Mis recuerdos de la llegada de las chicas son difusos. Era un día de sol, sí, y la manera en que sus rayos repiqueteaban contra los parantes cromados del auto de Betina (¿qué auto era…?) mientras recorría el retorcido camino de ingreso, junto a la escasa sombra que lo perseguía, indican que casi era mediodía. El rudo sol cordobés nos agobiaba a mi madre y a mí en esa terraza —de piedra y desguarnecida— a la que nos asomábamos a recibir a las visitas siempre que escuchábamos el auto avanzar por el camino. Esperábamos al tope de la escalera y mirábamos cómo transitaban ociosamente los últimos metros hasta detener el coche. Los perros ladraban y bajaban a saludar mientras mi madre les gritaba para que se callaran. Por alguna cuestión de protocolo sobrentendido, mientras las visitas descargaban los bolsos del baúl, nosotros permanecíamos en la terraza y los recibíamos recién al final de los escalones.
La desconexión con mis amigas-hermanas había sido total y la más larga desde que comenzáramos a vernos. En el interín, había finalizado un año escolar y, para mí, la escuela primaria. Era una edad de cambios brutales: madurábamos rápido y en direcciones diferentes. La confianza ganada en el pasado tendía rápidamente a la herrumbre, la divisoria entre lo divertido y lo desubicado fluctuaba como una marea y era necesario calibrarla en cada nueva reunión. Ya no estaba seguro de poder mantener nuestros códigos de juego (¿querrían jugar al viaje a Marte?, ¿a la mancha?) porque lo que en nuestro encuentro previo había sido divertido podía ahora resultar pueril o estar vedado por un tabú que no existía. Recelábamos de nuestro desparpajo infantil casi como si fuera un defecto y calculábamos cuánta niñez estábamos dispuestos a desplegar sin ceder a la vergüenza. Cada ínfima actitud nos ponía en riesgo de quedar en ridículo. Esa perspectiva me colocaba en una posición expectante y dependía de la iniciativa del invitado para fijar los parámetros con que interactuar. La aclimatación podía ser larga y caer en un punto muerto. Odiaba esos pasos atrás: cuando me encontraba con amigos, solo quería apurar un saludo y continuar en el mismo lugar del juego interrumpido la última vez. Todo lo demás era una burocracia tediosa que hubiera querido evitar, pero que estaba por comenzar con la llegada de las Cornú.
Betina subió presurosa los escalones y nos saludó a mi madre y a mí mientras las chicas se demoraban con sus bártulos. El jazmín al pie de la terraza ocultaba la parte trasera del auto: solo escuchaba voces. Me pareció que discutían. Dudé en bajar a ayudarlas; no lo hice. Mi madre y Betina intercambiaron preguntas formales, qué tal el viaje, qué verde está el parque, qué grande estoy yo, ¿este whippet es nuevo?, ¡qué lindas manchas tiene! y los perros las rodeaban, sacudían las colas y las atosigaban. La charla se convirtió en conversación de cinófilos y quedé excluido. Se me acercó un galgo, le hablé, jugué con él distraídamente. Las chicas aparecieron por la escalera acarreando el equipaje: Pilar, sonrisa amplia, bermuda de jean, remera blanca, bolso cruzado sobre el hombro, zapatillas azules, puro entusiasmo. Helena, aplomada, pollera escocesa, camisa blanca, botitas cortas, sujetaba su valija con ambas manos. Se fueron acercando con los “hola” alargados de rigor. Las saludé con besos opacos, ofrecí ayudar con el equipaje a media voz, recibí un “no hace falta, gracias” de respuesta. Esperaba cierto nerviosismo de parte de las chicas, porque eso indicaría que el reencuentro tenía la misma trascendencia para ellas que para mí, pero no parecía ser el caso. Se hizo un silencio crudo, no supe qué hacer con las manos y me enojó no tener un plan. Pilar iba a hablarme, pero pareció acordarse de algo y se dirigió a su madre. Betina le explicó en qué bolsillo había puesto sus hebillas, Helena aprovechó para reclamar por algo, Betina la retó, mi madre opinó no sé qué sobre sus peinados, Pilar agradeció y así charlaban las cuatro. Yo me rascaba un codo junto a la puerta y ni el galgo volvió para que lo acariciara.
