pequeño restaurante italiano. En lugar de consolarla, Luis pareció indignarse por su pena. «Qué quieres, le dijo, estás vieja y a los viejos nos ocurren esas cosas». De pura rabia, ella le dio un tirón al mantel y cayó al suelo una fuente de espaguetis con salsa de tomate que desparramados así parecían gusanos rojos.
Luis tenía el egoísmo de un tiburón, pero aparte de eso resultaba un tipo formidable: inteligente, divertido, encontraba siempre anécdotas que referir y que contaba bien sacando a luz el aspecto humorístico de las cosas. Era él quien la había invitado esa noche a la fiesta diciéndole que a lo mejor encontraba a un hombre capaz de hacerle olvidar su tristeza por haber perdido a Martin. Pero la historia le había servido de lección. Jamás volvería a enamorarse de muchachos menores que ella. Buscaría a un hombre parecido al médico que había perdido, alguien que tuviera una buena posición social, con trabajo y una jubilación atractiva: casa en el sur de Francia, piscina y poder dorarse al sol el día entero. Ahora echaba las cartas y leía las líneas de la mano para ganarse la vida. Una tía suya le había enseñado a hacerlo. La mayoría de las veces inventaba, pero había momentos en que lograba adivinar el futuro. Así, tres días antes de la muerte de su padre le leyó la mano y descubrió con espanto que la línea de la vida se había desvanecido. Su padre, que creía en esas cosas, le había exigido la verdad y ella le dijo: «En realidad ya estás muerto». Entonces su padre hizo un testamento legándole el pequeño apartamento donde se había instalado desde su regreso de Mónaco. También había examinado esa noche las manos de Florence, su anfitriona, y presintió que muy pronto iba a perder todo cuanto poseía.
Si había alguien que no compadecía a Gaby era Juana. Gaby pertenecía al mismo medio social de la mujer con la que Héctor se había casado apenas sus pinturas empezaron a venderse y los críticos de arte lo consagraron como una celebridad. La dejó embarazada y a ella le tocó acostarse a las carreras con Daniel, un ejecutivo adinerado, para persuadirlo de que el bebé era suyo. Ya por entonces había renunciado a su sueño de convertirse en una gran actriz. Un poeta español la había traído de Zaragoza, la inscribió en unos cursos de arte dramático y en una escuela donde aprendió a hablar el francés sin acento. Se sabía de memoria todos los papeles del repertorio de moda cuando el poeta la abandonó y debió trabajar como sirvienta. Conoció a Héctor y a su lado descubrió el placer del amor, un deseo salvaje que los mantuvo unidos durante años. Él pintaba mientras ella trabajaba para pagar el alquiler del cuartico donde vivían. También le servía de modelo en sus horas libres.
Aunque era de buena familia, Héctor podía ser obsceno y su vulgaridad la desinhibía. Su cola, como él la llamaba, permanecía erguida hasta que ella estallaba en un orgasmo. Lo que más la excitaba era su voz ronca, insinuante, enervada por la pasión. A veces, mientras limpiaba un apartamento, aprovechaba la ausencia de la patrona para llamarlo por teléfono y masturbarse siguiendo sus instrucciones. Habrían debido permanecer juntos hasta el final de sus vidas, pero Héctor tenía un lado calculador y la abandonó cuando una hija de ricos se encaprichó de él. La dejó sin siquiera decirle adiós, dejándole en aquel cuartucho un cuadro suyo con una tarjeta en la que le deseaba mucha suerte. Conservó el cuadro porque intuía que muy pronto Héctor sería famoso, pero con ningún otro hombre logró sentir la misma pasión. Ahora debía recurrir a camioneros. Dejaba su automóvil aparcado en una estación de gasolina y hacía autostop en una carretera hasta dar con un hombre capaz de satisfacer su deseo. Un camionero a la ida, otro al regreso y su sed de placer quedaba aplacada durante una semana.
Malta le hacía pensar en ella misma diez años atrás, decidida a obtener satisfacción a cualquier precio. En principio Gaby era su amiga o al menos Gaby lo creía. Iba a su apartamento todos los sábados por la noche y se replegaba en un rincón, muy seria, mientras sus otros invitados se divertían. Tenía un lado de niña adorable que ha complacido siempre a su mamá y que a ella la sacaba de quicio. No le hacía confidencias, pero bastaba con ver su expresión angustiada para saber que estaba pasando un momento difícil. Una mañana la acompañó al hospital y el doctor Labeux le dijo con una especie de lasitud en la voz que la vida o la muerte de Gaby le importaban un comino a Luis, a quien había visto la víspera. Esa vulnerabilidad de Gaby la hacía a ella superar sus prejuicios invitándola a su casa, a pesar de que su presencia desentonaba en medio de sus amigos izquierdistas.
