Al encontrarnos en Lima ese verano, Ernesto y yo decidimos poner en ejecución nuestro viejo proyecto de buscar una playa desierta donde construir nuestra casa. Ambos vivíamos en Europa desde nuestra juventud pero, al llegar a la cincuentena, caímos en la cuenta que estábamos ya hartos de las grandes ciudades. No soportábamos su ajetreo, la estridencia de sus medios artísticos y la sofisticación de su vida social. Estábamos seguros además de haber sacado ya bastante partido de nuestra estada europea y considerábamos que era tiempo de retirarnos a un lugar tranquilo, primitivo e incluso solitario, donde seguir trabajando en nuestros asuntos, más cerca de la naturaleza y de nosotros mismos. Y ese lugar no podía ser otro que la costa peruana, pues ambos habíamos nacido al borde del mar, jugado de niños en las vastas playas del sur, crecido explorando sus dunas y arenales y guardado para siempre la marca de ese paisaje aparentemente baldío, pero cargado para nosotros de presencias, de poesía y de misterio. Saturados de cosmopolitismo, habíamos sentido resonar en nosotros, como decía Ernesto, “el llamado del desierto”.
Es así que al coincidir en Lima ese verano, nos lanzamos en busca de un lugar apropiado para nuestro futuro refugio. La primera expedición la hicimos a Conchán, la extensa playa rectilínea que va desde el Morro Solar hasta el río Lurín, 50 kilómetros al sur de Lima. Pero nos bastó una sola inspección para darnos cuenta de que no se adecuaba a nuestros planes. Por lo pronto estaba demasiado cerca de la capital, lo que nos ponía a la merced de visitas intempestivas y contrariaba nuestro deseo de aislamiento. Luego la braveza de su mar con olas gigantescas que en Semana Santa alcanzaban ocho metros de altura. Esa playa era buena para acampar un día, solearse, remojarse los pies, pero no para bañarse, nadar, ni mucho menos instalarse en ella. Sólo algunos pescadores seguían afrontando desde tiempos inmemoriales ese mar rudo y traicionero. Los vimos esta vez entrar a horcajadas sobre sus embarcaciones de totora, embestir intrépidamente las altas murallas de agua que avanzaban rugientes hacía la orilla y llegar invictos a la zona calma donde tendían sus redes. Regresaban empujados por los tumbos y desde la playa, formando una compacta fila, tiraban la red con una cuerda, con movimientos rítmicos punteados con gritos de aliento.
Pero el más grave inconveniente de Conchán era que había dejado de ser una playa solitaria. Los tiempos habían cambiado. Antes llegaban allí sólo unas cuantas familias, los fines de semana, en automóvil, y como la playa era tan grande podían repartirse en decenas de kilómetros y sentirse cada cual en su playa privada. Ahora en el verano los autos llegaban en caravana, volcando parejas, familias, y verdaderas tribus que plantaban sus parasoles en la arena y poblaban con sus gritos y sus juegos el extenso litoral. Pero aparte de eso –la ocupación de Conchán por una tupida clase media motorizada– un nuevo peligro se había cernido sobre ese lugar: los habitantes de los pueblos jóvenes surgidos detrás de las colinas arenosas descendían como hormigas por la empinada pendiente de Lomo de Corvina y al cabo de una hora de caminata cruzaban la Panamericana y se repartían por todo el litoral con sus pelotas de futbol, sus cacerolas, su prole interminable y sus ropas de baño caseras, generalmente calzoncillos en los hombres por cuyos bordes jetones asomaban testículos lampiños. Este fenómeno –la gradual pero indefectible transformación de Conchán de playa para privilegiados en playa popular– podía tener un alto interés para sociólogos, antropólogos o politólogos, pero Ernesto y yo éramos sólo artistas de bolsa más bien escasa y edad algo provecta cuyo único interés era encontrar un lugar tranquilo donde pasar el resto de nuestros días.
Descartado Conchán, hicimos en los días siguientes nuevas incursiones cada vez más lejos, comprobando que los antiguos y rústicos balnearios de Punta Negra, Punta Hermosa y San Bartolo habían crecido y tendían a unirse para formar una sola aglomeración y que más al sur aún, hasta Pucusana, en caletas y playas antes solitarias, habían surgido grupos de casas, sencillas o lujosas, destinadas a convertirse con el tiempo en verdaderos balnearios. Decididamente, si queríamos encontrar el lugar ideal, había que aventurarse aún más lejos.
Fue lo que hicimos al año siguiente, cuando volvimos a encontrarnos en Lima durante el verano. Pero esta vez, como no disponíamos de mucho tiempo como para gastarlo en cercanas y sucesivas exploraciones, decidimos ir inmediatamente hasta lca, a unos trescientos kilómetros al sur. Para mayor seguridad, conseguimos ser recomendados a un abogado del lugar que conocía perfectamente la zona y podía con sus consejos evitarnos rodeos inútiles.
En la vieja pero robusta camioneta Ford de Ernesto –que dejaba siempre en Lima para usarla durante sus venidas al Perú– hicimos el viaje de un tirón hasta Ica, alquilamos un búngalo en el hotel Las Dunas y de inmediato fuimos a visitar a nuestro informante, el doctor Tacora. Este no vaciló en decirnos que el lugar que buscábamos existía, era Laguna Grande, una caleta donde él tenía una casita aislada en la que acostumbraba pasar algunos días al año dedicado, según dijo, “a la pesca, la lectura y la meditación”, frase que me encantó por su resonancia romántica y roussoniana. Por desgracia, añadió, no podría acompañarnos a Laguna Grande, pero pasaría al día siguiente temprano por el hotel a fin de guiarnos hasta el desvío que debíamos tomar.
Apareció, en efecto, pero a las once de la mañana, cuando ya Ernesto y yo echábamos pestes contra nuestro mentor. Seguimos a su Volkswagen rojo una veintena de kilómetros por la Panamericana, entre planicies áridas y cerros pelados, viendo de trecho en trecho huellas terrosas que se internaban misteriosamente en el desierto rumbo al litoral. Al fin el Volkswagen se detuvo ante una de esas huellas.
—Este es el buen desvío –nos indicó–, tienen que seguir derecho, siempre por la huella principal. Laguna Grande está a unos treinta kilómetros. En un par de horas llegan.
Acto seguido nos entregó la llave de su casa, diciéndonos que podíamos descansar allí o quedarnos a dormir si nos venía en gana y se despidió de nosotros dejándonos abandonados en la carretera solitaria bajo un sol de plomo. A la distancia los arenales reverberaban bajo la canícula. Quedamos mirándolos un rato, dubitativos.
—Adelante –dijo al fin Ernesto y, poniendo en marcha su vieja camioneta, tomamos el desvío rumbo a nuestra playa.
No tardamos en darnos cuenta de que hollábamos tierra desconocida. El desvío, al comienzo afirmado con pedregullo, se convirtió en una simple huella en la arena, huella que se volvía cada vez más difusa y se subdividía en multitud de huellas que partían en diversas direcciones o que se entrecruzaban para volver a reunirse más lejos. Nosotros seguimos la recomendación de nuestro consejero y tratamos de no abandonar la huella principal, si bien nos costó muchas veces trabajo saber cuál era la huella principal. Pero una especie de instinto nos fue llevando hacia el litoral, luego de sucesivos tanteos, en medio de un paisaje cada vez más árido y accidentado. Bordeamos altos cerros baldíos, dunas, cauces secos de antiguos riachuelos, sin ver planta, animal u hombre, abrasados de calor, atemorizados, pero al mismo tiempo fascinados por la soledad y el silencio del desierto.
