La casa aborrecía las tormentas. Lavaban su maquillaje y dejaban expuesta su verdadera condición de vieja-llena-de-ñañas que de elegante solo tenía una pátina. Las gotas que con lascivia la habían ultrajado por la noche empezaban a trabajar en condición de humedad desde su interior como una preñez de salvajismo. El aire ganaba peso y esparcía un aroma a encierro que se le metía a uno en cada inspiración y lo enfriaba desde adentro. La casa respondía al oprobio hinchando puertas y ventanas y supuraba un barniz vaporoso a través de los pisos de parqué para desprenderse de esa inseminación que la asqueaba. El descuido era nuestro, claro, por no haber dado con el sistema de impermeabilización adecuado y la casa nos lo quería hacer saber.
La lluvia y los truenos habían doblegado a nuestro grandioso hogar, nos habían rozado y susurraron su advertencia de que los portentos del mundo exterior podían alcanzarnos cuando quisieran, de que la próxima vez… El riesgo de una catástrofe —pero no tanto: un vértigo medido, de montaña rusa de feria— les daba a los días después de las tormentas un sesgo de supervivencia épica. Me levantaba temprano a hacer control de daños, me vanagloriaba de haber salido indemne, me asomaba a la puerta y desafiaba al cielo con gruñidos de cavernícola.
El viento había abierto las ventanas que daban al sur, el agua había entrado a raudales y empapado las alfombras. Mi madre me ordenó que no las cerrara. “Al contrario, hay que airear”, decía. Mientras Catalina trapeaba la galería, Ángel despejaba la terraza de ramas caídas y mi madre traía los perros desde los inundados caniles traseros, yo luchaba para abrir cada inmensa ventana en mi camino a pesar de la resistencia de la madera henchida. La casa lamía sus heridas a través de nosotros.
Helena llegó primera al desayuno. Había recobrado los colores, su voz se escuchó fresca cuando saludó, el cachete se sintió destemplado en el beso de buenos días. Llevaba un suéter gris, liviano, grande y desaliñado que no parecía suyo. Estiraba las mangas y las sujetaba con las manos, lo que descolocaba el escote, le dejaba expuesto medio hombro y la obligaba a acomodarlo otra vez. Frotaba los antebrazos contra la lana y acercaba la nariz a la tela para aspirar el aroma con una cadencia plácida. La sucesión de tironeos y roces con la ropa descangallada seguía una rítmica calcada a la de la escena masturbatoria del día anterior y me sugirió que evocaba al dueño del suéter. El cuadro completo era de un desamparo (Ornella, la urgencia de socorrerla…) que en Helena quedaba fuera de lugar. Mi madre le preparó una cuchara con jarabe —que sorbió con asco— y una taza de Nesquik. Cuando la tomó con las manos aisladas por las mangas del suéter asomaron las uñas recién pintadas de rosa pálido. Sorbió el Nesquik encorvada y cada vez que apoyaba la taza se acomodaba el pelo con las uñas largas, tiraba una corta mirada en mi dirección y cuadraba el cuello del suéter para estirar las mangas después. Comentó de la tormenta y los truenos y las goteras y lo que le había costado dormirse, sin dejar entrever que se hubiera levantado a tocar mi puerta. Mi madre le preguntó por la fiebre y el malestar y ella —encorvada, suéter grande, taza arropada, uñas rosadas, desamparo— dijo que no le dolía la cabeza desde la tarde anterior y sonrió con lo más parecido a la dulzura que podía producir un gesto suyo. Casi parecía una nena de doce a la que podían dar ganas de abrazar. Mi madre un poco compraba ese paquete y la miraba con ternura maternal, tan inadvertida sobre la verdadera naturaleza del demonio que dormía bajo esa piel.
