Virginia veía llegar las primeras sombras de la vejez con una secreta serenidad. Pensaba que había vivido a fondo sin hacerle mal a nadie y sin permitirle a nadie hacerla sufrir. Había conocido a muchos hombres, se había enamorado de algunos y se había retirado siempre a tiempo antes de que la relación se volviera monótona o agresiva. Había tenido, también, cantidades de amigos por todos los confines del mundo, que la seguían queriendo y a quienes visitaba con regularidad. Para ella las fronteras no existían y hasta le chocaba pedir una visa a fin de entrar en cualquier país. El sida empezaba a causar estragos entre sus amigos pintores y eso le producía una gran pena. La muerte en sí no tenía mucha importancia, pero le parecía terrible la imposibilidad de terminar una obra. Iba a verlos a sus casas y luego al hospital y terminaba asistiendo a su entierro. A veces tomaba el avión nada más que para poner flores en sus tumbas. Felizmente sus primas habían salido adelante. Gaby acababa de publicar un álbum de fotografías y, después de muchos problemas, Isabel se puso a escribir una novela. El libro de Gaby fue acogido muy bien por la crítica.
Su amiga Cristina, en cambio, había muerto. Se le dio por regresar a Barranquilla y su madre le hizo la vida tan imposible que se le reventó un aneurisma que tenía en el cerebro. Desesperada por el dolor, Cristina se apretaba la cabeza entre las manos y decía que su mente se desgarraba, que una bola de fuego ardía en su frente. Los médicos no pudieron hacer gran cosa. Cuando, ya muerta, la sacaron del pabellón de cirugía vio su cara deformada por una mueca de sufrimiento, con los ojos desorbitados. Durante el servicio fúnebre debió contenerse para no abofetear a su madre, esa mujer estúpida que hasta el final le reprochó a Cristina el haberse separado del loco de su marido. Ella, Virginia, había pasado tres meses en Barranquilla, en la vieja casa de sus padres. Cristina iba a verla cada anochecer y lo primero que hacía al entrar era pedirle una aspirina y un vaso de whisky. Bebía mientras picoteaba la comida y después de la cena. Se había enamorado de un aristócrata bogotano, Jaime Velázquez de los Llanos, recién nombrado director de una empresa cuya sede principal estaba en Barranquilla. Jaime la adoraba y aceptó un año de relaciones platónicas. A Cristina le gustaba ir a su casa atendida por un sirviente en librea y cenar a la luz de la luna frente a la piscina. Recibía sus declaraciones de amor como un bálsamo y se dejaba besar y acariciar con emoción. Pero una noche, después de doce meses de abstinencia, Jaime la penetró y cuál no sería su sorpresa al oírla gritar de horror y verla correr al baño para vomitar. Jaime repitió la experiencia varias veces sin que la reacción de Cristina cambiara y al final le dijo que debían separarse. Ella aceptó el veredicto sin siquiera defenderse, esperando en su ingenuidad que Jaime volvería a llamarla. No la llamó; más aún, después de un viaje a Bogotá, regresó en compañía de una prima suya y Cristina cayó en la desesperación.
Fue en esa época que ella, Virginia, llegó a Barranquilla y Cristina empezó a visitarla todos los atardeceres. El día de su muerte le hizo notar que el esmalte de sus uñas se desprendía. Se las había pintado varias veces y siempre con el mismo resultado: el esmalte se resquebrajaba en diminutos trozos como si las uñas no lo soportaran. Eso empezó a mediodía; a las seis de la tarde la llamó para que la llevara a la clínica y una hora después había muerto. Frente a ese cadáver de expresión desesperada sintió horror y se juró a sí misma no luchar contra la muerte. Ahora tenía problemas cardíacos, pero no veía a ningún especialista. Su tío, el seductor, habría aprobado su decisión. Él, que se había suicidado cuando dejó de encontrarle gusto a la existencia, habría considerado de mal tono aferrarse de cualquier modo a la vida. Su diario la había guiado desde que lo encontró a la edad de doce años, perdido entre los recuerdos de familia que su madre guardaba en un armario. Apenas leyó las primeras páginas la sorprendió su ironía y su lucidez. Juzgaba con ferocidad los prejuicios de Barranquilla y, más tarde, las convenciones sociales de todas las ciudades del Caribe que visitó hasta llegar a México. No se entendía con su padre, a quien consideraba un déspota estúpido, pero sentía mucho cariño por su madre y sus hermanas. La mamá de ella, Virginia, era apenas una jovencita cuando él decidió irse a viajar por el Caribe en un buque de carga.
Ya entonces había seducido a casi todas las muchachas de la alta sociedad barranquillera, las mujeres que ella veía en las iglesias dándose golpes de pecho e imponiéndoles a sus hijas, sus amigas, una moral de puritanos. Tío Eduardo contaba con terrible minuciosidad las mañas de las cuales se había valido para conquistarlas, sus caprichos íntimos y la manera como sobornaba a sus hermanos a fin de que le sirvieran de mensajeros o de vigías. Había un fondo de filosofía en sus acciones: seducir era transgredir las leyes de la sociedad y darles placer a las mujeres significaba desgarrar los velos de su sumisión, volviéndolas libres así fuera apenas una noche. Para ellas, creía tío Eduardo, no había nada más mórbido que la frustración sexual: se enfermaban, languidecían y terminaban convertidas en neuróticas insoportables. Tío Eduardo había sacado de sus inhibiciones a varias mujeres casadas. En su diario describía de qué manera se volvían luminosas como flores cubiertas de telarañas que de pronto reciben un rayo de sol. Tenía varias relaciones al mismo tiempo, pero, cuestión de caballerosidad, le permitía a cada una la iniciativa de dejarlo. Ella, Virginia, veía en ese juego de yo te conquisto y tú te vas cuando quieras un poco de perversión. Tío Eduardo las manipulaba desde el principio hasta el final. Quizás todos los seductores del mundo actuaban de igual manera, pero sin la misma honestidad.
Aparte de eso, el diario estaba lleno de reflexiones sobre la manera de comportarse en la vida, de decocciones de ciertas plantas y su utilización y del análisis de las infinitas conjugaciones del tarot. Se notaba bien que había sido un buen discípulo de Leontina, la vieja ama de llaves de su abuela. Hasta donde ella, Virginia, sabía, Leontina llegó a la casa cubierta de abalorios, con un turbante en la cabeza y un montón de hierbas medicinales en un talego, ofreciendo sus servicios de curandera pues había oído hablar de los problemas de salud de tío Eduardo, para entonces un niño frágil que se negaba a comer. Su abuelo, que pese a sus ideas conservadoras creía en los progresos de la medicina, tuvo un acceso de ira y quiso ponerla de patitas en la calle, pero su esposa no le hizo caso y Leontina se quedó.
Sus menjurjes le abrieron el apetito a tío Eduardo, ahuyentaron las ratas y fortificaron las plantas del jardín. Poco a poco Leontina se hizo cargo de la casa. Cuando nació la madre de ella, Virginia, su abuela quedó tan maltratada que debió guardar cama durante dos años y Leontina acabó por tomar las riendas de la mansión. En su posición de ama de llaves, que para la época no quería decir gran cosa, solo las sirvientas se quejaban: con Leontina a la cabeza no podían robarse ni siquiera un huevo y debían trabajar la totalidad del tiempo convenido o si no eran reemplazadas por otras más competentes. Durante esos años había cautivado completamente a tío Eduardo y lo inició en la vida amorosa. Quizás por eso a su tío le fascinaban las mujeres maduras, capaces, según escribía en su diario, de entregarse completamente a la pasión rompiendo los diques del convencionalismo. También le gustaban las mujeres del pueblo, que desconocían las reticencias de las burguesas, y las negras como Leontina, que tenían la sangre hirviente.
En realidad, tío Eduardo quería a todas las mujeres y durante años ella, Virginia, había esperado encontrar a un hombre que la amara con la misma generosidad y desenroscara los pudores de su cuerpo. Pero no lo halló y tuvo que resignarse con vivir pasiones de caricatura en las cuales el menor gesto estaba previsto de antemano y, vacías de emoción, las palabras resonaban como el viento en el desierto. Se preparaba, pues, a irse de este mundo sin haber conocido el amor cuando Isabel le presentó a Henri, un periodista político cuya firma era apreciada en las revistas de opinión, amante de Julia, una mujer extraña que daba la impresión de haber vivido todas las penas del mundo. Geneviève se enamoró de él y lo llevaba a cenar a su apartamento con el pretexto de ver películas de veleros y barcos de guerra, que había comprado apenas supo que el tema le interesaba. Para disimular un poco sus intenciones invitaba también a sus primas y a ella, Virginia, pero Henri no se daba por enterado. En una ocasión les había dicho que no soportaba la traición y el engaño y que detestaba vivir con dos mujeres al mismo tiempo. Estaba claro, pues, que mientras anduviera con la otra no les prestaría atención. Sin embargo, Geneviève insistía en presionarlo a fin de que dejara a Julia.