Invento, porque no lo recuerdo, que mi madre las habrá guiado al cuarto naranja, que habrán vaciado las valijas y ordenado sus cosas en el ropero, mientras las madres no paraban de conversar con un pucho cada una. En la cocina habría ya preparado un almuerzo (bifes a la criolla o costillas de cerdo a la riojana) y al pasar por la galería del patio los perros se habrán acercado a hacer festejos, agitado colas y levantado patas delanteras hacia nuestros muslos para pedir atención. Betina habrá entrado a la cocina y, mientras mi madre sostenía la puerta y apartaba un caniche con un pie, habrá visto que las chicas y yo nos habíamos detenido a palmear el lomo de algún whippet y habrá soltado un insulto (contra nosotros o el caniche) antes de cerrar. Seguramente me arrodillé y los perros me rodearon, me lamieron los dedos, apoyaron las patas en mi espalda, jugaron a morderme los brazos. Los acaricié y les hablé con ese lenguaje canino medio bobo, pero universal, en que las palabras se mastican y se dicen sin separar los dientes porque la mandíbula está apretada por la ternura. “Hola, Fulano, pero qué lindo sos. Qué me saltás, vos, qué me mordés, caradura. ¿Querés jugar? Jugamos, ¿sí? ¿Jugamos?”. Seguro corrí por el patio con varios perros que me perseguían y ladraban exaltados y después les manoteé los hocicos para que gruñeran y tal vez hasta les ladré. En la interacción afloraba la frescura que ansiaba tener con mis amigas, y ellas —que también tenían perros y conocían sus códigos— se habrán animado a sumarse al juego. Es posible que hubiera algún cachorro aún torpe y propenso a masticar cordones al que las chicas habrán alzado y apretujado, y que hayan dicho frases del estilo de “¡cómo podés ser tan lindo!” o “¡ay, me lo morfo!” mientras apretaban las quijadas con fuerza. Y nos sentamos a acariciar orejas, nucas y grupas, y una atmósfera de dulzura nos envolvió. Las sonrisas se esparcieron, las palabras fluyeron y se abrieron las barreras.
Durante el almuerzo, Betina secreteó unos segundos con las chicas y les dio un paquete envuelto en papel de regalo. Pilar me lo alcanzó con una sonrisa mientras Helena miraba para otro lado. Era el libro Preguntas y respuestas sobre el planeta rojo. Aunque ya lo tenía, agradecí con entusiasmo contenido porque hubiera festejado como un gol ese regalo dedicado. Pilar a cada rato decía: “Esperen, tengo un chiste”. Empezaba la narración con entusiasmo, pero enseguida se le atoraban las palabras, se tentaba antes del final y era mucho más gracioso verla embarullarse y reírse que el chiste en sí. En algún momento después de fumar y tomar unos cafés, Betina habrá saludado largamente a sus hijas, dejado una serie de recomendaciones y la instrucción precisa de obedecer a mi madre y se habrá ido con el auto por las curvas del camino del parque.
Cuando campeaba la media tarde y el sol caía a pique, atravesábamos el parque los tres. Íbamos en dirección al río, en trajes de baño y con toallas en la mano. Caminábamos a la par, con Pilar en el medio (una disposición que, ahora lo veo, se repetiría en todas las ocasiones en que salíamos a pasear). Pilar conversaba animadamente sobre una maestra de plástica con un tic en un ojo y la anécdota se encaminaba hacia un final chistoso cuando, casi llegando a la tranquera de entrada, se detuvo, gritó, insultó, levantó una pierna y se miró el talón con ademán sufriente. Se había pinchado con algo. Envidiaba la impunidad con que las chicas podían expresar temores o dolor. Ni siquiera a esa edad hubiera podido permitirme los ojos llorosos y la expresión desvalida de Pilar por una espina en el pie. Hubo un momento de indecisión. Yo era el dueño de casa, debía saber cómo proceder en una emergencia, así que respondí a la expectativa y me agaché para ver de cerca. Era una roseta, de las que me había clavado decenas en mi corta vida, con púas que apuntaban en todas direcciones. Mientras buscaba la forma de poner los dedos para desprenderla sin que me pinchara, Pilar saltaba en un pie y sacudía la mano derecha como si descargara un padecimiento insoportable (tampoco eran tan dolorosas. Chicas). Cuando estiré la mano para tomarla, Helena se me adelantó, pegó un tirón y se llevó la roseta pinchada en las yemas. “Me dolió, bestia”, se quejó Pilar, mientras una insignificante gota roja le brotaba del talón. A Helena le salía sangre del dedo también. “¡Hermanas de sangre!”, dijo, mientras se desprendía la espina con los dientes. A Pilar el comentario le hizo gracia y me contagió.
