Isabel no lograba superar su dolor por la pérdida de Maurice. El primer mes había sido un tiempo destinado a afrontar el desorden que provocó la separación, hablar con la abogada, mudarse al nuevo apartamento, cambiar de escuela a las gemelas y encontrarle un trabajo a la niñera que las cuidaba. Cuando todo estuvo arreglado se encontró a solas con Claude y comprobó cuán difícil le sería vivir alejada de Maurice. Le hacía falta su inteligencia para comentar películas y libros. En todas las calles del Quartier Latin tenía un recuerdo de él, en las cafeterías, los restaurantes y las salas de cine. Caminando con Claude por los bulevares Saint-Germain y Saint-Michel se echaba a llorar casi siempre; a veces las lágrimas le impedían seguir el hilo de una película. Ahora llevaba lentes negros y tenía pañuelos de papel en su cartera. Claude intentaba consolarla, pero sus palabras no la hacían salir de la tristeza, de esa melancolía que buscaba en su memoria con precisión fatal, hasta encontrar el día, la hora, el momento en que había estado con Maurice en aquel lugar y de qué habían hablado, y cómo se hallaba vestido y cuáles habían sido los sentimientos de ella. En aquel café Maurice le había dicho que la quería, en ese otro habían hecho planes para el porvenir. Tenían tantos proyectos en común, comprar una casa de campo, visitar el Oriente, recorrer Francia navegando por sus ríos en una chalana. Nunca, ni en sus peores previsiones, había imaginado que Maurice la dejaría. Podía representárselo enfermo, envejecido o muerto, pero jamás viviendo con otra mujer. Lo había amado de manera absoluta, sin tomar precauciones afectivas y económicas de ninguna clase. No cultivó relaciones privilegiadas con los hombres que frecuentaba como diplomática y se gastó todo su dinero complaciendo los caprichos de Maurice, que eran muchos y costosos. Saber que había sido abandonada le provocaba una gran tristeza. Mientras fue su esposa le parecía normal darle regalos; ahora, abandonada por él, comprendía hasta qué punto Maurice se había aprovechado de ella. Una semana antes de dejarla le había hecho comprar cinco vestidos y diez camisas de seda obligándola a desprenderse de sus últimos ahorros y a sabiendas de que iba a partir con la otra. Pero esos detalles no le impedían quererlo y llorar su ausencia.
A veces le parecía que todo sería distinto si en lugar de estar con Claude viviera con un hombre diferente, más amable, más experimentado en las cosas del amor. Aunque Claude gozaba de los privilegios de los ricos —su papá le pagaba hasta la gasolina del Mercedes— aborrecía febrilmente a la burguesía y ese odio se había enquistado en él, volviéndolo colérico y trastornando su mente. Estaba convencido de que en alguna parte se tramaba una conspiración contra él y saltaba cuando sonaba el timbre de la puerta. Ella, Isabel, se aislaba durante el día con el pretexto de hacer sus traducciones pero cuando volvía del colegio con las niñas le tocaba aguantarse a un Claude enfurecido por las razones más insignificantes y siempre asociadas a la explotación de la cual eran víctimas los obreros. Ella no sabía de qué manera apaciguarlo. Debía eludir los hechos políticos del momento que ponían a Claude fuera de sí pues veía en ellos las artimañas del imperialismo contra la clase trabajadora y sus grandes defensores, los países comunistas. Estaba obligada a elegir temas de conversación en principio anodinos, que no despertaran su agresividad, pero aun así Claude encontraba razones para ponerse furioso.
Un día, al leer Le Monde, ella encontró una gacetilla que se refería al rapto de un niño. Como ese tema no tenía nada que ver con la política, resolvió comentarlo durante la cena. Para qué fue aquello. Claude empezó a tratar a los periodistas de aves de rapiña que se abalanzaban sobre la desgracia ajena con el fin de explotar una noticia. Como de costumbre, se expresaba con los ojos llenos de odio, las venas del cuello inflamadas y en la voz el tono alto y perentorio de un cura fustigando el pecado delante de sus feligreses. Desesperada, ella se echó a llorar. Entonces Claude debió de darse cuenta de que había ido demasiado lejos, de que su reacción resultaba excesiva ante su comentario y para justificarse trajo un cassette y se lo hizo escuchar. Él mismo entrevistaba hacía muchos años a una anciana que había perdido su casa y sus bienes durante una inundación. La pobre mujer gritaba: «Y ahora qué voy a hacer, solo me queda por delante el asilo de caridad», y Claude insistía: «Pero dígame qué se siente cuando uno se sabe arruinado». Al terminar el cassette, Claude le explicó que también él había sido un periodista miserable, en busca de sensacionalismo y que solo trabajando para L’Humanité-Dimanche se había enmendado.
A partir de entonces Isabel comprendió que debía callarse si quería evitar el frenetismo de Claude. Después de hacer sus traducciones iba a buscar a las gemelas y se encerraba con ellas en su cuarto pretextando que debía ayudarlas a hacer sus tareas. Luego preparaba la cena, comía en silencio mientras Claude monologaba en su papel de redentor de la humanidad, y se ponía a ver la televisión. Un médico, a quien había consultado porque no podía dormir, le había prescrito tranquilizantes y somníferos y con unas cuantas pastillas lograba descansar hasta el día siguiente. Pero entre la televisión y el sueño quedaba el momento en el cual Claude intentaba en vano hacerle el amor contando sus orgasmos imaginarios. Ella, Isabel, esperaba: cuando Claude hubiera encontrado su satisfacción podría pedirle que la acariciara como le gustaba para al fin sentir placer. Esa necesidad de goce sexual empezó a experimentarla apenas dejó a Maurice y empezó a vivir con Claude, quizás, pensaba, porque había llegado a una edad en la cual podía asumirse aceptando sus contradicciones. Quería mantenerse libre durante el día y ser sometida al hacer el amor, un juego que exigía de Claude una gran capacidad de adaptación para pasar del diurno caballero respetuoso al nocturno amante dominador.
Hacía seis meses que esperaba cuando una noche Claude pudo al fin vencer su impotencia. Lloró de felicidad y le dijo que le quedaba para siempre agradecido por haberle permitido volver a ser un hombre. Tímidamente ella le confió lo que aguardaba de él, pero Claude reaccionó con extrema violencia declarándole que no estaba dispuesto a entrar en relaciones degradantes. Al día siguiente ella tuvo su primera crisis de depresión aunque por entonces ignorara el nombre de ese insidioso mal del espíritu que la incitaba a pensar que la vida no tenía sentido y todo cuanto deseaba era acostarse a dormir y nunca más despertarse. Además, hacía un mes, Maurice había reivindicado su derecho de pasar con las gemelas el fin de semana. Apenas quedó comprobado que Hélène era estéril sacó a relucir un instinto paternal que jamás antes había dado señales de existencia, mortificando de paso a Claude para quien las gemelas eran sus propias hijas.
Claude debía estar desorientado: de protector de niñas desamparadas, se convirtió en simple padrastro, de amante capaz de llevar a una mujer a las cumbres del placer, en hombre torpe a quien ella le había dejado creer lo contrario para darle confianza en sí mismo. Le gustaba ir con las gemelas a casa de sus padres y pasar, como sus hermanos, por un hombre adulto que tenía su propia familia. Ahora Maurice lo privaba de esa satisfacción e Isabel no hacía el menor esfuerzo para disimularle que no sentía nada a su lado. Ella adivinaba muy bien los sentimientos de Claude, pero estaba cansada de dar sin recibir y una incierta lasitud se había instalado en su corazón. Si las gemelas salían con Maurice los fines de semana, a veces desde el viernes por la noche, le tocaba soportar la presencia de Claude todo el día, muerto de rabia porque no podía escribir el artículo que L’Humanité-Dimanche le había encargado, anónimo, lo más didáctico posible y sobre temas perfectamente soporíferos. Una carilla podía tomarle un mes y como era incapaz de permanecer sentado frente a la máquina de escribir daba vueltas por el salón, iba al apartamento de al lado —que su padre le compró también a fin de que tuviera una renta cuando estuviese arreglado—, escudriñaba con ojos feroces de propietario el trabajo de los obreros y bajaba los cuatro pisos hasta el jardín para matar palomas. Había decidido que esos pobres animales ensuciaban la fachada de sus apartamentos, así que bajaba, las atrapaba y les reventaba la cabeza contra el suelo. Subía muy contento con los cadáveres de tres o cuatro palomas que ni siquiera habían intentado huir porque estaban familiarizadas con los hombres. Ella, Isabel, no podía soportarlo. No lo aguantó ese viernes por la noche en que, después de arreglarle una maletica a las gemelas para que se fueran con Maurice, pensó en los días que la esperaban y se tomó veinte pastillas a fin de dormir cuarenta y ocho horas de corrido. Claude no le dio importancia; en cambio sus primas Gaby y Virginia se alarmaron. Fueron a verla y quedaron aterradas de su lenguaje depresivo: morir o vivir era igual, su existencia no alteraba en nada el orden de las cosas y Maurice podía ocuparse de sus hijas. De nada sirvieron las protestas de Virginia y Gaby. Ella parecía desdoblada en otra personalidad para quien la vida carecía de interés. Con el fin de sacarla de su postración, Virginia decidió organizar una fiesta el sábado siguiente en el apartamento de Claude pese a las reticencias de este. Ella misma compró botellas de whisky y vino y de qué preparar picadas para veinte personas.