Pilar llegó poco después. Caminaba como pisando huevos, con la cara encendida y una maraña de rulos en la que igual no faltaba la gracia. Se sentó a la mesa junto a Helena y confesó sin tapujos que le ardía la ingle: la imagen de su piel inflamada y necesitada de atención borró la mesa, la cocina y las tazas de café. Me hice microscópico, me metí debajo de su bermuda y me dirigí al lugar preciso donde el tejido, aprisionado entre el elástico de la bombacha y el muslo, palpitaba y pedía ayuda. Me zambullí en sus pliegues de suavidad trastornadora. “Ahora te busco una crema”, ofreció mi madre y volví hasta la mesa y rogué que no se notara el rubor que me calentaba los cachetes. “Después del desayuno”, propuso Pilar. Subió los pies al banco, separó las rodillas y pareció encontrar cierto alivio. Empezó a contar de los chiflidos del viento en las hendijas y las goteras que repicaban en los pisos y cómo las ventanas temblaban con los truenos. “Aparece Teresa, refantasma, con el camisón y el candelabro. Yo temblaba. ‘No seas tarada, chica’, me dice, ‘si no pasa nada’. Pone tres velas en la cómoda y no bien se va, ¡fluf!, se apagan todas al mismo tiempo. ¡Casi muero del cagazo!”. Aunque el cuento continuó por un rato, tampoco hubo mención a salidas-para-tocar-la-puerta-del-vecino y no se me ocurrió cómo sacar el tema sin que fuera evidente que no había querido contestar.
Había llovido toda la noche y eso significaba que el río iba a crecer en cualquier momento. En cuanto les conté que podíamos ir a ver la creciente, Helena me escrutó en busca de alguna señal de engaño. Pilar pareció olvidarse del dolor y hasta del desayuno: quiso salir en el acto. Apuramos las tostadas y nos dirigimos a lo de mi tía Malena. La casa estaba en la cima de un barranco de piedra elevado unos treinta metros en picada sobre la costa del río y desde su mirador se veían por lo menos dos kilómetros del tortuoso recorrido del Anisacate. Era el lugar ideal para apreciar la función y la posibilidad de rescatar mi estima del sótano.
Malena vivía con dos añosas hermanas a las que había invitado a compartir su casa luego de enviudar de mi tío Jorge. Sus condiciones habían sido claras desde el inicio: era la dueña de casa y ellas tenían que compensar la diferencia. Dormían en el cuarto de servicio, se ocupaban de las tareas del hogar y a los efectos prácticos eran sirvientas a tiempo completo. Las tres andaban por los sesenta y tantos, pero mi tía parecía quince años menor. Caminaba por Alta Gracia a velocidad de fondista mientras hacía compras o trámites, cosía y arreglaba ropa, mantenía el jardín florido, se ocupaba de sus caniches y administraba el dinero de las tres con un celo extremo, amén de tener una vida social activa que incluía frecuentes visitas de hijos y nietos. Era una extraña jubilada sin tiempo libre.
El llamador tenía forma de aro sostenido por la boca de un león. Lo hice sonar y se desató un escándalo de ladridos histéricos. Por la ventana junto a la puerta se veían cuatro bolas de pelo color durazno que saltaban y gritaban al borde de un colapso nervioso. Mi tía los retó y los arrió con los pies hasta detrás de la puerta de la cocina. Nos recibió con su simpatía de siempre: era charlatana y atenta hasta la exasperación. Les mostró la casa a las chicas, nos ofreció granadina con leche, Nesquik, café, Coca-Cola, tres tipos de galletas diferentes. Dijimos a todo que no porque recién habíamos desayunado.