Al fin el terreno se volvió más llano, sentimos un poco de aire fresco y al contornear una colina divisamos el mar al final de una planicie ligeramente descendente.
—¡Hurra! –exclamó Ernesto, aceleró y al cabo de quince minutos estábamos en Laguna Grande.
Era una caleta, en efecto, pero contrariamente a lo que habíamos previsto (el doctor Tacora nos habló de una playa desierta) estaba poblada. Una veintena de barracas de madera se alineaban en la orilla de una calma y extensa laguna de agua de mar encerrada entre dos promontorios rocosos. Algunas barcas de remo descansaban en la arena y al menos un centenar de lugareños, entre hombres y mujeres, circulaban frente a las barracas o se afanaban en la laguna con el agua hasta la cintura, ocupados en capturar algo que metían en pequeñas canastas.
La aparición de nuestra camioneta pareció sorprenderlos al comienzo, pero luego continuaron su trabajo sin darnos la menor importancia.
—Tacora debe estar loco –dijo Ernesto–, a esto le llama playa desierta. ¿Y dónde diablos estará su casa?
Apartada de las barracas, en un extremo de la playa, distinguimos una construcción grisácea. Al acercarnos nos encontramos con una rústica vivienda cuadrangular de madera bastante carcomida. Esa era la casa, sin duda, pues la llave abrió el grueso candado de su única puerta.
Adentro había dos camastros, una mesa con sus sillas y una cocina unida por un tubo a un balón de gas. Olía a moho y a encierro. Por el suelo de tierra apisonada vimos surgir dos arañas de mar que se refugiaban tras unos aparejos de pesca.
—¡Coño! –exclamó Ernesto–, ¡qué tristeza!
Hacía además un calor de los diablos y nos moríamos de sed. Para la excursión habíamos traído unas bolsas con sándwiches de queso y un botellón de agua. El queso se había derretido durante la travesía del desierto y el agua recalentado.
—Vamos a tomarnos una cerveza en la caleta y a comprar unos pescados –dije–. Los preparamos acá, comemos y luego se verá.
De regreso a la caleta vimos que algunos pescadores salían de la laguna con sus canastas llenas de choros y conchitas. Una barca de remos había llegado de la mar y descargaba chitas y corvinas.
—Primero la sed y luego el hambre –dijo Ernesto.
Y seguimos por la orilla hasta encontrar entre las barracas una pequeña tienda de comestibles. En el suelo de arena estaba tendido un enorme negro que roncaba. Aparte de ello no se veía a nadie.
—¿Quién atiende aquí? –preguntó Ernesto–. ¿Se puede tomar una cerveza?
Nadie nos respondió. Pero al poco rato sentimos un ruido tras el mostrador y una voz susurrante:
—¿Decían?
Tardamos en descubrir en medio de los frascos con galletas, caramelos y chupetes que atiborraban el mostrador, una frente, unos ojitos penetrantes y, al saltar por encima del negro, vimos a una mujer pequeñísima, una verdadera enana. Al instante subió a un banquillo y quedó a nuestra altura.
—Perdón –dijo Ernesto–, ¿tiene cerveza helada?
En ese momento el negro se despertó.
—¡Qué buen suelazo! –exclamó enderezando el tronco y estirando los brazos para desperezarse–. Estoy como nuevo. Olga, anda preparándome un caldito.
Cuando se puso de pie –su cabeza llegaba casi al techo de cañas–, quedó observándonos un momento con desconfianza y luego mostró toda su dentadura.
—Bienvenidos a Laguna Grande. ¿Turistas?
—Somos amigos del doctor Tacora.
El negro se echo a reír.
—¡Ese viejo huevón! Olga, atiende a los señores.
La enana había puesto sobre el mostrador una botella de Cristal y dos vasos.
—Helada no tenemos.
Entre tanto el negro se nos acercó. Vimos en ese momento que por el bolsillo de su pantalón asomaba un instrumento punzante. Tal vez quería sólo hacernos un poco de conversa, pero Ernesto y yo, sin consultarnos, preferimos coger nuestra botella, pagamos y salimos del local. El negro nos siguió hasta la puerta.
—¡Que la pasen bien en Laguna Grande! –gritó mientras nos alejábamos hacia la casa de Tacora.
En el camino nos detuvimos ante dos pescadores que contaban y clasificaban el pescado.
—¿Nos venden una corvina?
Ambos nos observaron de arriba abajo. Sin responder continuaron su faena. Hicimos otras tentativas ante otros pescadores con el mismo resultado. Uno de ellos nos dio a entender, sin mucha convicción, que esa pesca era para su consumo. Cuando nos retirábamos hacia la casa de Tacora, desalentados, una mujer nos alcanzó con una corvina en la mano, nos la ofreció por un precio exorbitante y a regañadientes tuvimos que comprársela.
Pero una vez en la barraca, comprobamos que no había gas en el balón y que, además, no sabíamos cómo cortar la corvina y sacarle las escamas. El calor arreciaba a través del techo de madera. No tuvimos otro recurso que beber nuestra cerveza tibia y engullir nuestros sándwiches derretidos.
A pesar del calor agobiante, decidimos inspeccionar los alrededores. Saliendo de la barraca caminamos hasta el extremo de la caleta, trepamos unas rocas y nos encontramos con otras caletas más pequeñas que Laguna Grande, pero de playas estrechísimas, batidas por olas encontradas. Seguimos nuestro camino y llegamos a otra playa también pequeña, pero rocosa y plagada de arrecifes.
—¿Seguimos? –pregunté.
—¡Las huevas! –contestó Ernesto–. Me estoy cagando de hambre. ¡Y con este sol nos vamos a desollar!
Llegamos a la casucha de Tacora extenuados y deshidratados. La caleta se había despoblado. Por el olor a pescado frito que venía de las barracas supusimos que los lugareños almorzaban. Nos metimos al mar en calzoncillos para refrescarnos y luego nos tendimos en los camastros para descansar. Pero el calor era insoportable.
—¡Una cervecita bien helada en el hotel Las Dunas! –suspiré.
—Al tiro –convino Ernesto–. ¡Viva la civilización!
Minutos después abandonábamos Laguna Grande en la vieja camioneta. Mi última visión fue la del gigantesco negro que, solitario en la playa, observaba sonriente nuestra partida. A mitad de camino, en pleno desierto, Ernesto comprobó que había desaparecido su billetera que por descuido dejó en la guantera de su carro.