Una noche ocurrió algo que despertó la atención de Virginia. Acababan de cenar cuando Geneviève encendió la chimenea del salón. Todo parecía muy bien arreglado: había flores en los jarrones, el gato dormía sobre un cojín y en las copas el coñac tenía reflejos dorados. Ella, Virginia, pensó que estaba de más y con el primer pretexto se despidió. Pero Henri la siguió por la escalera porque quería comprar cigarrillos y, al llegar a la calle, la acompañó hasta su automóvil. A fin de agradecerle su amabilidad se ofreció a llevarlo a un café y Henri subió y se pusieron a hablar hasta que llegaron al primer bar abierto a esa hora de la noche. Henri compró cigarrillos para Geneviève y ellos dos y reanudaron la conversación en el trayecto de regreso. Aparcados frente al edificio donde estaba el apartamento de Geneviève pasaron más de media hora hablando sobre una cosa y otra. Finalmente se despidieron y cuando ella llegó a su casa y se bajó del automóvil cayeron al suelo los paquetes de cigarrillos que Henri le había pasado para que los guardara sobre su falda. Ni él ni ella se habían dado cuenta de aquel olvido. No pudo dormir de emoción y al día siguiente, a la primera hora de la mañana, llamó por teléfono a Isabel, experta en sicoanálisis, y le contó lo ocurrido. Su veredicto fue como un rayo: «Algo ha comenzado a existir inconscientemente entre ustedes dos», le afirmó. Entonces ella, Virginia, salió corriendo a casa de Thérèse para que le echara las cartas y también el tarot le anunció la presencia de un hombre que iría a modificar el curso de su vida dentro de ocho meses, hasta que Julia saliera del horizonte de Henri. Ella se puso a esperar el acontecimiento tranquilamente y como le quedaba mucho tiempo por delante se encargó de organizarle una exposición en Tokio a uno de sus nuevos pintores y antes de partir decidió celebrar esa noche una fiesta a la cual invitó a todo el mundo.
Isabel llegó temprano para ayudar a su prima a preparar las picadas. Desde hacía un tiempo para acá se sentía mejor, pero había conocido años terribles, cinco en sicoanálisis y cuatro como amante de su sicoanalista. Creía haber sido una paciente honesta pues siempre decía la verdad y vencía sus resistencias una tras otra. Descubrió que la misoginia de su padre le había causado mucho mal. Amenazada en su intimidad más profunda, cuando de niña le oyó decir que había que arrancarles el clítoris a las mujeres, se acostumbró a mostrarse dócil por miedo. Al enamorarse de tío Julian huyó de su padre por primera vez, y al casarse con Maurice, un hombre débil, y luego al unirse a Claude, a quien en el fondo consideraba un enfermo, había repetido el mismo gesto de rechazo a la virilidad. El doctor Gral no decía nada, pero se mostraba inclinado a aceptar ese y otros de sus razonamientos. En el momento de la transferencia afectiva, ella se quedó pasmada por la violencia de su deseo, que parecía surgido del fondo del tiempo, de los abismos de una sexualidad remota y feroz donde nada más existía.
Fue un sábado por la mañana. El doctor Gral iba probablemente a pasar el fin de semana en el campo y se había puesto bluyines. Ella hablaba como de costumbre tratando de analizar un sueño que había tenido la noche anterior cuando de pronto sus ojos advirtieron la rodilla forrada en el pantalón y una oleada de pasión la dejó paralizada en su silla como una mariposa atravesada por un alfiler. No pudo decir una palabra más; se levantó y sin siquiera despedirse salió a la calle a toda prisa. El lunes siguiente le contó lo ocurrido al doctor Gral y vio a través del brillo de su mirada que a duras penas contenía su satisfacción. ¿Era la alegría del sicoanalista que comprobaba la realidad de su teoría o era la reacción del hombre? Ella no llegó a saberlo jamás. Años después le oiría contar que para esa época comenzó a buscar prostitutas latinoamericanas a quienes llamaba Isabel mientras les hacía el amor. Pero el deseo se había ido con la misma rapidez que había venido y nunca más lo volvió a sentir, así como desaparecieron aquellos sueños en los cuales veía al doctor Gral sobre un inmenso trono vestido de gran sacerdote egipcio mientras ella, del tamaño de una hormiga, trataba de escapar de su templo.
A través del sicoanálisis descubrió también que se sentía avergonzada de su padre porque era un poco chabacano. Hubo un tiempo durante el cual, a causa de una querida exigente, dejó de darle dinero a su madre para pagar los gastos de la casa: en el jardín crecieron de un metro las malas yerbas, se agrietaron las paredes, bajaron las pérfidas líneas del comején, se oxidaron las rejas de hierro de la entrada y cayó al piso un pedazo de cielorraso dejándole paso libre a los murciélagos. Ella estaba humillada profundamente de que sus amigas vieran aquellos estragos, pero el doctor Gral parecía considerar esos recuerdos menos importantes que los relacionados con su primera infancia. Ella buceó hasta donde pudo, sacando a relucir su desafecto hacia las muñecas, su pasión por los animales y sus cálidas relaciones con su abuela materna. Un día, llevaba ya cinco años de sicoanálisis, se acordó que de niña solía jugar con frascos llenos de agua teñida con lápices de colores. Así formaba las familias de los azules, de los verdes y de los rojos y les hacía revivir las historias que oía referir a las amigas y parientas de su abuela, que la llevaba a casa de sus familiares con la sola condición de que no interviniera en la conversación. A través de sus frascos ella deshacía los entuertos y entronizaba la justicia. Era ya una forma de escribir, de volver a contar las cosas del mundo. Pero el doctor Gral no aceptó aquella explicación y le dijo perentoriamente que los frascos representaban los falos a cuya posesión aspiraba. Ella comprendió que, fascinado por sus teorías, el doctor Gral se había equivocado de interpretación y el sicoanálisis se terminó ahí mismo. Dejó de soñar y su interés por el asunto desapareció. No podía, sin embargo, separarse del doctor Gral de un día para otro porque él era el tronco por medio del cual había trepado para poder vivir. Así pues le ofreció seguir visitándolo, pagándole sus honorarios de siempre y, en lugar de sicoanalizarse, hablarle como a un amigo. Cuál no sería su sorpresa cuando le oyó decir que la invitaba a comer en un restaurante el sábado siguiente. No supo qué responderle. Por un lado era consciente de que no lo deseaba y ni siquiera estaba enamorada de él, por otro la aguijoneaba la idea de acostarse con el hombre que, según la teoría sicoanalítica, representaba a su padre, condensando en sí mismo los símbolos de la virilidad. De todos modos no podía dejarlo y estaba dispuesta a pagar lo que fuera con tal de permanecer a su lado.
Ese sábado llegó a su apartamento justo en el momento en que la última paciente entraba en el consultorio. El doctor Gral la hizo pasar al salón donde tantas veces había esperado su turno desde que no quiso seguir yendo al hospital. Le trajo una bandeja con whisky, hielo y dos vasos y se fue a atender a su paciente, pero antes puso un disco en el cuarto de al lado y, gracias a un pequeño micrófono que había colocado agujereando la pared, el salón se llenó de la música del concierto para violín de Beethoven. Una hora después regresó vestido con elegancia, se sentó frente a ella y le dijo de sopetón que había matado a su madre, enferma de cáncer, para que no sufriera. Así comenzó el sicoanálisis del doctor Gral. En medio de aquel torrente de confesiones ella, Isabel, no tuvo la posibilidad de articular una palabra y solo pudo balbucear algo en el restaurante de cuatro estrellas adonde el doctor Gral la había llevado, cuando el maestresala le tendió un cartón con la lista de músicas que podía elegir. Dijo: «Del siglo XVI», y entonces cayó en la cuenta de que desde hacía dos horas el doctor Gral le hablaba con desesperación sin dejarla intervenir en aquel monólogo suyo. Pero aun en aquel momento y pese a no estar atraída por él, pensaba que debía ser un amante maravilloso.
Grande fue su desilusión cuando, al volver al apartamento y hacer el amor en su cuarto tapizado con una tela de terciopelo azul oscuro, descubrió que, erguido, el miembro del doctor Gral tenía el tamaño de su meñique. Antes, cada vez que tenía una aventura, el doctor Gral le aseguraba que se trataba de una simple transferencia afectiva porque en el fondo estaba enamorada de él. Y si su amante se mostraba torpe, le decía que era su culpa pues no sabía exigir el placer. Pero pese a conocerla a fondo no trató de plegarse a sus deseos y fue un amante mezquino, ocupado solamente en obtener una satisfacción laboriosa. No sabía hacer el amor: ignoraba, por ejemplo, que debía apoyarse sobre los codos y la aplastó con el peso de su cuerpo hasta cortarle le respiración. En vez de besarla, le echaba babas en la boca y en ningún momento sus manos intentaron hacerle una caricia. Más tarde le ofreció llevarla a su casa y cuando ella abrió la puerta del automóvil para sentarse, él le indicó que se instalara atrás porque ese era el asiento de su perro. Un segundo después le decía que se trataba de una broma, pero la humillación estaba hecha. Ella, Isabel, comprendió que quería agredirla por haber descubierto su secreto y, en cierta forma, su impotencia.