La primera persona en llegar fue Geneviève, la hermana mayor de Claude, que estaba llena de curiosidad por conocer a los amigos de Isabel. No había podido traer consigo a su compañero, un médico de buena reputación que esa noche acompañaba a morir a una de sus pacientes, pero lo prefería así porque de ese modo tendría un motivo más para darle celos. Ella creía que la mejor manera de mantener despierto el interés de un hombre era colocarlo en situación de inseguridad. Benoît tenía su consultorio en la planta baja de una mansión de tres pisos heredada de su padre y, en lugar de irse a vivir con él, ella había conservado su propio apartamento. Solo los fines de semana iba a la casa de Benoît, donde se reunían los hijos de ambos. Lo ayudaba a hacer el mercado, a preparar la cena y a quitar las malas yerbas del jardín. Ahora, durante el invierno, encendían una gran chimenea en uno de los salones del primer piso y daban la impresión de formar una familia unida y feliz, pero apenas llegaba el lunes ella regresaba a su apartamento a pintar acuarelas, actividad a la cual se había dedicado desde que perdió su trabajo. Se interesaba, también, en la política y militaba en un movimiento ecológico. Se había presentado como candidata a las elecciones de su barrio y estuvo a punto de ser elegida, pero su partido no obtuvo el porcentaje de votos necesarios para acceder a los cargos municipales. No lo lamentó. Excepto su relación con Benoît, sus sentimientos y sus ideales estaban marcados por la tibieza de su condición de hija de ricos. Todo le había resultado siempre demasiado fácil. Su única aventura, casarse con un griego medio loco que la llevó a vivir a Ushuaia y le hizo tres niños en tres años, se terminó cuando ella así lo quiso, apenas le escribió a su madre pidiéndole que le enviara cuatro pasajes de avión para regresar a Francia. El griego se quedó perdido entre los vientos del Cabo de Hornos y nunca más volvió a manifestarse, su padre le compró un apartamento en París y ella consiguió empleo en una oficina donde trabajaba de diez de la mañana a cuatro de la tarde mientras una muchacha española se encargaba de limpiarle el apartamento y preparar la comida.
Tuvo amantes, muchos, pero no sentía nada. Su frigidez terminó cuando conoció a Benoît, hacía dos años. De repente su cuerpo comenzó a existir, se volvió voraz, apremiante. Ya no podía quedarse por las noches sola en su cama mientras sus hijos dormían en la habitación de al lado. Necesitaba la presencia de Benoît, el olor de sus axilas cuando la cubría con su cuerpo y en un diestro ir y venir le hacía el amor; lentamente, una y otra vez hasta que ella, rendida de cansancio, con el corazón latiéndole a un ritmo endemoniado, debía suplicarle que se viniera y la dejara recuperar un poco de fuerza para un nuevo asalto amoroso que ocurriría media hora después, porque Benoît no se cansaba jamás, o para acurrucarse entre sus brazos y dormir como una niña que ha jugado mucho en el recreo. Pero nunca, ni siquiera en sus mayores momentos de abandono, le confesaba la urgencia que sentía de estar con él, por miedo de perderlo. Más aún, le hacía creer que otros hombres la deseaban y que en cualquier instante podía tener una aventura.
Benoît vivía enfermo de celos: durante el día debía llamarlo por teléfono cada hora al consultorio o si no se desesperaba. Ahora, si ella dejaba pasar el tiempo sin darle noticias suyas, él se ponía en contacto con Isabel y le contaba sus pesares. Se había vuelto muy amigo de Isabel. Tenían en común el gusto por la familia y una cierta sinceridad, aunque Benoît podía mostrarse pérfido y sin escrúpulos. A ella misma, que creía haberle dado la vuelta al mundo, la sorprendió su mala fe cuando decidió abandonar a su mujer. Él y Claude inventaron una historia inverosímil según la cual la esposa era amante de su vecino. Benoît llevó el asunto al tribunal, Claude juró haber sido testigo del adulterio y la pobre mujer perdió la custodia de sus hijos y naturalmente no obtuvo ninguna pensión: le tocó volver a casa de sus padres mientras Benoît, feliz, volvía a su vida de soltero.
Al principio ella, Geneviève, creyó que la desposaría, pero cuando pasó el tiempo sin que Benoît diera señales de querer casarse con ella, comprendió que él se había instalado en el celibato para la eternidad. Entonces se agravaron sus crisis de esa cosa horrible que prefería no nombrar, aunque su siquiatra le asegurara que hablando de ello le iría mejor: náuseas, dolor de cabeza y la espantosa sensación de estarse diluyendo mientras otra persona ocupaba su lugar, era una, era dos, era tres, su mente estallaba en pedazos: una figura blanca e imprecisa venía a su encuentro y como una ventosa se le pegaba al cuerpo que empezaba a desintegrarse dejándole en la boca un sabor a cosa vieja y dulzona. Sí, detrás de la Geneviève amorosa y agradable, se escondía una mujer atormentada cuya personalidad podía desarticularse por un quítame allá esas pajas.
Benoît no sabía nada. Le había dicho que sufría de depresión nerviosa y que cuando estaba mal prefería no verlo y quedarse encerrada en la casa de su familia. En realidad guardaba reposo no muy lejos de allí, en la clínica privada donde su siquiatra la hacía entrar: dosis masivas de drogas, ningún contacto con el mundo exterior, hablar de corrido aferrándose a los pocos hilos que le quedaban de la realidad y, poco a poco, volvía a la vida, era de nuevo Geneviève, una, sola e indivisible. Pálida, más flaca, embrutecida por los remedios, regresaba a su apartamento y esperaba unos días antes de llamar a Benoît. Debía desearlo mucho porque a pesar de los tranquilizantes su cuerpo temblaba de emoción. Apenas oía su voz por el teléfono su sexo se volvía un tizón ardiente que reclamaba la presencia de Benoît con exasperación. Iba a su consultorio y entre las visitas de dos pacientes hacían el amor.
Esos destierros inesperados, esas locas reconciliaciones desconcertaban a Benoît y estimulaban su pasión. Pero nada sabía de sus problemas.
La única persona que conocía los secretos de su alma era Claude, que la idolatraba desde la niñez. Claude la llevaba a la clínica e iba a buscarla cuando ella se lo pedía por teléfono. Delante de él no le importaba mostrarse sin maquillaje, despelucada y con la triste figura de los enfermos mentales. Antes de dejarla en su apartamento la llevaba al salón de belleza y se sentaba a su lado mientras la peinadora y la manicurista se ocupaban de ella. Luego iban a un café, fumaban despacio viendo pasar a la gente por la calle y, oyendo hablar a Claude de los últimos ataques del Imperialismo contra la clase trabajadora, descubriendo de nuevo, detrás de su tono perentorio, su infinita puerilidad, ella se adaptaba lentamente a eso que su siquiatra llamaba la vida ordinaria, un estado de ánimo en el cual, al menos, no era devorada por el sufrimiento.
Le había gustado mucho que Claude encontrara a Isabel. Todo ocurrió muy rápidamente, como Claude así lo quiso. Un mes después de conocer a Isabel, su padre le compró aquel apartamento y se instalaron allí. Isabel debía tener el agua al cuello para aceptar vivir con Claude, que era un hermano encantador y, para las mujeres, un compañero insoportable: colérico, autoritario y alérgico a la sexualidad. Una vez, visitando con él el parque zoológico de Vincennes, vieron a un oso masturbándose y Claude la tiró del brazo murmurando: «No mires eso, qué indecencia». Si no toleraba el placer sexual en un pobre animal, mucho menos lo soportaría en una mujer. Quizás por eso sus dos únicas compañeras habían intentado suicidarse antes de abandonarlo. Ambas se habían confiado a ella revelándole que su hermano era impotente. No la sorprendía porque en cierta forma Claude la amaba a ella. Había sido un niño inquieto que difícilmente conciliaba el sueño y tenía miedo de la oscuridad. La disciplina feroz que su padre les infligía a los hijos varones no le convenía. Ella, Geneviève, lo protegía y su padre, que la adoraba, le permitía defender a ese niño esquelético y propenso a enfermarse, que solo se dormía si ella le leía en voz baja las fábulas de La Fontaine y, al irse, dejaba encendida una lámpara de petróleo sobre su mesa de noche. Después, entrando en la adolescencia, se enamoró de un muchacho homosexual cuya familia frecuentaban. Su madre no lo soportó y encerró a Claude en un cuarto durante dos años, sin preocuparse por las consecuencias que semejante acto podía provocar. Cuando salió de aquella reclusión, Claude era otro. Duro, fanático, se convirtió en la conciencia de todos ellos. Siguió estudiando por correspondencia y compró libros que condenaban a la burguesía. Los leía hasta aprendérselos de memoria y le daba la cantaleta a la familia a la hora de la cena: todos eran viles explotadores de los obreros que trabajaban en sus fábricas.
Al principio trataron de discutir con él, después cada uno de ellos llegó a la conclusión de que Claude había perdido el juicio. Esas reuniones resultaban insoportables. Mientras Claude peroraba, sus padres y sus hermanos guardaban un silencio cómplice. Sin él saberlo, pasaba por el loco de la familia. Inclusive su relación con Isabel, una latinoamericana, parecía una chifladura más, porque a ninguno de sus hermanos se le habría ocurrido elegir a una extranjera para fundar un hogar. Solo ella, que durante sus viajes por América Latina en compañía del griego había visto de lejos a las soberbias y presuntuosas herederas de la burguesía local, sabía que Isabel venía de una buena familia y que ni el apartamento de Claude ni la fortuna de sus padres la impresionaban. Isabel podría tal vez respetar un título de nobleza, pero el dinero de una progenie salida de la nada la dejaba indiferente. Más aún, la fertilidad de su madre y de sus hermanas debía producirle un secreto desprecio porque sin duda la asociaba a la de esas mujeres del pueblo que parían cada año. El día que Gaby y Virginia fueron a su casa, ella, Geneviève, captó entre ellas una mirada de asombrado desdén ante el espectáculo de los diez hijos y los cincuenta nietos que se asoleaban en el jardín. Y por primera vez ella se sintió chocada por la fecundidad de esas hermanas y cuñadas que solo a través de sus vientres parecían existir.