Esta excursión había sido un fracaso, pero ello no nos desalentó. De vuelta a París, durante nuestros esporádicos encuentros, abordamos nuevamente nuestro proyecto, a la luz de lo que llamábamos “el chasco de Laguna Grande”, del cual sacamos útiles enseñanzas. Por lo pronto era indispensable que la playa fuese absolutamente desierta. Estaba visto que los lugareños de las caletas apartadas no veían con buenos ojos la aparición de extraños en su territorio, presagio de otras apariciones y probables afincamientos que amenazaban su liberad, sus costumbres, su medio ambiente y su estilo de vida. Pero era indispensable también que esa playa fuese no sólo desierta sino de fácil acceso (si bien ambas condiciones parecían incompatibles), para poder llegar sin problemas a un centro poblado en caso de emergencia. Esto nos llevó además a replantearnos el asunto de la naturaleza de la casa. Yo había imaginado al comienzo una especie de rancho miraflorino tradicional, con su terraza delantera, su azotea y su jardín, lo que era a todas luces una aberración. Por su lado, Ernesto había ideado sucesivos proyectos, desde la casa de concreto armado y grandes ventanales de vidrio hasta la casa de adobón, con ventanas estrechas, piso de tierra y doble techo de cañas que nos protegiera del calor.
Con estas y otras nuevas ideas emprendimos dos años más tarde una nueva expedición. Esta vez Ernesto consiguió prestada una robusta Land Rover con tracción en las cuatro ruedas, capaz de aventurarse por los terrenos más escarpados. Aparte de ello nos proveímos de víveres, botiquín y un mapa de la zona que íbamos a explorar, una playa al sur de Laguna Grande que nos habían recomendado por su extensión, su belleza y su soledad.
La entrada se encontraba en la zona desértica de la antigua hacienda Ocucaje. El desvío era un ancho camino terroso que se internaba hacia el mar, distante a cuarenta kilómetros. El comienzo no era tan inhóspito, pues encontramos una que otra ranchería donde crecían arbustos y andaban sueltos niños, perros y gallinas, pero a medida que nos adentrábamos todo el resto de presencia humana desapareció y de la vegetación sólo vimos algunas centenarias palmeras semienterradas en la arena. Una hora más tarde, luego de cruzar las instalaciones abandonadas de la vieja hacienda, entramos ya en pleno desierto. Ondulábamos entre médanos que parecían animados por un movimiento envolvente. O recorríamos páramos calcinados por el sol. Al contornear una colina, nos topamos con un lago insólito: una decena de pirámides que parecían obra del ingenio humano, pero que eran sólo formaciones arenosas perfectamente cónicas moldeadas por el viento.
—Se dirían esculturas –le dije a Ernesto–. Las tuyas.
—Mejores –contestó Ernesto–. A la naturaleza nadie la supera.
Kilómetros más lejos desembocamos en una planicie llena de boquetes y grietas: era una zona de ejercicios militares. Seguramente algunos días al año ensayaban allí obuses y granadas. El desierto se prolongaba sin trazas de terminar y el terreno se volvía cada vez más abrupto. Menos mal que la robusta Land Rover sorteaba todos los obstáculos sin dificultad. Al término de la mañana, luego de escalar una empinada colina, divisamos al fin el mar. Por una ancha huella que corría entre pequeñas dunas la camioneta enfiló rápidamente hacia el océano. Poco después nos detuvimos al borde de una extensísima playa, pero ¡oh sorpresa!: no era una playa desierta. Al pie de una duna cercana al mar distinguimos una decena de extrañas casuchas de estera en torno a las cuales se afanaban un grupo de pescadores. Estos continuaron su faena sin concedernos la menor atención. Esta aparente indiferencia me trajo a la mente nuestra vieja excursión a Laguna Grande. Quise decírselo a Ernesto, pero este había ya bajado de la camioneta para contemplar pensativo la agrupación de viviendas. Estaban formadas por tres láminas de esteras unidas para formar un cono, con una gran abertura por un lado. Parecían simplemente superpuestas en la arena, de modo que podían ser trasladadas de un lugar a otro o cambiadas de posición con relación al viento.
—La casa movible y ambulante –dijo Ernesto–. Esa podría ser una solución.
A mi turno bajé de la Land Rover y ambos recorrimos la playa alejándonos de los pescadores, en busca de un lugar donde bañarnos, pues el calor arreciaba. Esta vez habíamos traído ropa de baño, toallas y hasta un bronceador. Minutos después estábamos sumergidos en ese mar inmenso, de aguas frías y transparentes. El lugar era realmente espléndido y mientras nadábamos paralelamente a la orilla nos decíamos que ese era tal vez el lugar que buscábamos. ¿Por qué no?
—Después de todo –dijo Ernesto–, estos pescadores deben ser nómadas y no se van a quedar todo el tiempo aquí. Cuando no hay buena pesca se echan sus casas al hombro y se van a otro lugar.
De todos modos decidimos alejarnos un poco más rumbo a un pequeño roquedal que se divisaba a la distancia. Pero mejor era ir hasta allí en la camioneta. Regresamos hasta el vehículo y nos pusimos en marcha rodando por la arena cerca de la orilla. Poco antes de llegar al roquedal sentimos un golpe bajo la camioneta y esta se inmovilizó.
—¿Qué pasa? –exclamó Ernesto.
Al bajar y agacharnos vimos una pequeña roca disimulada en la arena que había golpeado el chasis de la Land Rover.
—Creo que nos jodimos –dijo Ernesto–. El eje delantero se ha doblado.
En efecto, vimos que la varilla metálica estaba ligeramente torcida.
Como la piedra impedía avanzar no había otro recurso que dar marcha atrás.
Ernesto lo intentó, pero la camioneta no retrocedía y a medida que más esfuerzo hacíamos las llantas se iban hundiendo en la arena. Insistimos un poco más pero era inútil: la camioneta estaba completamente atascada.
—Vamos a tener que pedir ayuda –dijo Ernesto–. Entre los dos no podremos mover este tanque.
Ambos nos encaminamos por la orilla hasta las viviendas de los pescadores. Se había levantado un poco de viento y notamos que las casuchas de estera habían cambiado de posición para que el aire no entrara por la abertura delantera.
—¿Nos pueden dar una manita? –preguntó Ernesto a un fornido mulato que afilaba un anzuelo en la puerta de su vivienda–. Se nos atracó la camioneta.
—¿No ve que estoy ocupado? –respondió sin mirarnos.
Interrogamos a dos pescadores más que tiraban con mucho esfuerzo la red que habían lanzado al mar. Su respuesta también fue negativa. En las otras viviendas grupos de pescadores y sus mujeres se aprestaban a almorzar. El olor a pescado frito, al mismo tiempo que nos abrió el apetito, me recordó nuevamente nuestra excursión a Laguna Grande: veía también en estos lugareños esa despreocupada indiferencia que revelaba en realidad un rechazo ancestral hacia los forasteros.
No tuvimos más remedio que regresar hacia la Land Rover con la esperanza de poder desatascarla sin ayuda de nadie. Fue lo que hicimos luego de una hora de encarnizado trabajo. Sin otro instrumento que nuestras manos tuvimos que sacar la arena debajo del vehículo y hacer un surco tras las llantas posteriores formando una rampa por la cual la camioneta pudo al fin retroceder hasta llegar a la arena húmeda y dura de la orilla. Estábamos agotados, muertos de calor.
—Creo que debemos darnos otro baño –dijo Ernesto.