Pero Gaby no era realmente burguesa: no se preocupaba por el aspecto material de las cosas y ninguna importancia le daba al qué dirán. Lo más curioso era que solo a ella se habría atrevido a hablarle de sus aventuras con los camioneros. Como un gato distinguido Gaby miraría hacia la izquierda, luego hacia la derecha y después de comprobar que su conducta no perjudicaba a nadie le preguntaría con su desconcertante franqueza: «¿Y sientes placer con ellos?». Ni la criticaría, ni la traicionaría contándole a otra persona lo que ella le había revelado. Gaby era como un bloque de granito y resultaba extraño verla vacilar ante el comportamiento de Luis. Ningun arma podía esgrimir contra el feroz egoísmo del deseo sexual: no tenía nada de coqueta ni de calculadora y, si resistía, ignoraba el arte de combatir. Ella también había sido una tonta cuando aquel poeta español la trajo a Francia: sus infidelidades la hacían sufrir y se asfixiaba como un pez boqueando en una playa. Se arrancó la piel y se quedó en carne viva hasta que una corteza impenetrable le cubrió el alma. Fue la Juana atrevida a la que amó Héctor, la misma que supo encontrar una solución adecuada cuando Héctor la dejó. Seguramente que un proceso similar había vivido Malta para ser tan insolente y burlarse de todos ellos.
Entre aquellos latinoamericanos entusiasmados por la música y el trago, Margarita se sentía a gusto. Había llegado a París hacía dos meses y se alojaba en casa de Juana. Tenía el propósito de escribir un libro para reconciliar el marxismo con la democracia. Era necesario anular la teoría de la dictadura del proletariado eliminando a esos burócratas de la nomenclatura que le habían impedido a Boris reunirse con ella en Leningrado cuando viajó a la Unión Soviética como miembro de las juventudes comunistas venezolanas. Lo que vio durante su visita le quitó más de una ilusión. La clase dirigente se comportaba como una élite con sus privilegios y sus principios de burgueses. Pero, de todos modos, los niños iban al colegio y, a pesar de las colas, la gente podía comer. El problema residía en la concepción misma del marxismo con su noción de partido único que impedía el contrapoder. Y quien decía dictadura, decía arbitrariedad e injusticia.
De aquellas ideas suyas quería hablarle a Ochoa, el ideólogo del partido comunista en el exilio, pero solo a través de Gaby podía entrar en contacto con él. Gaby se había granjeado la simpatía de Ochoa y de Luciani quizás porque era pura y creía en la revolución como en los reyes magos. Debían ver en ella un reflejo de lo que ellos mismos habían sido a los treinta años de edad. Por su parte ella no sabía si quererla o detestarla. Gaby le inspiraba sentimientos contradictorios: tenía los modales de una burguesa, pero su corazón palpitaba por el socialismo. A pesar de eso a nadie se le habría ocurrido tratarla de compañera. Su elegancia natural se imponía a través del viejo bluyín y del jersey lavado muchas veces. El marido de Juana estaba encaprichado con ella; se embobaba mirándola toda la noche mientras Juana repartía picadas y vasos de vino. Gaby no le prestaba atención. Permanecía sentada como ahora en un rincón conversando con las pocas personas que se acercaban a hablarle. Nunca mencionaba su enfermedad ni sus problemas amorosos, quizás porque consideraba de mal gusto revelarle su intimidad a la gente.
Luis había intentado llevarla a ella a la cama el día que descubrió que Olga tenía un amante: lo despidió con un par de besos en la mejilla pues no le inspiraba el menor deseo. Y esa misma noche, Luis se acostó por primera vez con Malta. Desde entonces se les veía juntos por todas partes, en los cafés de Saint-Germain, en las salas de cine, en los restaurantes, pero su conducta de ahora era tan exhibicionista que solo podía explicarse como una manera de hacer sufrir a Gaby. Ella no lo condenaba: de estar con Boris habría hecho la misma cosa, amarlo locamente sin pensar en nadie. Ya bastante había sufrido del puritanismo que reinaba en Moscú, en aquella residencia para estudiantes controlada en cada piso por una mujerona agria que miraba de hito en hito los corredores como si esperara ver surgir en ellos al mismo diablo. Le había tocado encontrarse con Boris en el apartamento de un amigo temiendo que los agentes de la KGB abrieran a patadas la puerta en cualquier momento y mandaran a Boris a Siberia por desobediencia a las consignas del Partido, que prohibían el trato de extranjeros. En un convenio cultural con Francia, Boris debía venir a Europa y ella había movido cielo y tierra para que su universidad la mandara a París durante seis meses. Mientras tanto se sentía atraída por Daniel, que tenía el encanto de los hombres maduros y necesitaba demostrar su poder de seducción. Juana no parecía ver en ello el menor inconveniente y hasta hablaba de hacer un viaje por España confiándole a ella el cuidado de su hijo y de Daniel. Gozaba de antemano imaginando las posibilidades eróticas de esa situación.
