La casa de John está rodeada de un amplio jardín que está rodeado de una ligustrina que está rodeada de una reja. Una reja de barras altas, sólidas, negras, decididas, intimidantes. Barras que sientan un estándar bidimensional: adentro o afuera, nosotros o ellos, éxito o fracaso. Barras coronadas con picos puntiagudos, que añoran la sangre de intrusos ensartados, que desafían al de afuera a que sea lo suficientemente audaz como para confrontarlas o a que se haga cargo de su mediocridad y siga su camino con la cabeza gacha, que operan como un calabozo invertido que encierra el exterior y sentencia a quien lo mira por apocado e insignificante. En la sucesión de barras que conforman la reja hay una seguidilla de seis que no se hunden en el suelo y están sostenidas por bisagras. Son la puerta del jardín que rodea la casa: a un costado, del otro lado de las barras, hay un timbre. Estiro la mano a través de la reja y la veo cruzar esa frontera acechante. Es la mano con que abofeteé a la niña de trenzas: está roja y algo hinchada y por algún motivo la reja parece admitirla de buen grado. Presiono el botón del timbre. En lugar de la campanilla —que adivino lejana— suenan ladridos desde el interior de la casa de John. Mis perras contestan y el intercambio deriva en un batifondo insoportable. Se abre la puerta de entrada y aparece John. Tiene puestas una inmaculada camisa celeste y su sonrisa de mil dientes. Detrás de él asoma una mujer de pelo corto y cuello largo: vestido crema, un cigarrillo entre los dedos y mil dientes más, espera en el vano. John avanza con paso firme por el sendero de lajas entre los ladridos de fondo y abre la puerta y me invita a pasar al interior de su universo enrejado. Extiendo la mano entumecida, pero él me da un abrazo de Club. Cuando cierra la puerta, mis perras quedan en la vereda, vigilantes. John me acompaña por el sendero y, mientras me da golpecitos en el hombro, habla muy cerca de mi cara. Debido al bullicio de ladridos, no lo oigo y se lo hago saber. Levanta la voz: pregunta si he tenido problemas en encontrar la casa, de dónde salieron esos perros, si me gusta el malbec. Antes de permitirme contestar una pregunta hace otra y el alboroto me confunde. Así que solo contesto la última, casi gritando: me gusta el malbec, eso digo. No sé si me gusta el malbec. No sabría distinguir un malbec de lo que no sea un malbec, pero decido decir que me gusta el malbec y John sonríe. En el umbral, saludo a su mujer con un beso en la mejilla. Es elegante y seductora, tiene una mirada profunda y huele a tabaco. Entramos: los ladridos se apaciguan, por fin. Carraspeo.
El living de John es amplio y en sus paredes hay muchos cuadros en esmerada alineación. También huele a tabaco y un poco a pelo de perro y carne horneada y a una fragancia dulce que me recuerda a los niños que rodeaban la caja de cachorros. Unos ventanales panorámicos dan al jardín trasero y a la pileta iluminada. Al piso del living de John lo cubre una cuidada moquette y la luz la aportan varias lámparas con pantallas apergaminadas. Es una luz apacible, cálida, en tonos ocre, como de maderas. De pronto noto la presencia de un perro, un setter irlandés. Su pelo marrón rojizo está tan a tono con el living, los cuadros, la moquette y la iluminación que al principio me cuesta trabajo distinguirlo. Tal vez John y su mujer reparan en esos detalles y han acomodado la decoración al perro. O han conseguido un perro acorde a la decoración. El setter me olfatea, gira, se para en dos patas, quiere apoyar las delanteras en mi pecho. John le palmea el cuello, lo calma, lo toma del collar marrón —a tono con todo lo otro— y se lo lleva por un pasillo mientras me pide disculpas.