En el salón del apartamento había la biblioteca de Isabel, un escritorio donde Claude se sentaba a redactar difícilmente sus artículos para el semanario del partido comunista y nada más. Los invitados habían terminado sentándose en el suelo y Toti veía en aquella austeridad una falta de buen gusto. Cécile se adaptaba muy bien como siempre a la situación. Era permeable quizás porque venía de un medio social modesto. Cuando la conoció trabajaba como vendedora en un almacén de Saint-Germain y al instante quedó fascinada por ella. Era la mujer más linda que había visto en su vida. La llevó al Katmandú, le hizo la corte y finalmente la conquistó. No podía soportar que otros ojos la miraran. Con el pretexto de curarse de una gripa prolongada la encerró en un pueblito de Mallorca donde solo había jubilados y unos ingleses que no parecían interesarse en las mujeres. Allí la mantuvo enclaustrada seis meses, pero un día le tocó acompañar a su madre a Barcelona para que se operase de los ojos y cuando regresó encontró la casa desierta y una nota de Cécile que le anunciaba su partida para París. Creyó que la había abandonado y lloró como si hubiera recibido una patada en pleno estómago. En realidad sus aprensiones carecían de fundamento: Cécile quería solamente vivir como antes: trabajar, ver a sus amigos, ir a fiestas y conseguir con más facilidad la cocaína a la cual estaba acostumbrada. «Es un pájaro muy hermoso, pero si lo enjaulas se muere», le había dicho Gaby hablándole enseguida de los massai que preferían dejarse morir antes que permanecer encerrados en una prisión.
Con Gaby y sus primas había establecido relaciones afectuosas de una gran calidad. Al referirse a ella jamás habrían utilizado la palabra lesbiana pues las tenían sin cuidado las inclinaciones sexuales de sus amigas. La más reservada, Gaby, le servía de confidente. A ella había corrido a contarle desesperada su pérdida de Cécile y ella le había aconsejado buscarla en el almacén donde trabajaba antes de acompañarla a Mallorca y, sobre todo, no hacerle reproches. Tenía razón: se tragó la cólera de los celos amargos y Cécile aceptó volver a vivir con ella trayendo consigo sus dos bluyines, sus tres jerseys y el abrigo de alpaca que le había regalado una antigua amante. Como Gaby, Cécile no le daba ninguna importancia a los objetos materiales y solo le interesaban sus libros de Baudelaire, Verlaine y Rimbaud que transportaba adonde fuera.
Todo lo que Cécile poseía lo había adquirido por sí sola, sus buenas maneras, que había observado en los ricos a quienes su madre servía como cocinera, sus estudios de Literatura que se había pagado ella misma cuando su madre murió y ya no tuvo que mantenerla. Todo lo que ella, Toti, podía ofrecerle era la cocaína pues a Cécile le daba igual vivir en un apartamento suntuoso o en una caravana de gitanos. A su lado lamentaba no ser un hombre, poder penetrarla hasta el fondo de su intimidad y darle hijos, muchos, que la tuvieran ocupada el día entero. Había querido hacerse operar en Londres para tener un pene, pero Gaby la disuadió alegando que esa operación era peligrosa.
De todos modos sus relaciones con Cécile la habían cambiado: ya no le interesaba vivir como una amazona acumulando aventuras, sino fundar algo parecido a una familia. Antes, cuando terminaba de hacer el amor con una mujer sentía rabia contra ella y la insultaba invadida por la cólera y el desprecio. Cécile, en cambio, le inspiraba ternura y un curioso deseo de protegerla. Eso debía ser el amor porque no había nadie en el mundo menos desvalido que Cécile, cinturón negro de judo, viajera de todos los continentes, capaz de arreglárselas en cualquier parte hablando seis idiomas y manteniendo relaciones con extraños individuos que seguramente estaban en el fichero de la Interpol. En Benares había formado parte de una banda de ladrones de joyas. Como era bella y distinguida la invitaban a las fiestas de la alta sociedad y así localizaba las cajas de caudales y los sistemas de alarma. A veces, mientras sus anfitriones se divertían, abría una ventana por la cual entraban sus cómplices. En el Triángulo de Oro había traficado cocaína, vestida de hombre y acompañada de una pandilla de bandidos que tenían su sede en Hong Kong.
Cécile conocía todas las armas de fuego, pero fue a cuchillo como mató en un camino de Pakistán al desgraciado que intentó violarla. De eso y de otras cosas por el estilo se había enterado ella, Toti, oyéndola hablar lentamente, sin nunca jactarse y como si tanta barbaridad fuera el pan de cada día. Comparada con la experiencia de Cécile, la de ella era un remanso de paz. Su decisión de aceptar el lesbianismo para seguir sus inclinaciones y no parecerse en nada a su madre, una mujer achacada por enfermedades imaginarias a la que su padre había engañado más de mil veces, su deseo de quedarse sola en París sin poder contar con su familia, eran caprichos de heredera. Nunca le había tocado defenderse y ni siquiera sabía ganarse la vida; no debía, como Isabel, aguantar a un hombre para salir adelante.
Aunque había traído su tarot, Thérèse no tenía necesidad de echarle las cartas a Isabel para saber que su relación con Claude estaba condenada. Ese loco que las miraba a ellas sin el menor asomo de simpatía no podía conservar a ninguna mujer y mucho menos a Isabel, destinada por su belleza y su clase a frecuentar otros medios distintos del de la burguesía francesa venida a más. Ella, Thérèse, la veía mejor casada con un personaje del mundo de los negocios o de la diplomacia, alguien que la llevara a viajar, después de haber gastado un millón de francos en el almacén de un gran costurero. Muchas generaciones de mujeres bonitas y frágiles habían debido pasar antes de que Isabel apareciera como el suspiro de una orquídea. Por suerte las gemelas habían heredado su fineza aunque la sangre francesa de Maurice les había comunicado una fuerza oculta que las volvía menos vulnerables. Isabel podía quebrarse entre las manos si se ejercía sobre ella la menor presión y su crisis depresiva de la semana anterior indicaba que había llegado al límite de su resistencia.
Lucien era capaz de enamorarse en serio de Isabel. Por eso no lo había traído aunque estuviera destinada a perderlo. Ella, Thérèse, gorda, con los abundantes senos caídos y las nalgas cubiertas de celulitis se había convertido en la mujerona turca que había sido su madre. Siempre le gustó cocinar, pero ahora comía vorazmente y ninguna resolución, ninguna dieta lograba contener su apetito. Su hermano había decidido protegerla y venía a cenar en su apartamento casi todas las noches; con ese pretexto ella pasaba tres horas en la cocina preparándole los platos que le gustaban. Después, cuando su hermano se iba, le daba lástima botar las sobras y las devoraba a solas, en el silencio del comedor, consciente de que cada bocado la engordaba más, abotagándole la cara y volviéndola obesa. Pero, curiosamente, era feliz. Le gustaba comer y hacer el amor. Le gustaba salir a la calle y oír el ruido del tráfico, ver a la gente caminando por los corredores del metro, estar libre y dispuesta para cualquier aventura.
Era ya una de las videntes más célebres de París. Recibía a sus clientes desde las nueve de la mañana hasta las seis de la tarde. Ganaba tanto como un ejecutivo y, pensando en su vejez, guardaba en una cuenta de ahorros el dinero que su hermano le pasaba todos los meses. A su lado los hombres se sentían a gusto, quizás porque no tenían que recurrir a las artimañas de la seducción o tal vez porque una mujer gorda les inspiraba confianza. En todo caso, con ella le soltaban las bridas a su sexualidad y se volvían sus cómplices y al final sus amigos. Pero la dejaban para casarse con mujeres como Isabel y ella les daba la razón en secreto. No se hacía ilusiones: tenía el aspecto de una verdulera, pero el corazón, ay, de una colegiala. Se enamoraba de cada uno de sus amantes y sufría el martirio cuando la abandonaban. Lucien, tan fino, a quien le gustaba la música de Mozart, la pintura de Tiziano y las películas de Bergman no iba a pasar su vida junto a ella, que bostezaba de aburrimiento oyendo las melodías clásicas y se dormía en el cine. Además era cinco años mayor que él y le había comenzado la menopausia. En cambio, a Isabel, Lucien le venía como un guante. Lo intuía de manera casi física. Formaban parte de esas personas delicadas que trataban respetuosamente a la gente y cuidaban a los enfermos, ayudaban a los ciegos a cruzar la calle y protegían a los animales abandonados. En ese mundo, ella, Thérèse, aparecía como un rinoceronte o cualquier otra bestia grande y no muy inteligente. Lo sentía así cada vez que dejaba de masticar para responder una pregunta o un comentario de Lucien, o en la cama, después de hacer el amor ebria de orgasmos estruendosos y brutales. La vida le había prestado a Lucien por un tiempo y algún día lo vería partir.