¿Y quién se ocupaba de Gaby?, se preguntaba Louise viéndola hundida en un cojín. Sola y angustiada, guardaba su pena para ella misma. Seguía encontrándola de vez en cuando en el mismo restaurante del boulevard Raspail, pero nunca le hablaba de sus problemas. Al contrario, era ella, Louise, quien le contaba sus dificultades con José Antonio y la doble vida que le tocaba llevar. La habían nombrado directora de ventas en una editorial y de ese modo podía pagar el alquiler del apartamento donde vivían, aunque el salario de Clementina y la pensión del colegio de sus hijas seguían corriendo por cuenta de su madre. José Antonio había conseguido empleo en una oficina de Derecho Internacional, pero seguía con su idea de regresar a Barranquilla y durante las comidas, el único momento en que la familia se reunía, discutían sobre el tema con aspereza. Pasara lo que pasara, ella no iba a separarse nuevamente de Michel abandonando el amor por las necias convenciones de una ciudad de provincia. Matilde se había adaptado muy bien; solo Clarisa, la menor, apoyaba a José Antonio y se revolvía como una víbora contra ella. La verdad era que Clarisa se parecía mucho a su padre, tanto que a ella le costaba un esfuerzo enorme quererla. Cuando Michel las invitaba a pasear se negaba a acompañarlos. Parecía haber adivinado sus relaciones con él pese al cuidado que ambos ponían en ocultarlas. Quizás había advertido la felicidad que ella sentía cuando Michel venía a visitarlos, esa alegría que la presencia de ningún otro hombre le producía. Michel y ella no se cansaban de verse, corriendo el riesgo de que algún día los descubrieran juntos. Pero nadie, aparte de Gaby, conocía la verdad y Gaby era como un pozo sin fondo. Había renunciado a convencerla de abandonar a José Antonio cuando supo la intransigencia de Clarisa. Gaby tomaba esas cosas muy en serio. Y además, ¿no era cierto que si se separaba de él, José Antonio armaría el gran escándalo tratando de llevarse las niñas a Barranquilla? Quien tenía niños le daba rehenes al marido, había leído alguna vez.
No era el caso de Gaby, que en uno de sus pocos momentos de confidencias, le había asegurado que si la enfermedad no la mataba se separaría de Luis. En el momento actual, con su pobreza y su cansancio, no podía buscar un pequeño apartamento y salir adelante por su cuenta. ¿Qué pensaría ahora viendo la escena que acababa de pasar? Pues parecía evidente que Luis y Malta habían hecho el amor en el cuarto de Florence. Con tal de que Luis no le hubiera manchado de semen el abrigo que su madre le había regalado. Recordó aliviada que había llegado de primera y que su abrigo debía estar bajo muchos otros. Luis y Malta se presentaron una noche a su casa sin advertirla y a ella le había tocado recibirlos sintiendo que de la indignación se le enrojecía la cara. Al quitarse la chaqueta de visón, Malta dio la impresión de estar desnuda. Cada una de sus prendas salía del almacén de un gran costurero, pero mucho trabajo se habría dado para encontrar las más provocadoras, las que envolvían como un papel transparente sus senos y sus caderas. Esa vez llevaba unas botas de mosquetero, color blanco, y lucía joyas de una gran calidad que sobre ella, curiosamente, parecían abalorios. Hizo el mismo juego que esta noche, sentarse en un sofá con las piernas abiertas dejando ver su intimidad. José Antonio, que tanto la molestaba a ella por la estrechez de sus faldas, la encontró fascinante. La secreta antipatía que sentía por Gaby a causa de aquella aventura amorosa que se permitió en Barranquilla, lo indujo a admirar la personalidad de Malta. No se molestó cuando ella lo trató de burgués con desprecio, ella, justamente, que había nacido rica y, aparte de su vida sexual, seguía viviendo en París como una gran burguesa, todo lo contrario de Gaby.
Ella, Louise, le había regalado a Gaby un jersey muy bonito el día que por primera vez pudo salir de su casa y aceptarle una invitación al cine. Antes de la película pasaron un documental sobre la vida de los elefantes; hacia el final, una hembra enferma caía al suelo para morir y los otros elefantes se afanaban a su alrededor tratando de levantarla con sus trompas y hasta fingiendo hacerle el amor con el desesperado propósito de arrancarla de su agonía. En ese momento notó que Gaby sacaba discretamente un pañuelo de papel de su cartera y se secaba las lágrimas. Debía de pensar que incluso los animales compadecían a los enfermos. Al menos los elefantes conocían algo parecido a la caridad, sentimiento del cual Luis estaba enteramente desprovisto. De no ser por aquel médico que la atendía gratuitamente y por Eve y Florence que le daban los remedios, Gaby estaría ahora muerta y enterrada. Pensando en eso se decía que jamás perdería su independencia económica, así debiera pasar ocho horas en el trabajo y dos en el metro.
