Viajo mucho, por trabajo. Duermo siempre en hoteles. Hoteles que no elijo, hoteles que no pago. Hoteles con habitaciones impersonales, asépticas. Habitaciones en las que los pasos no hacen ruido. Mis pasos no hacen ruido. Cuando deambulo por las habitaciones de noche, no hacen ningún ruido. Se ahogan en moquettes suaves, limpias, mullidas, de colores opacos que no llaman la atención. Moquettes pensadas para soportar millones de pasos silenciados, para desgastarse muy lentamente con el suave roce de los pies desnudos. Moquettes.
Afuera del hotel puede nevar o abrasar el sol. Aquí la temperatura es siempre agradable. Un clima controlado, como para andar desnudo. Para deambular desnudo sobre mullidas moquettes que silencian los pasos.
Desde las ventanas suelo ver ciudades. Diferentes, la misma. Calles céntricas con peatones pululantes, incansables autopistas de carriles rojos que van y blancos que vienen, bosques de colores cambiantes con seductores caminos, edificios insomnes, mudos, fluorescentes, bobos. Algunas veces, solo hay otra ventana igual a la mía. A veces está tan cerca que puedo ver las arrugas en las comisuras de los labios del tipo que deambula desnudo detrás de la ventana igual a la mía.
El baño tiene cerámicos inexorablemente beiges. Las huellas de todo huésped anterior se han exterminado —con aplicada saña— de la superficie de los cerámicos beige. Las mías correrán la misma suerte. Día tras día, pestañas, caspa, orín, saliva, semen, sangre y lágrimas son refregados con morbosa dedicación. Cada día se me erradica por completo, como a una mancha indeseada, hasta que no queda nada. Nada que señale mi paso por el baño beige de la habitación aséptica del hotel de ventanas cambiantes y pasos rigurosamente silenciados.
Siempre que llego a la Habitación me desnudo. Me desnudo en un ritual lento, preciso y repetido, que da comienzo en el baño. El baño está junto a la puerta de entrada. Son tres pasos, no más, desde la puerta hasta el baño. Tres pasos de los zapatos sobre la moquette. Pasos que calculo bien: uno en diagonal para evitar la puerta, girar sobre mis talones y cerrarla. Otros dos en línea recta sobre la zona intermedia y hasta la puerta. Dentro del baño (la puerta siempre está abierta), piso los cerámicos y doy dos pasos más. Apoyo los pies en las cercanías de la pared. A veces doy un solo paso largo en dirección a la bañera. Allí me siento en el borde y me descalzo con cuidado. Me levanto con los zapatos en la mano y doy dos pasos más hasta el inodoro. Son pasos distintos; medias sobre cerámicos. Riesgosos, potencialmente resbalosos. Dos pasos de adrenalina. Frente al inodoro, levanto la tapa, pongo las manos dentro de los zapatos y los coloco justo encima de la taza. Los sacudo con cuidado para que los residuos de afuera se suelten sin que nada vaya a parar al borde o al piso. Froto las suelas entre sí: oigo el roce de las piedritas y la mugre que tienen adheridas mientras se despeñan desde mis suelas. Algunas caen a pique; otras en lentas volteretas. Las partículas llovidas ponen a vibrar la superficie del agua estancada: late en ondas con un efecto de monitor de ritmo cardíaco. La basura de afuera se hunde hasta depositarse mansamente en el fondo. Allí espera para irse otra vez afuera y completar el proceso de ablución intermediada, la imprescindible purificación. Acomodo los zapatos en el suelo y bajo el toallero. Presiono el botón: el agua protesta, se retuerce, se arremolina, se va. Enseguida se forma un espejo igual al anterior —aunque es otro, un gemelo idéntico, uno que nadie podría distinguir—. Cuando me asomo refleja mi cara igual que su predecesor, solo que ahora está inmaculado y permanecerá perfectamente reflectante —muerto— hasta que una nueva mugre lo vitalice.