Atravesamos la tranquera del parque, perpetuamente abierta, y cruzamos el camino público de tierra. Del otro lado, un pequeño portón daba acceso al sendero de pedregullo que bajaba hasta la orilla del río. Pilar sobreactuaba la cojera por la espina y nos reíamos los tres. “Lo que no les conté, mis queridas damiselas”, comenté con seriedad, “son los terribles efectos del veneno de la roseta”. Por un segundo las dos me miraron con gravedad y enseguida se me escapó una risotada. “Qué tarado, casi me lo creo”, protestó Pilar y me empujó el hombro mientras Helena se chupaba la sangre del dedo pinchado.
El Anisacate discurre sobre un lecho de rocas y arena, atraviesa pequeñas cascadas y largos tramos de corrientes calmas con profundidades variables. Playas de arena amarilla abrillantada con mica decoran cada tanto sus orillas y la que está justo enfrente de nuestro terreno es una de ellas. Si mi casa me transmitía seguridad, en el río era invulnerable y por eso no me costó ponerme al mando del particular trío que formábamos con las hermanas Cornú.
Me zambullí sin pensarlo en el agua fresca. Las chicas no se animaron a tirarse y entonces les indiqué que avanzaran tanteando con los pies sobre los desniveles de la roca bajo la superficie. El empuje de la corriente las obligaba a movimientos espasmódicos de los brazos y la cintura para mantener el equilibrio. Parecían las marionetas de El Capitán Escarlata. Se los dije y Pilar me insultó.
A Helena, obedecer mis instrucciones le generaba conflictos: hubiera preferido tirarse a la corriente y golpearse con las piedras con tal de no mostrarse dependiente de mí. Mi versión de ese día, confiada y llena de certezas, la confundía: creo que se sentía amenazada, que temía que me tomara revancha por lo de primer grado. Esperaba que me resbalara en las piedras o que tragara agua para poder burlarse y así volver a lidiar con el chico timorato al que estaba acostumbrada. El río era mi fuerte, no le di excusas, mantuvo una postura dócil y yo fui Gilgamesh durante un rato.
Bajo mi guía, nos dejamos llevar por la corriente hasta el dique de piedra frente al hotel City y lo recorrimos haciendo equilibrio por el filo. Regresamos por la playa de enfrente, nos quemamos los pies con la arena hirviente y nos quedamos en la zona baja de lecho arenoso. Jugamos una mancha submarina, hicimos verticales con medio cuerpo sumergido y vueltas mortales bajo el agua. Desde ahí veíamos los restos de un antiguo paredón que asomaban sobre un sector particularmente hondo al que todos llamaban “el pozo del cura”. Se decía que, años antes, un miembro de la congregación de los hermanos maristas se había zambullido allí y no se lo había vuelto a ver. El paredón estaba tan maltratado por las crecientes del río que tenía la mitad de su altura original, con lo que el salto del marista había sido bastante más riesgoso que entonces, aunque me cuidé de mencionar esa cuestión. Reservé también los rumores acerca del aterrador destino del desaparecido hermano para otro momento, sabedor de que no había que gastar todas las anécdotas de entrada. Fuimos hasta allí y me tiré de cabeza con seguridad. Desde el pozo, las alenté para que me imitaran, pero no se decidían. Mojadas y encima del paredón derruido, el sol refractado por las gotas en sus hombros las realzaba con destellos irreales contra el follaje sombrío. Tamborileaban las piernas flacas en la piedra desnuda, frotaban sus brazos procurándose tibieza, tirate vos, esperá, vos primero que sos más grande. ¿Seguro que no hay piedras? ¿Para dónde se tiró el cura? No seguirá ahí, ¿no? Risas. El fragor del río, las gotas que me colgaban de las pestañas, el fresco masaje de la corriente contra los dorsales y ese vago olor del agua revuelta me quitaron peso, me llenaron de burbujas como un chocolate Aero. Me integré al flujo del Anisacate y me apropié del anhelo del pozo por recibirlas en su seno. Y las chicas en lo alto, juguetonas, fluorescentes, lindas de ver, envueltas en una armonía placentera demasiado intrincada para mí.