Virginia miraba con malestar la austeridad de aquel salón. Hacía ya unos meses que Isabel se había mudado allí y Claude no daba señales de querer amueblarlo. Reflejaba una ausencia de placer por las cosas de la vida, confirmando lo que ella pensaba, que Claude tenía la secreta intención de encerrar a Isabel en un monasterio. No solo la aislaba de sus amigos y la privaba de su sexualidad con su impotencia de renacuajo, sino además, se apoderaba del fruto de su trabajo de traductora y de la miserable pensión que le pasaba Maurice, dándole apenas lo estrictamente necesario para no morirse de hambre. Por fortuna, no había descubierto que Isabel recibía mensualmente el subsidio familiar y así su prima podía ir al salón de belleza o al dentista. Gaby y ella le compraban los artículos de maquillaje que le hacían falta, un perfume de Chanel, una caja de polvos, un pintalabios, todas esas cosas necesarias para las mujeres. Pero semejante situación no iba a durar mucho tiempo: su prima jamás se casaría con Claude. Lo había adivinado el día que Isabel le contó cómo había perdido en el metro los documentos relativos a su divorcio después de haber olvidado tres veces la cita con la abogada. No era tanto que intentara retener a Maurice: buscaba inconscientemente alejarse de la amenaza del matrimonio con ese neurasténico que solo podía hacerla desgraciada. Ella, Virginia, había conocido muchos hombres, pero nunca había encontrado a un ejemplar tan curioso como Claude. Era el resultado de una sociedad puritana que condenaba la homosexualidad sin tener en cuenta las inclinaciones amorosas de sus miembros.
Claude habría podido darle rienda suelta a sus verdaderos deseos y ser feliz. En lugar de eso se imponía relaciones con mujeres a quienes no quería, utilizando la misma ambigüedad que lo llevaba a militar en el partido comunista sin renunciar a sus privilegios de hijo de millonario. La agresividad que Isabel le inspiraba se expresaba de diferentes maneras: así, aparcaba de modo violento su pequeño Seat abollándole las aletas: lo enfurecía verla con sus elegantes sastres que había comprado cuando era diplomática, sin saber que, aunque de buen corte, estaban ya pasados de moda: la insultaba tratándola de burguesa hasta que ella, consternada, se deshacía en lágrimas.
Isabel no había dejado de llorar desde el abandono de Maurice, pero no iba a pasar el resto de su vida como una Magdalena. Necesitaba un trabajo que le permitiera salir adelante con sus hijas. Su crisis de depresión de hacía siete días era una señal de alarma. Ella y Gaby sintieron miedo porque en su familia muchas personas se habían suicidado. Si Isabel se sentía realmente desdichada y si creía que Maurice podía ocuparse de las gemelas, era capaz de dar el salto irremediable. Eduardo, el tío de ellas tres, se había pegado un balazo en la sien después de haber escrito en la última página de su diario que existir no tenía sentido. Y, sin embargo, era un juerguista siempre alegre y dispuesto a disfrutar de las cosas de la vida, un seductor que había conquistado a todas las mujeres de su época, solteras o casadas, feas o bonitas, ricas o pobres. En su diario contaba paso a paso sus estrategias de hechicero y los resultados obtenidos. Como un mago adivinaba los resortes íntimos de cada mujer, venciendo pudores y reticencias. A ella la divertía ver a las madres de sus amigas convertidas en honorables señoronas que en el diario de tío Eduardo aparecían como muchachas desenvueltas, ávidas de placer. Su sensualidad y su alegría se habían consumido en un matrimonio decoroso. Por eso ella nunca había querido casarse, para mantener vivo el soplo de la juventud, sus espejismos y sus dudas, sus ardores y enamoramientos. Pero incluso tío Eduardo había sucumbido a un golpe de depresión. En la generación de su madre se habían visto ocho casos de suicidio e Isabel estaba desesperada. Le escribiría a un amigo que tenía influencia en el actual gobierno para ver si podía darle un puesto en la embajada o en el consulado de Colombia.
Gaby había notado que Claude solo salió de su cuarto cuando llegó su hermana dejándolas a ellas solas preparar la fiesta. Entre las tres subieron un pesado bloque de hielo que colocaron en la bañera sin que Claude ofreciera ayudarlas. Le dijo a Isabel en voz alta que sus invitados deberían irse antes de medianoche para no molestar a los vecinos. Vio aparecer con ojos rencorosos el tocadiscos alquilado por Virginia a fin de bailar y escuchar música. Parecía muy preocupado por la alfombra de su salón y hasta sugirió que sus amigos se quitaran los zapatos al entrar como si estuvieran en una mezquita. En fin, no había podido ser más desagradable. Ni siquiera saludaba a los invitados y parecía un inquisidor contemplando una misa negra: los ojos febriles, la boca contraída en una mueca de rabia, iba y venía por el salón vaciando los ceniceros y bajando el tono del tocadiscos que alguien subía un minuto después. Visiblemente las fiestas de los latinoamericanos con su bulla y su alegría lo ponían de mal humor y nada hacía para ocultarlo. Les lanzaba miradas iracundas a ellas tres e Isabel le había dicho en un rincón, muy pálida, que Claude estaba acumulando reproches y cantaletas para dos semanas.
Ella, Gaby, sabía lo que era vivir con un hombre de genio endiablado y soportar sus insultos. Como Luis, Claude estaba condenado a envejecer solo a menos de encontrar a una mujer tan desesperada por casarse que se aguantara su mal humor. Pero ella había aprendido la paciencia: cada cosa llegaba a su momento y de nada servía querer precipitar el destino. Isabel encontraría un trabajo, dejaría a Claude y probablemente haría su vida con otro hombre. Solo le deseaba que la ruptura no le trajera el sufrimiento que ella había padecido al abandonar a Luis. Aún ahora se acordaba con espanto de esos primeros meses de soledad, cuando recorría las calles de arriba abajo hasta quedar agotada y regresaba a su estudio para tomar un somnífero y olvidar sus pesares en el sueño. Cuántas veces luchó contra la tentación de llamar a Luis por teléfono y reanudar con él sus relaciones malsanas. Pero a fuerza de carácter construyó esa muralla de cortesía indiferente que le oponía cuando venía a verla trayéndole cajas de chocolate. Le oía hablar de sus conquistas sin inmutarse en lo más mínimo. Su manía de perorar sobre sí mismo se había acentuado con los años. No le interesaba conocer su opinión ni le pedía noticias de su vida. Se habría quedado estupefacto si supiera el número de aventuras que ella había tenido desde su separación. Un personaje curioso y hasta ridículo le había enseñado a reconciliarse con la sexualidad.
Era un hombrecito feo, con una boina marrón un poco sucia y deformada por el uso, que parecía la caricatura del francés ordinario. Esperando la llegada del metro vislumbró su impermeable barato, el pan debajo del brazo y la actitud de la persona acostumbrada a recibir órdenes. Cuando subieron al vagón vio su rostro de perro triste cubierto de huecos provocados seguramente por una antigua enfermedad de la piel y, en sus ojos, un deseo de ella, hambriento y deslumbrado, que la conmovió. Se bajó en la misma estación y la siguió cautelosamente hasta su estudio. Al día siguiente lo encontró parado frente al edificio con unas flores un poco marchitas en la mano. Se acercó a él y lo invitó a tomar un café. Sus ojos inconsolables parpadearon de asombro mientras ella cogía las flores que estaban a punto de caerse al suelo. La acompañó a hacer el mercado y regresaron juntos a su estudio. Entonces hablaron, o mejor dicho, él le contó los pormenores de su vida, que era de una mediocridad insostenible. Hijo de campesinos, había logrado terminar el bachillerato y obtener una beca para estudiar química. Pasó dos años en la universidad y consiguió un empleo en el laboratorio como ayudante para preparar los experimentos destinados a los alumnos. La beca se terminó, sus condiscípulos se graduaron y con el tiempo algunos se volvieron profesores y sus jefes. Ellos lo incitaban a continuar los estudios, pero él decía sentirse muy bien donde estaba, en el laboratorio. Su vida afectiva era otro gran fracaso. No le hablaba a su esposa desde hacía dieciocho años, pese a compartir ambos el mismo apartamento y si necesitaba dirigirse a ella lo hacía a través de su hija a la hora de la cena. La hija, por supuesto, había abandonado muy pronto los estudios y un día apareció embarazada de un desconocido. Él solo se ponía contento los fines de semana, cuando iba al caserío donde una tía solterona le había legado una casucha y un pequeño huerto en el cual pastaban seis ovejas alrededor de un manzano. Como ella tenía por principio no hacer el amor en su estudio, aceptó acompañarlo al campo una semana después, quizás porque en el momento de despedirse Félix, así se llamaba, le dio un beso que revelaba mucha sensualidad. Comprendió que Félix quería asear su casa, poner sábanas limpias, lavar el baño y la cocina, pero cuando a los tres días la llamó por teléfono a fin de contarle que se había caído de una escala mientras recogía sus manzanas rompiéndose una costilla no tuvo necesidad de mucho razonamiento sicoanalítico para comprender que Félix iba a hacer con ella lo mismo que con sus estudios de química, es decir, girar a su alrededor sin jamás comprometerse y le exigió, costilla rota o no, que se encontraran como lo habían convenido.
