Mi madre comprobaba mi fiebre con un beso en la frente. Aprovechaba mi somnolencia, porque de otra forma me habría librado de sus cariños con gestos aparatosos al estilo de la gata a la que acosaba Pepe le Pew. Creía que desapegarme de ella era un hito en mi crecimiento, aunque había otro motivo más banal para ser arisco: el olor a cigarrillo. Se le adhería a la piel, el pelo y los dedos y manaba de su aliento aun cuando llevaba un largo rato sin fumar. Con cada caricia, arremetía una andanada de olor a tabaco sucio y ceniciento que me compelía a salir huyendo. En mi aversión se mezclaban los celos: mis padres tenían sus momentos de fumar —después de comer por lo general— que compartían entre ellos o con amigos —todos eran fumadores—. Eran ceremonias de una sensualidad algo diabólica (fuego, humo, cenizas, la quema del objeto de placer hasta su completa consumición) que modificaban sus posturas corporales, suavizaban sus ademanes e incrementaban su cinestesia: los distendía, los conectaba, los elevaba y me los robaba. El olor a tabaco era el perfume que evidenciaba a un amante clandestino y los mimos impregnados de tales desechos no eran más que una limosna lastimera porque mis padres solo disfrutaban de verdad cuando fumaban.
Sacudí las volutas que me rodeaban sin disimular la molestia: protestar contra el cigarrillo era el único acto de rebeldía persistente hacia mi madre y tal vez por eso los reclamos la enojaban tanto. “Si te he fumado encima desde que naciste”, se quejaba, convencida de que mi actitud hacia el humo era impostada. A veces me lo tiraba en la cara a propósito o se negaba a abrir la ventanilla del auto y me decía “aguantate” y aseguraba que de grande yo iba a fumar y la idea me parecía repugnante.
Helena había pasado mal la noche: tenía fiebre y había que llevarla al médico. Mi madre me preguntó si prefería acompañarla o quedarme con Catalina. (Catalina era correntina, viuda, esbelta y de estricto rodete en su cabello renegrido. Prolijísima y educada, había trabajado con mi abuelo en su campo de Santa Rosa y mi madre le ofreció trabajo cuando él murió. Limpiaba y me cuidaba cuando mis padres estaban ausentes. Manejaba un equilibrio justo entre dulzura y estrictez y su manera litoraleña de hablar me encantaba). Pregunté si Pilar iría, dijo que sí y me levanté enseguida. Partimos los cuatro en la rural Falcon: yo iba (¡qué horror!) en el asiento delantero y Helena en el de atrás, adormecida sobre el hombro de su hermana. Los baches la bamboleaban como un títere al capricho de las curvas. Estaba pálida, los labios entreabiertos, el cuello suelto, las piernas laxas. Entregada a su malestar, era una versión de Helena sin editar a la que me parecía espiar por el ojo de la cerradura y por eso volteaba a cada rato como si pudiera birlarle algún secreto. Había sido la nefasta influencia del pozo la que la había enfermado, la había dejado vulnerable. Y vulnerable estaba más cercana, casi al alcance de la mano.