De la mano de la mujer de John, de nombre escurridizo y que llamaré Sara, aparecen dos niñas, las hijas de John. Son algo más pequeñas que la chica que golpeé, de unos cinco y seis años calculo. De labios muy rojos, bucles claros y movedizos la mayor, pelo ensortijado y castaño la menor, vestidos primorosos ambas, moños y perfumes. Su madre las alienta para que se acerquen a saludarme. Me agacho a la altura de ellas: la más pequeña me da un beso que me deja húmeda la mejilla y la de los bucles se detiene a medio metro de mí, agita la mano y retrocede hasta la posición de su madre. Aun desde esa distancia su aroma melifluo me alcanza con fuerza. Fuera del saludo formal, ambas me ignoran por completo y, en cuanto su madre las releva, se alejan hacia un rincón del living que hace las veces de cuarto de juegos. Sara sacude la cabeza como quien dice “Ay, estas chicas…”. Ahí regresa John, ya sin el setter y envuelto en su impertérrita sonrisa. Me invita a sentarme en el sofá beige y lo hago. Enfrente, sobre la mesa ratona, hay una selección de quesos, tres copas y el venerado malbec. John se sienta a mi lado, Sara, en una silla a mi derecha. La conversación de John y Sara va a comenzar: respiro hondo, carraspeo. John menciona que me habló de sus hijas antes, en la Planta, y digo que lo recuerdo, pero no es verdad. Dice nombres y edades que no retengo, habla de más hijos, uno o quizás dos, que está o están con una abuela o tal vez con un tío, son varones o mujeres, mayores o menores, la información es huidiza. Me cuenta del pedigree impoluto de su setter y menciona varios perros más o me parece. Me cuentan que a esa casa la compraron durante el primer embarazo de Sara, vieja y en mal estado y que de a poco la transformaron en esa maravilla: detallan fechas y etapas de construcción, pero los datos se diluyen mientras asiento con la cabeza. Las chicas se han sentado bajo una luz intensa a colorear un libro y el contorno de los bucles de la mayor resplandece contra el fondo del cielo oscuro. Comentan de fibrones verdes y violetas, de arcos iris de papel glasé y del moño de la gatita de Los aristogatos. John menciona el año de cosecha y la zona de cultivo del malbec (otra vez el malbec, qué me importa el malbec) y vuelvo a asentir y ya ni sé sobre qué habla después. El bullicio ululante de las chicas desvía mi atención. Se levantan y pasan corriendo mientras juegan a la mancha: los vestidos flamean como auroras boreales, los perfumes escurridizos revolotean alrededor y los destellos de sus labios desafían los ocres que aburren el living de John. Me recuerdan las luces de alerta en la Planta gris y ya ni siquiera asiento a los comentarios de John y Sara. En la continuación del juego las chicas desaparecen por el corredor.
Sara me pregunta si me gusta el pato. Es como si me despertara de una ensoñación. Dudo antes de contestar porque no recuerdo haber comido pato. Decido decir que sí, que me gusta el pato. Qué bueno, porque Sara ha preparado un pato. John dice saber que a mí me gusta el pato. Actúa como si se lo hubiera mencionado en nuestras charlas de la Planta, pero no puedo haberle dicho que me gustaba el pato porque nunca he comido pato. Se confunde John, pero no lo corrijo porque voy a comerme ese pato y a tomarme ese malbec y a aspirar el olor a cigarrillo y a sostener esta charla, voy a recorrer toda la insípida perfección de esa casa rodeada de un parque rodeado de tantas rejas con puntas afiladas.