Con un vendaje en el pecho y tomando aspirinas cada dos horas, Félix la condujo a un rancho de piedra, donde, aparte del lecho, no había más nada. Ella esperó a calentarse frente a una gran chimenea y luego, sin decir una palabra, se desnudó y llevó al perturbado Félix a la cama. Y allí todo cambió, fue como un milagro: Félix sabía amarla cubriendo de besos su cuerpo de repente codicioso, penetrándola lentamente, tenaz y seguro de sí mismo, sin importarle el tiempo que a ella le tomaba salir de sus inhibiciones y perderse al fin en el torbellino de un espasmo que la lanzó para siempre al mundo de la vida, donde todo existía, desde el pétalo de una flor hasta el deseo de un hombre. En ese instante comprendió que nunca más sería la misma, tímida y acobardada, esperando un placer que no llegaba porque no sabía exigirlo. Como el tapón de una botella de champaña sus viejos pudores volaron en el aire y se disolvieron. Quiso ponerse a prueba y se acostó con un profesor de inglés que la perseguía desde hacía tiempo. La experiencia fue positiva y dejó a Félix que jamás había leído un libro, ni visto una película, ni puesto los pies en un avión. Él la acusó de haberlo utilizado y era verdad, pero una vez pasados los momentos de emoción no tenía nada que decirle y con su boina y su jersey tejido por su mamá, Félix resultaba completamente impresentable. A ella la esperaban otras aventuras. Su oficio de fotógrafa de prensa le permitía conocer hombres que, como Félix, sabían hacerle el amor sin pedirle, sin embargo, pasar los fines de semana en una choza infecta. De cierto modo todos los hombres del mundo estaban a su disposición porque ella los aceptaba tal como eran. Había conocido de manera bíblica a un chino, a un hindú, a un iraní, a un griego y le faltaban dedos para contar el número de amantes europeos encontrados en París, Londres y Roma. Aparte de Isabel y de Virginia nadie lo sabía, ni siquiera Louise, cuyas confidencias recogía cuando iban a almorzar juntas en un restaurante cerca del boulevard Raspail. Pasaba por Gaby la virginal, una mujer de cuarenta años dedicada a su trabajo y ajena a las peripecias de la seducción. Creía, y así se lo había dicho a Isabel, que las mujeres debían tener más experiencia antes de envolverse entre los velos de la vida conyugal. Pero Isabel, aterrada aún por el mal comportamiento de su padre, buscaba la seguridad a cualquier precio, así le tocara soportar a Claude.
Para Anne aquella fiesta parecía una velada fúnebre. Con un Claude fastidiado por la presencia de ellos, los latinoamericanos empezaban a perder su entusiasmo y tendían a agruparse en los rincones del salón. Por espíritu de contradicción ella subía el volumen del tocadiscos y los incitaba a bailar. Siguiendo su ejemplo Octavio, Gaby y Virginia bailaban alegremente mientras la expresión de Claude se volvía más hosca y un tic le hacía cerrar un ojo. Ella no se hacía ilusiones: la depresión de Isabel solo se terminaría cuando abandonara a aquel hombre, cambiando radicalmente la situación. Claude era muy guapo, pero no se vivía con la belleza, un don que su dueño no podía dar ni prestar y ni siquiera compartir. Había descubierto eso al lado de Danny, el hombre más hermoso que había conocido, un mestizo norteamericano de negro, indio y blanco, que tenía la cara de una escultura griega, la piel de un tutsi y el cabello de un apache. De noche, acostada junto a él, le daba lástima dormirse y dejar de contemplarlo. Danny no la tocaba y era capaz de pasar semanas sin dirigirle la palabra. La droga lo mantenía en otros mundos y solo le interesaba el clarinete. Estaba con ella porque así tenía un lugar donde vivir y lo perdió cuando una millonaria, también fascinada por su belleza, le ofreció una casa de campo en la cual podía tocar el clarinete día y noche sin molestar a los vecinos. Se sintió tan desgraciada que resolvió hacer el amor, después de seis meses de abstinencia, con el primer hombre que tropezara. Y lo que encontró fue un bandido, ni más ni menos, salido de la cárcel ese mismo día, por la mañana.
Caminaba por el andén hacia el metro cuando Eric —su nombre de guerra pues el verdadero hasta su madre había preferido olvidarlo— se acercó a preguntarle dónde había comprado su pantalón de cuero porque quería regalarle uno igual a su hermana. Entre el gentío de las seis de la tarde resultaba imposible mostrarle en un mapa de París el lugar del almacén y fue con inocencia como aceptó seguirlo a un café para hacerle un plano. Allí empezó a seducirla. Ella había notado el perfecto corte del vestido bajo el abrigo de piel, los guantes de cabritilla y los zapatos de buena clase. Creía estar en presencia de un gentilhombre y cuando, una hora más tarde, después de hacer el amor en un hotel, fue al baño para lavarse, dejó al pie de la cama su cartera. Eric la condujo en su automóvil deportivo a su apartamento. Quedaron en verse el día siguiente, pero al abrir su cartera descubrió que Eric le había robado quinientos francos, todo el dinero que contenía su billetera. Le comentó la cosa por teléfono a sus amigas y una de ellas, Bernadette, reconoció a Eric por su nombre y su apariencia aconsejándole huir de él como de la peste negra. A Bernadette, que había cometido el error de llevarlo a su casa, le robó una colección de estampillas muy valiosas y cuando ella fue a buscarlo al café que solía frecuentar y se las reclamó, la amenazó con degollarla en una estación de metro. Desde entonces Bernadette circulaba en bus y se las había ingeniado para hacerle creer a su tío, ministro de la república, que el ladrón había entrado en su casa rompiendo el vidrio de una ventana. Con tal de no volverlo a encontrar, ella, Anne, salía por una de las puertas traseras del almacén, caminaba hasta la Ópéra, donde tomaba el metro y regresaba a su apartamento a medianoche. En uno de esos deambulares conoció a René, el producto más refinado que la alta burguesía francesa podía germinar. Hijo de millonarios, René había renovado un viejo café situado frente a Les Halles, donde solo servía vino y que rápidamente se había convertido en uno de los lugares de moda de la ciudad. Virginia lo conocía, pero decía que lo mantenía en reserva para cuando Isabel dejara a Claude. Y ella debía reconocer que René le iba a Isabel como anillo al dedo. Ambos tenían la misma clase, la misma delicadeza. Ambos pertenecían al mundo de los privilegiados de la vida, de los que nacían y se mantenían bellos como si el tiempo no los tocara. Formarían una bonita pareja si el destino los ponía en contacto.
Hacía meses que Luis no veía a Gaby y cuando al fin pudo encontrarla por teléfono y ella le contó que iba a casa de Isabel le pidió la dirección y ahora entraba en aquel apartamento que tenía la sobriedad de una celda de monje. Al saludar a Isabel notó su aire deprimido como si hubiera estado recibiendo golpes sin poder defenderse. Eso fue lo que le pareció: un animalito maltratado, como le había dicho Gaby. De pura indignación pasó delante de Claude sin dirigirle la palabra y fue a servirse un vaso de whisky. De todas las primas de Gaby, Isabel era la única que le guardaba simpatía. A ella le habría podido contar sus problemas con Ester, que le estaban envenenando el alma. El día que la conoció enmudeció de susto: era la mujer más bonita que sus ojos habían visto. Llegaba a París como directora de relaciones públicas de una federación colombiana después de haber escapado de la patanería de un segundo marido que la abofeteaba en público. En realidad nunca estuvo casada con él porque en Colombia el divorcio no existía, pero vivieron juntos llevándose de cuajo las convenciones sociales y durante ese tiempo, un año, Ester fue la mujer más ultrajada de Bogotá.
Alfonso Ensaba, de cuyo origen y fortuna no se sabía nada, se despertaba a las seis de la mañana y le hacía el amor con astucia sacándola cada día de su letargo amoroso, fruto de una educación de monjas, y luego, de nuevo volvía a las andadas a las seis de la tarde, cuando regresaba del trabajo. Por la noche iban a cenar en los restaurantes de moda. Alfonso Ensaba bebía una botella de whisky antes de pedir el menú y terminaba de emborracharse con el vino de la comida. Entonces se transformaba: de verdes, sus ojos pasaban a un inquietante gris oscuro, y sus modales de playboy eran reemplazados por una expresión de cuchillero. Era en esos momentos cuando se ponía a insultar a Ester en voz baja y glacial acusándola de coquetearle hasta a los meseros. Le daba una bofetada si ella intentaba defenderse y otra si no lo hacía. Un amigo de Ester le consiguió aquel trabajo en París aconsejándole buscarse un hombre conveniente y casarse por la ley francesa. En principio, pues, intentaba encontrar marido y en nombre de ese proyecto salía con cuanto hombre conocía. No se sabía si pasaba o no al acto, pero a él lo estaba cocinando a fuego lento desde hacía tres meses. Después de encerrar a los hijos en un internado en Suiza, se mudó a un apartamento de dos piezas que comunicaban entre sí por una puerta siempre abierta, un salón desde el cual podía verse la gran cama del cuarto.
Todo en Ester era equívoco. Como Malta, compraba su ropa en los almacenes del Faubourg Saint-Honoré, pero sus vestidos, demasiado descotados y pegados al cuerpo, resultaban insinuantes, pese a su elegancia. Ofrecía con los ojos un océano de voluptuosidades y a la hora de la verdad se escurría diciéndole que solo quería ser su amiga. Luis no sabía a qué atenerse cuando un buen día desembarcó Ensaba. Se instaló en el apartamento de las promesas no cumplidas y durante las dos semanas que duró su visita Ester descolgó el teléfono.
