Durante diez años conservé la carta de Bárbara. La llevé una época en el bolsillo, con la esperanza de encontrar a alguien que me la tradujera. Luego la abandoné en un cartapacio, junto con otros papeles viejos. Una tarde al fin, presa de uno de esos súbitos accesos de destrucción, en los cuales uno pone una especie de ferocidad en aniquilar todas las huellas de su pasado, la rompí junto con lo que se rompe en estos casos: boletos de tren de algún largo viaje, facturas de un hotel donde fuimos dichosos, programas de teatro de alguna pieza olvidada. De Bárbara no quedó en consecuencia nada y nunca sabré qué cosa me decía en esa carta escrita en polaco.
Fue en Varsovia, años después de la terminación de la guerra. De las ruinas los polacos habían sacado una capital nueva, fea más bien, plagada de edificios de cemento que un arquitecto calificaría tal vez de totalitarios. Yo era uno de los treinta mil muchachos que asistía a uno de esos Congresos de la Juventud, luego venidos a menos. Éramos ilusos entonces y optimistas. Creíamos que bastaba reunir a jóvenes de todo el mundo en una ciudad, hacerlos durante quince días pasear, conversar, bailar, comer y beber juntos para que la paz se instaurara en el mundo. No sabíamos nada del hombre ni de la historia.
La vi en una de esas visitas de amistad –encuentros, se llamaban– que jóvenes polacos hacían a las delegaciones extranjeras. Tenía la cabeza perfectamente redonda y dorada y era pequeñita, ágil, fina y de un perfil tan delicadamente dibujado que daba miedo mirarlo con insistencia, no fuera a usarlo y demolerlo la mirada. Por señas nos hicimos amigos. En el encuentro, que era al mismo tiempo una reunión folclórica y un canje de virtuosidades, uno de nosotros bailó y Bárbara nos cantó una canción enigmática y agreste que nos dejó embelesados.
Trabajaba en un laboratorio donde fui algunas veces a buscarla. En la Plaza Lenin, frente al Palacio de la Cultura, bailamos en las noches, con los otros miles de jóvenes, al son de varias orquestas que mezclaban sus ritmos. Después del baile íbamos todos a un parque cercano, oscuro, donde, en nombre de la solidaridad universal, nos besábamos. La primera vez la oprimí con tanta brutalidad que perdió el aliento y se dobló, quebrada, entre mis brazos.
Pero a diferencia de otros muchachos que hacían rápidamente de su amiga su amante –en las noches, de retorno a nuestro albergue, se encendían los cigarrillos y se contaban historias de fornicaciones viles y violentas–, mis relaciones con Bárbara eran más bien ambiguas y morosas. En gran parte ello se debía a que no nos entendíamos. Bárbara hablaba sólo polaco y ruso y yo español y francés. Reducidos a gestos y señales, nuestra amistad estaba bloqueada, más aún cuando de por medio no había el amor que todo lo inventa. Había sólo de mi parte deseo, pero un deseo que para abrirse camino requería del socorro de la palabra, palabra en este caso imposible.
Una noche bebimos cerveza, un líquido abominable en un bar que pretendía ser occidental, y noté que Bárbara quería comunicarme algo. Ya en otras ocasiones la había visto hacer el mismo gesto, pero ahora era más explícita: cogía el vuelo de su vestido, acariciaba su tela y tiraba de su basta hacia sus rodillas o la levantaba mostrándome al descuido parte de un muslo divino. ¿Qué cosa quería Bárbara? ¿Al fin había logrado comprender lo que yo deseaba? Yo reía de verla tan dispuesta y tan desarmada para trasmitirme lo que pensaba. Sólo después de muchos aspavientos comprendí que quería decirme esto: vivo fuera de la ciudad, iremos a mi casa un día, hay que tomar un tren.
¡Al fin la bella Bárbara había cedido y comprendía! Llegaría también yo una noche al albergue para encender mi cigarrillo y contar mi historia, la del macho latino cobrándose una buena pieza en el vergel centroeuropeo, historia de reír, de recordar más tarde y de ufanarse, hasta que la vida se encargara de vaciarla de todo contenido y reducirla a un incidente más bien mezquino.
El viaje se realizó al fin, una tarde calurosa. Varias veces había sido aplazado, supongo porque habría algún obstáculo para encontrarnos a solas en su casa. Yo había dejado enteramente en manos de Bárbara la estrategia de esta cita campestre, temiendo que el Congreso terminara sin que lograra concertarse.
Pero en la tarde calurosa Bárbara me dio a entender que había llegado el momento y fuimos caminando muy lejos de la Plaza Lenin, hasta una estación de tren. Eran apenas tres vagones que hacían el servicio regular entre una de las puertas de Varsovia y los suburbios del Sur, atiborrados de proletarios. Al subir al vehículo me di cuenta de que era probablemente el único extranjero que osaba alejarse de los itinerarios más o menos oficiales a los que estábamos circunscritos. El viaje se convertía así, aparte de una fuga de amor, en un acto prohibido.