Noté que Helena se había quedado quieta, las piernas juntas, los brazos cruzados sobre el pecho, un solo ojo visible: el otro, velado por un mechón de pelo empapado. Su mirada de Cíclope me buscó, me acusó de metido, de fisgón, de cosas peores. Hice un gesto forzado con el brazo para invitarlas a saltar que me salió artificial y culposo, como si ya nada pudiera alterar mi sentencia. Helena, sin quitarme un segundo la vista tuerta de encima, pasó delante de su hermana y avanzó caminando por el paredón como una condenada, sin detenerse en el borde. Simplemente dio el siguiente paso en el vacío y cayó al agua destartalada, con su ojo fijo en mí durante todo el trayecto. Pilar corrió hasta el borde, gritó “Jerónimo”, se apretó la nariz con la mano y saltó. Nadaron hasta un sector más bajo, se arrojaron agua e hicieron bromas a pocos metros de donde estaba yo. De pronto se habían vuelto muy lejanas. El ojo de Helena cayendo al vacío me había pegado como un torpedo en el pecho y me había hecho saltar hacia atrás. Atrás en el tiempo, a primer grado, a aquel resquemor, a la Helena-fiera que me acechaba, a la desagradable presencia bajo la piel.
Remontamos la corriente por la zona pedregosa donde el río era muy bajo y había que hacer equilibrio sobre piedras resbalosas. A pesar de mis instrucciones para poner los pies y ayudarse con las manos para avanzar, no podía disimular que había perdido el entusiasmo. El paseo se tornó aburrido y no hice esfuerzos por mejorarlo, así que cuando Helena mencionó la posibilidad de volver asentí de inmediato. Nos secamos en la gran roca de la orilla casi sin hablar. El endeble trato de respeto mutuo entre Helena y yo parecía haber llegado a su fin. Ahora debía prepararme para mostrar los dientes y no era bueno para manejar conflictos.
Admiraba a mis compañeros de colegio que podían emitir una seguidilla de insultos ingeniosos y tenían respuestas adecuadas para cualquier contraataque. Era incapaz de seguirles el ritmo y evitaba tenazmente las disputas porque temía quedar en ridículo o resolver todo a las trompadas: la contienda sutil y de largo aliento no era lo mío. Yo achacaba mis dificultades a ser hijo único. Creía que los otros obtenían su práctica de las peleas entre hermanos: eran feroces y tan ajenas a mi realidad que me atraían de una manera retorcida. Un día entramos con un amigo al cuarto de su hermano, cuatro años mayor, a buscar no sé qué cosa. Nos descubrió y, con precisión de torturador avezado, fue directamente hacia él, lo tomó de los pelos y lo forzó a apoyar la cara contra el piso. Le puso un pie en la espalda y gritó que lo iba a matar, mientras con la mano libre le daba golpes de puño en la cara. Se movía como en una rutina aburrida de profesional, dando a entender que hubiera preferido dejar pasar la afrenta e irse a tomar la merienda, pero tenía la obligación impostergable de poner en vereda al hermano. Le repetía en tono desganado que no llorara porque yo iba a pensar que era una nena, y lo pateaba y lo obligaba a repetir que era un pelotudo y que nunca más iba a entrar en su cuarto sin permiso. Mi amigo me rogaba con la mirada que no interviniera y su hermano me observaba también, esperando que el mensaje hubiera quedado claro incluso para mí, aunque no me pudiera tocar porque no era de la casa. El orden se restablecía enseguida y al otro día el incidente se mencionaba casi jocosamente: “Lo tuve que hacer cagar otra vez al pelotudito, no le da”. Si yo hubiera padecido un odio siquiera cercano al que impregnaba aquellas peleas de parte de algún amigo, no habría habido marcha atrás, pero parecía que entre hermanos la cosa funcionaba diferente.
Mientras subíamos por el sendero de regreso a casa, yo lidiaba con mis pensamientos y no prestaba atención a la charla entre las hermanas Cornú. Recién cuando oí que el tono de las voces se elevaba, me enteré de que estaban peleando. La disputa pareció agravarse y fue Pilar quien tomó la iniciativa. Levantó el volumen por encima del de su hermana, habló con decisión y coronó su última frase, que no alcancé a entender, con un grito rasgado y seco. Su rostro quedó a centímetros de la nariz de Helena y enfrentó su mirada (esa que a mí todavía me helaba) con una osadía desconcertante. Después de una eternidad, fue Helena la que corrió la vista, le dio un empujón y se adelantó sendero arriba. Pilar entonces se dio vuelta hacia mí: los cachetes encendidos, los rulos revueltos, la respiración agitada, tensa. “Perdón”, dijo, con voz nerviosa. Me quedé quieto y con la mirada obtusa. Después del calor de la discusión se había tomado el tiempo de reparar en mi incomodidad. Quise darle un abrazo largo y apretarla contra el torso —la imaginé blandita y como que se derretía un poco— y frotarle la espalda hasta que se serenara, porque me desbordaba una ternura que hasta entonces solo había destinado a mis perros. Solo que no era yo muy propenso a seguir mis impulsos. Avancé hasta ella, dije que no había sido nada y le rocé el hombro desnudo con la mano. Una electricidad tibia me ascendió por los dedos, recorrió todo el brazo y se extendió por el pecho hasta casi cortarme la respiración. Un pequeño escalofrío, un saltito de sus hombros, me hizo pensar que Pilar había experimentado algo similar. Su cara pareció relajarse, creí ver el amago de un hoyuelo formarse en su cachete bronceado antes de que se diera vuelta y siguiera subiendo por el sendero de pedregullo.