Sin saber por qué, Luis se sentía secretamente halagado. La obsesión de Malta por hacer el amor a la luz del día le procuraba una extraña excitación. Sin embargo evitaba mirar hacia el rincón donde Gaby se había recogido. De pronto se arrepentía ahora de haberla hecho sufrir y le daba miedo de que siguiera su ejemplo con ese Felipe Altamira que de vez en cuando Luciani llevaba a su casa. Curiosamente, Gaby, enferma e inflamada por la cortisona, no había perdido su poder de atracción. Él tampoco se privaba de acostarse con ella cuando regresaba al apartamento al amanecer. Entre su esposa y su amante descubría las ventajas de la poligamia sin deber asumir las consecuencias económicas de aquel estado. Seducir era la cosa más fácil del mundo pues la mayoría de las mujeres se aburrían con sus maridos y esperaban encontrar al amante de sus sueños. Algunas lo ocultaban, otras, como Malta, lo lanzaban a los cuatro vientos. Por eso él debía tener cuidado y desconfiar de cuanto hombre apareciera en el horizonte. Malta, la amazona, era capaz de serle infiel. Varios posibles amantes daban vueltas a su alrededor, especialmente un peruano que esperaba toda la noche abajo recorriendo la calle a paso largo, al acecho de su partida para subir a verla. A él, Luis, le tocaba aguardar la llegada del marido hacia las cinco de la madrugada, escondido cerca de la puerta para no infligirle a Jaime Peralta la humillación de encontrarlo en su casa a semejante hora de la noche.
Malta elegía explicaciones complicadas a fin de justificar su conducta amorosa. ¿Y si solo quería vengarse del propio Jaime Peralta, no del padre, sino del hombre que había abusado de su desamparo de adolescente para subir en la escala social? Sus amantes eran siempre amigos o conocidos de su marido. Ella misma lo aceptaba y se acordaba con rencor de los primeros años de su matrimonio, cuando Jaime Peralta le hacía el amor sin tener en cuenta las exigencias de su deseo. Ahora dirigía las operaciones como un general, impidiéndole venirse pronto y obligándolo a murmurar las frases que la excitaban hasta conseguir el orgasmo. Él se sentía como envuelto en una ola que se agitaba frenéticamente antes de reventar en una playa. ¿Cómo resistir a ese erotismo? Sus relaciones con Gaby tenían algo de cosa conocida y prevista desde hacía mucho tiempo. Y, sin embargo, no lograba prescindir de ella, quizás porque a su lado vivía el placer de manera menos angustiosa. Si con Malta tenía miedo de fallar, Gaby le resultaba una laguna de aguas tranquilas. ¿Qué pensaría ahora que sabía quién era su amante? A través de sus ojos, Malta aparecía como una vampiresa de mal gusto. Demasiado maquillada, con los cabellos teñidos y aquellas botas rojas, tenía el aire de una prostituta. Mujeres como ella se encontraban por montones en Pigalle. Ni siquiera podía argüir que la amaba porque en el fondo de sí mismo sentía un profundo desprecio por ella. Pero lo enloquecía de pasión y no toleraba la idea de imaginarla en brazos de otro hombre. Estar con Malta era como correr en un automóvil a gran velocidad sin tener acceso al volante ni al freno, como rodar sobre una inmensa montaña de arena, algo perfectamente excitante y al mismo tiempo peligroso. Pensaba en eso con furia, cuando esperaba la llegada de Jaime Peralta sentado a oscuras en un peldaño de la escalera para impedirle a Malta recibir a aquel peruano. Entonces, vejado, se decía que de estar libre podría casarse con Malta y liberarse para siempre de la humillación.
Regresaba a su casa acariciando la esperanza de que Gaby se hubiera muerto y al verla viva, con las sombrías ojeras de la fiebre, no podía contenerse y se echaba a llorar de desesperación. Ahora Gaby ni siquiera lo esperaba: tomaba un somnífero que la hacía dormir seis horas de corrido y solo podía expresar su agresividad hacia ella cuando se despertaba, a las siete de la mañana. A veces se sentía víctima de una conspiración: entre aquel médico que la atendía gratuitamente, la persona que le había regalado un abrigo y los cajones de remedios que Florence le llevaba, Gaby escapaba a su destino: morir lo más pronto posible dejándole a él el campo libre. Empeñarse en salvarla era luchar contra la naturaleza que sus razones tenía para eliminar a los débiles. Esa frase le había valido ser tratado de nazi por el médico del hospital Saint-Louis. Había tanto desprecio en sus ojos que él se sintió enrojecer de indignación. Fue peor que si le hubiera dado una bofetada, fue el más injurioso ultraje que había podido recibir. Tuvo miedo de que el incidente se supiera y llegara a los oídos de sus amigos. Le dio trescientos francos a Gaby y el asunto no pasó de ahí.
Ángela de Alvarado se apiadaba de Gaby porque le parecía desprovista de toda forma de agresividad y, no obstante, comprendía a Malta porque la veía como un reflejo de lo que ella misma había sido cuando conoció a Gustavo y sintió que el cuerpo se le encendía como una hoguera. Dejó a su marido, que tenía una de las fortunas más importantes de América del Sur, y su apartamento en Río de Janeiro a orillas del mar y siguió a Gustavo sin importarle un comino el qué dirán. Fue una sucesión de hoteles de lujo y mansiones suntuosas, de Nueva York a París, de Londres a Roma. Gustavo viajaba mucho a causa de su trabajo y ella iba con él adonde fuera. Debía estar siempre disponible porque él era capaz de buscarla durante la pausa de una reunión de negocios para hacerle el amor. Se amaban en los ascensores y en los automóviles de vidrios oscuros que un chofer conducía a cualquier aeropuerto. Se habían buscado locamente en una humilde barca de Hong Kong y en una hermosa piscina de Cannes.