Desde entonces y, durante cuatro años, fue a verlo una vez por mes para obtener las prescripciones de somníferos que le permitían dormir y mantenerse tranquila. Siempre que se encontraban, el doctor Gral le hablaba desaforadamente de su vida. En los restaurantes devoraba sus platos y los de ella, pues enfrente de él no podía probar un bocado. Al cabo de un tiempo el doctor Gral engordó y su perro también. Quiso convertirse en poeta y sacó una novela trabajada con escritura automática que no tenía ni pies ni cabeza. Se la publicaron gracias a sus relaciones, empezó a componer poemas y él y su perro engordaron más aún. Apenas ella llegaba a su apartamento le daba a leer cantidades de versos escritos de cualquier modo, ávido de elogios, antes de continuar su sicoanálisis. Ella lo ayudaba a deshilvanar sus confusos pensamientos que en el fondo eran pueriles como lo son la mayoría de los recuerdos humanos. Había sufrido mucho en su infancia porque sus hermanos lo atormentaban. Había realizado sus estudios de medicina para imponerles su autoridad. Se había casado con una mujer de un medio social superior al suyo, que lo abandonó al cabo de un año de matrimonio. Persuadido de que su vida era un drama no se daba cuenta de que la aburría. Ella difícilmente ocultaba su cansancio. En los restaurantes donde el doctor Gral se atragantaba de comida, se distraía mirando a la gente sentada a su alrededor y en el apartamento cerraba los ojos fingiendo concentrarse y pensaba en otra cosa.
Pero un día el doctor Gral le anunció que debía elegir entre vivir con él o dejar de verlo. Ella no se sentía capaz de habitar aquel apartamento viejo, oscuro, con sus paredes forradas en terciopelo y cuadros surrealistas baratos, soportando a cada instante la presencia de ese hombre. Tampoco podía prescindir de él y de sus prescripciones. Ante el dilema resolvió suicidarse. Aprovechando que las gemelas pasaban vacaciones con Maurice, descolgó el teléfono y se tomó ochenta pastillas de somníferos. Quiso el azar que Virginia llegara dos días después a París. Enterada por Gaby de sus últimas peripecias con el doctor Gral, la llamó por teléfono y al comprender que lo había descolgado se precipitó a su apartamento, hizo que la portera le abriera la puerta y buscó una ambulancia para transportarla a un hospital.
Al despertarse en el pabellón de cuidados intensivos, ella, Isabel, oyó un estertor junto a su cama. Venciendo la debilidad, se incorporó y apoyada en un codo miró en la dirección de donde provenía el quejido. Vio un hombre tan horrible que volvió a acostarse aterrada. Pensó que era una alucinación y se preguntó si estaría loca antes de mirar por segunda vez y descubrir que se trataba de un pobre viejo que se estaba asfixiando porque se le había caído el tubo a través del cual le llegaba el oxígeno. Oyó muy lejos la risa de las enfermeras. Se arrancó una aguja clavada en su brazo izquierdo, se levantó y caminó hasta la puerta para llamarlas. Llegaron enfadadas y la regañaron, pero antes de ponerle de nuevo la inyección, le arreglaron la situación al viejo. Al amanecer el hombre murió, es decir, el corazón dejó de latirle. Un médico joven y visiblemente satisfecho de sí mismo apareció con un aparato y, después de muchas manipulaciones, trajo al viejo a la vida. Así mismo decidió que ella, Isabel, pasaría al manicomio pues en Francia la tentativa de suicidio era considerada como un acto de locura. Mientras esperaba que vinieran a buscarla pudo conversar un poco con su vecino de cama. Le oyó contar cómo desde hacía una semana le ocurría lo mismo: las enfermeras dejaban por la noche el tubo mal colocado a propósito para apresurar su muerte y al amanecer el médico vanidoso se valía de aquellos artificios para obligarlo a vivir.
Desde ese momento ella, Isabel, decidió irse lo más pronto posible de aquel hospital, pero debió pasar un día y una noche más entre los locos antes de que Gaby y Virginia vinieran a recogerla. Estaba flaca y terriblemente débil pues hacía casi una semana que no comía nada. Apenas entró en su apartamento, que sus primas habían limpiado y arreglado para darle gusto, sonó el teléfono y al otro lado de la línea oyó al doctor Gral preguntándole dónde se había ido y cuándo podían verse. Le contestó: «Algún día», y después de unos segundos de silencio él murmuró: «Ya comprendo». Quizás se imaginó que había encontrado un amante, lo cual explicaba su ausencia. Ella le confió su problema a Benoît, a quien seguía viendo pese a las reticencias de Geneviève que no le perdonaba su abandono y Benoît le hizo una prescripción idéntica a la del doctor Gral. De ese modo le dijo adiós al sicoanálisis y se puso a escribir en serio una novela. Iba por el primer capítulo de la tercera parte y tenía la intención de dedicársela a Virginia, que le había salvado la vida. Pero ya la muerte no le causaba miedo y se había prometido poner fin a sus días cuando su enfisema pulmonar le impidiera respirar. Gaby y Virginia estaban de acuerdo con esa decisión; las gemelas, por supuesto, nada sabían.
Aunque sus hijas eran independientes y tenían una gran fuerza de carácter, ella trataba de protegerlas. No siempre reaccionaban del mismo modo. Así, antes de que les llegaran las primeras reglas, intentó explicarles delicadamente la situación: habló de capullos y de flores, de cristalización de la fuerza vital, de renovación de generaciones y de cómo sus sentimientos por los hombres iban a cambiar. Ellas la escucharon hablar con interés, pero cuando se trató de ir a ver a Benoît para obtener la píldora anticonceptiva, Marlène dijo que lo pensaría y Anastasia le comentó: «Mamá, no irás a pildorizarme a los catorce años; necesito continuar sublimando para seguir siendo la primera alumna de mi clase». De ese modo descubrió que las gemelas habían leído los libros de Freud y comprendían muy bien la teoría sicoanalítica. Gaby habló de triunfo del oscurantismo y Virginia dijo que solo se estima aquello por lo cual se ha combatido. Al cabo de los años las gemelas tomaron la píldora en cuestión y tuvieron aventuras amorosas, buscando no tanto el aspecto lúdico de la seducción como la tranquilidad de una relación constante. Seguramente se sintieron desamparadas cuando Maurice se fue y trataban de formar un hogar. Por lo pronto vivían con ella y pasaban los fines de semana en casa de su padre, pero durante las vacaciones se iban de viaje en compañía de sus amigos. Era entonces cuando ella se sentía terriblemente sola y Gaby o Virginia venían a acompañarla. La invitaban al cine y a buenos restaurantes pues ambas se ganaban muy bien la vida. Virginia había comprado el apartamento donde ahora estaba con una parte del dinero que obtuvo al vender el último cuadro de Goya.
Trayendo consigo a Florence, Gaby entró en el salón. Al pasar frente a un espejo vio su cara y comprobó una vez más que había envejecido. En los párpados tenía finas arrugas ocasionadas por los muchos soles a los que se había expuesto trabajando como fotógrafa de prensa. Las cosas eran ahora un poco diferentes: publicaba libros y hacía exposiciones. Solo se desplazaba si el acontecimiento le parecía realmente importante, como la caída del muro de Berlín, o si le servía de pretexto para ir a ver a un amigo. Aun así pasaba la mitad del tiempo viajando porque era una de las fotógrafas de una revista de reportajes que tenía mucho éxito. Viajar le daba una impresión de libertad: no dependía de nadie y nadie dependía de ella. Ahora que Rasputín había muerto de viejo, salía, le ponía llave a la puerta de su estudio y el mundo le pertenecía. Conocía todos los continentes y había atravesado muchos ríos y mares. Podía comer cualquier cosa sin que su estómago se resintiera. La conmovía la miseria que encontraba en los países pobres, donde la gente nacía y moría con hambre. La irritaba la vanidad de los ricos y de los hombres de poder que había fotografiado. Pensaba que el mejor gobierno posible era el que menos interviniera en la vida privada y de sus ideas políticas emanaba un discreto perfume de anarquía. Había hecho también reportajes sobre los pintores y escritores del mundo entero. Estos últimos la habían decepcionado un poco: eran con frecuencia arrogantes y menos cultos de lo que la gente creía. A uno de ellos le había oído decir que después de leer un libro sobre la revolución de octubre había quedado sorprendido al descubrir el papel que había jugado Trotsky en ella. Otro le aseguró que los periodistas cubanos aceptaban la censura porque no habían hecho el menor comentario cuando un día, en su presencia, Fidel Castro se había quejado del aburrimiento de leer todas las mañanas el editorial del Granma. Hablando de un asesino condenado a muerte por violar y enloquecer a una muchachita en los Estados Unidos, un tercero le afirmó que la última víctima se había vuelto loca, sí, pero de placer. Y en su calidad de escritores aquellos hombres ejercían una influencia sobre sus lectores. Prefería fotografiar a los humildes, en cuyos corazones encontraba más humanidad y menos insolencia. Marlène, una de las gemelas de Isabel, a quien consideraba su hija, parecía orientarse hacia la fotografía. Estudiaba Ciencias Políticas y en su último viaje la había acompañado como reportera. Escribió un artículo excelente sobre unos aborígenes australianos que conocían la existencia de una estrella imposible de descubrir con la simple vista. El director de la revista le ofreció que apenas terminara sus estudios se fuera a trabajar con ellos. Isabel prefería en su fuero interno que estudiara matemáticas puras como Anastasia, pero Marlène había sido atacada por el virus de la libertad y de los grandes espacios. Quería ser periodista y veía en ella un modelo.