Salimos a la explanada que daba al precipicio bajo un cielo encapotado. Un viento fresco del sur recorría el valle aliviando la temperatura veraniega. El río discurría desde la apenas visible cascada enfrente a la usina, pasaba por el sector manso, bajo, recto, ancho y pedregoso que se extendía hasta justo debajo de nuestra posición, donde el follaje de los árboles del barranco lo hacía invisible por tramos y continuaba por la cascada anterior al Pozo del Cura, apenas a nuestra izquierda. Allí el mimoseo del agua con las piedras aumentaba el rumor normal del cauce y lo transformaba en un chapoteo sensual que aquietaba el ánimo más encendido. Esa cándida calma era engañosa. Una vez, aburrido de la espera, me fui a pasar el rato con los juguetes que Malena guardaba para las visitas de sus nietos (había un Cerebro Mágico: a esa altura ya había deducido que las respuestas estaban siempre en el mismo lugar y encendía la lamparita con las diferentes combinaciones sin siquiera leer las preguntas). Para cuando escuché venir la creciente y corrí hacia la explanada, ya me había perdido el avance de la primera oleada. Eso no podía sucederme con las Cornú: les expliqué que teníamos que esperar ahí mismo y vigilar río arriba el tiempo que fuera necesario. Mientras tanto, Malena nos daba charla: comentó cómo la tormenta de la noche había sacudido las persianas, preguntó por dónde andaba mi padre esa semana y no paró de ofrecer su granadina. Decidí aceptar solo para que dejara de insistir. Mientras tanto, una de sus hermanas había liberado a los caniches que daban saltos acrobáticos y chillaban al otro lado del ventanal del living. Pilar los calificó de comestibles; Helena, de insufribles. Malena entró a preparar la granadina y, cuando abrió la puerta, un caniche se escapó hacia la explanada sin que ella lo notara. Se plantó delante de nosotros y nos observó con la cabeza ladeada. Cuando me acerqué para acariciarlo, empezó a ladrar sin pausa mientras caminaba hacia atrás, hasta que quedó encerrado contra una retama. Me arrodillé, le hablé y lo calmé. Se sentó, agachó las orejas, estiré la mano y conseguí acariciarle la cabeza con la punta de los dedos. Entonces se oyó un “¡bu!”: el perrito dio un alarido, se hizo pis encima y huyó hacia el fondo del jardín. Helena, que estaba detrás de mí, se reía con carcajadas de hiena. Mi tía regresó con tres vasos de granadina en una bandeja —aunque solo yo se la había pedido— y unas galletitas Lincoln —que no le pidió nadie— y las apoyó en una mesa baja de hierro. Tomamos los vasos sin entusiasmo y ninguno se decidía a dar el primer sorbo porque el brebaje despedía un intenso olor dulzón. Malena notó la ausencia del caniche y nos preguntó si lo habíamos visto: Helena sonrió con media boca (solo su boca hacía el gesto: sus ojos seguían imperturbables), yo le indiqué la dirección en que había huido y se fue gritando “¡Esperpento!” (ese tipo de humor tenía mi tía). Aprovechamos la oportunidad para vaciar los vasos en un cantero de dalias. El colorante era tan fuerte que la tierra quedó teñida de un rojo alcahuete. Quise empujar unos terrones con el pie para tapar la mancha, pero con el movimiento quebré el tallo de un pimpollo. Mientras intentaba enderezar el tallo roto —que insistía en caerse de costado— Malena gritaba: “¡Esperpento! ¡Vení para acá!”, alzaba al caniche de los pelos y volvía hacia nosotros. Helena arrancó el pimpollo y con el tirón arrastró dos flores más que salieron de raíz y quedaron colgando de su mano junto a la tierra enrojecida de granadina. Justo llegó Malena con el perrito en brazos: Helena escondió las manos en la espalda y las flores arrancadas gotearon un líquido amarronado detrás de ella. Vimos que había un soretito pegado a los pelos de la cola de Esperpento, que se zarandeaba inadvertidamente bajo el antebrazo de su dueña, Helena quiso señalárselo a mi tía, pero Esperpento le gruñó y ella retrajo el brazo. Detrás del ventanal los demás caniches saltaban en un éxtasis de hechiceros en ritual de sacrificio. Malena nos miraba de reojo como si sospechara algo. Estaba tan tentado que no podía devolverle la mirada. Entonces Pilar dejó escapar un ruido mezcla de tos con risa con gruñido y estallamos los tres en carcajadas. Mi tía preguntó qué nos causaba tanta gracia y, cuando intenté dar una explicación, la voz me salió finita y así empeoró el ataque de risa. “Ay, ¡qué locos!”, acotó sin entender y Esperpento gruñía y la caca colgaba y, mientras nos desternillábamos y nos retorcíamos, reparó en la bandeja con los vasos vacíos: “Qué bueno que les gustó”, se alegró, “ahora les traigo más”. Pilar soltó otro ruido de esos y le salió un moco enorme, quiso taparse con la mano, pero le asomó entre los dedos; Helena tenía espasmos —nunca le vi una risa tan genuina— y le corrían lágrimas por las mejillas (pero no soltaba las dalias arrancadas que convulsionaban a la par que ella). Yo tenía la panza tan acalambrada que me faltaba el aire y empecé a ver borroso. Del otro lado del vidrio los perritos aullaban con los ojos en blanco y en pose de lobos, como peluches poseídos por un demonio. Las piernas se me aflojaron, me hice un ovillo y tuve que tirarme al piso. No quería abrir los ojos porque cualquier cosa que viera (el sorete, las dalias, los vasos de granadina, el moco de Pilar, los caniches) era extremadamente graciosa y creí que iba a morir ahogado en carcajadas. Solo paramos de reír porque nuestros cuerpos ya no podían procesar más risa. Volvimos a la vigilancia de la creciente con los músculos laxos, una sensación de flotar y esa fabulosa saciedad que solo se consigue después de eclosionar de alegría.