El viento seguía soplando cada vez más fuerte. Para protegernos de él nos lanzamos rápidamente al agua. Pero el mar estaba demasiado agitado y al poco rato tuvimos que salir cuando ya el paracas soplaba con toda su intensidad. La arena nos hincaba como una ráfaga de minúsculos perdigones. No en vano, según había oído decir, paraca quería decir “dientes de arena”. Nuestro cuerpo húmedo se impregnó íntegramente de una mica plateada, de modo que quedamos cubiertos de escamas como dos enormes peces grotescos y bípedos. Nos limpiamos con las toallas y, subiendo a la camioneta que marchaba con dificultad debido a su eje averiado, emprendimos el retorno. Tardamos más de cuatro horas en atravesar el desierto de Ocucaje y llegamos a Ica al anochecer, una vez más decepcionados y vencidos.
Este segundo chasco –tan semejante al primero al punto que parecía una nueva versión con algunas variantes– no doblegó nuestro entusiasmo. Al año siguiente estábamos ya en Lima preparando la próxima excursión. Esta vez, sin embargo, decidimos innovar: para compartir nuestra aventura y amenizar nuestro viaje resolvimos ir acompañados por sendas amigas.
Siendo ambos casados y con hijos, este detalle merece una digresión. La verdad es que nuestras mujeres, luego de treinta años de matrimonio, estaban ya hartas de nosotros y no les disgustaba vernos desaparecer o al menos alejarnos por un buen tiempo, solos o acompañados. Ambas eran mujeres prácticas, capaces de ganarse su propia vida y que habían hecho muchos sacrificios para permitirnos llevar nuestra vida de artistas. Mujeres abnegadas, hay que decirlo, dispuestas a aceptar, en nombre de nuestra felicidad, nuestro absurdo proyecto de refugiarnos en una playa desierta.
Anticipo que esta tercera excursión fue también un fracaso, para así ir en contra de las normas que establecen crear suspenso en un relato. Pero el fracaso se debió esta vez a razones que nada tienen que ver con la dificultad de encontrar playas desiertas. Se debió simplemente al botellón.
Todo había comenzado muy prometedoramente. Nos acompañaban dos jóvenes amigas, Carol y Judith. Tuvimos además la suerte de que nos permitieran alojarnos por tres días en el club de Pesca Perú, un pequeño centro vacacional muy cerca del hotel Paracas, reservado a los altos funcionarios de esa empresa. El club era lindo: una docena de búngalos, piscina, sauna, frontón, área común con salones de estar y comedor, aparte de personal a nuestro servicio. Como eran días de entre semana, todo el local estaba a nuestra disposición.
Tanto nos agradó el lugar que el primer día lo pasamos bañándonos en la piscina y gozando de los excelentes platos que preparaba un cocinero japonés. Nuestro proyecto era incursionar al día siguiente en la camioneta de Ernesto hacia playas situadas más al sur de Ocucaje –teatro de nuestra última expedición–, esta vez sin guía ni indicadores, simplemente al azar.
Al anochecer, decidimos ir hasta el hotel Paracas, para cambiar de ambiente y tomarnos un pisco sour. Fue entonces cuando el botellón hizo su aparición, pero no aún bajo su forma real, vidriosa y cilíndrica, sino bajo la forma de don Felipe Otárola, que podía ser cilíndrico pero no vidrioso, y que era en todo caso un reputado viticultor de la zona. Era viejo amigo de Ernesto; se sentó en nuestra mesita del bar y nos invitó a visitar al día siguiente su pequeño viñedo de Ica, lo único que le quedaba luego de la reforma agraria. Ernesto trató de explicarle que estábamos sólo por tres días con el exclusivo fin de encontrar una playa desierta, pero Otárola fue inflexible y nos conminó a pasar por su chacra a las diez de la mañana. Luego nos dejaría libres para continuar con esa búsqueda que, a su ojos, era una idiotez.
A Carol y a Judith la enología les interesaba un pito y se negaron al día siguiente a visitar los viñedos de Otárola, prefiriendo quedarse en el club soleándose en tanga al borde de la piscina. De modo que Ernesto y yo tuvimos que afrontar solos este compromiso y atravesamos estoicamente el ígneo tablazo de casi cien kilómetros que separa Paracas de Ica. Llegamos achicharrados a la casa de Otárola, cerca del mediodía. ¡Y aún nos esperaba la visita al viñedo! Otárola nos condujo por un camino seco y polvoriento hacia las afueras de la ciudad, hasta detenerse ante un largo muro de adobe donde había un portón. Cruzamos el portón y nos encontramos en el viñedo: apenas cinco o diez hectáreas, pero muy bien cuidadas. Las viñas alineadas en surcos de regadío crecían, hasta un metro y medio de altura, apoyadas en estacas y protegidas por enramadas de cañas, donde entretejían sus brazos sarmentosos. Los racimos no estaban aún maduros. Ernesto y yo pensamos que la visita se limitaría a contemplar el viñedo desde la entrada y escuchar algunos comentarios de nuestro anfitrión. Pero los viticultores son unos fanáticos, hombres de ideas fijas y pasiones violentas, de modo que Otárola no se limitó a mostrarnos panorámicamente su viñedo, sino que nos lo hizo recorrer surco por surco, vid por vid, semiagachados debido a la poca altura de la enramada, asfixiados de calor, respirando polvo y escuchando explicaciones técnicas que nuestra desesperación impedía entender. Esta visita duró una hora bajo sol cenital. Cuando salimos del lugar, Ernesto y yo estábamos enjutos y agotados, pero Otárola ufano de su demostración.
Esta tortura debía tener una recompensa. De vuelta a la casa de Otárola, muertos de sed y de hambre (Carol y Judith nos esperaban en el club para almorzar), nuestro anfitrión ofreció despedirnos con un pisco sour. ¡Una espera más! Pero no fue en vano, pues el pisco sour que nos puso por delante en grandes copas de cristal nos pareció un regalo de los dioses. No sólo nos quitó la sed y la fatiga, sino que nos dotó de una alegría desbordante. Pedimos otro y otro, pero el tercero nos fue negado. Otárola era un hombre responsable. Teníamos que regresar en auto a Paracas y era mejor hacerlo sobrios. Llegó finalmente el momento de la partida.
—El vino que fabrico no es de gran calidad –nos dijo Otárola con franqueza–, pero mi pisco, el que hago para mi consumo, no tiene igual aquí ni en otra parte del mundo.
Acto seguido fue a la cocina y reapareció con una damajuana que debía contener unos diez litros de pisco.
—Aquí lo tienen. Para que se lo lleven a Lima o a París y se acuerden de este pobre chacarero. ¡El botellón!
A partir de entonces la tarde derivó hacia lo absurdo. Carol y Judith seguían al borde de la piscina, recalentadas por el sol, pero sobre todo calientes por nuestra tardanza. Para desagraviarlas les mostramos el botellón como un trofeo y le pedimos al cocinero-barman japonés que nos preparara un pisco sour para antes del almuerzo que, según nos reprocharon nuestras amigas, hacía más de una hora que estaba listo. Pero el pisco sour estaba tan bueno que lo repetimos y poco después los cuatro estábamos metidos en la piscina, eufóricos, chapaleando y dando gritos, mientras el oriental nos traía nuevas tandas de su brebaje y nos recordaba, sin que le hiciéramos caso, que el cebiche se calentaba y que el arroz con pollo se enfriaba. Sólo cuando atardecía recobramos un poco de lucidez y caímos en la cuenta de que:
Primo: no habíamos almorzado.