Ojalá Marlène tuviera más suerte que ella con los hombres. Pese a su experiencia se dejaba engatusar por individuos anormales. Prueba de ello, su última aventura amorosa con un profesor de francés. Se llamaba Didier, era guapo y estaba casado con una aristócrata de Baviera, a quien mantenía encerrada en una casa de los alrededores de París. La pobre mujer no salía y desde su matrimonio no había vuelto a ver a su familia. Didier era hijo de obreros que hicieron todo lo posible para impedirle instruirse. De niño le apagaban la luz con el pretexto de economizar y Didier estudiaba a escondidas aprovechando la claridad que emanaba del televisor hasta la puerta de su cuarto. Después obtuvo una pequeña beca, se graduó en la Escuela Normal Superior y aceptó irse a África a enseñar francés. Vivía como un monje y apenas lograba reunir una cantidad de dinero importante venía a París y compraba una chambre de bonne. Con sus rentas, su trabajo y sus economías llegó a poseer treinta cuartos que alquilaba a precios considerables a las muchachitas provincianas que venían a estudiar en la capital. Didier le hacía la corte en los cafés de Montparnasse, donde un segundo antes de que el mesero trajera la cuenta se esfumaba con el pretexto de ir al baño. A ella, Gaby, le sorprendía su avaricia, pero nunca pensó que esta se reflejara en el comportamiento sexual. El día que Didier pudo recuperar uno de sus cuartos la invitó a seguirlo y al entrar puso un bombillo para iluminar el interior y, como un ilusionista, sacó de su cartera una sábana destinada a cubrir el miserable colchón de una cama, el único objeto que había en el cuarto. La calefacción brillaba por su ausencia y al desvestirse ella creyó que iba a agarrar una pulmonía. Se acostaron sobre la cama y Didier trató en vano de hacerle el amor. Después de media hora de molestos e inútiles esfuerzos se levantó para de demostrarle cómo, gracias a la concentración, podía mover todas las partes de su cuerpo. Y, en efecto, las movía. «Mírame el vientre», decía, y su vientre comenzaba a latir. «Mírame la costilla izquierda», anunciaba, y la costilla parecía agitarse como una corriente de agua. En suma, controlaba los abdominales y pectorales, pero no el único miembro susceptible de interesar a una mujer.
Ella tuvo que dominar el deseo de reír porque Ángela de Alvarado le había contado que los hombres que hacían ejercicios para desarrollar los músculos se volvían violentos y por un sí o un no golpeaban a las mujeres. Con el pretexto del frío se vistió y a fin de no despertar su agresividad lo invitó a cenar en un restaurante de los alrededores. Por suerte Didier no conocía su dirección, pero iba a los lugares que ella solía frecuentar y apenas la encontraba se ponía a seguirla con una expresión malévola. Varias veces le había tocado tomar precipitadamente un taxi para escapar de su persecución. Virginia había decidido intervenir amenazándolo con referirle sus andanzas al director de la escuela donde enseñaba francés. Quizás eso lo calmaría un poco.
Se sentía vieja, fea y mal vestida. Ella, Florence, no había podido seguir planchando camisas porque el reumatismo le paralizaba las articulaciones y sus dedos inflamados la hacían sufrir. Antes de morir de cáncer, su madre le había dado una pequeña renta, lo que le permitió instalarse en el asilo de ancianos donde ahora vivía. Las reglas de aquel establecimiento eran draconianas y trataban a los pensionarios como si fueran niños descocados y sin personalidad. Gracias a Dios, Virginia, Isabel y Gaby se habían hecho pasar por sus primas y la sacaban los fines de semana. Entonces iba al cine, al restaurante o, como hoy, a las fiestas que organizaban. En cada estación reunían dinero para comprarle un vestido nuevo y nunca le faltaba su paquete de cigarrillos. Pero el vestido se afeaba por el uso repetido y cuando quería fumar en el asilo debía pedirle lumbre a la vigilante que se ocupaba de su sector pues no le permitían tener consigo ni fósforos ni encendedor. Desde que se levantaba hasta que se acostaba su vida era una suma de humillaciones. Sus dedos le permitían utilizar el tenedor, pero no llevarse a la boca la taza de café y para beberla le tocaba esperar el paso de una asistenta que quisiera ayudarla. El tosco papel higiénico del asilo le hería la piel hasta sacarle sangre y vio todos los colores antes de que la directora le permitiera utilizar el que Isabel le dejaba junto con sus cigarrillos, galletas y bombones los lunes por la mañana. Muchas de las ancianas sufrían de demencia senil y ofrecían un triste espectáculo. Otras, olvidadas por sus familiares, conservaban toda su inteligencia y tendían a sufrir de depresión nerviosa. Su vecina de cama poseía a la muerte de su marido un apartamento en París y una casa de campo. Su hijo se había apoderado del primero con el pretexto de que su trabajo lo llevaba con frecuencia a la capital, lo que era falso pues vivía en Venezuela, y luego hizo que un médico la declarara incapaz de valerse por sí misma a fin de apropiarse la segunda. Casos parecidos se veían por montones: mujeres que habían pasado la vida ocupándose de su casa y de sus hijos eran abandonadas como perros para ser despojadas de sus bienes apenas se convertían en un estorbo.
Ella se dejaría morir de hambre si no fuera porque entonces la meterían en un asilo de locos. Vivir tenía la recompensa de permitirle ver la caída de sus enemigos. Todo el mundo sabía que los niños de López no eran sus hijos, Jérôme tenía sida y Pauline había dejado a Pierre después de un proceso de divorcio a través del cual obtuvo la mitad de la fortuna de este. Pierre se vio obligado a vender su casa en Normandía y ahora vivía en una lujosa residencia para ancianos pues ninguno de los hijos de su primer matrimonio quiso encargarse de él. Sus nueras lo odiaban y los dos niños que tuvo con Pauline lo consideraban un viejo chocho y preferían el nuevo marido de su madre, que los llevaba a esquiar en diciembre y a navegar en su velero durante las vacaciones de verano. De todo eso la mantuvo informada Eve, antes de suicidarse. Eve iba a visitarla una vez por mes. Estaba tan pobre como ella, pero al menos vivía acompañada de su marido y Pauline le pagaba el alquiler del apartamento. Se había vuelto muy espiritual: desdeñaba la vanidad y las cosas de este mundo y hablaba de retirarse en un convento, pero cuando su marido murió de una embolia cerebral no pudo soportarlo y se cortó las venas. Ella envidiaba su suerte: poder morir en paz escapando de los ultrajes de la vejez. Si en vez de venir a buscarla en automóvil, Virginia y sus primas la llevaran al metro se botaría a los rieles un segundo antes de que el tren llegara. En el asilo y a pesar de la inflamación de sus rodillas se empeñaba en caminar por el miserable espacio que le servía de jardín, con el propósito de mantenerse en forma para alguna vez ir hasta el metro y poner fin a sus días. Ese era su tema de reflexión permanente: se imaginaba bajando las escaleras, recorriendo el andén y echándose hacia la liberación final.
De ninguna manera quería seguir envejeciendo en aquel lugar, carcomida por el reumatismo hasta volverse paralítica. Veía con horror a las más ancianas que siempre parecían sucias, con los cabellos peinados de cualquier modo, sentadas en una silla durante el día y por la noche acostadas en una cama sin poder dormir. Dependían de las enfermeras para lavarse, vestirse, cortarse las uñas, comer, beber y hasta ir al baño. Habían aprendido a no quejarse, pero a veces rodaban por sus mejillas lágrimas de muda desesperación. Ella las observaba de reojo mientras leía los libros que Louise le llevaba. No quería caer tan bajo y suicidarse era la única salida. Con sus años y sus achaques, morir resultaba más fácil que vivir. Los hombres habían conquistado muchas cosas, salvo el derecho de irse de este mundo cuando les diera la gana como si la sociedad no soportara la idea de ser rechazada hasta ese punto. En realidad nadie quería saber lo que pasaba en los hospitales y los ancianatos, donde la muerte merodeaba. Salud y juventud constituían el ideal al cual aspiraba la gente de la época, ensalzado por las imágenes del cine y la televisión, impuesto por los periodistas que hasta le hacían practicar la marcha a pie al presidente de los Estados Unidos. Por su parte los médicos utilizaban toda la panoplia de remedios y tratamientos de la ciencia moderna para mantener en vida a los enfermos y a los viejos, muchas veces contra su voluntad. Y así se llegaba a la gran paradoja: la sociedad no tenía en cuenta a las personas consumidas por los años y la enfermedad mientras los médicos se empeñaban en prolongarles artificialmente la existencia y a todos les importaban un comino sus sufrimientos.