Les describí lo que iba a pasar: ese río de transparencias se convertiría pronto en un monstruo rugiente. Sus aguas transmutarían en café con leche, olas veloces y espumosas sepultarían las piedras, las playas en que ayer nomás jugábamos al sol iban a desaparecer, los arbustos de las márgenes se sacudirían en bailes rabiosos hasta ser arrancados de cuajo, desfilarían ramas, troncos y basura, como un ejército ávido por entrar en batalla y el aire atronaría aun peor que en la tormenta de la noche. Debo haber puesto mucha vehemencia en la descripción porque hasta la dispersa Helena me escuchó atentamente. Sabía de lo que hablaba: dos años antes, las peores inundaciones de la historia habían arrastrado casas y autos en toda la zona. La corriente se había comido el camino debajo de la usina hasta hacerlo desaparecer y el puente que comunicaba con la ruta había quedado sumergido bajo varios metros de agua correntosa: la gente de Los Aromos estuvo aislada durante una semana. Incluso el puente frente a la comisaría de Anisacate, el más alto de la zona, había sido desbordado por primera vez. Las ramas enganchadas en los cables que cruzaban tres metros por encima testimoniaban el nivel inconcebible que había alcanzado el agua. Hubo cinco muertos en los alrededores y varios más en el resto de la provincia. No se habló de otra cosa por mucho tiempo.
Mi tía volvió con otra bandeja, dejó en la mesa tres vasos rebosantes de granadina y se nos acercó con intenciones de sociabilizar. Les preguntó a las chicas por su madre, a quien conocía a través de la mía, después por el colegio y qué tal nos iba, si estábamos de novios —así en general, porque la composición grupal creo que la confundía— y “¿no van a tomar la granadina?”, “no, ya tomamos un montón, tía, gracias”, “pero si les encantó, ¿seguro, no quieren un poquito más?”, “no, de verdad está bien”, “bueno, se las dejo acá y se la toman cuando quieran”, “bueno, dale”, “¿y galletitas no quieren? Son las Lincoln que te gustan”, “no gracias, en un rato por ahí”, “¿y ustedes, chicas?”, “no, desayunamos recién, gracias”, “bueno, yo me voy un rato adentro y si crece, me avisan, ¿dale?”, “dale”.