Al irse Alfonso Ensaba, Ester apareció con un abrigo de piel y dos collares de oro que nunca antes le había visto. Entonces comprendió que era una mujer de conducta ligera y le exigió explicaciones. Ester no se dejó intimidar: su teléfono había estado dañado y el abrigo y los collares eran los regalos de su marido. «Pero nunca te casaste con él», le gritaba temblando de cólera. «Alfonso piensa lo contrario», le respondía imperturbable. Dentro de la mentalidad de Ester resultaba normal recibir presentes del hombre con quien se acostaba. Lo comprobó cuando Ester fue a cenar al apartamento de Héctor Aparicio que, divorciado de su esposa, llevaba la gran vida y le echaba mano a cuanta mujer bonita pasara a su alcance. Al día siguiente, alertado por un mal presentimiento, se instaló desde temprano en la oficina de Ester hasta que llegó Héctor Aparicio. Con una expresión de niña consentida, Ester le dijo que había perdido su reloj la noche anterior en su apartamento mientras luchaba para escapar de sus garras de león. Experto en mujeres, Héctor, ni siquiera puso en duda su afirmación y se limitó a invitarla ahí mismo a Cartier. Él, Luis, los siguió y como el automóvil de Héctor era deportivo le tocó sentarse atrás, en el asiento del perro. Aguantando un cólico de rabia los oyó hablar entre ellos sin hacer caso de su presencia y luego los vio bajarse, entrar en el almacén y regresar. Héctor sonreía con buen humor y Ester enarbolaba en la muñeca un reloj que era una verdadera joya. «Costó diez mil francos», le oyó decir al subir al automóvil.
Esa misma noche la violó en la cama que tantas veces había visto con anhelo desde el salón y para su gran sorpresa aquel acto brutal desató en ella el placer. Ester le confió que solo lograba liberarse de sus pudores en situaciones extremas. Desde entonces le hacía el amor en los lugares más peligrosos, donde podía armarse un escándalo si los descubrían, el ascensor, el automóvil o detrás de la puerta de su oficina. Pese a aquel festival amoroso, Ester seguía saliendo con otros hombres y él sentía que el alma le hervía de celos. Había pensado inclusive en pedirle a Gaby la separación de cuerpos —cosa que cualquier abogado podía hacer en Bogotá con el consentimiento de ambos— pero tenía miedo de quedar en ridículo delante de ella si Ester lo dejaba. De todos modos le hablaría de sus dificultades a Gaby y le pediría su opinión, así le oyera decir que volvía a colocarse en la situación de niño abandonado cuya madrastra, representada por una mujer bella y de alto rango social, lo hacía necesariamente sufrir.
Aurora no comprendía por qué su tía Isabel soportaba a un hombre tan antipático como Claude. Ella no tenía marido y vivía feliz y contenta. Había venido a París para convalidar su diploma en Derecho Internacional antes de empezar a trabajar en la oficina de José Antonio Ortega, otro tío lejano casado con una francesa. Matilde, la hija mayor de José Antonio, estudiaba en Bellas Artes y allí había conocido a Doris, una mujer un poco aindiada, amante de un sobrino de Picasso que desconfiaba hasta de su sombra. Pedro y Doris formaban una pareja triste y estéril. Vivían en un pequeño apartamento mal iluminado gastando con parsimonia el dinero obtenido por la última venta de un cuadro del tío. Justamente se les había acabado la plata y ella, pensando en las relaciones de Virginia, ofreció servirles de agente por el dos por ciento del valor del nuevo cuadro que se disponían a vender. Pero Virginia estaba en Tokio y ella no tenía experiencia. Hacía un mes que trabajaba cuando Doris le presentó a Andrea, que aseguró conocer a los hombres más ricos de París.
Andrea era muy bonita, pero su vida parecía marcada por la tragedia. De niña su padrastro la había violado, se fugó de su casa a los quince años y llegó a París sin saber qué hacer. Como sirvienta descubrió al hombre que sería su Pigmalión. Le pagó clases de solfeo y la puso a cantar en un cabaret. Pasó diez años cantando en las grandes ciudades de Europa y llegó a Toulouse en la época en que se abría la fábrica aeroespacial. Allí se enamoró, por primera vez en su vida, de Guillaume, un ingeniero, y conocieron un amor feliz hasta que una muchachita de la burguesía local se encaprichó de él. La jovencita iba a esperarlo todas las mañanas a la parada del bus que lo llevaba al trabajo y escribía poemas para él. Al anochecer lo seguía hasta el apartamento, ubicado en la planta baja de un edificio. Una tarde tocó el timbre de la puerta y, muy pálida, le preguntó a ella si podía entrar. Quería ver las cosas de Guillaume: palpó como una reliquia su cepillo de dientes, olió sus vestidos y luego estalló en sollozos. Ella no sabía cómo consolarla, pero no estaba dispuesta a perder a Guillaume. Esa noche hicieron el amor con la pasión de siempre, sobre el sofá del salón porque el deseo les impidió ir hasta el cuarto. Ninguno de ellos advirtió que la muchachita los espiaba desde una ventana que habían olvidado cerrar porque estaban en verano, y al día siguiente, cuando salían muy contentos a comprar pan fresco para el desayuno, la encontraron tirada en el suelo al pie de la puerta en un charco de sangre. Se había cortado las venas y había muerto mientras ellos se amaban y dormían. Aquella desdichada historia produjo un escándalo y los padres de la jovencita se las arreglaron para que Guillaume perdiera su empleo. Las cosas no fueron nunca más como antes. Lo que no pudo obtener en vida, la muchachita lo consiguió con su muerte. Guillaume la abandonó y se fue a Canadá. Instalada en Lille, ella abrió un bar con su nuevo amante, Didier el milagroso, llamado así porque había sobrevivido a tres atentados, pero la mafia local les exigía tantos impuestos que tuvieron que cerrar el negocio. Ahora Didier estaba en la cárcel por tráfico de armas robadas y la policía la acusaba a ella de ser su cómplice. Debía presentarse a la comisaría una vez por semana y tenía urgente necesidad de ganar dinero para poder pagar el alquiler de un diminuto apartamento situado muy cerca de los Champs-Élysées.
Ella, Aurora, conoció aquella habitación y quedó muy sorprendida al ver que solo contenía una cama y un pequeño tocador con perfumes y objetos de maquillaje. Nadie parecía habitarla y Andrea le explicó que comía sánduches en cualquier café porque detestaba cocinar. No le había presentado a sus amigos millonarios, pero mostraba tanto empeño en trabajar que aceptaba con agrado su compañía. En esas llegó Virginia, conoció a Andrea y al instante descubrió quién era. «Cómo», le dijo cuando quedaron solas, «cantante de cabarets, aventurera en Toulouse, batillera en Lille, amante de gángster y un apartamento cerca de los Champs-Élysées, suma todo eso y tienes una puta como resultado. No venderás un solo cuadro con ella porque los hombres son tan extraños que le impedirán ganar sesenta mil francos a una mujer que pueden obtener por doscientos». Y así ocurrió. El día que Andrea encontró al cliente ideal, un galerista cuyo socio norteamericano buscaba un Picasso, ella le suplicó que no se acostara con él. Pero la fuerza de la costumbre fue más fuerte. Ella, Aurora, lo comprobó al llegar al restaurante donde se habían dado cita, cuando el galerista la miró como si viera una aparición. «¿De dónde sale usted?», le preguntó a boca de jarro. Y mientras el hombre aquel y Andrea discutían ferozmente sobre el derecho de hacerle esa pregunta, el norteamericano, menos hábil en materia de mujeres, le dijo que el cuadro no le gustaba, pero que si quería ganar sesenta mil francos no tenía más que acompañarlo a Londres el próximo fin de semana. Ella estaba pensando a qué hotel lo llevaría, porque le parecía atractivo, pero al oírle formular aquella pregunta se levantó indignada de su silla, tiró el menú sobre la mesa y se fue del restaurante. Nunca más volvió a ver a Andrea. Su tía Virginia le había advertido que tarde o temprano intentaría prostituirla. Pero cuando un mes después vendió el cuadro a un coleccionista venezolano por intermedio de su tía, quiso darle a Andrea el cuarto de su comisión y fue a buscarla al apartamentico cerca de los Champs-Élysées. Le abrió la puerta la propietaria, una mujer de ojos duros, que le aseguró que jamás lo había alquilado a ninguna Andrea Colmitoni. «Esta es una casa respetable», añadió un segundo antes de botarle la puerta en la cara. Después de haber entrevisto lo que debía ser el infierno, ella se retiró prudentemente a sus lares y se asoció al proyecto de su tía Virginia, encontrarle un trabajo a Isabel.
Invitada por Ángela de Alvarado, Helena Gómez comprobaba que nada tenía que hacer en ese mundo. De qué manera explicarle a la gente su cansancio, su irremediable falta de interés hacia los amores y su aburrimiento frente a las pasiones de la vida. Cuando cumplió cincuenta y cinco años sus hijas reunieron dinero para que se hiciera una cirugía estética. Aquella operación le devolvió el bonito rostro de su juventud y le transformó el cuerpo. De caídos, sus senos se irguieron, de aflojadas, sus nalgas fueron recogidas como las de una jovencita. Con una inclemente dieta sin azúcar perdió doce kilos y al cabo de un tiempo su visión de la realidad empezó a cambiar. No se sentía a gusto entre sus viejas amigas para quienes la aventura estaba terminada y esperaban en secreto la muerte. Quería vivir. Jairo, un hombre de cuarenta y cinco años, se enamoró de ella y tuvieron un largo y apasionado noviazgo antes de casarse. Pero la noche de boda, cuando él hizo valer sus derechos conyugales, se sintió agraviada en lo más profundo de su ser. Cómo soportar que su cuerpo recibiera caricias y su viejo sexo fuera penetrado. Al día siguiente hizo cama aparte y al mismo tiempo, sin saber por qué, contrató los servicios de un detective privado para tener pruebas de que su marido le era infiel. Cuando, cansado de tanta aridez marital, Jairo volvió a sus amores de soltero le armó el gran escándalo, pidió el divorcio y obtuvo la mitad de su fortuna. Con esa plata se había venido a París a visitar a su amiga Ángela de Alvarado, pero no era el dinero lo que quería, sino algo que en el fondo ignoraba, algo más etéreo que la pasión, ese sentimiento oscuro que hacía mover a todas las mujeres a su alrededor. Estaban allí para sostener moralmente a Isabel, le había contado Ángela, e Isabel quería salvar su relación con Claude, ese hombre de aire perturbado que ni siquiera la saludó al entrar. De nada servía establecer ese tipo de compromiso. Ella lo había comprobado durante los veinte años de su primer matrimonio con un marido a quien no amaba, pero de quien no se atrevía a separarse para respetar las convenciones sociales y pese a estar enamorada hasta la locura de Jerónimo. De él eran sus dos últimas hijas. Mientras fueron pequeñas pudo ocultarlo, pero apenas comenzaron a crecer con sus cabellos dorados como el resplandor del sol y sus ojos azules que parecían reflejar el mar, todo el mundo supo de qué padre habían nacido.