La siguiente escena en formato de foto en blanco y negro transcurre en la sala de espera del pediatra. Es un jardín de invierno, la luz se filtra por todas las paredes y las cosas pierden las sombras. La cabeza de Helena está recostada en el regazo de mi madre, que acaricia aquel cabello de elusiva suavidad y lo peina con las uñas. Mi madre está apenas agachada como si le susurrara algo al oído, y la cara de Helena queda oculta bajo la pesada cascada de su propio pelo. Fuera de cuadro, Pilar y yo jugábamos al tutti frutti oral y sus carcajadas resonaban en la sala de espera semivacía. En cada intervalo del juego yo espiaba a esa Helena blanda y tan distinta. Durante uno de esos controles se corrió el mechón que le cubría la cara con un movimiento corto de la mano y me observó fijamente. La mitad de su boca se estiró en un remedo de sonrisa. Volvió de inmediato a la expresión doliente sin que nadie más lo notara. Desde la falda y bajo los mimos de mi madre me aclaraba que nuestra dificultosa igualdad había terminado, que yo era un segundón cuya propia madre la prefería, que ella mandaba otra vez. La impotencia me llevó a desempolvar un tipo de rabia vieja y archivada. De más chico solía perder el control por completo ante la menor frustración. Recuerdo haber perseguido a un chico (era bastante más grande que yo) por el patio de casa: yo sostenía un plumero y le tiraba golpes con el palo. Como él era más rápido me esquivaba fácilmente y decía “olé” cada vez. Mi bronca escaló hasta que la parte animal tomó los mandos (leí mucho después que tenemos un área del cerebro “reptiliana” que responde agresivamente a las amenazas. La mía estaba especialmente desarrollada). Los sentidos se aguzaron, culpas o dudas desaparecieron y el cuerpo respondía con más velocidad a mis instrucciones. Convertido en una eficiente criatura de combate, le acerté con todas mis fuerzas en un hombro. Lo vi doblarse de dolor mientras la zona golpeada enrojecía. Aproveché para asestarle un segundo golpe con que literalmente le partí el palo del plumero en la cabeza. Mi padre me sujetó para que no continuara pegándole con el resto del mango roto. Otra vez un amigo especialmente irritante repetía que yo era un “malasio” mientras jugábamos al fútbol. No sabía qué significaba, pero cada vez que tocaba la pelota, él decía: “¡Uh, pero qué malasio!”. A la tercera, lo empujé con tanta fuerza que cayó despatarrado al piso y entonces le di puntapiés en la espalda hasta que me detuvieron mis compañeros. Otro se pasó un cumpleaños entero molestándome con una pistolita de agua hasta que lo empujé por una escalera. Eran tres escalones y me parecieron pocos: no bajé para continuar la golpiza porque se alejó llorando como un marrano a los brazos de su mamá. A cambio, pisoteé su pistolita, pateé una maceta y la partí. Durante esos episodios me creía todopoderoso, invencible, Nippur. Después llegaba el velado espanto por lo que había hecho, pero mucho más por cómo hubiera continuado si me dejaban. Los perros de casa cada tanto se peleaban y hasta los más mansos se enroscaban en las trifulcas. En lo más álgido de la lucha fruncían sus mofletes para que los colmillos pudieran tarascar con libertad y sus ojos se ponían vidriosos, fríos. En no pocas ocasiones, alguno terminó muerto. Su asesino era otro cualquiera, ni más bueno ni más malo que los demás, que miraba la escena asombrado, con el hocico salpicado de sangre. Por las noches repasaba las imágenes que me habían habitado durante el estado de furia y me daban pavor. Soñaba que contemplaba mis manos ensangrentadas con el estupor de aquellos perros. En la mañana me prometía no volver a sucumbir a la ira irracional. A mi padre la contradicción entre mi aspecto cándido (tenía cinco años) y la vehemencia homicida que afloraba en mis enojos le hacía mucha gracia. Decía, con razón, que era mal perdedor y se esforzaba por vencerme a la pulseadita china, a la batalla naval o al piedra, papel y tijera para luego refregarme su victoria: yo reaccionaba con gruñidos, trompadas y patadas y él huía y me esquivaba. Me decía “lobizón” y a veces armaba el numerito para mostrar mi transmutación a sus amigos y todos se reían de mi desquicio. Supongo que creía que me educaba, que quería que aprendiera a controlarme, pero no tenía idea de lo desgastante que era transitar mis estados de furor: me dejaban afónico durante horas, con el cuerpo dolorido y esas nefastas imágenes rondando. Si digo que mis rabietas amainaron más o menos para la época del episodio con Helena en el colegio, podría estar ligando hechos no necesariamente relacionados. O sí. Lo cierto es que había aprendido a domar al lobizón y, aunque mi padre aún era capaz de tocar cuerdas que lo hicieran resurgir, dejó de intentar provocarme. Sospecho que ya no le resultaba divertido porque no se sentía tan capaz de esquivarme. Aprendí a aplicar la diplomacia y hasta el estoicismo con tal de no ceder a mis desbordes y sosegué mi carácter. Esa tendencia se estaba descarriando en ese mismo instante, mientras borboteaba en una sopa de rabia asesina. Quise saltar hasta Helena, arrancarla de los pelos de encima de mi madre, tirarla al piso y aplicarle un perfecto kesa-gatame. Retenerla allí y estrujarla y comprimirla hasta que reconociera que yo era el más fuerte de los dos. Tensé los puños, apreté las muelas, mi vista se nubló.