Sara y John dan comienzo a la siguiente etapa de las que se componen las cenas con los John, y preguntan: él, qué me parece su Ciudad, no he tenido oportunidad de recorrerla (ya lo sabe, lo conversamos en la Planta); ella, si he podido visitar la catedral, no (lo que es obvio teniendo en cuenta mi respuesta anterior); ella de nuevo, si he paseado por los hermosos caminos de las sierras, tampoco (en consonancia con todo lo que dije). Las preguntas que siguen son sobre mi país de origen, cómo sobrellevo tantos viajes, mi familia, el terremoto de Irán, y el lanzamiento de la Apolo 16. Las respuestas no les interesan. Da igual lo que diga mientras algo diga y entonces decido utilizar para mis respuestas el criterio con que resolví la dirección para avanzar por el pasillo del Hotel y con tono amable digo que sería bueno que la Apolo 16 se estrellara en medio de Nueva York y que el terremoto de Irán se debió a un bombardeo norteamericano y da igual. Preguntan con la única premisa de que no se formen baches de silencio: en cuanto empiezo a contestar Sara desvía la vista y estira su cuello de periscopio para revisar qué hacen sus hijas o puntea en una pequeña agenda lo que parece una lista de compras o se peina con la mano el cabello corto hacia atrás de la oreja, mientras controla el tiempo de cocción del pato en el reloj pulsera y a la vez John juega con la copa de vino mientras pierde su mirada en el parque o mastica un trozo de queso y se limpia una mota invisible de la camisa con el dorso del meñique derecho y golpetea, ansioso, el piso con el pie, golpes que acalla la presencia de la blanda moquette. En tanto yo emita sonidos que parezcan palabras, que parezcan respuestas, reina la armonía. Solo un silencio haría que vuelvan a mirarme y solo para hacer su siguiente pregunta. John, claro, también tiene jefes.
Sus hijas, a quienes llamaré Valeria y Emilia, no parecen tenerlos. Han vuelto, subidas a patines de rueditas, y se pasean por el corredor adornado. Sus carcajadas se entremezclan con nuestras palabras medidas, sus carreras contrastan con nuestro apego a las sillas. Cantan una tonada infantil pegajosa que habla sobre la diversión de patinar. Esquivan cómodas, aparadores y jarrones. Sara las reta y se pone de pie en actitud amenazante: las chicas reducen la velocidad, pero continúan patinando. Sara aprovecha que se levantó para ir hasta la cocina y mira el reloj en el trayecto: sus hijas la siguen, mientras chancletean con los patines. Ahora vuelve con el pato sobre una fuente suntuosa y nos invita a que pasemos a la mesa. Los adultos nos sentamos en un extremo, con John en la cabecera. Valeria se ubica a mi derecha y Emilia, enfrente. Para ellas Sara preparó hamburguesas con puré que les sirve con eficiencia. Ahora las chicas mastican con la boca bien abierta a propósito y con sus pajitas hacen burbujear la Coca en los vasos. La risa las hace expeler migas de puré que van a parar al mantel. Me miran divertidas después de la travesura. Valeria, la de los bucles, construye una torre de puré y la decora con el tenedor. Sus ojos vivaces vigilan que no la deje de mirar mientras empieza a comerla. Por controlarme se distrae y la torre se le desmorona sobre la mesa. Sara la amonesta, recoge el puré con la servilleta, las amenaza con penitencia de no ver televisión: Emilia alega que no hizo nada, Valeria empieza un puchero, Sara las conmina a terminar de comer en silencio y se levanta para ir a tirar el puré derramado a la basura.
John y yo comemos el pato: alternamos bocados con comentarios tibios sobre los perros, la Apolo 16 o la Planta. Mastico el pato y comento, me limpio los labios y comento, sorbo el malbec y comento. Sara vuelve a sentarse: apenas prueba dos o tres bocados con movimientos elegantes y sonríe mientras no deja de supervisar a sus hijas. Traman algo entre cuchicheos cómplices y risitas ahogadas. Ahora Valeria anuncia que no quieren comer más y Emilia la secunda. En cada plato quedó un cuarto de hamburguesa mordisqueada. Sara protesta a medias: no quiere hacer escenas, pero tampoco parecer despreocupada. Como nosotros también terminamos, levanta rápidamente los platos y parece aliviada de alejarse de la mesa. Las chicas ahora juegan un piedra, papel o tijera y aplauden entusiasmadas: los moños que decoran sus cabezas bailan al ritmo del juego junto a sus trémulos rizos. Exudan tanta gracia que parecen de mentira, un artificio salido de una película de Disney, princesas de truca en una ensayada performance cuyo aire ficticio, me doy cuenta, les viene por contraste con todo lo espurio, perro a tono incluido, que abunda en la cena.