Lo más increíble era que cada quien debía pasar por allí. Los franceses, terneros los había llamado De Gaulle, preveían hasta el último centavo de su jubilación, pero parecían incapaces de imaginar lo que les esperaba. No en balde eran católicos y se sometían a la voluntad del papa y endiosaban a sus hombres políticos. Más independientes y acostumbrados a rendirle cuentas a Dios sin la intervención de un sacerdote, los protestantes nórdicos empezaban a imaginar la instauración de la eutanasia como respuesta a los progresos de la medicina. La naturaleza hacía bien las cosas: así la mortalidad infantil mantenía la población a un nivel tal que los hombres podían existir sin destruir la Tierra; del mismo modo, los ancianos formaban parte de la sociedad y solo eran abandonados en condiciones extremas, cuando no podían cazar y constituían una boca inútil para el grupo. En todo caso su situación era clara y sin hipocresía. Pero la sociedad moderna salvaba de la muerte a los niños hasta convertir a la humanidad en verdadero cáncer del planeta sin preocuparse por lo que llegarían a ser más tarde, desempleados embrutecidos por el hambre pasada en su infancia, incultos e incapaces de aprender un oficio. Y por otra parte, alargaba a la fuerza la vida de los ancianos que solo pedían reposar tranquilamente en un cementerio, sin inquietarle, tampoco, las condiciones casi carcelarias de los asilos donde terminaban sus vidas.
Con una discreta lástima, Louise veía el aspecto desamparado de Florence. Cada vez que iba a visitarla al asilo y le prestaba libros observaba su inexorable ocaso. Se había hecho amiga de la directora, si de amistad podía hablarse con esa mujer dura y despiadada que reinaba como un dictador, a fin de que le permitiera sacar a Florence de vez en cuando y llevarla al salón de belleza. Allí le cortaban y le teñían los cabellos y le hacían las uñas de las manos y de los pies. Luego iban juntas a su librería y Florence se entretenía viendo pasar a los clientes. Se había vuelto una lectora sagaz, apasionada de Baudelaire y de Rimbaud, que había devorado la mitad de las obras de su librería. Ella le prestaba un libro y Florence se lo devolvía intacto como si sus páginas hubiesen sido recorridas por la mano de un ángel. Algo de ser alado se desprendía de su personalidad. Ahora que sus enemigos habían rodado bien abajo, Florence se deshacía de todo rencor y les daba a sus amigas lo mejor de su persona. Ya no medía el valor de la gente en función de su dinero ni prestaba importancia a los chismes y comadreos. Terminó reconciliándose con Gaby, a quien injustamente consideraba responsable del fracaso de su matrimonio, y hasta parecía haber olvidado los ultrajes recibidos de parte de Pierre, pero vivía abrumada por la depresión nerviosa y su única meta era el suicidio.
Para ella, Louise, las cosas iban bien. Les había alquilado a unos ingleses su casa en el Midi y tenía una librería cerca de Saint-Sulpice. Sus asiduos clientes le permitían ganar lo necesario para vivir y gracias a la renta de su jubilación obtenía lo superfluo. Matilde se había graduado de ingeniera y estaba a punto de casarse con un condiscípulo; Clarisa por su parte se había refugiado en el matrimonio y tenía ya cinco hijos porque rechazaba la idea de tomar la píldora anticonceptiva. Se había vuelto esposa en cuerpo y alma. No podía conversar con ella tres minutos sin aburrirse y no soportaba a su marido, un oscuro y arrogante vendedor de enciclopedias. Estaban instalados en Le Mans y ella iba a visitarlos una vez por mes para ver a sus nietos, que parecían más avispados que sus padres. Con el fin de contrariarla a ella, Clarisa los había matriculado en un colegio religioso. El mayor, Richard, era un niño particularmente inteligente que prefería pasar a su lado las vacaciones de verano. Ella lo llevaba a Brujas, a Madrid y Venecia, le regalaba libros de historia, le hacía recorrer museos y Richard parecía apasionarse por la pintura y la arquitectura.
Envejecido y frustrado, su marido José Antonio había vuelto a Barranquilla. Desde allí le escribía cartas rencorosas acusándola de lo habido y de lo por haber y eso que no sabía nada de su carrera de amazona. Muchos de sus amantes se habían convertido con el tiempo en sus amigos. Venían a verla a París, le traían regalos y evocaban con nostalgia los días felices que habían pasado juntos. Pero había los otros, los recién conquistados, hombres en plena fuerza de la edad con quienes mantenía una relación de igual a igual. Y había, sobre todo, Georges, un compañero de Matilde, que deseaba llevarla al matrimonio. Pese a su dulzura, Georges era obstinado y había conseguido que ella le pidiera el divorcio a José Antonio. Aquello no tenía sentido, unirse a un muchacho que podía ser su hijo. Matilde aprobaba el proyecto porque no quería casarse y dejarla sola. Virginia y sus primas también: habían conocido a Georges y lo encontraban encantador. Solo ella tenía reticencias. No se sentía vieja pese a la edad. Todas las mañanas corría media hora en el parque situado frente a su casa, trabajaba después de corrido en su librería hasta las nueve de la noche y aun así se sentía con fuerzas y ánimo para ir al cine o bailar en las discotecas. Pero casarse le parecía caer en una situación neurótica. «Falso», le replicaba Georges, «si uno ama es un placer vivir con la persona amada».
En realidad no sentía pasar las horas al lado de él. Como periodista, Georges había recorrido buena parte del mundo y tenía una sólida cultura y muchas historias que referir. Formado en ciencias políticas, había leído todos los libros que es necesario leer. Gaby y él realizaron juntos un reportaje en Líbano y al parecer Georges le salvó la vida impidiéndole caer en manos de unos extremistas que fusilaban a los periodistas extranjeros. Desde entonces eran íntimos amigos y, por supuesto, Gaby lo apoyaba en sus planes y abogaba en su favor. Le decía que con Georges su vida afectiva se enriquecería adquiriendo una dimensión más consistente que la obtenida con sus aventuras de paso. No quería claudicar ante la sociedad, pero el matrimonio con un hombre veinticinco años menor que ella resultaba más bien un desafío. Además, reconocía que a su lado se sentía acompañada.
Desde que Matilde se fue a vivir en compañía de su novio, hacía dos meses, le había dado a Georges las llaves de su apartamento, cosa que no habría hecho con ningún otro, y al cerrar la librería experimentaba un cálido placer al imaginarlo esperándola para cenar juntos y hacer el amor. Luego hablaban hasta quedarse dormidos, pero al amanecer Georges la buscaba de nuevo y a ella la sorprendía la rapidez con que su cuerpo reaccionaba sin necesidad de preámbulos, sin palabras ni caricias. Le gustaba permanecer entre los brazos de Georges, que olía a joven y la protegía del frío. Solo tenía miedo de que la dejara un día por una muchacha de su edad, aunque él no se cansaba de repetirle que era justamente su madurez lo que más lo atraía. ¿Por qué no tentar la experiencia? Desde que le dio las llaves del apartamento vivían como marido y mujer y no le había sido infiel ni un momento. Por primera vez en su vida deseaba hacer el amor solamente con él y lo que comenzó como un juego se había vuelto pasión excluyente que rechazaba de manera categórica cualquiera otra relación. Matilde la aprobaba, cierto, pero ¿qué diría el resto de la gente, el alcalde que los casaría? Iba a hacer el ridículo, a pasar por loca, a despertar la maledicencia entre sus conocidos. Atraería las miradas como la miel atrapa a las moscas. «Esa es la vieja que se casó con un hombre que puede ser su nieto», dirían a su paso las malas lenguas. Y ella se sentiría en condición de inferioridad. Tendría que separar su vida privada de su trabajo, como había hecho cuando estaba con José Antonio, aunque por razones diferentes. «La felicidad tiene un precio», decía Gaby cada vez que ella le hablaba de sus aprensiones. Y quizás Gaby no se equivocaba.