La voz de Pilar propuso jugar otro tutti frutti. Sonreía y su gesto insuflaba una limpia armonía al ambiente enrarecido. Oírla me contuvo como un oportuno exorcismo: “¿Acaso el mariscal tiene miedo de enfrentar a la baronesa?”. La fumarola que me cegaba se disipó, la temperatura bajó seis grados en mis mejillas, el lobizón se escurrió al monte, respiré. “No tengo más ganas”, dije y ella hizo un pucherito gracioso y protestó: “La baronesa se aburre. ¡Le ordeno que divierta a la baronesa!”. La puerta del consultorio se abrió, la secretaria nos llamó. Vi pasar a Helena abrazada por mi madre. Pilar las acompañó y me quedé afuera, solo y con el sabor de la bronca sin digerir.
Encima de la mesa ratona había una pila de revistas de farándula tipo Gente, Siete Días o Radiolandia 2000. Me llamó la atención una distinta, una que en la tapa tenía la foto de una mujer levantando el brazo en una especie de mitin y un cartel que rezaba “las guerrilleras, la historia de las mujeres en el terrorismo”. Su mano en alto esbozaba una “V” con una rara gracia y se imponía por sobre el nombre de la revista tapando parte de la primera letra. Tal vez por el peinado o por la camisa que llevaba puesta, le encontré un fuerte parecido con mi madre. Abajo y a la derecha decía que esa mujer había muerto dos meses antes. Solo figuraba su nombre, luego “muerta” y luego la fecha. Nada más. La dejé a un costado temiendo haberme contaminado de ese universo donde las mujeres que me recordaban a mi madre eran guerrilleras y luego las declaraban muertas en la tapa de una revista, casi como una buena noticia. Tomé una Gente con una modelo en bikini en la playa y la hojeé como si me interesara. Si mal no recuerdo, solo la mirada inclemente de Ornella Muti desde una de esas revistas me había provocado una corta interrupción respiratoria hasta entonces. Su expresión circunspecta, casi enojada, afectada de algún padecimiento existencial había obrado efectos magnéticos en mí. Imaginaba que en algún continuum paralelo —de los que recorría el Eternauta en busca de Elena y Martita— la liberaba de esa intrigante insatisfacción: entonces me dedicaría su mirada anaeróbica y me sacudiría hasta los huesos. En cambio, a las chicas en bikini las veía muy a gusto en playas de ensueño. No necesitaban rescates heroicos, cosa que era obvia en el caso de Ornella.
Lo de Helena no era nada grave. Con remedios y reposo estaría mejor al día siguiente. Hubo una detención en la farmacia, otra en la atestada oficina de Entel —desde donde mi madre llamó a Betina y le pasó un reporte tranquilizador— y la última, breve, en el almacén para compras básicas. En todas Helena se repantigó en la primera silla que encontró: busqué su mirada cada vez y esperé que volviera a desafiarme. Ni siquiera amagó con levantar la vista. Volvimos a casa ya cerca del mediodía.
Pilar y yo insistimos en ir al río. Mi madre habría accedido a dejarnos ir solos de ser por ella, pero a Betina podía no gustarle. Un grupo de tres no representaba un problema. Un chico y una chica solos, en cambio… No veíamos la diferencia entre ambas situaciones hasta que los mayores proyectaban sus propias perversidades en prohibiciones nebulosas que solo conseguían dirigir nuestra imaginación justo al foco que querían evitar. Mi madre se resistió, pero machacamos tanto con la injusticia de que la enfermedad de Helena nos dejara encerrados a los tres que al fin se resignó a acompañarnos. Cargó reposera, sombrero, libro y cigarrillos, con intención de desentenderse tomando sol mientras nosotros nos bañábamos. Dejó a Helena al cuidado de Catalina y bajamos a pleno rayo del sol.