Secondo: por segundo día consecutivo habíamos aplazado la excursión, objetivo de nuestro viaje.
Luego de un duchazo comimos muy rápidamente y decidimos salir en busca de la playa desierta, así tuviésemos que pernoctar esa noche en tierra incógnita. Metimos algunos enseres y provisiones en la maletera y entre ellos, muy bien encorchado, el botellón.
Cuando habíamos hecho apenas unos veinte kilómetros anocheció y cayó sobre nosotros la duda: ¿adonde íbamos exactamente? Estábamos además en una bifurcación: la Panamericana que llevaba a Ica y otra pista que presumiblemente iba hacia alguna caleta. Para determinarnos descorchamos el botellón y bebimos del gollete, ayudándonos recíprocamente a levantarlo, a tal punto era pesado. Así puro, sin mezclas ni adornos, ese pisco era un rocío celestial, un denso néctar que llenó nuestra boca de un calor perfumado y un sabor a viñas mitológicas, donde poco faltó para que viéramos a Baco bebiendo y a Sileno danzando.
—Por allá –decidió Ernesto. Y tomó la ruta secundaria que, según notamos kilómetros más lejos, no llevaba al mar sino que se internaba en los arenales. ¡Y qué arenales! En esa noche sin luna se vislumbraban ondulantes, infinitos, bajo la sola luz de las estrellas. Una suavísima voz parecía venir de la planicie sombría. Un trecho más allá sucumbimos a su llamado y convinimos en que debíamos bajar de la camioneta y afrontar a pie el arenal inhóspito. Ernesto cuadró la camioneta al borde de la carretera y nos internamos en lo oscuro, llevando como todo pertrecho el botellón.
La arena estaba tibia, a pesar de la hora tardía, y nuestros pies se hundían sin ruido en la blanda materia. Avanzábamos muy juntos, siguiendo los accidentes del terreno, tan pronto leves declives como pequeños montículos, todo ello bajo la difusa luz estelar. Pero a medida que avanzábamos (regularmente hacíamos un alto para beber un trago del botellón que llevaba Ernesto) fuimos sintiendo una embriaguez que venía, más que del licor, del poderoso embrujo del desierto. Cada vez caminábamos más rápido, como absorbidos por una invisible fuerza y cada vez más separados, hasta que al fin empezamos a correr y nuestro grupo se dislocó. Ernesto y Carol desaparecieron por un lado y me encontré solo con Judith bajo la inmensidad de la cúpula celeste.
—Espera –le dije, antes que desapareciera como los otros y atrapándola por la mano quedamos inmóviles escuchando el silencio.
¡Qué maravillosa sensación! Sentía latir el corazón de Judith en mi mano y al unísono con nosotros las pulsaciones lejanísimas del mundo sideral. Ambos nos sentamos en la arena y luego nos tendimos de espaldas para observar asombrados el cielo. En la noche avanzada, los espacios que separaban las estrellas, planetas y constelaciones se iban poblando de más y más luminarias, tan pegadas unas a otras que formaban una mancha lechosa y al final el firmamento terminó por convertirse en una titilante bóveda de plata. Un cielo semejante no había visto en las más altas mesetas de los Andes, ni en las costas más secas de Almería o África del Norte. Ahora comprendía, sólo ahora, por qué los antiguos habitantes de esas planicies, sin nubes, ni lluvias, tuvieron un contacto tan estrecho con los astros y aprendieron tantas cosas por esa ventana que se abría cada noche hacia los espacios infinitos. Astrónomos, adivinos, alfareros, tejedores, agricultores, pescadores, constructores de caminos, templos y ciudades, fueron educados durante siglos en la escuela del cosmos.
Judith y yo, cogidos siempre de la mano, estábamos fundidos en el desierto y la noche y confundidos con los cuerpos celestes que parpadeaban en el techo argentado, en un estado de beatitud que nos desencarnaba y nos disolvía en la inmensidad del universo. Y hubiéramos seguido así a no ser por lejanos gritos que nos llegaron.
—¡…to!
—¡…ol!
Eran las voces de Ernesto y Carol que se buscaban en el desierto. De inmediato nos pusimos de pie para ir a su encuentro y nos lanzamos a correr por el páramo ondulante y al perseguir esas voces nos alejamos uno del otro y a nuestro turno nos separamos. Cada cual corría por su lado llamando al otro. Yo avanzaba o retrocedía o viraba a derecha o izquierda, guiado por un grito o distraído por otro, en un espacio que no era ni oscuro ni claro, sino bañado por una luz fantasmagórica. Me di cuenta entonces de que no era necesario gritar todo nuestro nombre, sino la última sílaba, el llamado era más agudo y el esfuerzo menor. Y los demás también lo adivinaron, pues ahora se escuchaban diversos:
—¡…it!
—¡…to!
—¡…ol!
—!…lio!
Al fin un “to” resonó a mi lado y me encontré con Carol.
—¡Hace horas que busco a Ernesto! –exclamó–, ¿dónde diablos estaban ustedes? No nos separemos, por favor.
Continuamos avanzando en la oscuridad guiados por los gritos de Ernesto y de Judith que resonaban angustiosos, en puntos distintos y distantes. Bajo esa luz difusa y ese terreno indiferenciado era imposible orientarse. Al fin, luego de infinitas vueltas y contravueltas, nos tropezamos con Judith. Sólo faltaba Ernesto. Los tres, sin alejarnos mucho esta vez, gritando nuestros nombres para indicar nuestra posición, rastreamos el páramo y al sortear un médano divisamos a Ernesto, de pie en la cima de un pequeño montículo, con los brazos en alto contemplando la bóveda celeste.
—¡Coño! –exclamó al vernos–. ¡Ya iba a despegar hacia la Vía Láctea!
Estábamos fatigados, excitados, pero felices del reencuentro. Ahora se trataba de encontrar la carretera donde habíamos dejado la camioneta. La única información que podíamos obtener con nuestros pobres conocimientos astronómicos era de la Cruz del Sur, que refulgía triunfal en el mapa estelar. Seguimos sus órdenes y quince minutos después llegamos a la carretera y caminando por ella a la camioneta. Ernesto encendió los faros y vimos un mojón amarillo que marcaba el kilómetro 33. Sólo cuando arrancamos para regresar a nuestro alojamiento en el club, caímos en la cuenta de que habíamos olvidado algo en el desierto: el botellón.
Esta accidentada excursión nocturna creó ciertos lazos emocionales en nuestro grupo de modo que esa noche, cosa que no había ocurrido en la anterior, Ernesto y Carol compartieron un búngalo y Judith y yo, otro. Pero esta historia no viene al caso. Lo cierto es que al día siguiente en que nos levantamos avanzada la mañana con la intención de partir al fin en busca de la playa desierta, nos encontramos con una sorpresa: había visitantes en el club, lo que no estaba previsto antes del fin de semana. Cuando fuimos a desayunar al comedor vimos una pareja en ropa de baño al borde de la piscina. Él era un señor corpulento y cuarentón y ella una mujer rubia y de aspecto delicado. El japonés que nos atendía se apresuró a decirnos:
—Don Raúl Rojas Ruiz, alto ejecutivo de Pesca Perú y su señora esposa.