Dejo las medias en el borde de la bañera y apoyo los pies desnudos en el cerámico: la frescura sube por las plantas mientras jugueteo con los dedos contra el piso. Voy hasta el placar, evito pisar la zona intermedia donde los zapatos recién llegados ensuciaron la moquette. A veces doy un salto para sortearla. Busco la bolsa para la ropa sucia. Luego sí, avanzo con los pies descalzos sobre el fieltro hasta la Habitación propiamente dicha.
La Habitación tiene dos camas. Aunque estoy siempre solo, tiene dos camas que están separadas por una mesa de luz. Para dormir uso siempre la más alejada de la Ventana. La otra es un monolito de ausencia. En esa me siento, en esa apoyo mis cosas, en esa me desnudo. Desabrocho el cinturón, bajo los pantalones hasta las rodillas y me siento en la “cama de desnudarse”. Los deslizo hasta los tobillos y levanto la pierna izquierda doblando la rodilla todo lo posible. Los paso a través del talón, repito el proceso con la otra pierna y los libero. Doblo los pantalones y los pongo en la bolsa de lavar. Sigo con la camisa: desabrocho los botones con cuidado —los de las mangas al final—, la doblo y va a la bolsa. Después vienen la camiseta y los calzoncillos, aunque estos últimos no los dejo para lavar. Para terminar, me saco el anillo de Helga —lo he cortado para agrandarlo y que me calce en el meñique— y lo apoyo en la mesa de luz. Desnudo del todo, devuelvo la bolsa al placar de la entrada en puntas de pie y llevo los calzoncillos al baño. Pongo el tapón de la bañera y abro las canillas. Recojo las medias y las lavo, junto a los calzoncillos, en el lavatorio. Los cuelgo del barral de la cortina para que se sequen. Cuando la bañera está llena hasta un poco más de la mitad, pruebo la temperatura del agua con los pies. Si es adecuada, me sumerjo en la tibieza con movimientos ceremoniosos. Acomodo la cabeza en el borde, cierro los ojos: comienza la ensoñación.
Las historias varían, pero Helga siempre aparece. Helga pequeña o a veces más grande o como la imagino de más grande. Helga y yo detenidos, frente a frente, junto a la puerta del ropero en la casa de tía Ana, en Dresde. Estamos indecisos porque elegimos el mismo escondite. Escuchamos el conteo lejano (sechs, fünf, vier…) que se acerca a su fin. Abro una de las puertas y la invito a entrar con un gesto. Pasa, se acomoda entre los abrigos con dificultad y espera. Tal vez espera que cierre la puerta y me vaya o tal vez que entre con ella. Si su expectativa es quedarse sola, debería ir a buscar otro escondite, pero puede ser que quiera que la acompañe. Su cara está medio escondida entre los tapados y no alcanzo a leer la expresión. Termina el conteo: decido que quiero estar con ella, entro apresuradamente en el ropero y cierro. El lugar es escaso, opresivo y huele fuerte a naftalina. He quedado de rodillas y de costado: necesito darme vuelta, sentarme, enfrentar la puerta. Las maderas crujen, los abrigos se sacuden. Oigo cómo Helga se revuelve, tal vez para hacerme más lugar, mientras una manga peluda se me restriega en la cara. Consigo sentarme con las rodillas muy dobladas justo frente a la barbilla, el hombro junto al de Helga, tocándolo. En el último movimiento, mi pie destraba una de las puertas que comienza a abrirse. Estiro el brazo y alcanzo a asir las puntas de un echarpe que cuelga del alambre instalado en la cara interior. Tiro para acercar la puerta todo lo posible hacia la otra hoja y, en el proceso, sucumbimos a la oscuridad. Apenas una línea de luz se filtra por la hendija entre las puertas. Silencio y viejos perfumes pegados a las telas como recuerdos nos envuelven. Los crujidos denuncian cualquier actividad: hasta inhalar