No había vuelto a Europa desde que concibió a su tercer hijo, hacía seis años, recordaba Olga, y eso era un error. Por mucho que frecuentara la alta sociedad de Bogotá, le faltaba esa inteligencia, esa finura de espíritu que caracterizaba a la gente que vivía en París. Virginia y sus primas, pero también Ángela de Alvarado, Aurora, Helena Gómez y hasta Roger, con quien tenía relaciones de amistad, formaban un mundo de personas sagaces e interesadas en las cosas de la vida. Para ellos cada día era diferente del anterior y llevaban sus experiencias al paroxismo sin importarles su costo. Si no fuera por esa ausencia de pasión del espíritu estaría feliz en Bogotá. Sus negocios marchaban bien, sus tres hijos crecían en buena salud y ese pobre López se contentaba con recibir por la noche a sus amigos y dormir el día entero su borrachera. Ella trabajaba siguiendo los consejos de César, el antiguo administrador de la fortuna de su padre, que ya muy viejo le había ido soltando las riendas poco a poco, sin dejar de darle instrucciones. Contra lo que la gente esperaba sacó su diploma de administración de empresas y entre lo que había aprendido y las indicaciones de César se convirtió en una mujer de negocios bastante hábil. Su firma estaba a punto de penetrar el mercado norteamericano y había venido a Europa con el fin de entrar en contacto con una casa productora de compotas para niños. Pero si había tardado en volver era porque confusamente temía encontrar a los padres de sus hijos. Se parecían tanto que si los primeros veían a los segundos en la calle descubrirían la verdad. Un danés, un sueco y un descendiente de rusos blancos instalado en París, con todos se había acostado una sola vez quedando embarazada de inmediato. Y por otra parte no quería separarse de sus hijos así fuera durante unas semanas. No le tenía confianza a López que, enfermo de alcoholismo, trataba groseramente a los niños en sus crisis de mal humor. López empezaba a resultarle un problema.
En los últimos meses, cuando ella regresaba del trabajo, intentaba hacerle el amor: no podía y se ponía a darle bofetadas. Amalia, la vieja sirvienta de sus padres, intervenía al oír sus gritos y le reventaba a López la cabeza con un caballo de cobre que adornaba una consola colocada en la galería, junto a su cuarto. Tres veces lo había dejado sin conocimiento, pero le había advertido a ella que no volvería a hacerlo más porque no quería pasar el resto de su vida encerrada en una cárcel. Le tocaba, pues, reaccionar y quitarse de encima a ese hombre. López siempre había vívido de las mujeres y al casarse con ella había realizado la mejor operación financiera de su existencia: una fortuna servida en bandeja de plata. Ignoraba que ella se negaría a tener hijos con un viejo alcohólico y que se pondría a la cabeza de sus negocios. Nada de eso era previsible cuando aceptó desposarlo: de heredera consentida pasó a ser una mujer con carácter. Se mejoró. López, en cambio, se había ido degradando. En realidad había dos López: el seductor, el animador de fiestas; y por otro lado, el calculador, el chulo, el traidor que engañaba a sus amigos y les mentía a las mujeres: un hombre de alma fría, que había inhibido su personalidad más profunda, la que desde hacía unos años aparecía con la vejez y el etilismo. Para divorciarse de él tendría que utilizar la prudencia de un gato: decirle que amaba a otro hombre y al mismo tiempo ofrecerle una sólida pensión. Roger, que quería pasar unos meses en Colombia, podría aparecer como su amante para darle consistencia a su historia. Por lo menos desalojaría a López, que no se atrevería a soportar el ridículo de la situación. Le hablaría a Roger, a quien le gustaban los planes retorcidos y que estaría muy contento de pasar por su amante.
Con verdadera satisfacción Toti observó el asombro que produjo la entrada en el salón de Juliana, su nueva amiga. Juliana era una de las mujeres más lindas que había conocido, alta, muy delgada, de piernas interminables. Sus ojos oscuros parecían los de un cervatillo y en su cara había una expresión ingenua, que neutralizaba la agresividad suscitada por su belleza. Solo una vez había hecho el amor con un hombre y quedó tan traumatizada que nunca más quiso repetir la experiencia. Para conquistarla le había prometido traerla a París y hacerle conocer a los grandes costureros para que trabajara como modelo. Ella no tenía acceso a ese mundo, pero Gaby, que fotografiaba las colecciones de Louis Féraud, podía abrirle las puertas. Le molestaba verse obligada a seducir por interés, cuando antes su sola personalidad cautivaba a las mujeres. No en balde los años pasaban. Hacía poco tiempo había visto a Cécile en California: se había casado con un chino, tenía cuatro hijos y estaba gorda como un tonel. Cécile, cinturón negro de judo, tan hermosa e independiente, no había podido caer tan bajo. Le dijo a ella que era feliz: el miembro de su chino, no muy grande, recorría su vagina hasta encontrar la zona o el punto donde su orgasmo se desencadenaba. Eso resultaba más intenso que los simples mariposeos de las lesbianas, le explicó sin parpadear. Ella, Toti, sintió que no podía respirar por la indignación, sobre todo cuando Cécile le sugirió seguir su ejemplo. Los hijos, añadió, la ayudaban a realizarse y había engordado porque le importaban un pito los dictámenes de la moda y a su chino le gustaban las mujeres redondas. Furiosa, se despidió ahí mismo de Cécile y se fue a Miami, donde Juliana la esperaba. ¿Cómo podía una lesbiana hablar de ese modo de los amores femeninos? Reducir a manoseos los actos de la pasión era insultar el espíritu y, condenando el pasado, colocarse en situación de inferioridad. Ella no necesitaba hijos para realizarse porque cada nueva noche, al amar, borraba los límites del tiempo y entraba en el círculo de mujeres que desde la eternidad preferían las caricias femeninas, trascendiendo el tiempo y la distancia. Tenía la impresión de formar parte de un grupo de elegidas que escapaban de la brutalidad y el egoísmo sexual de los hombres. Más aún, todo lo masculino le resultaba intolerable y con los años hasta se había alejado de sus amigos homosexuales. Virginia y sus primas la entendían aunque no compartían sus sentimientos. Y allí estaban: Gaby teniendo aventuras con individuos anormales, Virginia esperando pasivamente al príncipe de los cuentos de hadas e Isabel recuperándose del trauma que le produjo ser la amante de su sicoanalista.
Pero a ella las primas la querían y se ponían felices cuando llegaba a París. Solo la criticaban por motivos válidos, que nada tenían que ver con su condición de lesbiana. Así, hacía una semana, había invitado a Isabel a comer en su casa. Juliana preparó la cena, la sirvió y recogió y lavó los platos sin que ella intentara ayudarla. Mientras Juliana volvía a la cocina para traer el postre, Isabel le comentó: «Ella se afana y tú te haces servir como un hombre latinoamericano». Fue una revelación y de inmediato cayó en cuenta que desde el principio de sus relaciones Juliana hacía las tareas domésticas y ella se dejaba atender. Al día siguiente trató de ayudarla, pero Juliana se molestó diciéndole que le desarreglaba su orden. En realidad, esa era una manera más de pagarle el viaje a París y ella comprendió por qué las mujeres que no trabajaban se dedicaban a limpiar ferozmente la casa como compensación ante el marido que ganaba el pan con el sudor de su frente. Su madre, por ejemplo, que tenía cinco sirvientes, pasaba el día entero corriendo de un lado a otro para perseguir el imaginario polvo o la huella dejada por las manos de sus hijos sobre los muebles. Cuando su padre regresaba de la fábrica podía decirle: «He trabajado tanto como tú». Juliana repetía el mismo comportamiento y a ella le disgustaba ser tratada como un hombre. Cierto, se había masculinizado con la edad: sus senos tendían a desaparecer, su clítoris prominente parecía un diminuto falo y sus músculos se endurecían gracias al ejercicio que se imponía cada mañana. Ya no compraba perfumes ni productos de maquillaje y de día y de noche se vestía con un simple bluyín, una chaqueta y mocasines. No le interesaba ser bonita y el paso de los años no la había afectado en lo más mínimo. Quería salir de ese dualismo de hombre o mujer al cual la confinaba ahora su relación con Juliana.