Gustavo era seductor y ella celosa. A veces, en Barranquilla, se le escapaba a Nueva York con una secretaria y ella lo seguía, lo encontraba en uno de los bares que solía frecuentar y le armaba trifulcas monumentales. Pero eso era un juego, una manera que habían encontrado para impedir que la monotonía de la vida conyugal se instalara entre ellos. Conocieron todos los placeres de la pasión y de pronto, un día, ella, que se creía estéril y tenía ya sus años, quedó embarazada. Sus sentidos parecieron recogerse para la protección del bebé. Cuando nació su hijo se le extinguió en el acto aquel endiablado deseo por Gustavo, que por su parte empezó a engañarla seriamente para castigarla por su relativa indiferencia. Pues ella lo seguía amando, pero de otro modo, con más ternura. La pasión no se podía fingir y Gustavo tenía necesidad de ser amado hasta la enajenación. Su madre lo había adorado porque le nació dos años después de la muerte de su primer hijo. El niño, como lo llamaban las sirvientas de su casa, creció rodeado de personas que lo veneraban. Nada le estaba prohibido. Virginia le contó que el día del matrimonio de una de sus tías, Gustavo, que en ese entonces contaba tres años de edad, metió la mano en el pudín de la novia desbaratando la decoración sin que su madre intentara impedírselo. Ese amor ciego y total que había conocido en su infancia seguía buscándolo en las mujeres. Durante un tiempo ella se lo había brindado y luego le fue ofrecido por María Concepción Silva, una aristocrática heredera bogotana que solo veía por sus ojos y lo idolatraba sin reservas.
Ella había oído hablar de esa muchacha encerrada en su casa como una monja esperando la llamada telefónica de Gustavo para entonces maquillarse, ir al salón de belleza y recibir al príncipe del cuento de hadas. ¿Cómo luchar contra tanta devoción? Así, no se sorprendió cuando Gustavo le pidió el divorcio para casarse con María Concepción, pero no por ello sufrió todas las penas del mundo. Creyó que iba a morirse de tristeza apenas empezaron los preparativos del divorcio, ver juntos a un abogado, hablar con el juez, discutir sobre la pensión y la custodia de su hijo. Gustavo se mostró de una gran generosidad ofreciéndole el triple del dinero que el abogado de ella había pedido. Al menos pudo conservar su amistad. Cada vez que venía a París iba a visitarla al apartamento que le había regalado en la avenue Montaigne y salían a almorzar en el último restaurante de moda. Si olvidaba la existencia de María Concepción era como si nada hubiera cambiado entre ellos. Hasta les ocurría hacer el amor y, aunque no llegaban a los extremos de pasión de antes, ambos reconocían que tenían una relación privilegiada. Cuando sus amigas la incitaban a buscar otros amantes ella no podía explicarles cómo el amor de Gustavo le había aspirado todas las vibraciones del corazón. No obstante las infidelidades del último periodo de su matrimonio, Gustavo nunca había intentado realmente hacerla sufrir. Ella sabía de manera abstracta que se divertía, pero jamás había visto una cara ni escuchado un nombre. Gustavo tenía demasiada clase como para prestarse al exhibicionismo de Luis.
Anne acababa de llegar al apartamento de Florence. Su marido Octavio la había llamado por teléfono diciéndole que viniera a ayudar a Gaby. La conversación fue breve y no comprendió lo que había pasado, pero le bastó con entrar y mirar a su alrededor para saber que Gaby había descubierto quién era la amante de Luis. Él y Malta estaban tomados de la mano y tenían una expresión de desafío, mientras Gaby, en un rincón, parecía abrumada como si le hubieran caído veinte años encima. Se sentó a su lado y la interrogó con los ojos. «Hace un instante hicieron el amor», le oyó murmurar. Así, pues, el secreto había sido revelado. Se acordaba de la primera vez que Octavio la engañó, allá en Santiago, en el fin del mundo. Se sintió tan desgraciada que había pensado seriamente en el suicidio. Y luego Octavio tuvo otra aventura y diez más hasta que su madre logró reunir el dinero necesario para comprarle a ella el pasaje de avión que le permitió regresar a Francia. Lo primero que hizo al volver a París fue buscarse un amante como manera de exorcismo. Octavio, que la había seguido y era el más enfático apóstol de la liberación sexual, no pudo soportarlo e inició un sicoanálisis.