profundamente hace sonar la madera. Quietos, callados, oscuros, invisibles, juntos. Nuestros alientos agitan el aire, lo entibian y, sin que lo busquemos, se acompasan: inhalamos y exhalamos a la par y procuramos no soltar sonidos. Oímos pasos que se acercan. En ese momento noto que mis pies resbalan lentamente hacia adelante. Me sostengo las piernas con los brazos y entonces es la cola la que patina, la espalda se desliza contra el fondo del ropero y los pies se dirigen otra vez hacia la puerta. Los pasos se acercan más y más; están en la habitación. Si me desplazo un centímetro más, empujaré la puerta con la punta del zapato y, si me incorporo, el ruido nos dejará en evidencia. Voy a arruinar nuestro escondite. Entonces un brazo firme se cruza delante de mí, una mano se apoya en mi pecho y me sostiene. Helga, la cara surcada por el rayo filtrado entre las puertas, me está mirando. Me indica que haga silencio con un dedo cruzado sobre sus labios. Un dedo cruzado sobre sus labios y su mancha de nacimiento iluminada en la sien. Esa que siempre oculta bajo el pelo, solo que ahora, en esta mentirosa oscuridad, está a la vista. Igual que en el jardín vecino al de tía Ana, cuando escucho su voz que suena del otro lado de la verja con la enredadera. Busco un cajón y me subo encima y me asomo, porque antes de su voz he escuchado su violonchelo que sonaba por las tardes y entonces quiero ver. Helga está de espaldas sentada en un mantel sobre el césped. Lleva dos trenzas floridas y le habla a una muñeca de porcelana. La muñeca tiene trenzas iguales a las suyas y una mancha marrón pintada con témpera en la sien. La hace subir hasta la cima de la torre de un castillo de cartón y la hace bailar sobre las almenas al compás de una melodía que Helga tararea. Una melodía hipnotizante al estilo de la del flautista de Hamelín. La muñeca gira, se arquea y salta hasta alturas imposibles, revolea sus trenzas como látigos, vuela en círculos por encima del castillo y parece un alma librada de su cuerpo. De repente la música se interrumpe y la muñeca se detiene. Me está mirando. La muñeca me está mirando. Los ojos vidriosos de la muñeca están fijos en mi rostro que se asoma apenas por encima de la verja. Y entonces Helga gira la cabeza de repente y su movimiento me sobresalta, tropiezo encima del cajón y caigo y caigo hasta que una mano me sostiene el pecho y estoy otra vez en el ropero.
Las maderas del piso de la habitación se quejan bajo unos pies indecisos. Los escuchamos avanzar despacio mientras van hasta el balcón y vuelven. Ahora se acercan; están justo al otro lado de la puerta. Nuestra respiración sincronizada resuena dentro del ropero con la potencia del órgano de la Frauenkirche. Nos van a descubrir. Ahora se oye una tos remota y los pasos se alejan apurados. Cuando ya no los escucho, acomodo la espalda otra vez y la afirmo contra la pared. Ya no necesito el brazo que me sostiene, pero Helga no quita la mano de mi pecho. La siento más apretada contra el esternón, las yemas de los dedos presionando la piel, hundiéndose lentamente con decisión, con una fuerza insuperable. Oprimen más y más, se cierran y penetran ropa, piel, músculo y hueso. Se infiltran en mi cuerpo, me estrujan, me recorren y me invaden.
Vuelvo. Abro los ojos. Estoy mareado. El agua se enfrió. Siento esos dedos aún incrustados en el tórax como virus, pequeñitos y movedizos, tibios entre el frío que me circunda. Me paso la mano por el pecho varias veces para raspar la sensación fuera de mí, pero solo se desprenden algunos vellos. Los deditos no, los deditos aún me rasguñan, cada vez más adentro, y hurgan y hurgan y me van buscando el corazón. Ya lo tienen.