Cuando Pilar se sacó la remera noté que tenía un traje de baño diferente. Era rosa y más cavado que el otro (o le quedaba un poco chico). Eso provocaba que asomara una tira de piel, cerca de la ingle, que preservaba la palidez original y contrastaba con las piernas bronceadísimas. Mientras me desabrochaba los cordones de las zapatillas, tenía serios problemas en disimular las miradas recurrentes. Paseaba la vista por la playa de enfrente, los cerros o el cielo y al final del recorrido aquel rincón de blancura la atraía como el norte magnético. Cerrar los ojos no servía de mucho porque seguía impregnada bajo los párpados. Había un helado de palito de crema y chocolate —creo que eran Laponia— con los sabores divididos longitudinalmente que me recordaba esa franja lívida junto a la tez tostada. No eran aquellas épocas de protector solar: apenas de controlar las insolaciones con gorros, remeras o mera sombra. Por eso, mientras cruzábamos la corriente, nos trepábamos a la piedra del medio o jugábamos con la arena, ese cutis cándido expuesto a la crudeza del mediodía ganó tonalidades rosadas primero y un rato después se tornó rojo intenso y el helado pasó a ser de frutilla. El pliegue natural de la pierna pasaba por allí y la exposición era despareja. La escala de coloración variaba en las diferentes parcelas, lo que hacía más imperativo el ejercicio de observación. Pilar, viva, más temprano que tarde terminó notando mi obsesión y creo que comenzó a jugar con ella. Habíamos armado un dique de piedras y arena para desviar el agua del río hasta un estanque que rodeaba una fortaleza, pasando por debajo de un puente hecho de ramitas. La obra de ingeniería había requerido estar sentados sobre la arena un largo rato. Lo usual era que las chicas se sentaran a jugar sobre sus rodillas. Pilar se sentó todo el tiempo sobre su cola y abría las piernas cada vez que adelantaba el torso para manipular la arena. Mi mirada iba y venía al ritmo que mandaba con sus movimientos de juego y, a la vez que evitaba cruzarse con la de ella (¿qué diría si me preguntara qué miro?, ¿cómo podía justificar esa adicción inexplicable?), recalaba a cada rato en la veta carmesí. Imaginé cómo se sentiría deslizar las yemas despacito por encima: una suavidad así me habría hecho rechinar los dientes.
Mi madre gritó que regresáramos desde la orilla de enfrente y me fastidié. Me hubiera quedado la tarde entera dedicado a las contemplaciones furtivas. Cruzamos y, mientras nos secábamos con las toallas, pude darle una última mirada al rincón que me cautivaba. Una franja muy fina conservaba casi la blancura original. A ambos lados el color era un rojo pálido, desparejo y la parte más cercana a la tela del traje de baño estaba casi morada. Imaginé cuánto le iba a arder, fantaseé con pasarle una crema para aliviar el dolor. Aunque tal vez sean solo fantasías que me gustaría haber tenido.
Arriba, escuché a Catalina informarle a mi madre que Helena había estado durmiendo, que la fiebre le había bajado un poco y no sé qué más. Catalina le llevó algo de comer al cuarto para que se quedara en cama. Después de almorzar, mi madre bañaba un caniche, Pilar la ayudaba y yo me aburría. Empecé a dar vueltas alrededor con la esperanza de que terminaran pronto para jugar a las cartas o al Estanciero los tres. Mi madre —para sacarme de encima— me pidió que le llevara a Helena un vaso de agua porque “la fiebre da sed”. Como llevaba el vaso, hice el camino caminando con cuidado. Al llegar a la puerta de la habitación me detuve un instante. Si Helena dormía y golpeaba, iba a despertarla. Pasar sin avisar no era correcto. Además, operar los picaportes producía un barullo molesto. Calculaba la fuerza del golpe que daría —suficiente para que me escuchara si estaba despierta, no tanta para que se despertara si dormía— cuando noté que la puerta estaba entornada. Me sentí avalado para empujarla unos centímetros y espiar adentro. Estaba muy oscuro en comparación con el refulgente pasillo y apenas distinguía contornos. El aire pesaba, remolón. Adiviné a Helena de espaldas, encogida sobre la cama. Parecía dormida. Me pareció inútil dejar el vaso y, cuando estaba dando un paso atrás para irme, noté un leve movimiento. Parecía una de esas sacudidas espasmódicas de los sueños que había visto tantas veces en los perros dormidos, aunque al mismo tiempo era muy distinto. Tal vez por eso seguí observando un poco más. El movimiento se repitió, algo más breve la segunda vez, pero acompañado de un suave estiramiento de las piernas. A medida que mis ojos se acostumbraban a la menor luminosidad del cuarto, percibí más detalles: los sacudones eran repetitivos y los complementaba un leve arqueo de la espalda y el cuello, que se transmitía al cabello y lo desparramaba contra la almohada. Siguió un gemido apagado y durante un largo segundo me ilusioné con que hablaría dormida, con que, afectada por la fiebre, mascullaría que yo le gustaba, que le encantaban mis historias y que envidiaba mi fuerza. Pero el siguiente gemido fue más profundo que el anterior, más largo y prolífico en “emes” continuadas sin intención de formar una palabra. Entonces sospeché de qué se trataba la escena y me terminé de interesar en lo que sucedía.