Para entonces, cansado de esperarla, Jerónimo se había casado y había fundado una familia. Después de diez años de separación no podía pedirle que abandonara todo y se fuera a vivir con ella. Además, ya no lo quería y empezaba a deslizarse en su alma ese desafecto hacia las cosas del corazón. Ni sus viejas amigas desalentadas, ni esas mujeres que veía ahora inquietas por los alborotos del amor podían darle la réplica adecuada. Quería contemplar cuadros, escuchar música, estudiar filosofía. Tenía la intención de inscribirse en la Sorbona y cada noche, al abrir un libro, le daba silenciosamente las gracias a su autor por haberlo escrito. Por las mañanas visitaba el Louvre y pensaba ir unos días a Italia para visitar los museos de Roma, Florencia y Venecia. Ángela no la acompañaba en sus excursiones artísticas, pero había conocido a un hombre que tenía los mismos intereses que ella. Se llamaba Enrique y era tan reservado que habría resultado indiscreto preguntarle dónde había nacido y cuántos años tenía. Trabajaba como profesor de castellano y su minúsculo sueldo apenas le permitía pagar el alquiler de un apartamento en el cual solo había un sofácama, un tocadiscos y multitud de libros de ediciones baratas. La había invitado a tomar el té y se lo sirvió en una taza desportillada, pero muy limpia. Enrique creía que los pintores, escritores y compositores trabajaban para él ofreciéndole sus obras. Estaba al tanto de todo lo que ocurría en el mundo del arte. Iba a las iglesias donde presentaban conciertos gratuitos y no tomaba vacaciones, sino que durante los días feriados viajaba a las diferentes ciudades de Europa a visitar museos y castillos. Entre erudito y asceta, ella habría aceptado vivir a su lado si se lo hubiera pedido. Pero a Enrique le gustaba la soledad. Pasaba a buscarlo a la salida de la escuela donde dictaba sus cursos de español y lo llevaba al cine y después a un restaurante, lujos que él no podía permitirse. Le regaló una gabardina forrada con piel para que no tiritara por las calles de París y él, agradecido, le hizo la lista de los libros que era imprescindible leer, desde los griegos hasta los autores contemporáneos, con el fin de salir de la ignorancia. Ella los compró casi todos metiéndolos en tres baúles que pensaba mandar por barco a su regreso.
A eso aspiraba, a una vida de lecturas y reflexión. Levantarse temprano, tomar una taza de té sin azúcar, limpiar la enorme casa que había heredado de sus padres y, por la tarde, ponerse a leer hasta el momento de salir a recoger a sus nietos del colegio porque sus cuatro hijas trabajaban y ella no quería dejarlos en manos de sirvientas obtusas que podían malearles el carácter. Tenía por delante muchas lecturas para intentar descubrir el cómo y el porqué de las cosas. En la Sorbona pensaba permanecer un tiempo para iniciarse en la Filosofía y volvería unos años después con su diploma de bachillerato a fin de inscribirse como Dios manda. A esas alturas sus nietos estarían ya formados y no tendrían necesidad de su protección. La sola idea de que iba a dejar atrás sus compromisos de esposa, madre y abuela la hacía sentir liberada. En su familia las mujeres envejecían lentamente y morían muy viejas conservando una buena salud física y mental. Por primera vez en su vida era libre y podía hacer lo que quería. Pero la experiencia tenía algo de insidioso: casi siempre llegaba demasiado tarde y resultaba imposible comunicársela a los demás. ¿La escucharía Isabel, esa mujer de ojos vencidos que según le contó Ángela de Alvarado había hecho estudios de Derecho y había llegado a París como diplomática? No, seguramente se aferraría a Claude con tal de darles a sus hijas una educación laica. Eso le había dicho Virginia añadiendo que su prima creía estar enamorada de ese mequetrefe.
Los latinoamericanos llegaban como hordas, pensaba Claude sintiendo que se enloquecía de rabia, ponían el tocadiscos a todo volumen y bailaban al ritmo de danzas salvajes. Por suerte él no había gastado un franco en whisky y picadas, pero aquel apartamento le pertenecía y los invitados de Isabel parecían ignorarlo. Si al menos fueran obreros y no burgueses incapaces de un gesto de solidaridad hacia la miseria humana. Sin saber por qué, odiaba especialmente a los favorecidos del tercer mundo, que desde la Conquista habían torturado y esclavizado a los indios y a los negros. Isabel venía de ese medio, descendía de hombres y mujeres altaneros y acostumbrados a imponer su voluntad. Bastaba verle su porte y sus maneras, a pesar de que era amable con la gente. Casi le había dado un ataque el día que sus compañeros de estudios en la escuela del partido tuvieron la calamitosa idea de pasar a recogerlo en su casa. Isabel les abrió la puerta y los invitó a entrar sin reparar aparentemente en su aspecto de hombres salidos del pueblo. Ellos, en cambio, se dieron cuenta de su elegancia y del cuadro en el cual vivían. En el trayecto hacia la escuela le hicieron preguntas cautelosas y él se vio obligado a inventar que Isabel era una exguerrillera refugiada en Francia. De regreso al apartamento tuvo una crisis de cólera y le prohibió volver a abrir la puerta entre las ocho y las diez de la mañana, horas durante las cuales sus condiscípulos podían venir a buscarlo. La dejaba ir sola a hacer el mercado por miedo a que los miembros del partido que vivían en su barrio la conocieran.
A Isabel no tenía manera de ubicarla: desentonaba en su familia a causa de sus ideas liberales que exponía con desenfado y tampoco podía presentarla a sus compañeros que verían en ella a una burguesa. Quería guardarla para él solo y su necesidad de hacer traducciones la mantenía encerrada en la casa. Solo sus amigas y sus primas se obstinaban en visitarla rompiendo la alambrada que él había puesto a su alrededor. Desconfiaba de los latinoamericanos porque con ellos podían llegar los españoles que años atrás habían intentado envenenarlo. Juana decía que esa historia era fruto de su imaginación, pero los hechos no podían negarse. Fue abofeteado en público y al día siguiente encontró la puerta de su apartamento forzada y dos ratas muertas junto al mueble que le servía de despensa; más aún, en la nevera encontró un huevo agujereado. Tuvo tanto miedo que botó todos los alimentos junto con toallas y sábanas y se instaló en casa de sus padres durante nueve meses. Donde ellos se sentía protegido como si en esa mansión que tanto odió en su niñez no pudiera ocurrirle nada. Le contó todo a su madre, que se mostró comprensiva y llena de generosidad. En ningún momento puso en duda sus temores. Le compró ropa para la casa y ella misma bordó sus iniciales en las toallas y servilletas. Un día le dijo: «Claude, creo que tus enemigos se fueron de Francia y puedes regresar a tu apartamento». Y en efecto comprobó que nadie lo seguía y encontró intacta la nueva cerradura colocada antes de partir. Volvió a visitar a Juana en la semana. El sábado que conoció a Isabel fue para probarse a sí mismo que no temía a los españoles. Estaban en todas partes, en casa de Juana, pero también en los grupos de Testigos de Jehová que empezaron a acosar a Isabel apenas vieron su nombre en el buzón del correo. Los españoles, a pesar de lo que decía su madre, no le perdonaban el haberlos insultado. De noche, cuando después de aparcar el automóvil regresaba a su casa, oía sus voces cuchicheando en la oscuridad. Fingían salir del cine para espiarlo. Curiosamente, la impresión de ser seguido se había acentuado desde que conoció a Isabel, como si a los españoles les disgustara verlo en compañía de uno de ellos, pues Isabel nada tenía de mestiza, pese a la historia que contaba según la cual una de sus bisabuelas se había enamorado de un indio y de esos amores habría nacido la madre de su padre, algo perfectamente escandaloso a ojos de su familia, católica y conservadora. Solo su hermana Geneviève, que había viajado mucho por América Latina, decía que podía ser verdad, dada la fisonomía de Isabel. En todo caso los españoles no lo perdían de vista y Virginia, amiga de ellos, había encontrado la manera de introducirse en su casa con el pretexto de organizar una fiesta para darle ánimos a su prima. Esa situación jamás se volvería a repetir.