Tuvimos naturalmente que acercarnos y saludarlos. Él nos devolvió el saludo con naturalidad, pero ella con suspicacia. Sin duda se preguntaba qué podían hacer en ese club solitario ese par de cincuentones con dos muchachas guapas y mucho más jóvenes. Por cortesía obviaron las preguntas, pero a través de la conversación fue apareciendo que no eran nuestras esposas. Raúl Rojas Ruiz tomó la cosa no sólo encantado sino excitado, pero a su mujer era evidente que le chocaba compartir el club con dos parejas de irregulares.
El bendito pisco de Otárola vino en nuestro auxilio. La noche anterior, antes de partir hasta el desierto, habíamos trasvasado un litro del néctar a una botella, a fin de que el cocinero-barman dispusiera de una reserva para prepararnos sus deliciosos brebajes. Fue lo que hizo ese mediodía, cuando ya nos disponíamos a tomar un baño en la piscina con Raúl Rojas Ruiz y su mujer, antes de partir en busca de nuestra playa desierta. Bastaron los primeros cocteles para que RRR (así lo llamaré en adelante, como lo bautizamos) se mostrara mucho más facundioso y su mujer menos arisca. En ella era efecto del brebaje, pero en él había otra razón: era viejo pisquero, adorador y coleccionista de este jugo de las viñas, según nos informó, al punto que renunció al coctel para que le sirvieran el pisco puro y desnudo. Tanto lo alabó que le confesamos que era regalo de un viticultor amigo, pero que por desgracia el botellón que lo contenía lo habíamos perdido en el desierto. RRR pareció no darle mucha importancia a ese detalle, pero durante el almuerzo –puesto que habíamos resuelto almorzar en el club antes de partir en busca de la playa desierta– volvió al asunto del botellón y nos preguntó de sopetón dónde lo habíamos perdido. La verdad es que nosotros no sabíamos exactamente dónde. Nuestra única referencia era el mojón amarillo en el kilómetro 33. Algo nos movió a no darle este dato. Pero como él seguía interrogándonos y almorzábamos tan bien y la cerveza helada estaba tan cristalina tuve la mala idea de plantearle un acertijo.
—El botellón se nos perdió en los arenales. El lugar tiene algo que ver con la religión católica.
Al decir esto pensaba en el mojón que marcaba el kilómetro 33, la edad de la muerte de Cristo, suponiendo que era imposible que RRR pudiera con su magín de funcionario apelar al razonamiento analógico y resolver la adivinanza. Pero había subestimado su inteligencia o su amor al pisco pues, cuando terminábamos de almorzar y hablábamos de otras cosas y nadie pensaba aparentemente en el botellón, RRR se aprovechó de un silencio para decirnos:
—Hay de por medio un número, ¿no es cierto?, ¿12 como los apóstoles?, ¿33 como la edad de Cristo en la cruz?; ¿es uno de esos kilómetros?
Tuvimos que convenir, sorprendidos, que había acertado, pero sin precisarle si era 12 o 33, y añadimos que iríamos a buscar el botellón al día siguiente, antes de regresar a Lima, pues esa tarde la dedicaríamos a buscar la playa desierta.
Acto seguido fuimos a nuestros búngalos a prepararnos para la excursión. El almuerzo había sido copioso, eran ya las cuatro de la tarde y estábamos un poco embotados. Tal vez se imponía una corta siesta, lo que RRR aseguró que iba a hacer cuando nos levantamos de la mesa. Pero esa había sido una estratagema de su parte, pues cuando estábamos por echarnos a reposar un rato escuchamos el ruido del motor de un auto que arrancaba. Por la ventana de su búngalo Ernesto vio a RRR que partía raudo en su automóvil rumbo a la carretera. Al instante entró a mi dormitorio.
—¡RRR se nos adelantó! Acaba de partir. Apuesto que va a buscar el botellón.
Contra lo que creíamos, Carol y Judith fueron las más indignadas y exigieron de inmediato salir en persecución de RRR para impedir que se apoderara de nuestro bien. Diez minutos después partíamos en la camioneta tras él.
Eran ya las cinco de la tarde pero el sol aún quemaba. Al llegar a la bifurcación tomamos la ruta secundaria que seguimos la noche anterior. No nos habíamos equivocado: al llegar al kilómetro 12 (RRR empezó por los apóstoles), vimos su auto detenido al borde de la carretera. Estaba cerrado y vacío. Seguramente RRR se había internado en los arenales en busca de su presa codiciada. Seguimos fierro a fondo hasta llegar al kilómetro 33.
El desierto diurno tenía otra faz que el nocturno. Era su aridez, el delicado diseño de sus crestas y ondulaciones, su recatada manera de existir como paisaje, sin ninguna grandilocuencia, lo que nos fascinaba de día, cuando en la noche su embrujo venía del misterioso llamado de su espacio silente y sombrío y de su apertura hacia los abismos estelares. Los cuatro entramos en las arenas luminosas de nuestra incursión nocturna. Durante media hora nos internamos rumbo al oriente, reconociendo a veces nuestras huellas dispersas, pero sin distinguir por ningún lado el botellón. Al fin vimos algo que refulgía al pie de un médano: era un rayo de sol vespertino que se reflejaba en el frasco de vidrio. Corrimos dando de hurras hasta que tuvimos el recipiente en nuestras manos. Hicimos un brindis celebratorio (recalentado por el sol el pisco sabía a fuego líquido, pero a fuego sagrado) y emprendimos el retorno hasta la camioneta. Unos kilómetros más allá, cuando volvíamos al club, nos cruzamos con el auto de RRR que presumiblemente se dirigía veloz hacia el kilómetro 33.
Esa noche en el bar del club nos encontramos con RRR, su esposa y otros funcionarios que habían venido a pasar allí el fin de semana. Estaban en un jolgorio muy animado y corporativo. Al vernos RRR se mostró esquivo, incómodo, como avergonzado. No hicimos ninguna alusión a esa partida que habíamos ganado.
Al día siguiente tuvimos que regresar a Lima y de allí a París. Una vez más no habíamos encontrado la playa desierta. Pero al menos nos quedaba el consuelo de haber recobrado el botellón.
El botellón fue un incidente que nos divirtió, pero que nos apartó esa vez de nuestro verdadero objetivo: la búsqueda de nuestro solitario refugio. Fue por eso que Ernesto y yo, de vuelta a Lima al año siguiente, retomamos con ahínco nuestro plan. Esta vez convinimos en que –como lo de la playa desierta en el litoral se mostraba problemático– lo mejor sería tal vez buscar una isla. Y lo más indicado nos pareció las islas de Chincha, donde esporádicamente se explotaba el guano, pero que la mayor parte del tiempo estaban deshabitadas.
Enrumbamos nuevamente hacia el hotel Paracas, en esta ocasión sin Judith ni Carol y a pesar de ello más entusiastas que nunca, pues la posibilidad de instalarnos en una isla dotaba a nuestro proyecto de una aureola literaria, al convertirnos en intrépidos Robinson Crusoe. En el hotel tratamos de encontrar una lancha que nos llevara a nuestro destino, pero estas sólo hacían excursiones con turistas cerca del litoral o a islas más accesibles y frecuentadas. Al fin nos enteramos de que del embarcadero La Puntilla salía una vez a la semana un remolcador rumbo a las islas guaneras. Por fortuna, el remolcador partía al día siguiente. Hablamos con el piloto que accedió a llevarnos mediante una buena propina.