Formaban una pareja maldita, teniendo cada uno relaciones amorosas por su lado y sin poder separarse. A ella le convenía mantener a salvo la apariencia de su matrimonio, pues la dirección de su empresa miraba mal los divorcios. Así, trabajaba durante el día y por las noches iba a los bares de moda para buscar aventuras. Le ocurría llegar a su casa rendida de cansancio, bañarse y meterse en la cama. Y luego, mientras el sueño le llegaba, decirse: «Esto fue lo que hizo mi madre durante toda su vida». Entonces se levantaba de un salto, volvía a vestirse y recorría las calles de París hasta encontrar un hombre con quien pasar la noche. Tenía tantos amantes como días tiene el año, pero pocas veces sentía placer. Los hombres que conocía eran por lo general especímenes curiosos, impotentes, perversos, toda la gama de los marginales de la sociedad. Venían a París del mundo entero con el inconfesado fin de realizar sus fantasmas eróticos. Se pasaban la dirección de ciertos bares frecuentados por mujeres como ella, que hacían el amor gratuitamente buscando tan solo la emoción de lo imprevisto o de lo que podía suceder. Pero casi nunca pasaba nada. Todos, desde Las Vegas hasta Hong Kong, parecían fabricados en el mismo molde. Hacían el amor ciegamente, sin preocuparse por lo que deseaban las mujeres. Más aún, se diría que el placer femenino los irritaba, quizás porque en el fondo les producía miedo.
A propósito de eso, Gaby le había contado una historia que resumía muy bien la cosa. A los quince años había comenzado a trabajar en un hospital de caridad durante las vacaciones, en la sala operatoria, pasándole los instrumentos al cirujano de turno, desde las siete de la mañana hasta el mediodía. Luego tomaba un café, encendía un cigarrillo y se ponía a esperar a que su padre terminara su trabajo para regresar a casa. Durante esa hora visitaba a veces las diferentes salas del hospital con el fin de darle ánimo a los enfermos ofreciéndoles un cigarrillo o un bombón. Un día entró por casualidad en un pabellón y vio que las mujeres que iban a dar a luz estaban amarradas a las camas de alumbramiento y yacían con las piernas abiertas sobre excrementos y orinas. Nadie venía a verlas, nadie las limpiaba ni les daba un vaso de agua; conversando con ellas descubrió que se encontraban allí desde hacía una o dos noches sin haber comido ni bebido. Indignada, Gaby fue a protestar ante el director del pabellón, que se limitó a decirle: «Gozaron, ahora que sufran». Solo cuando Gaby lo amenazó con armar un escándalo escribiendo un artículo en un periódico local para denunciar su crueldad, el médico aquel tuvo miedo y le ordenó a sus dos enfermeras limpiar a esas desdichadas y desatarles las muñecas y los tobillos.
Pero lo que aparecía en una ciudad latinoamericana amplificado hasta la caricatura, ella lo encontraba de cierta manera en la mayoría de sus amantes: la reticencia ante el placer de las mujeres. En vez de concederlo, los hombres preferían dar regalos o dinero. Por supuesto había excepciones, como ese japonés que solo empezaba a excitarse desgarrándole sus prendas íntimas: se venía cuando estaba seguro de haberla hecho gozar, pero ella había renunciado a verlo porque no podía perder tanto dinero en pantalones y sostenes. Ahora salía con Vishnouadan, un hindú que la enloquecía de placer por su manera de hacerle el amor manteniendo su miembro erguido hasta que ella se dilataba en sucesivos orgasmos. Había un problema: Vishnouadan creía en la superioridad del sexo masculino y pretendía que ella aceptara sus opiniones. No se atrevía a contradecirlo abiertamente por miedo de perderlo. Los razonamientos de Vishnouadan eran tan sólidos que un día ella había puesto en duda sus creencias feministas, pero Gaby le dijo que más valía perder un hombre que los ideales de su juventud. Había muchas cosas que Gaby ignoraba pese a su cultura y a su inteligencia. La compadecía ahora por haber descubierto de un modo salvaje quién era la querida de Luis, pero a la larga la sorpresa de esa noche iba a servirle para desenmascarar a su marido y analizar fríamente su comportamiento. Nadie podía ayudarla, como decían los sicoanalistas, debía hacer sola su duelo. Gracias a su experiencia podía darle el consejo de separarse de Luis amputando el dedo podrido antes de que la infección le carcomiera la mano.
No creía en el destino ni en fechas fatales, pero allí, sentada en un rincón, Gaby se decía que estaba padeciendo uno de los peores momentos de su existencia: en un solo día se había enterado de la gravedad de su enfermedad y había visto a Luis manosear a su querida delante de sus propios ojos. El dolor en el pecho se había atenuado, pero lo sentía vagamente cada vez que aspiraba el aire. Le daba miedo volver a tener una crisis de claustrofobia revelándole a todo el mundo su desdicha. Se preguntaba qué habría hecho su padre en la misma situación y la respuesta se imponía por sí sola: resistir, mantener una apariencia serena y no darle a nadie el placer de verla sufrir. Pues una voz interior le decía que Luis había mostrado aquella conducta escandalosa adrede y por nada del mundo ella caería en su juego. Su padre decía que la vida debía vivirse día a día como un libro se lee página tras página. Pero qué difícil era seguir aquel consejo cuando hacía un esfuerzo enorme para no echarse a llorar. Ahora debía quedarse en París, pues en Barranquilla no había especialistas en su enfermedad. Le tocaba abrirse paso por su cuenta encontrando un empleo que le diera su independencia económica. Podía trabajar el día completo en Berlitz o convertirse en reportera gráfica para una agencia de prensa. Esta última perspectiva le parecía más interesante. Si Virginia le vendía una de sus casitas en Barranquilla lograría mantenerse a flote mientras se familiarizaba con su nueva actividad.