La casa tenía un tanque de agua con forma de torre de castillo y un pequeño estanque oval adosado, lleno hasta la mitad de un agua de dudosa limpieza. Fuimos hasta ahí porque estaba lo suficientemente cerca de la explanada como para tener tiempo de regresar si escuchábamos la creciente. Nos sacamos las zapatillas, nos sentamos en el borde y metimos los pies. Solo entonces noté que Helena todavía tenía las dalias arrancadas en la mano. “Tiralas por el barranco”, le dijo Pilar. “¿Por qué? Son lindas”, dijo, y mientras las olía levantó la vista y me la incrustó en el entrecejo. “Son evidencia”, argumentaba Pilar, “hay que esconderlas”, pero yo la oía desde cada vez más lejos. Junto a su voz se apagaban el viento y los trinos y los demás sonidos y el entorno se oscureció en un veloz fundido a negro hasta que solo hubo dos ojos que flotaban a la deriva en un mar de nada, como faros de auto en una noche oscura. Crecieron y se expandieron en un proceso de big bang ocular y ocuparon mi rango visual completo. Solo veía ojos en cualquier dirección. Quedé atrapado en un universo-ojo. Me transparenté: mis secretos y temores aparecieron expuestos y los ojos los robaban sin dar nada a cambio y ya no había espacio para mí entre tanto ojo. Estaban tan cerca que sentí que su humedad me rociaba la cara y me mojaban la remera. Tardé un segundo en darme cuenta de que Helena me había salpicado dando una patada al agua del estanque. Oí su risa torpe y falta de práctica. “¡Guerra de agua!”, gritó Pilar.
Me encontré de pie en medio del estanque con los brazos sumergidos hasta los codos. Las Cornú se asomaban desde atrás de la base de la torre, con expresión de refugiadas. Chorreaban desde los pelos y la ropa. “Nos rendimos”, dijo Pilar con las manos levantadas. El suelo alrededor del estanque estaba hecho barro y hasta la ventana de la casa, a cinco metros de distancia, se veía salpicada. Intenté recordar el minuto anterior y no pude. Me estremecí. “Okey, tregua”, dije con una sonrisa que debe haber parecido tan capciosa como las de Helena. Pilar se me acercó despacio. “Te lo tomaste un poco en serio, ¿no?”, preguntó. “Perdón”, pedí, sin saber del todo por qué. Nos pusimos las zapatillas en silencio y volvimos a la baranda. Helena se sacó el suéter gris: debajo tenía una musculosa blanca y la mojadura la transparentaba hasta dejar ver un corpiño color piel. Estrujó el suéter y se lo ató a la cintura. Después olió las dalias otra vez y las revoleó hacia el vacío.
Había un camino cercano, oculto entre la vegetación, que bajaba hasta el río. “¿Vamos por ahí?”, propuse para aflojar la tensión. “Vamos”, aceptó Helena: pasó a mi lado y me rozó con el brazo desnudo. Pilar me revisó con un dejo de desconfianza. Por fin sonrió (su boca —¿ya dije que tenía labios muy carnosos?— se expandía hasta ganar una vastedad reconfortante) y siguió a su hermana, que había tomado la delantera con decisión. El sendero era escarpado y frondoso: avanzamos agachados y, por momentos, sentados y sujetos de las ramas para hacer equilibrio sobre el pedregullo humedecido. Los mosquitos se arremolinaron a nuestro alrededor. En una bifurcación, Helena se detuvo y luego, sin preguntar, avanzó hacia la derecha. “Es por el otro lado”, advertí desde la retaguardia. “Esto es un embole. Yo me vuelvo”, decretó Helena y desanduvo, trepando, sus últimos pasos. Cuando pasaba junto a mí, vi que tenía un mosquito apoyado en el cuello. Sin pensar, lo aplasté de un manotazo. “¡Au! ¿Qué te pasa, tarado?”, gritó Helena. En mi defensa, le mostré el cadáver del mosquito ensangrentado entre los dedos. Me empujó el dorso de la mano y casi logra que me pegue un cachetazo en la cara. “Tenías un mosquito…”, dijo, y continuó con el ascenso. Mi proceso de erupción en cólera empezaba cuando Pilar apoyó la mano en mi hombro. “¿Subimos todos?”, propuso y agregó: “Si viene la creciente no vamos a ver nada desde acá”. Inspiré profundamente y remontamos el camino. Cuando salí de la espesura tenía los shorts manchados de barro y eso me valió la broma fácil de Pilar: “¡Te hiciste encima!”. Remedé una risa, pero con cara seria: “Ja, ja, ja y re-já”, y señalé la reja de la puerta trasera: un pésimo chiste, pero por alguna razón nos hizo reír hasta las lágrimas.