Cuando llegamos a casa, las chicas se encerraron en su cuarto. Los conflictos entre mis amigas, según creía, se relacionaban con la separación de sus padres. A lo largo de charlas de adultos entreoídas inferí que el padre había dejado la casa familiar tras una fuerte discusión. Un tiempo después pretendió regresar “como si nada, como si volviera de un viaje”, según Betina. Ella se negó: hubo un altercado con revoleo de objetos frente a sus hijos. Luego él desapareció: Betina creía que se había ido del país. Yo no podía evitar extrapolar la situación a mi familia. Mi padre viajaba constantemente debido a su trabajo como corredor inmobiliario rural para mostrar campos y a veces se quedaba a dormir en pueblos ignotos. Sus ausencias me habían hecho fantasear con la posibilidad de que un día no volviera, al punto que daba por hecho que mis padres se iban a divorciar pronto. Lo imaginaba como un evento de devastación nuclear, me veía como Gilgamesh cuando era el último hombre en la Tierra y recorría las ciudades abandonadas. Quería convencerme de que había vida después de una separación y por eso me intrigaba saber cómo se las arreglaban las Cornú para sobrellevar la situación.
Cerca de las seis oí que los pasos de las chicas por el pasillo seguían de largo sin detenerse frente a mi puerta. Conversaban animadamente, reconciliadas sin duda. La idea de las Cornú en la habitación entre perdones y abrazos por la pelea, en el frenesí de ese amor-odio que es patrimonio de la hermandad (a la que no podía aspirar) me generaba un desasosiego agrio. La puerta de entrada se abrió y se cerró y sus voces se acallaron. Me tomé unos largos diez minutos para asomarme a la terraza, porque no quería parecer desesperado por acompañarlas. Ya no estaban: regresaron una hora después. Habían paseado por el valle que salía detrás de casa: “Vimos una cabra bebé”, contó Pilar, “y nos siguió. Era tan apretujable”. Helena —tenía el pelo atado en una cola que resaltaba sus ojos centelleantes— le había dado de comer unos pastos en la boca a una yegua mansa. Mi madre les sirvió un vaso de Fanta a cada una y volvieron a encerrarse en el cuarto.
Tenía planeado llevarlas a ese valle, tenía una lista de anécdotas relacionadas con la caminata, habría atrapado a la cabrita bebé para que se sacaran las ganas de apretujarla. Pero por alguna razón que se me escapaba habían preferido hacer el recorrido sin mí. A menos que fuera aburrido, quedado, pavote y repulsivo, y no quisieron gastar su tiempo con un perdedor como yo.
Saqué los perros al parque. Corrían sin rumbo, se olían las colas, hostigaban a los pájaros, levantaban la pata en cada arbusto. Me revolqué en el pasto como uno más. Luchamos, me mordieron de mentira y les hice retenciones de judo. Mi vínculo con los perros era lo más parecido que tenía a la hermandad. En el álbum familiar, a una foto de mi madre cambiándome los pañales en plena exposición de perros le seguía otra de cuando tenía un año en un corralito rodeado de cachorros y una tercera a los cuatro, en la que huía por la terraza perseguido por una jauría de caniches.