El tren atravesó los suburbios, luego campos sembrados y a los veinte minutos se detuvo en un pueblecito, donde Bárbara me hizo descender. En una dependencia de la estación cogimos dos bicicletas que eran de propiedad comunal y estaban al servicio de los lugareños y proseguimos por este medio un viaje que desde entonces comenzó para mí a teñirse de irrealidad. Íbamos por senderos de tierra rodeados de tapias y árboles, pasábamos delante de casas solariegas y viejas dotadas de huertas y jardines, cruzábamos a labriegos que se detenían para mirarnos pasar, alborotábamos a perros rurales que saltaban ladrando detrás de las cercas, e íbamos aceleradamente, Bárbara delante mío, pedaleando con energía y yo detrás fascinado por su cráneo redondo y su cola de caballo dorada.
Al fin se detuvo ante una casa más bien pequeña, con una verja de madera que daba sobre el camino. Yo la imité y juntos, riendo, alegres, empujando nuestras bicicletas, sudorosos, penetramos en el jardín exterior. Bárbara me cogió de la mano y subimos corriendo los peldaños de madera que conducían a la puerta principal. De su cartera extrajo una llave y abrió de par en par la puerta. Entramos a un vestíbulo oscuro y luego a una sala, que inspeccioné rápidamente –muebles viejos, campestres– buscando en qué sofá descansaríamos un momento, preparando el clima, hablando como sea, ya no me importaban las palabras, mis manos serían elocuentes y me sentía tan seguro que me importaba un pito el hombre de gruesos bigotes que me observaba desde un marco de madera tallada y que Bárbara diciendo pum pum, cortándose la pierna con la mano, haciendo luego tac-tac-tac-tac, me explicó que era su padre, inválido de guerra y empleado del ferrocarril.
Pero no nos detuvimos en la sala. La prisa de Bárbara era incontenible, pues ya estaba otra vez arrastrándome de la mano por un pasillo, empujando una puerta y nos encontramos en un dormitorio, donde lo primero que vi fue una cama más bien estrecha, cubierta con una colcha de cretona floreada. Una cama. ¡Qué largo había sido el camino para llegar desde nuestro primer encuentro hasta ese pequeño espacio, tan escueto como una tumba, pero tan suficiente, donde al fin nuestros cuerpos hablarían un idioma común!
Bárbara se quitó el vestido y avanzó hacia la cama, pero en lugar de tenderse en ella la contorneó y se precipitó hacia un enorme ropero, hablándome en polaco, sin preocuparse en que yo la entendiera y abrió bruscamente sus puertas.
En sus colgadores vi que pendían media docena de faldas. Bárbara las sacó y se las fue probando una por una, señalando sus dibujos estampados, convidándome a palpar su tela, explicándome su corte, su función y su modelo, en su endemoniada lengua que ahora yo entendía sin comprender, excitada, hasta que al fin, sin quitarse la última, quedó callada delante de las telas amontonadas en la cama, mirándome fija, ansiosamente a los ojos.
—Muchas faldas –dije al fin.
Pero ella parecía esperar algo más y seguía interrogándome con la mirada.
—Bonitas faldas –añadí–, lindas, molto bellas, beautiful, muchas faldas, lindas faldas.
Me había comprendido y sonrió. Suspirando quedó un momento observando sus prendas y luego, lentamente, las fue colocando en sus colgadores y las colgó en su ropero. De él extrajo una blusa y se la puso. Al cerrar las puertas del mueble seguía sonriendo y me dio a entender que debíamos salir. Tampoco esta vez nos detuvimos en la sala –de reojo, la mirada del hombre mostachudo me pareció hosca, feroz– y nos encontramos en el jardín cogiendo nuestras bicicletas. Yo estaba atontado, idiota, la seguía como un pelele, monté y nuevamente me vi pedaleando por el florido sendero, rumbo a la estación, detrás del cráneo redondo y de la cola de caballo flamígera.
Dejamos las bicicletas en el mismo depósito de la estación y minutos después regresábamos a Varsovia en el tren de los arrabales. Bárbara no hablaba, pero yo no notaba en su silencio ni hastío ni pena, sino algo así como alivio, contento y una placentera serenidad. Cada vez que me miraba sonreía como a su más entrañable compinche, el que compartía sus secretos y había tenido el derecho de contemplar, más que su desnudez, sus pertenencias.
Al día siguiente partíamos de vuelta a París. Los vagones del tren estaban de bote en bote de muchachos que bebían, cantaban y se despedían por la ventanilla de sus amantes pasajeras. En vano busqué a Bárbara entre la gente del andén.
Fue meses después que recibí su carta.
(París, 1972)