Helena se había sentado en el borde del arenero en un rincón del jardín. Se mordía prolijamente las uñas rosa pálido mientras contemplaba la lejanía. El otro brazo cruzaba frente al pecho y sostenía el doblez del codo del que se llevaba a la boca. Sus piernas estiradas se cruzaban y un tobillo en la arena servía de apoyo a las dos. Era la pose en que mi madre solía fumar, inalcanzable, en la terraza de piedra. Junto a Helena había una hamaca vieja. Pilar se sentó, yo la empujé, la rama del árbol se quejó y se bamboleó, el tronco pareció temblar y la tabla de la hamaca crujió. Intercambiamos posiciones varias veces. Teníamos la secreta intención de que la rama cediera, porque habría sido muy gracioso, pero ninguno quería que sucediera durante su turno en el asiento y nos peleábamos por ser el que empujaba. Pilar era más liviana y yo más fuerte así que la hacía volar muy alto y ella gritaba de terror. En uno de mis turnos, me sentí impulsado con más vigor y me elevé tanto que la cola se me separó del asiento y creí que iba a dar la vuelta completa a la rama. La energía extra provenía de Helena, que ayudaba a su hermana: con cada empujón oía un gruñido de rabia y sentía sus nudillos contra mi espalda. “Pará, che”, la frenó Pilar. Helena se rio feo, se alejó con los hombros encorvados y fue el fin del juego.
Del otro lado de la baranda todo seguía igual. Iba a proponer otra actividad, pero Helena protestó: “Esto es un plomo. No va a crecer. Mejor nos vamos”. Su mirada me culpaba. “Andate vos si querés, nena”, contestó Pilar y sacudió los hombros peleadora. Helena bufó con fastidio y entró a la casa. Pilar amagó con rezongar, pero hizo una pausa, giró hacia mí y preguntó: “¿El mariscal sería tan amable de honrarme con una carrera?”. Hice una reverencia para invitarla a la línea de largada. “El que pierde se toma la granadina”, la desafié. Dimos una vuelta completa alrededor de la casa con el fervor de los galgos tras la liebre. Llegamos hasta la baranda a los resoplidos. Gané por un pelito (Pilar era muy rápida), pero no le recordé la apuesta porque sospeché que si ella ganaba hubiera hecho lo mismo. Dejamos que las breves rachas de aire fresco que se movían frente al abismo nos secaran la transpiración. Repasamos una vez más el curso del río, ya con desgano, desde la curva de la usina, pasando por la costa de enfrente. Todo tranquilo y desierto hasta la playa del Pozo del Cura… y fue entonces que los vimos.
Era un grupo de tres varones y dos chicas de unos trece o catorce años. Aparecieron en la playa acarreando bolsos y mochilas. Se detuvieron a unos cinco metros de la orilla y desplegaron toallas encima de la arena. Una pareja se sentó, los otros sacaron una pelota y practicaron golpes de vóley. Se empujaban, correteaban y se tiraban arena. Uno se sacó las zapatillas y fue a mojarse los pies en el agua.
Pilar y yo nos miramos con desconcierto. Mezclada con la inquietud por si el río crecía y la presencia de los chicos en la playa, había una hirviente excitación: la espera tediosa se había convertido en una aventura de esas que se cuentan durante años. Nos sentimos obligados a poner cara de preocupación, pero el brillo en los ojos y la respiración agitada no mentían: estábamos fascinados. “Hay que gritar”, propuso Pilar, a lo que le expliqué que no iban a escucharnos debido a la distancia y el viento lateral. Nos miramos, tensos, por un rato. Y gritamos. Gritamos como desaforados, con todas nuestras fuerzas, de a uno por vez primero, los dos juntos después, coordinando con un “uno, dos, tres” y “vie-ne la cre-cien-te” al final, y seguimos gritando hasta que nos picó la garganta. El alboroto les hizo creer a Helena y a mi tía que el río estaba por crecer. De pronto estuvieron a nuestro lado y en cuanto entendieron la situación se sumaron al griterío. Mi tía sacudía un pañuelo sobre la cabeza y saltaba. En uno de los rebotes se le cayeron al piso los anteojos y un caniche escapado los tomó con la boca y huyó con ellos. Malena lo persiguió: el perro amagó para un lado y otro antes de esquivarla y correr hacia el frente de la casa. Fue tras el caniche al grito de “¡vení para acá, Mamarracho!”. Fue imposible evitar las risas mezcladas con nervios.