No me era extraña la masturbación: a los cuatro años (quizás antes) ya exploraba mis órganos sexuales en busca de sensaciones agradables. Me masajeaba el pene con las dos manos yendo y viniendo como si lo amasara. Conseguía una cosquilla placentera cuya intensidad aumentaba después de un rato y podía llegar a su cúlmine si concentraba la presión en el glande. Luego la cosquilla y hasta el deseo de la cosquilla desaparecían. Todas las noches rezaba un padrenuestro y luego me daba el “masaje en el pito” bajo las sábanas, que me ayudaba a dormir mejor. Lo hacía incluso los días en que había invitados a dormir y, si bien no lo andaba anunciando, el roce de las manos en las sábanas era bien audible en las serenas noches de campo. Algunos amigos guardaban silencio. Otros preguntaban qué estaba haciendo y se los explicaba sin ningún pudor. No puedo precisar quién comentó qué cosa (y a esos olvidos colabora que las charlas solían darse en la penumbra), pero recuerdo que a un amigo le pareció divertido y me pidió detalles de la técnica. También recibí cargadas de chicos más grandes y la palabra “pajero” resonó en la oscuridad. Y el reto de un invitado que alegó que aquello era pecado. Debido a las controversias, cuando había visitas esperaba a que su respiración profunda indicara que dormían o intentaba los masajes en total silencio. Los recaudos para evitar los rozamientos de manos con sábanas disminuían la intensidad del masaje y el resultado no era muy logrado. Intuía que algo del borroso acantilado de lo sexual se ocultaba detrás de aquel cosquilleo agradable, aunque no se me pasó nunca por la cabeza que todo el acto fuera un mal remedo del deseo de involucrar a una chica. En fin, sabía de qué se trataba eso de procurarse placer, aunque hacía ya dos años que había abandonado las prácticas masturbatorias por ningún motivo concreto.
Helena gemía despacio mientras uno de sus codos parecía tiritar, sus muslos se apretaban entre sí y su espalda se curvaba suavemente. Era una chica, no tenía pito y no se me ocurría cómo podía estimularse. Allí abajo había un órgano de nombre vulgar concha (en Córdoba solemos decirle “papo”) del que mi único conocimiento era que se veía como un tajito y que las mujeres adultas lo tenían rodeado de vello. Esto último lo sabía porque mi madre había empezado a ocultar su desnudez frente a mí apenas unos meses antes (solo porque notó mi incomodidad, me consideraba un bebé para algunas cosas) y tenía fresca la imagen de su cuerpo desnudo. Era imposible obtener placer con eso. Además, era un hecho que a las chicas el sexo no les interesaba en absoluto. Era una cosa de hombres. Pero la intriga por la escena superaba el contexto sexual: se relacionaba con robarle a Helena este secreto y con el poder que este conocimiento iba a darme frente a ella. Fuera por una, por otra o por ambas razones, el aire del cuarto se había caldeado de repente y mi respiración se entrecortaba como si la propia Ornella Muti me estuviera dedicando una mirada.
Helena se estremecía con mayor premura cada vez, se encogía y se estiraba y espachurraba su pelo contra la almohada y, cuando me pareció que estaba por alcanzar un clímax —como los que tenía al final de mis masajes—, noté que en la mesa de luz enfrente de ella había un despertador de esos redondos, grandes y con dos campanitas en la parte superior. Su cuadrante tenía números delicadamente pintados con verde fluorescente para ser visibles en la habitación oscura y estaba recubierto por un vidrio. Reflejada en ese vidrio, justo enfrente de los ojos de Helena, se adivinada la puerta abierta, la luz que entraba por ella y mi figura recortada. Cuando mi visión ya adaptada a la semipenumbra se enfocó en ese vidrio, vi con total claridad el ojo cristalino de Helena (levemente entrecerrado por el placer), que me observaba a través del reflejo en el momento justo en que los dedos de sus pies se abrían y estiraban, su mandíbula temblaba y liberaba un suspiro ahogado y final, señales de lo que hoy definiría como un magnífico orgasmo.
