Marga Cuetos estaba estudiando en la biblioteca de la universidad, prefería hacerlo allí que en su casa. Se concentraba más, no había distracciones. Faltaban unos meses para los estudios finales y no podía permitirse el lujo de fallar. Su madre, Mireia, se deslomaba trabajando en una tintorería tropecientas horas cada día para que ella pudiera terminar la carrera de Empresariales que había elegido.
Al llegar a casa ese día, Mireia traía cara larga y supo que algo ocurría.
—¿Qué pasa, mamá?
—Nada, hija, no te preocupes.
Marga supo que quería ocultarle algo. Desde que su padre se había ido con una mujer mucho más joven que él y las dejó que se las apañaran a su suerte, se convirtieron en algo más que madre e hija. Se lo contaban todo, reían juntas, bailaban juntas y lloraban juntas.
—No me preocupo, solo he preguntado qué pasa.
Mireia se la quedó mirando con desazón. La noticia que le habían dado sus jefes le había caído como un jarro de agua fría.
—Van a cerrar la tintorería.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Los señores Valladares quieren jubilarse.
Un sorbo de agua que Marga tenía en la boca salió despedido hacia los armarios de la cocina donde estaban.
—¿Cuándo?
—En un par de meses —dijo Mireia mientras secaba con un paño el agua.
Marga sabía que el matrimonio no tenía hijos, por lo que aquello representaba que cerrarían el negocio y su madre quedaría en la calle.
—No te preocupes, mamá, algo saldrá.
—El problema es ese, hija, con mi edad...
—¿Qué le pasa a tu edad?
Ella sabía muy bien a lo que su madre se refería, le costaría mucho encontrar otro empleo. Era injusto, lo admitía, pero era la realidad. Con cuarenta y cinco años tendría que coger el primer trabajo que le dieran y tendría que estar agradecida.
Se sentaron las dos en la mesa de la cocina, cada una perdida en sus propios pensamientos.
Marga sabía que su madre debía trabajar los años que le quedaban para la jubilación si quería cobrar una paga que le permitiera vivir más o menos bien cuando llegara la hora. Si en esos momentos empezaba a coger empleos eventuales, mal pagados y, en algún caso, en economía sumergida, le permitiría vivir hoy para malvivir mañana. No lo podía permitir. Una idea empezó a fraguarse en su cabeza, pero sabía la respuesta de Mireia si se lo decía.
—Mamá, estoy a punto de terminar de estudiar, entonces podré ayudarte.
Mireia era una mujer con los pies bien plantados en el suelo, sabía que antes o después su hija querría independizarse y no pretendía ser una carga para ella. No iba a tolerar que, por sus problemas económicos, Marga cogiera el primer trabajo que le ofrecieran. Había luchado demasiado para que tuviera estudios y se empleara en alguna multinacional donde valoraran sus esfuerzos.
—Hija, no permitiré que te pongas a servir mesas en cualquier restaurante del Sardinero. Conozco tus sueños y vas a cumplirlos como que me llamo Mireia.
Marga sabía que en esos momentos le sería imposible razonar con su madre.
—Vale, mamá, tú prométeme que no harás nada sin hablarlo conmigo, y yo no serviré mesas —lo dijo con aquella picardía que la caracterizaba, que siempre sacaba una sonrisa a Mireia.
Se prepararon una ensalada y unos filetes rebozados con patatas, y ninguna de las dos volvió a hablar del asunto.
***
El martes por la tarde, día que la tintorería cerraba por fiesta semanal, Marga se encontró con los señores Valladares a espaldas de su madre. Había pensado una semana entera en la solución a sus problemas, y lo único que se le ocurría era seguir con aquel negocio. Sabía por su madre que tenían una clientela fija y que ella y Manuela Valladares trabajaban muy duro para hacer todas las entregas. Necesitaba ver las cuentas de ese negocio y luego tomar una decisión.
Los dueños de la tintorería la conocían; y cuando ella les expuso su idea, se les iluminó la mirada.
—¿Estás hablando en serio? —preguntó Ramón Valladares con los ojos muy abiertos.
—Solo quiero ver las cuentas antes de tomar una decisión.
El hombre le mostró todo lo que ella le iba pidiendo, mientras Marga tomaba notas en una libreta que siempre llevaba en la cartera. Allí mismo hizo los números y tomó la decisión. Les preguntó cuánto querrían por el negocio y luego les dijo que tendría que hablar con su banquero, que esperaba no tener ningún problema para que le dieran un préstamo.
—¿Puedo llevarme estos libros de cuentas?
—Desde luego.
Una vez en casa, revisó los números y se dio cuenta de los beneficios de aquella pequeña empresa. Podrían haber contratado a otra persona y hubiesen seguido ganando esa buena pasta.
Al día siguiente se saltó la primera clase y se fue a visitar al banquero; cuando este vio los papeles que ella le presentó, no lo dudó.
—Dame un par de días para estudiar esta contabilidad —dijo el director del banco—. Tiene muy buena pinta. Me atrevería a darte la enhorabuena, tienes muy buen ojo. Te llamo en cuanto tenga los documentos preparados.
Se estrecharon la mano y salió del despacho con una gran sonrisa en los labios.
Al día siguiente, mientras se comía el sándwich del desayuno, recibió la buena noticia.
Marga tendría su negocio.
***
Esa misma noche, mientras madre e hija cenaban, le soltó la bomba.
—Mamá, hoy me ha llamado Cesar, somos las propietarias de la tintorería.
A Mireia se le atragantó la manzana que se estaba comiendo, tosió.
—¿Qué has dicho? —La voz no le salía.
—Que en unos días iremos a firmar los documentos del traspaso del negocio.
Mireia primero despotricó, pero ella supo convencerla de que les iría bien. En pocos años pagarían el préstamo y podrían expandir el negocio.
—Contrataremos a alguien que te ayude.
La boca de la madre se abrió por los planes de su hija.
—¿Pero?
—No te preocupes, mamá, he revisado los libros de cuentas y da para tener a dos personas más.
—¿De verdad?
—Me temo que los señores Valladares eran un poco tacaños, pero te garantizo que, con la clientela habitual, hay beneficios para que trabajen varias personas.
Mireia confiaba en su hija y sabía que nunca se hubiese embarcado en una empresa sin ciertas garantías. Por primera vez en varios días, Marga vio alegría en el rostro de su madre. Las dos lo celebraron con un licor de naranja y brindaron por un futuro lleno de éxito.
A partir de ese momento, Marga se pasaba muchas horas en la tintorería. Hacía los deberes y luego ayudaba a su madre. Al poco tiempo contrataron a Noelia, una viuda con muchas ganas de trabajar; y a Luis, un estudiante que iba unas horas y hacía el reparto de la ropa a domicilio, lo que les valió para tener más clientes.