Era un remolcador enano, chato y lento que tardaba más o menos tres horas en llegar a las islas, según el estado del mar y de los vientos. Esa mañana el mar estaba agitado y la embarcación embestía pujando cada tumbo para caer ruidosamente detrás de él y afrontar al que venía luego. Ernesto y yo estábamos medio groguis y apenas pudimos admirar el enorme y misterioso candelabro inscrito en una pendiente arenosa del litoral que se alejaba y que el piloto nos señaló dándonos explicaciones que la fuerza del viento nos impidió entender. Poco después el oleaje se calmó y el remolcador tomó su ritmo de crucero. Una hora más tarde divisamos en el horizonte una silueta grisácea, que parecía surgir del mar y crecer a medida que avanzábamos. La silueta adquirió la forma de dos abruptos y secos promontorios: eran las islas de Chincha. Ágiles y lustrosos delfines saltaban a nuestro lado. El remolcador se fue dirigiendo hacia la isla de la derecha, donde alcanzamos a divisar algo así como un muelle y tras él una casa cuadrangular con baranda en todo su perímetro. Minutos después atracábamos en el embarcadero donde un sujeto nos hacía señas con la mano, invitándonos a subir por una carcomida escalera de madera.
Sólo al estar en el muelle pudimos contemplar la isla vecina y vimos en ella, en una ensenada rocosa, una gigantesca masa parda que parecía vibrar bajo la intensa luz solar. Ernesto pensó, según me dijo, que era un amontonamiento de viejas llantas de camión. Pero de pronto surgió de la masa un rugido: ¡eran los lobos de mar! Al instante bandadas de pelícanos, patillos y gaviotas despegaron de la cresta del cerro graznando, mientras algunos lobos, como obedeciendo a una orden, se lanzaron al agua y empezaron a zambullirse y a retozar, para luego regresar al promontorio.
—Ya empiezan a despertar –dijo el sujeto que nos había recibido, para luego preguntarnos si éramos del ministerio.
Nos percatamos de que era un hombrecillo curtido como un viejo pescador, pero de rasgos andinos. Nos observaba con suspicacia, pues no estaba prevenido de nuestra visita. Qué ministerio ni qué diablos, le dijimos, veníamos sólo a conocer las islas, aprovechando el viaje del remolcador. El hombrecillo sonrió:
—Eleodoro Pauca, a sus órdenes. Soy el guardián de la isla.
Entre tanto el piloto, luego de amarrar su embarcación al muelle, había subido la escalera y apareció con una canasta llena de provisiones. Se veían verduras, huevos, panes, pero sobre todo botellas de gaseosas y cervezas.
—¿Vienen? –preguntó el guardián dirigiéndose a la casa. Lo seguimos escoltados por el piloto y su canasta.
Entramos a una construcción muy grande, vieja y descuidada, que databa seguramente del siglo pasado, época del auge del guano. Atravesamos un largo corredor al que daban innumerables habitaciones con camastros desvencijados. Al final llegamos a una pieza que debía ser el comedor, pues había una amplia mesa rodeada de sillas, donde el piloto descargó las provisiones.
—Están ustedes en su casa –dijo el guardián–. Ahora nos disculpan. Don Pedro y yo vamos a pescar. De regreso almorzaremos aquí.
Acto seguido se esfumaron dejándonos dueños de la casa y de la isla. Al encontrarnos solos, Ernesto dio rienda suelta a su emoción.
—¡Fantástico!, ¿no? Esto es lo que estábamos buscando. Un lugar desierto, tranquilo… ¿Te imaginas una casa aquí? Vamos a conocer nuestra isla.
Empezamos por inspeccionar la casa, sus dormitorios con sus camas sin otra cosa que un colchón de paja, una oficina con estantes llenos de papelotes, un baño enorme con tina de hierro. Claro, todo eso era pintoresco, anacrónico y atractivo, pero allí no íbamos a vivir, había que echarse a buscar por los alrededores una ensenada donde edificar una vivienda acorde con nuestro sueño, algo que no tuviera nada que ver con esa enorme construcción incongruente, que parecía una factoría colonial de la época del imperio británico.
Saliendo de la casa encontramos una bajada que llevaba a la orilla del mar, cerca del muelle. El sol del mediodía golpeaba y el mar estaba calmo. Pelícanos y patillos habían anclado nuevamente en la cresta de la isla vecina, al mismo tiempo que los lobos de mar –“la montaña de llantas”, como decía Ernesto– seguían reposando en su ensenada. Esa orilla al pie del muelle era una playa divina. Vimos al guardián y al piloto que en un bote de remo abandonaban el estrecho que separaba las dos islas para internarse en alta mar. El escenario era demasiado tentador para resistir al impulso de darnos un baño.
Tiramos nuestra ropa en la arena y desnudos como dos viejos gusanos nos arrojamos a las aguas impolutas y fresquísimas. Ambos éramos buenos nadadores (de muchachos habíamos hecho excursiones de varios kilómetros, entre Chorrillos y Miraflores) y avanzamos hacia la isla cercana. ¡Qué felicidad sentirse en ese mar profundo, limpio y seguro, chapaleando, zambulléndose, jugando, bromeando como unos niños! Un rugido nos alarmó y de pronto vimos que del promontorio vecino manadas de lobos se lanzaban al mar y venían a nuestro encuentro. No sabíamos si los lobos mordían, comían o trituraban, pero dimos media vuelta y retornamos hacia la playa a una velocidad que ni siquiera en nuestras competencias escolares habíamos logrado. Quedamos tendidos en la orilla, jadeantes, aplanados e inánimes, como los restos de un naufragio.
No tuvimos fuerzas para explorar la isla, de modo que seguimos echados en la arena, mirando el cielo azul por donde las aves guaneras, espantadas por un nuevo rugido lobomarino, cruzaban graznando los aires. Cuando empezamos a sentir hambre –debían ser ya las tres de la tarde– divisamos el bote donde el piloto y el guardián se acercaban al embarcadero remando dificultosamente. Nos vestimos y fuimos a recibirlos al muelle. Desde lo alto vimos la embarcación repleta de peces plateados que coleteaban, algunos con tanta fuerza que pasaban por encima de la borda y regresaban al mar.
—¡Buena pesca! –gritó Eleodoro agitando un pescado de la cola.
Media hora más tarde estábamos los cuatro sentados en el comedor ante una fuente de cebiche de corvina y otra de lenguado frito. La cerveza que había traído el piloto de Paracas estaba tibia, pero era igual. Allí nos enteramos por la conversación entre Eleodoro y don Pedro de sus solapados negocios. El piloto le traía cada semana las provisiones que el guardián necesitaba, pero recibía de vuelta una apreciable cantidad de pescado que don Pedro negociaba en Paracas. Nos enteramos además que esa era una época de paz, pero que en cualquier momento, dentro de un mes o dos, empezaría la recolección del guano. Cerca de un millar de peones llegarían a la isla para instalarse durante una larga temporada antes de regresar a su tierra.