A todo esto, John ha estado hablando y su voz me ha servido como fondo de meditación hasta que hace un silencio que me despabila. Dos o tres palabras aisladas que alcanzo a recordar me bastan para hacer un comentario que debe ser atinado, porque John asiente y sonríe. Carraspeo. Sara reaparece con una bandeja que contiene un flan, crema chantilly, cucharas y potes. Los distribuye sobre la mesa con precisión. Les sirve a las niñas y luego me ofrece a mí: agradezco y digo que no quiero, pero insiste en que lo pruebe y así es como engullo también el flan de Sara. Mientras tanto, las chicas juegan a hacer hechizos usando las cucharitas como varitas mágicas. Se transforman una a la otra, en un revoleo de caramelo: Emilia es un oso que gruñe y tira zarpazos al aire; Valeria, una cobra que se mece con los brazos pegados al cuerpo, saca y mete la lengua, abre —enormes— esos ojos de color tan peculiar para emular una mirada hipnótica que le sale perfecta. Con el último bocado, Emilia suelta un eructo mezclado en el gruñido y las dos se ríen. Ahora corren desaforadamente rumbo al cuarto. Sara amaga con protestar: en cambio, se pone un bocado de flan en la boca.
Se produce un aquietamiento brusco del aire: es el primer momento de tranquilidad en la cena. Suspiro y casi llego a cerrar los párpados, pero suena la alerta de silencio de John y se apura a contarme que Sara está por iniciar una empresa de decoración con una amiga. Incita a su mujer a que me dé detalles de su proyecto. Ella accede con cierto pudor y me entero de que les han ofrecido decorar las vidrieras de una importante boutique y una agencia de viajes en el centro de la Ciudad, cuando la voz de Emilia interrumpe el relato. Agitada, le cuenta a su madre que el perro ha hecho pis en el cuarto. Sara se disculpa, se levanta y se retira detrás de su hija.
John y yo nos asomamos al jardín con las copas en las manos. Ha refrescado. Hacia el norte, las luces de la Ciudad manchan el horizonte nocturno con tonos lechosos. Unas ranas croan fuerte desde la ligustrina, los camiones pasan silbando por la ruta cercana, un motor ronronea en algún lado. No hay lugar para el silencio en lo de John. Nos sentamos en reposeras junto a la pileta iluminada. John habla del parque y la pileta y la ligustrina y las ranas y de cuánto le gusta dedicar su escaso tiempo libre a cuidar el jardín. Aprovecho su entusiasmo para vaciar con disimulo el resto de malbec en el césped, porque resulta que no soy tan fanático del vino. Sara se asoma, toda cuello, por la puerta ventana mientras se frota los brazos desnudos. Explica que va a acostar a las niñas, se disculpa y se despide agitando una mano. Cierra la puerta corrediza detrás de sí y nos deja solos.
Es el momento de la Cena en que los John se ponen personales. Me ofrece un cigarrillo: no fumo. Me pregunta si me molesta que fume, digo que sí y guarda el paquete. Me toca oír la historia de John que es la de todos los John. Nacieron en hogares humildes, trabajaron desde muy jóvenes, forjaron una carrera con esfuerzo y superaron sus más locas expectativas de éxito laboral los John. Su recorrido de ascensos permanentes todavía se está escribiendo. En su speech siguen reflexiones de manual sobre la importancia relativa de las cosas: observará que lo verdaderamente relevante se nos escurre entre los dedos y se lamentará de dedicarle tan poco tiempo a lo que en realidad lo merece. Aclarará, por si hiciera falta, que se refiere a su mujer, sus hijas, su perro, sus familiares y amigos. Esto último refrendado con un gesto de vaivén de su mano floja con dos dedos extendidos, apuntándome, inclusivo. Club.