Sabía que tarde o temprano dejaría a Luis. No lo veía ya como un niño en peligro, demasiado vehemente para controlar las borrascas de la vida, sino como un hombre desprovisto de compasión, insensible a su sufrimiento. Ese Luis, que la pisoteaba como un caballo salvaje, no era el mismo que ella había querido durante ocho años. Advertía con alivio que al pensar en él utilizaba el pasado. Atrás quedaban los recuerdos de Barranquilla, cuando aparcaban el automóvil frente a un solar para cubrirse de besos y de caricias. En esa época lo deseaba, pero una noche, cuando le estaba acariciando el sexo, Luis la empujó y le dijo con una nota de repugnancia en la voz: «Déjame, me haces sentir como un gato». En ese mismo momento la pasión que Luis le inspiraba se extinguió para siempre. Había sido herida en lo más profundo de su intimidad, en el rincón donde anidaba el deseo. Pensó: «He vivido sin conocer el amor durante veintidós años, viviré sin placer el resto de mi vida». Pero ya sentía por Luis un profundo afecto como para romper sus relaciones un mes antes de la boda.
Aquel amor era también un signo de rebelión contra la burguesía de la ciudad y los prejuicios de su madre que rechazaban a Luis por sus opiniones izquierdistas. Parecía absurdo decir que, en cierta forma, su matrimonio con Luis asemejaba a un acto político. Y sin embargo, de haber sido Luis uno de los muchachos que frecuentaban el Country, lo habría mandado al diablo si se hubiera atrevido a decirle que lo hacía sentir como un gato. Su falta de experiencia la llevó a casarse con él haciendo caso omiso de su sexualidad. Si su mente aceptaba aquella situación, su cuerpo se sublevaba contra el sudario de un matrimonio en el cual cada noche de frigidez era un ultraje. De todos modos le parecía intolerable que un hombre fuera perseguido por sus ideas políticas. Quizás, inconscientemente, como miembro de esa burguesía que lo rechazaba, había intentado reparar la falta sin comprender que estaba encunando una víbora. Luis le había prohibido abrir las cartas que le enviaba el banco norteamericano donde tenían una cuenta en común. Y, ella, por miedo a un nuevo escándalo, había aceptado. Pero una mañana hizo caer al suelo por descuido unos papeles que Luis había colocado sobre la mesa de noche y, al recogerlos, descubrió que se trataba de facturas de la tarjeta de crédito del Diners. Quedó muy sorprendida al ver la suma de las cuentas de restaurantes a los cuales Luis llevaba a su querida: la invitaba como un príncipe mientras ella debía calcular sus salidas en función de los billetes de metro que podía comprar. Cuando iba a almorzar con Louise o a comer con Anne eran ellas quienes pagaban la cuenta. En el fondo no había comprendido todavía que su matrimonio se iba al agua. Tal vez por temor a quedarse sola, pero también porque una parte de Luis la seguía queriendo: a veces la llevaba al cine y veían la película tomados de la mano; o le hablaba de su trabajo y de sus problemas y era como si nada hubiera cambiado desde su llegada a París; cuando Luis quería, le hacía el amor y, aunque ella nada sentía, aquel acto creaba una ilusión de intimidad. Debía cortar por lo sano con todo eso abandonando la esperanza de que algún día Luis volviera a ella.
Olga se sentía invadida por la ira. Ese Luis, que antes le comía en las manos como un pajarito, se negaba ahora a verla para no desatar los celos de Malta. Celos era mucho decir, se trataba más bien de impedirle justificar una aventura. Malta se había mostrado categórica: podía seguir viviendo con Gaby, pero de ninguna manera debía volver a encontrar a sus amigas, particularmente a ella. Eso le había contado Luis antes de desaparecer del todo de su vida. Se quedó sola con Roger, un excelente amante, pero que arrastraba consigo una cadena de problemas sin solución. Roger seguía un sicoanálisis y a su lado había aprendido nuevos conceptos expresados a través de un vocabulario para ella desconocido. Lo que más la sorprendía era que Roger poseyera las claves capaces de arreglarle la existencia y no supiera utilizarlas. Había la cuestión del fantasma de la mala madre, que lo empujaba, sin que al parecer se diera cuenta, a convertir a las mujeres en odiosos personajes dispuestos a hacerlo sufrir. Su compañera, Agnès, le era infiel cada fin de semana y a él le tocaba quedarse en la casa para ocuparse del niño que la había obligado a tener so pena de abandonarla. Al principio Agnès aspiraba a una vida más o menos convencional, pero Roger le hacía tantas preguntas sobre sus supuestas aventuras que ella había terminado teniéndolas quizás para conservarlo. En aquella relación, Agnès era la víctima de la neurosis de Roger y se plegaba a su masoquismo encarnando a la madre que según él no lo había querido. A ella, Olga, le había salido con el mismo juego. Cuando se reunían su primera pregunta era: «¿Cuántos hombres se acostaron contigo desde la última vez que nos vimos?». Resultaba un problema decirle que lo amaba demasiado como para desear una aventura: se irritaba y no lograba hacerle el amor. Debía hablarle de amantes imaginarios y relaciones rocambolescas hasta lograr sacarlo de su postración. Entonces se convertía en un hombre maravilloso, acariciándola y adaptándose a su ritmo hasta conducirla al placer.
