Capítulo 3

Joel estaba en el bufete revisando unos documentos de última hora. Los dejaría en manos de su compañero Joaquín, para que se encargara de aquellos casos. Él necesitaba unas vacaciones como el aire que respiraba, con urgencia.

Desde hacía unos meses, estaba recibiendo unos correos electrónicos que lo ponían de un humor de perros. Alguien se había propuesto amargarle la vida, y no lo iba a permitir. Creía que su historia ya había sido suficientemente dura, que ya había purgado los pecados que pudiera hacer en tres existencias seguidas. Pero, por lo visto, no todo el mundo pensaba lo mismo, y algún delincuente se había hecho con su correo electrónico y trataba de chantajearlo.

No permitiría que nadie se creyera con derecho a juzgarlo; él no hacía daño a nadie. Se limitaba a trabajar en lo que le gustaba y luego se sacaba un sobresueldo muy suculento en su otra ocupación, la que le había permitido comprarse un chalet en una parte exclusiva de Barcelona y disponer de varios vehículos de última generación.

Nadie le había regalado nada. Todo lo había conseguido con el sudor de su frente.

Mirando hacia atrás en su vida, había algo que se había prometido hacer y no lo hizo. A sus dieciséis años, cuando leyó la carta que le había dejado su madre en el hospicio, quiso buscarla y decirle en persona que hubiese preferido pasar hambre a su lado que comer en un lugar donde nadie se había ocupado de él, donde era uno más y el amor que por derecho debían recibir todos los niños brillaba por su ausencia.

Sin embargo, al hacerse adulto pensó que, si su madre nunca se había ocupado de él, le importaría un bledo lo que le dijera. Así que corrió un tupido velo, se dedicó a mirar hacia delante y nunca hacia atrás.

Pero esos correos lo sacaban de quicio. Lo amenazaban con informar a Gaudí Abogados, donde había llegado a ser socio, del otro negocio que se traía entre manos. ¿Quién sería? ¿Qué sabría de él? Eso lo tenía furioso la mayor parte de los días. Necesitaba desconectar de la tensión a la que se veía sometido.

Y qué mejor manera que viajando a Santander, allí tenía amigos. Los había conocido por casualidad hacía varios años. Un cliente había denunciado a la cadena Mar Cantábrico Televisión, y él fue a investigar y tratar de que las dos partes se pusieran de acuerdo. Al ir lo recibió Ricardo Ríos, el hijo del dueño, y este le mostró las pruebas de que el denunciante lo había engañado.

Joel, que viajaba convencido de que el contrato que le había demostrado el denunciante —quien después de haber hecho el trabajo se había negado a pagarle— había sido fraudulento, se sintió idiota. Ricardo le enseñó una grabación donde el sujeto aparecía entre bambalinas, esnifando lo que parecía cocaína. Le presentó el justificante de pago y le dijo que lo habían despedido ipso facto, no querían tener nada que ver con drogadictos.

Ni a uno ni a otro les gustaba dejar las cosas a medias, así que se pusieron en contacto con la policía, donde Ricardo tenía un amigo, y descubrieron que el tipo había huido de Barcelona porque, además de consumir, comerciaba con drogas; y en la Ciudad Condal los agentes le estaban pisando los talones. Fue detenido, se pasaría una larga temporada entre rejas.

—Joder, Ricardo —había exclamado Hugo, su amigo—, ¿por qué no me enseñaste esa grabación antes?

—Hugo, no me toques los huevos, ¿cuántos drogadictos hay en Santander? ¿Los vas a encarcelar a todos? No, ¿verdad? No lo creí necesario. Me deshice de él y punto.

Joel era testigo mudo de la charla de los amigos.

—Ya sabes que desde que le pasó aquello a Paula...

Paula era la actual pareja de Hugo y se habían conocido mientras él investigaba un caso de narcóticos en su propio edificio. Desde aquello, parecía que las drogas se habían convertido en una cruzada personal para su amigo.

—Lo sé, lo sé...

A partir de ese momento, Joel y Ricardo se convirtieron en buenos amigos, junto con Javi Thompson, otro empleado de la cadena, y su hermano gemelo, Nick, que vivía en Nueva Zelanda y que de vez en cuando viajaba a Santander a visitar a su familia. Ellos siempre contaban con Hugo, el poli que los había ayudado en el asunto, y David, un editor londinense que trabajaba con la mujer de Javi.

Formaban un grupo de hombres grillados que se reían de su propia sombra. Incluso se comunicaban por WhatsApp, en un grupo con el nombre de Boy Band.

Todos tenían pareja, menos Joel y David; algunos, también hijos. Pero de vez en cuando se juntaban, salían sin sus mujeres y «quemaban la ciudad». Entre bromas y risas desconectaban unas horas de sus vidas familiares y volvían a ser esos chavales que aún llevaban dentro.

Siempre empezaban con buenas cenas en el restaurante Los Pórticos, del cual Ricardo era el dueño, además de una web de citas exprés. Eso le había hecho mucha gracia a Joel.

—Eres un tipo polifacético, ¿eh?

—Sí, me gusta divertirme; y si trabajando me gano unos buenos euros...

De eso hacía ya varios años, pero siempre que pensaba en Ricardo, lo recordaba con la primera impresión que había tenido de él. Un tipo divertido, satisfecho de la vida y un picaflor, lo que cambió cuando conoció a su mujer y se trasladó a vivir a la granja- escuela que ella poseía en Fontibre. A pesar de eso sabía que, cuando le dijera que estaba en Santander, su amigo Ricardo volvería a la capital.

***

Joel le había pedido a Consuelo que le preparara una maleta. Salió del bufete y pasó a recogerla. De camino al aeropuerto llamó a Ricardo, y este estuvo entusiasmado de que fuera a visitarlos.

Mientras volaba, puso su teléfono en modo «avión» y revisó su correo. Le había dicho a su compañero Joaquín que lo avisara si necesitaba algo. No había nada de él, ahí estaban más mensajes amenazantes de chantaje. Renegó en silencio.