Cerré la puerta en silencio y me fui con el vaso entre los dedos. La imaginé sonriendo, imaginando lo boludo que era yo por creer que podía sorprenderla cuando me había manipulado todo el rato. Imaginé cómo había planeado cada detalle (su pose y su orgasmo, falsos desde el inicio), cómo había disfrutado de mi cara de nabo mientras creía espiarla —pero era espiado—, mientras creía haberle sonsacado un secreto —¡pero me lo había robado a mí!—. Había jugueteado conmigo como la maldita gata que era y yo había perdido cualquier vestigio de aquel bouquet ganador del día anterior. Avanzada la tarde, Pilar se quedó en el cuarto con Helena un largo rato y no pude dejar de pensar que le contaba la escena con todo detalle y Pilar se reía a carcajadas y las dos decían “¡pero qué pajero!” y volvían a reírse como villanas malvadas.
Hacia el atardecer a Helena le había bajado la fiebre y se levantó de la cama para cenar con nosotros. Rehuí su mirada, estuve ofuscado y casi no hablé. Mi madre me vio mal e insistió en tomarme la fiebre, creída de que me había contagiado de Helena. Sin saberlo, tenía razón. Las chicas propusieron jugar el postergado juego de cartas —no recuerdo cuál, el fastidio tiene cierta facultad amnésica—. Acepté porque irme a mi cuarto representaba una nueva capitulación y en cambio quedarme sostenía la esperanza de que algo pudiera modificar mi ánimo lúgubre. La mirada de suficiencia de Helena —las ojeras le daban una profundidad aún más acabada— y mi reducción al grado de ser inferior se me hacían intolerables. Si hubiera corrido la cortina de la ducha mientras me bañaba y se hubiera burlado de mi desnudez, no me habría sentido tan humillado. Le había mostrado algo peor, una mente puerca y pervertida, la confirmación de que era un perdedor incorregible. Después de un rato de jugar y perder en todas las manos, me declaré cansado y me llevé la desazón a dormir conmigo.
Ya en la cama, intenté volver a masturbarme después de mucho tiempo. Usé la técnica que tenía un tanto olvidada y traté de relajarme. Me estimulé durante un rato cambiando los ángulos de las manos y la velocidad del vaivén. Apareció un esbozo de placer timorato que lejos estaba del regocijo de otros tiempos, pero la frustración no permitió que escalara. En un punto me aburrí y lo abandoné. Esa noche no servía ni para eso.
Soñaba con Helena tumbada en el piso, presa de mi kesa-gatame, cuando el temblor de los vidrios en la ventana de mi cuarto me despertó. Llovía a cántaros y se había cortado la luz. Oí que mi madre profería insultos y proclamaba su hartazgo con esa “casa de mierda”. Calló a los perros con unos gritos susurrados que solo a ella le salían. Nuestras habitaciones se comunicaban por una puerta que nunca estaba cerrada del todo. Por esa ranura vi el juego de luces que indicaba que encendía una linterna, luego una vela y luego varias más. Abrió la puerta y se asomó a espiar si me había despertado. Me hice el dormido y se fue. La oí caminar hasta el cuarto naranja entre truenos que aturdían y ventanas que tiritaban. Habló con las chicas, les dejó unas velas, volvió a su habitación, retó a los perros, manipuló más velas y se encaminó a la cocina para la ceremonia de desenchufar las heladeras y protegerlas de las descargas eléctricas. Después de tanto movimiento me costó volver a dormir. Los truenos amainaron; la lluvia siguió siendo torrencial. Comenzó a sonar contra las maderas del piso el tic-tic característico de las gotas que encontraban su camino por las grietas de la membrana del techo. Mi madre volvió a levantarse y yo a hacerme el dormido. Puso un balde en la gotera más grande de mi cuarto y un bol de los perros en otra que caía más pausadamente y fue a repartir recipientes en otros sectores de la casa. En aquel tedioso insomnio, mi atención se dirigió al sonido de las gotas: reventaban contra el fondo del recipiente y sus partículas pegaban contra las paredes. El ritmo era inconstante: cambiaba según la intensidad de la lluvia. Esperaba el golpe de la siguiente gota en un momento preciso, pero nunca acertaba. La distracción me dificultaba volver a dormir. Mi madre había ido con baldes al cuarto de las chicas y se había quedado unos minutos, hasta que la oí regresar a su cuarto. Apagó todas las velas menos una y entornó otra vez la puerta que daba a mi habitación. Volvió a acostarse. La lluvia y las goteras proseguían con su serenata arrítmica. Las uñas de Macho Lindo marcaban un paso inquieto por el piso de madera y Jerjes se revolvía a los pies de la cama buscando un lugar para echarse. Mi cabeza estaba tan inquieta como ellos: imágenes entrecortadas se superponían sin orden. Helena devastada junto al pozo, Helena que ríe y sujeta mi muslo, Helena arqueada y gimiendo de placer, Helena que salta al vacío, Helena en la falda de mi madre, Helena con la espina pinchada en el dedo, Helena que de pronto no está. Y ese ojo todopoderoso reflejado en el vidrio del cuadrante que dice “lo sé todo, soy más fuerte y siempre lo voy a ser”.