A veces se preguntaba si Roger no sería un homosexual inhibido que a través del cuerpo de ella buscaba entrar en contacto con otros hombres. A ese tipo de reflexiones la llevaba el escaso conocimiento que tenía del sicoanálisis. Pero ella quería un hombre de verdad, que durmiera como un tronco, comiera cuando tuviera hambre y amara por placer. Roger tenía problemas de digestión, se despertaba a medianoche para escribir sus sueños y por un sí o un no se volvía impotente. Además, tendía a reducirla al papel de querida, negándose a verla más de dos días por semana, de cuatro a seis de la tarde. Hacía eso adrede, para vengarse de sus supuestas infidelidades, creando así el vínculo sadomasoquista cuya teoría conocía muy bien sin ser capaz de reconocerlo en la realidad de su conducta. Ella habría debido conservar a Luis, que tenía la energía de un animal salvaje y jamás pondría los pies en el consultorio de un sicoanalista. El problema era que no estaba ni había estado nunca enamorada de él.
Luis había notado que Gaby se había ido a hurtadillas, sin despedirse de nadie, y una hora después Jaime Peralta salió del apartamento. De haberse llevado consigo a Malta, él, Luis, se habría ido, si no a consolar a Gaby, al menos a conversar con ella disminuyendo el impacto de lo que había ocurrido. Ahora sentía una rabia sorda contra Malta que lo había conducido a comportarse de aquel modo. Sus amigos desviaban los ojos cuando él los miraba y a su alrededor había una atmósfera de hostilidad. Pero no podía dejar sola a Malta, pues era capaz de irse a acostar con el peruano o con cualquiera de esos hombres que la buscaban como perros hambrientos. Estaba en una situación odiosa, encadenado a una mujer que en el fondo se burlaba de él. No debía ni quería separarse de ella y al mismo tiempo temía que Gaby lo abandonara. ¿Qué sentiría si al llegar a su apartamento lo encontrara vacío? Gaby había sido la luz en un mundo de tinieblas, donde no podía confiar en nadie y, aparte de su padre, nadie lo quería. Amigos y relaciones pasaban, los ideales se perdían; el amor de Gaby, en cambio, le daba una impresión de plenitud y le hacía sentirse contento de sí mismo. Añoraba de repente aquellos calurosos días de Barranquilla, cuando Gaby compartía su vida y sus problemas. Entonces iban juntos al cine, leían los mismos libros y trabajaban en la agencia de seguros que ella le había comprado. Sus sentimientos eran claros y su amor por Gaby no conocía límites. Salían a caminar por las calles desiertas en noches de luna llena; hablaban de instalarse en la isla de San Andrés para vivir rodeados por el mar; tenían el proyecto de venirse unos meses a Europa y conocer la Inglaterra de Shakespeare, la Francia de Baudelaire y la Grecia de Homero. Pero el tiempo pasaba y no hacían nada. A lo mejor Gaby le reprochaba en secreto su fascinación por la vida burguesa y no se equivocaba. Él nunca había visto pasar tanto dinero por entre sus manos y estaba feliz de poder comprarse todas las cosas que quería, muebles, alfombras, vestidos; el mundo se le antojaba un inmenso mercado. Gaby observaba con reticencia aquellos derroches sin comprender que el lujo formaba parte de una existencia agradable y bien proporcionada. Su padre le daba la razón: había ido a visitarlo una vez en Barranquilla y quedó muy contento de ver el marco en el cual vivía.
Pero Gaby quería ante todo ser fotógrafa y la molestaba que el tiempo se le fuera en la venta de seguros. En su tiempo libre trabajaba gratuitamente como reportera en un periódico local y se proponía hacer exposiciones en galerías nacionales y extranjeras. Sin saber por qué, la idea de que Gaby pudiera realizar una exposición le producía una sensación desagradable. Temía perder su influencia sobre ella si Gaby reanudaba sus relaciones con sus antiguos condiscípulos y profesores de la universidad, lo cual era inevitable si se volvía célebre. En Barranquilla, con su indolencia tropical, él resultaba el único intelectual al corriente de los movimientos de ideas que circulaban por el mundo. Gaby necesitaba la presencia de alguien que tuviera su mismo nivel intelectual y le diera la réplica adecuada. Ahora era diferente: la enfermedad la embrutecía y se expresaba con dificultad, aunque seguía deseando exponer sus fotos en una galería. ¿Qué podía importarle a él que realizara o no aquel proyecto? Sabía, con una certeza casi dolorosa, que después de lo pasado esa noche Gaby lo dejaría. Un amanecer, al regresar al apartamento, vería un papel sobre la mesa del salón, junto al florero: eran las líneas que Gaby le habría escrito para decirle adiós.