A la hora de comer, pateaba una pelota contra la pared del patio de la cocina y hacía goles en los arcos de la galería. Estaba atento a los pasos que vinieran del interior para detener el juego de inmediato: mis amigas no debían sorprenderme mientras relataba jugadas o festejaba goles. Mi madre me pidió que las llamara a comer. Detrás de la puerta del patio había una escalera de cinco escalones hasta el corredor en forma de “C” al que daban las puertas de todos los ambientes de la casa. Solía saltar desde el superior hasta abajo y correr todo el trayecto. Más que una descarga de energía infantil era un antídoto contra el temor de pasar delante de las puertas de las habitaciones vacías, un modo de acortar el camino y de que mis propios pasos apurados contra los cerámicos apagaran cualquier sonido que pudiera provenir de aquellas soledades. Aquel día bajé los escalones uno a uno y caminé. Mi excusa fue que, si me oían corretear por el pasillo, las chicas pensarían que era un tarado. Di pasos livianos y llegué hasta su puerta sin que lo notaran. Me quedé muy quieto en la semioscuridad, el pulso acelerado me percutía en las sienes. Me concentré en las resonancias que brotaban de la habitación. Durante un rato solo capté crujidos en el parqué. Después me llegaron palabras aisladas, más nítidas las de Helena (debía estar más cerca de la puerta) y apagadas las de Pilar. Pude hilvanar un diálogo sobre parientes del exterior, de nombres complejos, que las visitaron en su casa. Los tildaron con motes como “tarado” y “oligofrénica” y se mofaron de su incapacidad para pronunciar la “erre”. “El pelo me moldió”, imitaba Helena y Pilar reía. Que no se refirieran a mí, ni a su padre ausente me decepcionó. En cuanto se acallaron las risas, habló Pilar: “Mirá lo que encontré”. Hubo un silencio que se me antojó dramático. Helena contestó en su habitual tono de letanía al que le sumó un dejo de enojo: “¿Y por qué tenés esto vos?”. “Estaba en el fondo del bolso. ¿Te acordás de este día? ¿Cuántos años tenías? ¿Seis?”, preguntó Pilar y sonó muy seria. Traté de figurarme la imagen que veían y vino a mi mente la Helena de seis, enajenada, mientras me golpeaba en el colegio. A continuación, escuché con toda claridad cómo se rasgaba un papel en pedazos. “Pará, ¿qué te pasa, pelotuda?”, dijo la dulce voz de Pilar algo trastornada por el enfado. Siguieron unos gritos y una discusión con insultos superpuestos y, mientras recuperaba mi fe en las bondades de ser hijo único, golpeé la puerta bien fuerte. El alboroto se detuvo abruptamente. “Estimadas baronesa y archiduquesa, tengo el agrado de anunciarles que la cena está servida”, dije con tono de mayordomo inglés. Creo que Pilar se rio. Helena contestó secamente: “Ya vamos”.
Habrá sido una cena poco memorable porque soy incapaz de recordarla. Después de comer les sugerí observar las estrellas desde la terraza. Dudaron, lo pensaron, se miraron. Me pareció que Helena no tenía ganas y que su interés por pasar tiempo conmigo había decaído hasta desaparecer desde su cambio de actitud en el río. Pero Pilar se veía entusiasmada. La obvia solución de que solo ella me acompañara les hacía ruido a las dos (es posible que a los tres), como si infringiéramos un pacto implícito que nos obligaba a movernos juntos. Y así estábamos, parados en el pasillo junto a la puerta del hall de entrada, ellas enroscadas en los no sé, decidí vos, me da igual, como vos quieras, y yo que les contaba cómo el clima seco y la falta de luz artificial ayudaban a tener vistas límpidas del centro de la Vía Láctea y la Nube de Magallanes, y ellas no sé, como te parezca, y yo pendiente de su decisión, como había estado todo aquel bendito día. En tono firme dije que iba a estar afuera y que podían venir cuando quisieran. Crucé el hall con pasos marciales, salí y cerré la pesada puerta de acceso detrás de mí.
Me recosté sobre la ancha baranda de piedra al costado de la escalera, que tenía la inclinación ideal para observar las estrellas. Era una noche tibia arrullada por el croar de las ranas y el cuchicheo del río. El vuelo de los “tuquitos” la delineaba con fosforescencias movedizas que se llevaban la vista de paseo. Al parque lo abrigaba un cielo inmenso y tan estrellado que el vacío parecía la excepción y no la regla. Pasaba el tiempo y las chicas no daban señales de vida. La apreciación que creía que tenían de mí aumentaba su negatividad a cada minuto: era infantil, tímido, plomo, tonto, pendejo y pelotudo sucesivamente. Solo la evocación del cortísimo contacto con la piel del hombro de Pilar y su breve temblor apaciguaban mi amargura. Las chicas, como para corroborar mis dudas, nunca vinieron. Después de un rato no muy largo, me levanté, atravesé la pesada puerta y, al cerrarla, su habitual chirrido sonó como un lamento.