Su matrimonio con Enrique era lo mejor que había hecho en su vida, se decía Helena Gómez. Ahí lo tenía, junto a ella, después de haberlo convencido de que fuera a la fiesta de Virginia. A Enrique no le gustaban las reuniones sociales y solo salía para trabajar e ir a exposiciones y a conciertos, pero ella quería mantener sus relaciones con sus amigas. Cuando sus hijas vinieron por primera vez quedaron sorprendidas de que frecuentara a mujeres que tenían la misma edad que ellas. Ahora lo consideraban normal y se habían hecho íntimas de Virginia y de sus primas. La noticia de su matrimonio produjo en Caracas el efecto de una bomba. Sus dos exmaridos le escribieron cartas aconsejándole ver a un siquiatra, sus hermanas se mostraron escépticas y solo su hermano Rafael vino a la boda trayéndole un montón de regalos; simpatizó con Enrique y se enamoró de Gaby. Nunca supo qué hubo entre ellos porque ambos mostraron una gran prudencia, pero Rafael debió vivir el último amor de su vida porque algo así comentó en la carta que dejó antes de suicidarse. Su muerte le produjo mucha tristeza y de no haber tenido el apoyo de Enrique habría caído en una crisis de depresión nerviosa. Si Rafael se hubiera quedado en París —y disponía de dinero para hacerlo— estaría todavía en este mundo. Pero no se atrevió a afrontar la cólera de su esposa y el resentimiento de sus hijos, puritanos y preocupados siempre por el qué dirán. Gaby se echó a llorar cuando le dio la noticia y aunque era atea asistió a la misa que ella hizo ofrecer por el alma de su hermano. También vinieron a la iglesia Virginia, Isabel y Thérèse y esta última le dijo que al echarle las cartas a Rafael en París tres meses antes le anunció que, o bien se unía a Gaby para una larga vida, o bien regresaba a Caracas y encontraría la muerte. Quién podía decir si esa predicción había influenciado a Rafael cuando se disparó una bala en la sien. En todo caso, Gaby no lo había olvidado: cada vez que Virginia iba a Caracas le daba dinero para que pusiera flores en su tumba. Pero Rafael era un hombre más en la lista de aventuras y si guardaba su recuerdo en el fondo del corazón continuaba teniendo amores como antes de conocerlo. Quizás de manera inconsciente Gaby no le perdonaba su regreso a Caracas y prefería llenar el vacío de su ausencia coleccionando hombres encontrados aquí o allá. Enrique, que no creía en el tarot, buscaba una explicación más racional: después de sus amores con Gaby, Rafael habría descubierto cuán sosa era su existencia junto a una esposa a quien probablemente no quería y cuya presencia había soportado por convencionalismo durante cuarenta años. Gaby lo proyectaba hacia el futuro haciendo caso omiso de su edad, le comunicaba su buen humor, su espíritu aventurero y su interés por las cosas de la vida, mientras que en Caracas volvía a ser el abuelo destinado a envejecer y a morir. Todo eso había ocurrido hacía cinco años y todavía ella tenía esa espina en el corazón.
Por lo demás era feliz. Había estudiado en la Alianza francesa hasta leer y escribir el idioma correctamente. Después se inscribió en la Sorbona para seguir cursos de sociología y a fin de obtener el doctorado estaba escribiendo una tesis ayudada por Enrique. Sentía que su mente resplandecía de luz y nunca antes había comprendido mejor a la gente y sus problemas. Despojada de sus funciones de madre, amante o ama de casa, su inteligencia daba lo mejor de sí y refulgía como un diamante. Cuán lejana le parecía su vida anterior, cuando andaba preocupada por sus hijos y su peso. Ahora se mantenía en cincuenta y seis kilos sin dificultad y, siguiendo los consejos de Enrique, les dejaba a sus hijas aprender por su cuenta y salir adelante. La mayor, que tantas preocupaciones le había causado, abandonó a su amante, un traficante de drogas, y se casó con el hijo de unos amigos de su familia como si el hecho de estar sola le diera más responsabilidad. Debería escribirse un tratado sobre los resultados benéficos para los hijos de la ausencia de los padres. También su carácter había cambiado: ya no estaba obsesionada por la limpieza, ni lavaba con neurastenia un vaso buscando la mancha malévola, ni frotaba las bandejas hasta hacer brillar la plata. Antes de irse definitivamente de Caracas repartió sus objetos entre sus hijos y compró en París cubiertos suecos y una vajilla sin pretensiones. Dos veces por semana una muchacha pasaba a limpiarle el apartamento y ella y Enrique ponían un poco de orden todos los días. El resto del tiempo lo pasaba en la universidad o acompañaba a Enrique a exposiciones y teatro. Por la noche iban al cine o si hacía mucho frío miraban la televisión o jugaban ajedrez. A veces los zarpazos de la vejez le recordaban la muerte y le pedía a Dios que se la llevara a ella antes que a Enrique. Sin él no concebía la existencia; su equilibrio mismo dependía de esa presencia afable que con su ternura la ayudaba a volver relativos los problemas de la vida. Enrique tenía su edad, pero sin cirugía estética parecía más envejecido. Caminaba lentamente y se agotaba pronto. Ella había debido aprender a manejar y comprar un automóvil para llevarlo a la escuela donde enseñaba español, antes de ir a la Sorbona. Luego pasaba a recogerlo y paseaban de un lado a otro con el mapa de París desplegado sobre las piernas para encontrar las iglesias de los conciertos y las galerías de las exposiciones. Durante las vacaciones de verano viajaban a la isla de Ré donde unos amigos suyos les alquilaban un apartamento a un precio módico. Enrique podía tomar baños de sol y calentar su cuerpo friolento. Ella, que huía del sol como de la peste, se quedaba encerrada escribiendo los capítulos de su tesis. Si una de sus hijas venía a visitarla pasaba con ella el día como dos amigas y preparaban juntas platos venezolanos. Había encontrado al fin la felicidad.
Aurora llegó cuando la fiesta empezaba a animarse. Se sentía muy sola desde su divorcio, hacía dos meses, y comenzaba a comprender por qué sus tías organizaban aquellas reuniones que les daban la sensación de estar unidas en una ciudad que muy fácilmente podía volverse hostil. De su matrimonio no le quedó nada, ni siquiera un hijo. Consentido por su madre hasta el paroxismo, Armand no era capaz de asumir responsabilidades. Solo hablaba de sí mismo y de su desesperación de haber perdido en forma simultánea a su padre y a su médico de familia. Pasaba los fines de semana en casa de su madre, con quien compartía el lecho, en los alrededores de París, mientras ella trataba de divertirse por su cuenta. Iba al cine o a visitar a sus tías. En una fiesta de Virginia conoció y se enamoró de un brasilero. Vivió con él una endiablada pasión y su frigidez desapareció como por encanto. Se llamaba Marcio y por desdicha estaba casado, pero antes de irse le prometió divorciarse y volver para vivir con ella. Entonces no soportó más las niñerías de Armand, sus repetidas mentiras cuando fingía hacerle el amor sin nunca lograr la erección, el permanente mal humor que parecía enturbiar su espíritu y puso las cartas sobre la mesa hasta que él mismo pidió el divorcio. Y ahí estaba, sola y recibiendo las afiebradas cartas de Marcio, a la espera, como su tía Virginia que aguardaba la llegada de Henri. Recibía clases aceleradas de portugués con un amigo de Enrique, el esposo de Helena Gómez, y ya sabía conjugar el verbo amar. Nunca se había sentido tan perturbada por un hombre. La entristecía dejar París, pero estaba dispuesta a seguir a Marcio hasta el fin del mundo. Lo amaba. Espiaba sus cartas en busca del menor signo de indiferencia sin jamás encontrarlo. Como le había prometido, se divorció de su esposa y solo sus negocios lo retenían en Río de Janeiro. Apenas regresara se dejaría embarazar pues quería tener hijos con él, dos o tres, antes de que la edad se lo impidiera. Era divertido pensar que su vida de amazona terminaría con un matrimonio. No obstante, su amor por Marcio era absoluto y volvía irrisorias sus antiguas aventuras amorosas. De sus tías, solo Virginia la comprendía, y de sus amigas, solo Ángela de Alvarado, que había conocido a Marcio de niño y decía que ya entonces tenía la mirada de un hombre.
Y eso fue lo primero que la sedujo cuando lo conoció; su mirada cayó sobre ella como un zarpazo, se quedó inmóvil hasta que él llegó a su lado, le tomó las manos, se las besó. Luego, reparando en el anillo matrimonial, le preguntó dónde estaba su marido. «Pasa los fines de semana con su madre, le contestó. «Perfecto», dijo Marcio, «tendrá alguien que lo consuele cuando te cases conmigo». Ella no supo qué responderle. Sentía que sus manos se helaban y su cuerpo se abrasaba de calor. Alguien puso un bolero en el tocadiscos y él la sacó a bailar. En realidad no bailaban, se limitaban a abrazarse con ardor. Cuando el bolero terminó siguieron sin moverse uno en los brazos del otro y Virginia se apresuró a pasar de nuevo el disco para salvar las apariencias. Al fin los separó ofreciéndoles una copa de champaña, pero siguieron cogidos de manos y terminaron la noche en el hotel de él. Se amaron varias veces hasta el amanecer, durmieron toda la mañana, almorzaron un café con medias lunas en el Flore y luego regresaron al hotel para volver a hacer el amor. Fue rendida de cansancio y encendida de deseo como llegó a su apartamento a esperar a Armand. Apenas lo vio entrar no pudo abstenerse de compararlo con Marcio. Le pareció baboso, más niño que hombre, nadando todavía en aguas fetales y ahí mismo tendió el arco y le lanzó la primera flecha.