Como se atrapa a alguien a punto de ahogarse, pensaba Florence, Virginia la había ido a buscar a su cuarto para traerla a aquella reunión. Nunca pensó que caería tan bajo. Jérôme la dejó por un hombre botándola de paso del almacén y le tocó recurrir a la caridad de sus antiguas amigas ofreciéndose a planchar las camisas de sus maridos. Iba al trabajo con su abrigo de visón, lo único que le había quedado de su naufragio, y planchaba cuatro horas por las mañanas y otras cuatro por las tardes, ganando lo estrictamente necesario para sobrevivir. Ahora comprendía por qué los obreros hacían huelgas y veía como un escándalo las diferencias de salario. Al principio sus amigas iban a la pieza donde planchaba y le ofrecían un café, luego dejaron de hacerlo y sin darse cuenta se volvieron sus patronas.
También ella había cambiado. Lo descubrió un día frente a la vitrina de un gran almacén cuando vio venir a su encuentro una mujer mal peinada, de hombros caídos y expresión abatida que se le parecía confusamente. Al comprender que era su reflejo pensó: «Dios mío, qué vieja estoy». En ese momento una gitana quiso leerle las líneas de la mano, pero la rechazó con un ademán de disgusto. Su porvenir había sido trazado desde que Pierre le pidió el divorcio. Jérôme representaba apenas una piedra a la cual se había asido un momento antes de caer al fondo del precipicio. Y pensar que Isabel, con ese apartamento, se permitía el lujo de tener una depresión nerviosa. Se lo diría en la primera oportunidad, que se dejara de necedades y conservara al hombre que quería ser su marido aunque no lo soportara sexualmente. Los hombres pedían muy poco: media hora por la noche y el resto del tiempo la dejaban a una en paz, permitiéndole disfrutar de las cosas buenas de la vida: vestirse bien, disponer de un automóvil y pagarle a una muchacha para que hiciera el oficio. Ahora que había descendido al nivel de una sirvienta recordaba con nostalgia sus años al lado de Pierre, añorando rabiosamente sus ventajas materiales, el apartamento, la mansión de Normandía y el hecho de poder comprarse un sastre elegante e ir dos veces por semana al salón de belleza. Pierre era tacaño, pero le daba los medios de lucir bien. Además le entregaba cada mes una suma de dinero destinado a cubrir los gastos de la casa y como se las sabía arreglar podía hacer ahorros a pesar de recibir perfectamente a los invitados. Era el ama de casa ideal: se levantaba muy temprano a pasar el aspirador, meter la ropa en la lavadora e ir al mercado para comprar los ingredientes de las recetas de cocina que le permitían preparar sus cenas maravillosas. Aunque no hubiera invitados le servía a Pierre unos platos que parecían salidos del horno de un gran cocinero. Avaro en sus alabanzas, Pierre se veía obligado a afirmar que no tenía necesidad de ir a restaurantes para comer como un rey.
¿De qué servía seguir pensando en eso? Y sin embargo la memoria del pasado le permitía seguir de pie. A su alrededor había personas que la miraban como si fuera una pobre mujer arrastrándose por las calles de París. Solo delante de Virginia y Louise podía evocar aquellos años de riqueza, cuando recibía a lo más granado de la sociedad parisiense. Sus recuerdos tendían a confundirse, pero había uno grabado en su memoria con sorprendente nitidez: la fiesta en casa de la marquesa de Epineuseval. Entre los invitados circulaban los adultos de la familia y el resto, los viejos y los niños estaban sentados en unas gradas instaladas para la ocasión, como en un estadio, y todos parecían vestidos de la misma manera y tenían un aire etéreo de enfermos. Fue Gaby la primera en advertirlo y añadió: «Se imaginan que les servimos de bufones». De inmediato se presentó a ellos diciéndoles: «Mucho gusto, soy la princesa del Putumayo». Lo más cómico fue que se creyeron el cuento y se pusieron de pie haciéndole una reverencia. Muy pronto se propagó la noticia de que ella, Florence, había venido en compañía de una aristócrata latinoamericana y sus amigos le reprochaban el haberlo ocultado. La marquesa de Epineuseval parecía desconcertada. «Si es princesa, es hija de rey», le oyó decir, «pero ¿dónde está el Putumayo?». «Debe ser un reino fundado por uno de los conquistadores», comentó un presuntuoso. Total se armó el gran desorden, la gente inclinaba la cabeza al paso de Gaby y ella, Florence, no sabían cómo aguantar las ganas de reír. Además las dos copas de champaña que había bebido se acumulaban en su vejiga siempre estrecha y se moría por ir al baño, pero no se atrevía a dejar sola a Gaby, pese a que la veía interpretar muy bien su papel. Finalmente venció el miedo del escándalo que podía estallar de un momento a otro y aprovechó un instante en que estuvieron alejadas de los invitados para suplicarle partir cuanto antes. «Tienes razón», le dijo Gaby, «en una situación como esta Napoleón habría asegurado que la mejor estrategia es la huida».
Ya en la calle soltaron la risa y ella no pudo retenerse y se escondió detrás de un automóvil para orinar. Gaby decía: «La princesa del Putumayo tiene una amiga incontinente» y ambas estallaron en una gran carcajada. Era luna llena y por una vez el cielo de París estaba despejado. Caminaron una cuadra hasta el automóvil, pero la brisa de la calle la embriagó y Gaby tuvo que manejar. La condujo a su casa y luego tomó un taxi para regresar a la suya. En esa época Gaby era encantadora. Alegre y desenfadada, se burlaba del mundo entero. En una ocasión fueron al museo Rodin y como estaban haciendo reformas habían suspendido el sistema de alarma. En el tercer piso Gaby descolgó un dibujo del escultor y mientras ella temblaba de pánico bajaron la escalera y Gaby, con el dibujo en la mano, se acercó a la oficina de la dirección del museo y le dijo a una secretaria lívida de espanto que era escandaloso dejar las obras de Rodin a la merced de cualquier ratero. La secretaria le dio las gracias prometiéndole que pondrían guardias en todos los salones del museo. Esa era la Gaby que ella quería. ¿Cómo pudo tratarla tan mal la última vez que fue a su apartamento? Le hizo lo mismo que sus antiguas amigas le hacían a ella ahora, despreciarla porque carecía de dinero. Quería decirle que se arrepentía, pero Gaby no le guardaba el menor rencor, le había explicado Louise; más aún, le estaba profundamente agradecida por haberle procurado, gracias a Eve, los remedios durante los primeros meses de su enfermedad.
¿Y si aceptaba la propuesta de López?, se preguntaba Olga indecisa. López había llegado de incógnito a París con su dirección y una caja de bocadillos que su madre le mandó. Se había envejecido, pero conservaba su buen humor y su capacidad de hacerla reír. Quería ir a visitar los castillos del Loire. Ella lo acompañó y de viaje en viaje López dejó de ser el amigo de su padre que le contaba cuentos infantiles para convertirse en un hombre de ojos apremiantes que le declaraba su amor en cada etapa. Al regresar a París le prometió darle los hijos que quisiera tener. Ese detalle tan banal la conmovió. En todos esos años de relaciones amorosas, Roger no había dejado de usar preservativos dizque para no crearles traumas a los hijos nacidos del vientre de su esposa. Y ella, en resumidas cuentas, quería fundar una familia. Entre ser la amante de un Roger todavía en sicoanálisis, frágil como una doncella, y volverse la esposa de López no cabía la menor vacilación. Quedaban, sin embargo, dos problemas: pensar en instalarse en Bogotá la deprimía y no sabía cómo era el comportamiento sexual de López, que no quería hacer el amor antes del matrimonio, lo cual significaba de dos cosas una, o estaba enamorado de ella de manera romántica o tenía miedo de decepcionarla. Empezó a amarlo en un restaurante, cuando por broma tomó sus manos y López le acarició la yema de los dedos. No pudo contenerse y poniendo la otra mano en su nuca le acercó la cara a la suya y lo besó, ante el indignado asombro de sus vecinos de mesa, que seguramente los creían padre e hija. López le confió que la había amado locamente cuando ella tenía doce años, pero que no se atrevió a decirle nada. Solo le habló de eso a Juan Velázquez, su compañero de fiestas, en cuyo hombro lloraba de desesperación. Luego su padre la había traído a Europa y él nunca más había vuelto a verla. Su encuentro de ahora era una segunda oportunidad que le ofrecía la vida.
López le decía cosas muy bellas, pero no pasaba al acto, ni siquiera la noche que lo llevó a su apartamento y lentamente se desnudó en su presencia. Porque hacía frío conservó sus medias, de lana, con líneas de colores fuertes, que habían estado de moda hacía unos años. López las miró con horror. «Pareces una futbolista», comentó sin moverse de su puesto. Ella se las quitó, se acercó a él y lo hizo desvestirse. Se acostaron juntos sobre la alfombra de la sala. Quería ver su miembro inerte en erección, ser penetrada por él una y otra vez y se excitaba pensando en los orgasmos que la esperaban. En vano, López no reaccionó. Por lo demás, ¿cómo podía hacer el amor si había bebido una botella de ginebra y una de whisky antes de acompañarla a su casa? Le dijo francamente que no quería tener hijos de un alcohólico, pero él se limitó a responder que los encargarían a las seis de la mañana, cuando le hubieran pasado los efectos de los tragos de la noche anterior y antes de comenzar una nueva fiesta. En medio de su desorden, López tenía una afilada lógica que la inquietaba. Así, había llegado a París un mes después de la muerte de su padre, de quien era gran amigo, pero en vida de Raúl Pérez jamás se habría atrevido a solicitarla en matrimonio. Eso ella lo intuía como sabía que López estaba al corriente de la importante fortuna que su padre le había legado. Sin embargo, aquel tipo de reflexiones podía volverla paranoica y dañarle la existencia. Virginia decía que en la vida había que hacer «como si» y los problemas se arreglaban. No lo pensaría más: haría como si López la amara, se casaría con él y tendría varios hijos.