Oí claramente el suave golpe en la otra puerta, la que daba al pasillo. Jerjes estaba echado a mis pies, Macho Lindo dormía en la cama más baja: ninguno reaccionó. Me acomodé para mirar hacia la puerta apenas alumbrada por la vela que parpadeaba a través de la ranura desde la habitación contigua. Dejé pasar unos segundos que llenaron el chapoteo de las gotas de tormenta y las ramas hamacadas por el viento. Fueron dos golpes la segunda vez, un poco más fuertes, y una voz susurrada que decía mi nombre. Oírlo me hizo temblar.
No era Catalina. Hubiera tocado la puerta de mi madre, jamás la mía. Tampoco mi madre, porque no hubiera golpeado. Era alguna de las chicas. Tuve el impulso de levantarme e ir a abrir, pero esperé para pensar en todas las opciones. De ser Helena, querría burlarse por lo de la tarde. Si era Pilar y necesitaba algo, no sabría ayudarla: los problemas en una noche de tormenta los solucionaba mi madre. Dudé. Los golpes sonaron por tercera vez. La voz se escuchó mejor y, aunque aún era un susurro, distinguí lo que pedía: “Abra, señor mariscal”. Me imaginaba dando los cinco pasos que me separaban de la puerta, pero no los daba. Los imaginaba otra vez, pero no los daba. Si era Pilar y solo tenía insomnio, algo de miedo y vergüenza, podía pasar, acostarse en la otra cama y charlaríamos de cosas divertidas hasta quedarnos dormidos. Si era Helena, bueno, me veía tirado en el pasillo de mi propia casa, en la penumbra, y con ella encima que me sometía y me hipnotizaba con su mirada de gato.
Esperé un rato más para intentar distinguir quién de las dos era en el siguiente llamado. Recordé que la puerta no estaba con llave. Nunca lo estaba. Solo tendrían que bajar el picaporte para pasar. Bajo la poca luz que reverberaba por la rendija, me pareció que el picaporte descendía. Incluso creí escuchar un pequeño chirrido, pero la madera de la puerta se hinchaba en las noches húmedas y abrirla requería un empujón de hombro o una pequeña patada para que cediera. Quien estaba en el pasillo debió creer, al no ceder de inmediato, que estaba trabada. El picaporte volvió a su lugar y hubo lo más parecido a un silencio que puede haber en una casa vieja y enorme en una noche como esa. Dejé pasar algo cercano a un minuto para bajar de la cama, caminar hasta la puerta y abrir. Una oscuridad insondable gobernaba el pasillo. Solo cuando un fugaz relámpago aportó claridad pude comprobar que no había nadie. Me dirigí pisando descalzo los azulejos húmedos hasta el cuarto de las chicas. Me detuve a escuchar unos segundos y luego unos más. Nada parecía moverse adentro. Pensé en golpear y preguntar cuál de ellas había estado en mi puerta. Lo habría hecho si la luz no hubiera regresado en ese momento. El pasillo se iluminó para mostrarme parado a centímetros de la entrada del cuarto naranja como un acosador. Volví dando largos trancos. Los perros ladraron y, segundos después, mi madre se asomó y verificó que estaba en mi cama para irse enseguida a apagar velas, luces y tal vez enchufar las heladeras. Recuerdo mis pies húmedos bajo las sábanas y la mirada extrañada de mi gato mientras pensaba si incluso esa presencia detrás de la puerta no era parte de un plan orquestado por la maquiavélica mente de Helena.