En Francia el procedimiento de divorcio duraba casi un año y solo desde hacía dos meses era libre. Marcio había venido a verla seis veces con mucha precaución, pues ninguno de los dos quería que sus respectivos cónyuges se enteraran de sus amores y armaran un escándalo. Habían previsto casarse en Francia en el mes de junio y ella estaba haciendo todos los preparativos: reservar tres salones en la Maison de l’Amérique Latine, elegir el menú y, valiéndose de la posición de Isabel en la Unesco, conseguir varias cajas de champaña a un precio especial para diplomáticos. Esto último había provocado la hilaridad de Marcio. «Te va a tocar aprender a vivir con un millonario», le dijo por el teléfono muriéndose de risa. Ángela de Alvarado, por su parte, se lo había confirmado al contarle que las paredes del salón principal en casa de los padres de Marcio estaban cubiertas con chapas de oro. Ella, que desde la historia del Picasso trabajaba como secretaria trilingüe en una oficina de prensa, no se sentía inclinada a asumir la personalidad de esposa de millonario. «Nada más fácil», decía Virginia con ironía. «Basta con saber recibir a los invitados y ocuparse de obras de caridad».
A Juana aquellas reuniones la sacaban del marasmo de la vejez. Cuando su marido Daniel se jubiló, tomó la decisión de irse a vivir con ella en un estudio, dejándole a su hijo Jean el apartamento para que se volviera más responsable y menos pegado a sus faldas. Todo lo que consiguió fue duplicarle a ella las faenas domésticas pues Jean no tenía la menor idea de cómo mantener limpia una casa. Después de arreglar el estudio iba a trabajar en el apartamento. Metía en la lavadora las sábanas siempre sucias porque Jean hacía el amor cada noche, lavaba la vajilla y planchaba servilletas y camisas. Ni a Daniel ni a Jean se les había cruzado por la cabeza la idea de reemplazarla por una muchacha que se ganara la vida trabajando como sirvienta. Y, en el fondo, ella lo prefería así: no soportaba permanecer el día entero frente a Daniel escuchando sus lúgubres comentarios sobre la muerte. Le gustaba salir a la calle, mirar las vitrinas, tomar el metro y sentir que formaba parte del tremendo bullicio de París. Jean la llamaba por teléfono para decirle si tenía o no invitados esa noche y ella preparaba la comida en función del número de personas que iban a venir. Se quedaba en el apartamento de su hijo nada más que para verlo unos minutos y regularmente, al despedirla, Jean le metía en la cartera billetes de quinientos francos pues se ganaba muy bien la vida como ingeniero. Con ese dinero ella renovaba su ropa en cada estación y pagaba el seguro del automóvil y la gasolina. Podía permitirse el lujo de almorzar sola en restaurantes de tres estrellas y beber una botella de buen vino. Al anochecer regresaba al estudio, hacía la comida para Daniel y con el fin de escapar de su compañía se acostaba temprano tomando varios somníferos. A veces ni aquellas pastillas le permitían conciliar el sueño y antes de recurrir a una nueva dosis se acordaba de sí misma a los dieciocho años cuando llegó a París decidida a convertirse en una gran actriz. Entonces lloraba en silencio maldiciendo a los hombres que abusaron de su ingenuidad: el poeta español que la abandonó dejándola sin patria en un país desconocido, Héctor, a quien le sirvió de modelo y de sirvienta y que también la dejó plantada apenas le llegó el éxito, y hasta ese pobre Daniel con quien se vio obligada a casarse para darle un padre a su hijo. Solo los camioneros se salvaban de su rencor porque habían sido generosos en amor y nunca la defraudaron.
Si tenía un consejo que darle a las mujeres era el de acostarse con hombres simples prescindiendo de los enamoramientos y del interés material. Simples, no bárbaros que maltrataban a sus compañeras y se venían como salvajes sin preocuparse por el tiempo del placer femenino. Algo de eso le había explicado a Jean, con quien se sentía en confianza. Y Jean captó la esencia de su mensaje. Una tarde de confidencias le dijo que ninguna mujer salía insatisfecha de sus brazos porque si estaba bloqueada él se servía de sus dedos y de su boca hasta arrancarle un espasmo de gozo. Esa vez ella respiró hondo por el alivio: su hijo no corría el riesgo de casarse con una mujer que tarde o temprano lo odiaría por sentirse mal amada. Si Jean lograba conducir su matrimonio como había logrado su diploma de ingeniero, con éxito, su vida estaría bien encarrilada y ella podía sentarse a morir. Los años habían aumentado su reumatismo y gracias a la cortisona no había perdido el uso de los dedos, siempre adoloridos e inflamados. Incluso cuando hacía el oficio se ponía guantes de lana para mantenerlos calientes y resguardados de toda mirada. Hacía mucho tiempo que nadie, ni siquiera Jean, había visto sus manos deformadas por la enfermedad. Y aun ahora, en plena fiesta, se mantenía enguantada con el pretexto de que sentía frío.
Aguantando las ganas de llorar, Marina de Casabianca miraba a su alrededor. ¿Cómo era posible que los amigos de Virginia bailaran, que afuera se oyera el ruido del tráfico, que la gente respirara, que ella misma estuviera viva si sus hijos habían muerto? De qué le servía su belleza y su dinero en ese mundo que de repente le parecía una enorme pesadilla.
Guillaume y Loïc habían perecido en un accidente porque su padre se había obstinado hasta el fin de su vida en manejar a ciento ochenta kilómetros por hora. Cuando supo la noticia buscó un revólver para suicidarse. No lo encontró. Isabel fue a reunirse con ella en Lausanne y la convenció de que se internara en una clínica privada para pasar los primeros meses bajo el efecto de tranquilizantes y somníferos. Estuvo allí un año y allí habría podido quedarse el resto de sus días si a su siquiatra no le hubiera dado por integrarla a lo que llamaba la vida normal. Regresó, pues, a su casa. Isabel y sus primas habían hecho la limpieza regalando todos los vestidos de Guillaume y Loïc a obras de caridad. En el armario de su cuarto solo quedaba un álbum de fotografías. Lo guardó en una maleta, cerró la casa y se vino de nuevo a Francia. Su siquiatra le había aconsejado salir en lugar de permanecer acostada en una cama hurgándose la herida, pero los recuerdos la acosaban como dardos envenenados y la seguían adonde fuera. Hacía un tiempo, Loïc, el más romántico de los dos, se había enamorado de Graciela, una sobrina de Isabel, que estaba de paso por París. Le enviaba cartas y le escribía poemas. Quiso tener una fotocopia de ellos y se lo hizo saber a Isabel, pero Graciela, con un gesto de gran clase, le envió los originales. Los colocó en la gaveta de su mesa de noche y los leía cada día antes de acostarse. Loïc se refería a ella en sus cartas llamándola su mamita querida. En sus poemas hablaba ingenuamente de su amor por Graciela, con frases candorosas que le inspiraban ternura. «Soy el judío errante de tus sueños, te busco en la claridad del alba, me hiere en el alma tu recuerdo, rota y olvidada está la vieja ánfora, de donde sacamos tiaras y gemas para adornar tu frente de princesa». Y en español, cuando su lengua materna era el francés.
Durante el sepelio, al cual asistió embrutecida por los calmantes, oyó la prédica del sacerdote que celebraba la misa. Aquel hombre parecía estar perfectamente convencido de lo que decía y decía, ni más ni menos, que después de la muerte había la vida, un más allá donde todos nos encontraríamos el día del juicio final. Aunque era atea, por un instante quiso creer en ese mensaje de esperanza y antes de entrar en la clínica fue a hablar con el mismo sacerdote, que resultó ser un amigo de infancia de su segundo marido. «La fe es una gracia del Señor», le explicó aumentando su confusión. ¿Cómo hacer? Porque otra sería su existencia si supiera que al morir iría a encontrar a André, Guillaume y Loïc. Podría inclusive sufrir menos. De día debía hacer esfuerzos para no echarse a llorar en plena calle. Aparcaba su Rolls en cualquier parte, subía los vidrios oscuros de las ventanillas y gemía de desesperación. De noche la atormentaban las pesadillas. Una bestia venida de otro mundo le hincaba los colmillos en el vientre. Y el dolor la despertaba. No sabía cómo seguía viviendo. Entre lágrimas tomaba su primer café y llamaba por teléfono a Jérôme, su administrador, a quien le había dado el control total de su fortuna desde que entró en la clínica. Jérôme le preguntaba si estaba mejor y ella se ponía a llorar suplicándole que le negara la realidad, que le dijera que Guillaume y Loïc estaban vivos todavía. Como creía en Dios, Jérôme le aseguraba que sus hijos estaban felices donde se hallaban. Enseguida ella llamaba a su siquiatra y este la animaba a salir de la depresión nerviosa. Luego encendía un cigarrillo tras otro hasta el mediodía, cuando salía a almorzar con Isabel. Le quedaba por delante pasar la tarde y esperar la noche para ir a fiestas y recepciones, durante las cuales, como ahora, el recuerdo de sus hijos se volvía más lancinante porque la gente parecía divertirse sin tener en cuenta su ausencia. La propia Isabel, que a cada rato se acercaba para hablarle y distraerla, no pronunciaba nunca los nombres de Guillaume y Loïc. Quizás no lo hacía a propósito para ayudarla a ahuyentar su pena, sin saber que a ella se le antojaba un escándalo ver a los demás divertirse mientras sus hijos yacían en una tumba.