—Todos vienen de Huaraz, de mi pueblo –dijo Eleodoro–. Trabajan como unas bestias, los pobres. Pero todo se lo gastan aquí. Los comerciantes vienen también, arman sus puestos en la isla y les venden comida, trago, coca y hasta mujeres. ¡Y los líos que arman mis paisanos! Gritan más que los lobos de mar.
Esta revelación nos sobresaltó. Mil personas en la isla era casi una invasión, pero en fin, eso no era todo el año y podía pasar. Sin embargo no teníamos mucho tiempo para reflexionar sobre este asunto, pues estábamos ansiosos de explorar la isla en busca del lugar anhelado. Don Pedro nos dijo que a las seis regresaba a Paracas y que entre tanto saldría nuevamente en el bote con Eleodoro para seguir pescando.
Ernesto y yo aprovechamos para explorar la isla. Trepamos el escarpado cerro arenoso, bordeando el litoral. Desde lo alto divisamos algunas ensenadas estrechas que no nos convencieron. Encontramos al fin una amplia en forma de media luna, si bien bastante lejos del embarcadero. Como playa era ideal, dijo Ernesto, y de inmediato me explicó que nuestra casa no tenía que parecerse en nada a una factoría británica y que veía, sí, ya veía una casa de bambú, cañas, construida sobre pilotes y que tuviera amplios espacios interiores frescos y serenos, donde podríamos trabajar en nuestros asuntos, “más cerca de la naturaleza y de nosotros mismos”, como era nuestro deseo. Pero estábamos demasiado cansados para seguir soñando y regresamos a la casa cuando ya el sol descendía tras la isla de los pelícanos. Don Pedro y Eleodoro aún no habían retornado de su pesca vespertina.
—¿Y si nos quedamos aquí unos días? –preguntó Ernesto entusiasmado–. Regresaremos con el remolcador la próxima semana.
¿Por qué no?, pensé, las camas eran incómodas y comeríamos sólo pescado, pero podríamos aprovechar para explorar mejor la isla. La idea nos sedujo y ya nos lanzábamos a inspeccionar los dormitorios, en busca del menos destartalado, cuando de la isla vecina surgió un estruendoso rugido, seguido de otro y de otro, y pronto todos los lobos marinos empezaron a gritar al mismo tiempo, creando con sus aullidos una impetuosa orquestación, de tonos variadísimos que rebotaban contra las paredes rocosas de las islas. Había rugidos que parecían gritos de guerra, llantos desesperados, alaridos de placer o quejidos de niños abandonados en una noche oscura. Y ese concierto no tenía trazas de acabar, sino que se amplificaba y se enriquecía con variantes agudas o graves, mientras se iba la luz del día. Ernesto y yo, al principio sorprendidos, nos sentimos sofocados y casi empavorecidos por ese estruendo.
—¡Coño! –exclamó Ernesto–. ¿Tú crees que se puede dormir en ese burdel?
Justo en ese momento Eleodoro y el piloto aparecieron en lo alto del muelle con una canasta llena de pescado.
—¿A qué hora termina este zafarrancho? –los interpeló Ernesto, a gritos para hacerse escuchar.
—¡Eso dura horas! –le contestó Eleodoro en el mismo tono–.
—¡Pero uno se acostumbra!
Había que tomar una decisión, pues el piloto se despedía de Eleodoro. Quedarse una semana allí era tentador, me dije, tal vez podríamos hallar en esos días, al otro extremo de la isla, una ensenada recoleta adonde no llegaran los rugidos de los cetáceos.
Pero por otro lado había la amenaza, aún más grave, de ese millar de peones que vendrían a recoger el guano. ¡Y además, la isla quedaba tan lejos de la costa! ¿Qué haríamos si alguno se enfermaba o sufría un accidente?
—¡Es hora de regresar! –nos gritó el piloto–. ¿Vienen conmigo o no?
—Allí vamos –dijo Ernesto, que seguramente se había hecho las mismas reflexiones que yo.
Nos despedimos del guardián y descendimos resignadamente las escaleras del muelle hasta poner los pies en el remolcador. Atardecía cuando nos alejábamos de las islas, que se iban empequeñeciendo y hundiendo en el mar bajo la luz crepuscular. A pesar de la distancia, seguimos escuchando –o tal vez era una simple alucinación– los rugidos de los lobos de mar.
Ernesto y yo quedamos descorazonados, luego de este nuevo fracaso. Durante algún tiempo, de vuelta a París, no volvimos a hablar del asunto y reintegrados a nuestros hogares seguimos llevando nuestra vida europea, encontrando a veces hasta agradable nuestro rutinario trabajo –él pintando y yo escribiendo– en ese ambiente, mal que bien, de un excitante cosmopolitismo. Por añadidura, Ernesto dejó París para instalarse un tiempo en Milán, donde el mercado de los plásticos era más abierto y dinámico, y luego en Nueva York, de modo que dejamos de vernos. A pesar de ello, cada cual guardaba dentro de sí la añoranza de nuestro viejo proyecto. A veces, en la esporádica correspondencia que cambiábamos, hacíamos al final, por lo general en una posdata, alguna alusión a nuestras frustradas excursiones. Ernesto llegó incluso en una carta a enviarme un croquis de una nueva casa que había imaginado, esta vez enorme y ovular como una media naranja, inspirada en no sé qué lugar que visitó en el norte de Canadá. Pero lo cierto es que poco a poco nuestro fallido sueño se fue enmoheciendo y como enterrando en el fondo de nosotros mismos. Tres o cuatro años más tarde volvimos a coincidir en Lima. Contentos por este azar que nos reunía nos vimos a diario, contándonos nuestras aventuras, triunfos y decepciones. Y a medida que nos frecuentábamos nuestro antiguo ideal fue resurgiendo. Estábamos más viejos, es cierto, Ernesto un poco panzudo y yo más flaco y enjuto que antes pero, según comprobamos, más hartos que nunca de lo que llamábamos “la vieja cultura” y más sensibles al poderoso “llamado del desierto”.
Una noche, tomando una cerveza en un café de Miraflores, al ver nuestro balneario transformado, desfigurado, convertido en una urbe abigarrada y ruidosa, que se parecía cada vez más al barrio de una de las tantas metrópolis de las que habíamos tratado de huir, nos preguntamos: ¿por qué no? ¡Aún había tiempo! Hasta entonces, según comprobamos, sólo habíamos recorrido algunas playas del sur. Pero nuestra costa tenía casi tres mil kilómetros de largo. Nos quedaba muchísimo por explorar. Y en el acto resolvimos volver a las andadas y emprender una nueva excursión en busca de la playa desierta donde construir nuestra casa.
—¡Iremos esta vez hacia el norte! –dijo Ernesto eufórico–. Me han hablado de lugares increíbles. Iremos caleteando. No puede ser posible que no exista un lugar, nuestro lugar.
—¿Y si no lo encontramos?
Ernesto quedó pensativo.
—¡Qué importa! –dijo muy serio–. Si no encontramos la playa desierta, nuestra casa sólo existirá en nuestra imaginación. Y por ello mismo será indestructible.
Días más tarde rodábamos rumbo a las playas del norte.
(Barranco, 1992)