La repetición esquemática de los discursos me lleva a la sospecha de que los John tienen entrenamiento corporativo, que ensayan con capacitadores que les corrigen el estilo, la entonación y las pausas. Puedo ver a cientos de Johns que practican el gesto preciso para acentuar la frase en la que mencionan a los “amigos”, buscando la dosis justa de melodrama e intimismo. Cada tanto el capacitador menea la cabeza, frustrado: “No, no y no, háganlo otra vez”. En esa hipotética academia se enseña un único modelo de disertación para “cenas familiares con auditores externos”. Ese modelo se refuerza con la actuación estelar de la esposa —bella y esmerada— y las chiquillas juguetonas, el simpático setter, el menú de pato y los atuendos —festivos y sobrios a un tiempo—, con el malbec y la salida al jardín donde resuenan las ranas. Cada elemento constituye la etapa de un Procedimiento muy similar a los que me toca auditar a diario. Disertación y actuaciones apuntan a mostrar cómo los beneficios de la Planta transmutan en casas amplias, piletas luminosas, familias sonrientes y livings de mullidas moquettes. Esta felicidad tintineante que John tanto se ha preocupado en exhibir es el verdadero objetivo de todos los esfuerzos que se hacen en la Planta. Los motores diésel para industria pesada no son sino vehículos para que estas agradables personas y animales que dependen del correcto funcionamiento de la Planta disfruten las buenas vidas que merecen. Un reporte negativo —uno que se apegara a las duras normas del Procedimiento sin medir más consecuencias— afectaría no ya al frío patrimonio de la Planta sino a la gente sonriente que la habita, a sus familias, a sus sonrisas mismas y a sus inmaculados dientes: nadie desearía el mal a sujetos tan bienintencionados, que son parte de un mismo equipo y además “entre nosotros no nos jodemos”. Club.
Los bostezos se me escapan sin control, John lo nota y propone por fin que volvamos al living. No bien atravieso la puerta corrediza, una sombra celeste cruza a toda velocidad frente a mí. Rebota contra mi pierna y cae hacia atrás, justo a mis pies. Es Valeria vestida con un pijama: sus bucles fluyen sobre la moquette como una repentina inundación de brillos. Me mira desde el centro de ese improvisado sol, su boca encendida como una insignia. Al principio, con un asomo de susto; enseguida comienza a esbozar una sonrisa pícara. Le tiendo la mano y la toma. Delicadísima es la suya, con una tenue mancha de témpera verdosa en el dorso. Tiro de esa manito de felpa tan de muñeca que se va a romper, tiro para ayudarla a levantarse y no hago ningún esfuerzo. Tan etérea, tan liviana.
Se pone de pie, fruncida de timidez. Me da unas gracias murmuradas entre los labios que brillan como advertencias, enroscados los brazos y las piernas, encorvada la espalda, huidiza la mirada, pero con un dejo de astucia visible en un rincón. En un gesto reflejo de vergüenza, se tira un mechón de cabello hacia atrás. Su sien derecha queda exhibida por un instante y entonces la veo y se detiene el mundo. Y se encoge. Y el mundo es todo marrón oscuro y pequeñito y tiene forma de continente, costas con bahías y penínsulas y un archipiélago como la Micronesia que lo rodea y todo, pero todo lo que tiene alguna importancia se encuentra en ese territorio secreto, bañado por un sol de bucles dorados que ahora lo vuelven a esconder y no puedo respirar, no puedo respirar, no puedo.
Aparece Sara deshaciéndose en disculpas. Reta a la niña por escaparse del cuarto y, luego de algunos pucheros, Valeria estalla en llanto. Sara la alza, se despide amable pero apresuradamente, se aleja por el pasillo y se lleva los sollozos decrecientes de su hija y, cuando terminan de apagarse, el aire se decide, en un acto de misericordia, a recorrer otra vez mi tracto respiratorio. Es insuficiente y doy una larga inhalación y carraspeo. Ni Sara ni John notaron nunca los tonos violáceos que aparecieron en mi rostro.
Tomo el abrigo, saludo a John que todavía se disculpa, niego tres veces su ofrecimiento de pedir un taxi, cruzo la puerta de reja del jardín e inspiro profundamente el aire fresco de la noche. Comienzo la larga caminata de regreso al Hotel con la cabeza en un lavarropas, mientras intento figurarme cómo evitar el barrio de la caja con los perritos y la niña de trenzas. Mis dos perras se me unen enseguida.