Vuelvo. Abro los ojos. Estoy mareado. El cielorraso húmedo del baño y la cortina con mis calzoncillos colgados encima me acompañan. Los dedos. Los dedos ya no están y me permito un largo suspiro.
Saco el tapón de la bañera y me incorporo con cuidado. Luces amarillas bailan delante de mis ojos. Me sujeto de la jabonera, inhalo, carraspeo, me estiro y alcanzo una toalla. Me seco la mitad superior, hasta los testículos, mientras estoy dentro de la bañera. Doy un cuidadoso paso afuera, un paso de pie mojado sobre cerámico, un paso de extrema adrenalina que requiere toda mi concentración. Allí me seco las piernas y los pies. No vuelvo a vestirme. Siempre estoy desnudo en la Habitación. Cuando vuelvo a vestirme es solamente para salir. No me preocupa ocultar mi desnudez, sino mantener mi piel a cubierto de lo que me espera afuera. Hay solo una cosa que uso aún en la Habitación. Es el anillo de Helga. Lo llevo en el meñique porque es pequeño, un anillo infantil, un anillo que la invoca. Llega a mí después del gran bombardeo. Una madrugada como otras en que las alarmas suenan en la oscuridad, tía Ana y yo corremos al sótano; nos encerramos, con la única luz de una vela. Se suceden las explosiones, más cercanas que nunca, y con cada una mi cuerpo pide huir, asumir el riesgo de morir bajo el cielo de la noche antes que quedar enterrado aquí hasta la asfixia. Pero no salimos y solo temblamos con cada estampido. Luego de un insólito silencio, se produce el peor estruendo: nos ensordece y provoca un terremoto que nos tira al piso y apaga la vela. Una lluvia de escombros golpea contra la puerta del sótano durante largos minutos, como pidiendo entrar. Ahora definitivamente estamos sepultados y lloro sin parar. Después del mediodía —tras horas sin escuchar más bombas— nos atrevemos a empujar la puerta y nos asomamos. El jardín está salpicado de restos negruzcos, la verja está caída y el aire seco y agrietado. La casa de Helga es una pila deforme de piedras y madera que despide una columna de humo oscuro. En lo alto, se une con otras muchas y forman nubes tenebrosas que filtran el sol y lo muestran redondo, manso e indiferente. Los pasos me llevan hasta ese cúmulo inservible que ayer era el hogar de mi vecina de la mancha fabulosa. El olor a quemado es intenso, invasivo. Miles de partículas negras sobrevuelan el jardín y dificultan la respiración. Carraspeo y me arden los ojos. Helga y su familia habrán huido al búnker. Eso me dice tía Ana, que viene a tomarme de los hombros, que quiere llevarme de vuelta a su casa. Entonces veo la muñeca de porcelana. Está despatarrada, lejos, en medio del césped quemado. Me libero de mi tía, corro hasta ella y la levanto. La mitad de su cabeza ha sido pulverizada por alguna esquirla, pero preserva un ojo que aún mantiene su interés en mí y parece seguir mis movimientos. La sien sobreviviente es la de la mancha marrón de témpera. No puedo evitar frotar un dedo contra esa mancha: una parte se desprende y se me pega en la yema y no se va, aunque la refriegue y la refriegue. Mi tía grita que vuelva: no le hago caso. Descubro que la muñeca lleva en su único brazo sano, a manera de pulsera, el anillo de Helga. Tiro con fuerza para sacarlo, pero está atascado. Tía Ana ha llegado a mi lado, grita que nos tenemos que ir y tironea a su vez de mi brazo, pero es el de la muñeca el que se rompe con la sacudida: el anillo cae en mi mano, cierro el puño y arrojo lo poco que queda de la muñeca en el pasto muerto. No cesa de mirarme ni un instante mientras me voy arrastrado por mi tía.