Uno de los chicos que corría por la playa comenzó a mirar hacia nuestra posición. Llamó a una chica, nos apuntó y los dos agitaron los brazos para saludar. Desde arriba les señalábamos la orilla con gestos de operarios de aeropuerto para indicarles que se alejaran del cauce, pero supongo que desde su posición parecíamos tres locos que bailaban un cuarteto inaudible, porque empezaron a imitar nuestros movimientos y a burlarse de nosotros. El chico puso las manos alrededor de la boca y gritó, pero apenas un sonido desvaído llegó hasta nosotros y nos demostró que sería inútil desgañitarnos porque nunca iban a entender nuestras palabras.
Tenía que bajar al río: usaría el sendero que habíamos recorrido un rato antes, llegaría a la orilla, correría por el camino a través del bosquecito que bordea el cauce hasta el paredón del Pozo del Cura y subiría a las piedras del otro lado. A esa altura estaría a resguardo de la primera oleada. Desde allí me oirían claramente. Estaría de vuelta enseguida, convertido en superhéroe. Antes de terminar de explicar el plan, mi tía —que sostenía con asco los anteojos babeados por Mamarracho— me lo prohibió de cuajo. “¡No, y no, estás loco!”, gritó, “vamos a avisar por radio”. Corrió a sentarse frente al intercomunicador de radiofrecuencia que le permitía hablar con doce personas de la zona, incluida la comisaría de Anisacate, sostuvo el micrófono y empezó a repetir una letanía de operadora profesional, que terminaba con el clásico “cambio” y que a mí me recordaba a los comandos de la serie “Combate” cuando pedían refuerzos para sostener su posición. Intentó conectarse con la comisaría durante un rato eterno en que nadie contestó. A las chicas y a mí nos ganó la ansiedad y volvimos a la explanada a revisar la playa y el punto —en la curva de la usina— donde debía aparecer la ola de agua turbia que lo cubriría todo y otra vez la playa —donde los chicos habían decidido ignorarnos—. Mientras tanto, mi tía probaba comunicarse con un vecino y después con otro. A través del ventanal nos llegaba su voz desesperada: “Avisen a la policía por favor”, rogaba. Luego decía “cambio” y soltaba el botón del micrófono para escuchar: una estática aterradora era la única respuesta. Pilar me apretó el brazo: “Ya la van a atender”, dije y la calmé con unos golpecitos en el dorso de la mano. Una angustia borrosa se había alojado en sus ojos grandotes: los humedecía, los enternecía y los desamparaba con un efecto Ornella Muti. Entré al living, me paré junto a mi tía y le dije que me iba a casa a avisar a mi madre para que fuera en auto hasta la comisaría. “Vos no te vas a ninguna parte”, me gritó sin soltar el micrófono del aparato. Iba a contestarle que no era quién para darme órdenes y que me iba igual, cuando por el altoparlante brotó una voz grave que resonó por todo el living: “Hola, Malena, acá el Cholo Oviedo, cambio”. Los caniches se arremolinaron alrededor de la radio y aullaron, las hermanas de mi tía pegaron gritos para calmarlos, y Malena chistaba y gruñía al mismo tiempo para que todos se callaran. Las ancianas se dieron maña para alzar a los perros por los pelos y encerrarlos en la cocina. Cuando el batifondo amainó, Malena repitió el cuadro de situación frente al micrófono. La voz del Cholo volvió como sumergida en una sartén con papas fritas. “Entendido”, lo oí decir. Hizo una larga pausa y luego repasó: “Andan unos chicos en la playa del Pozo del Cura y viene creciente”. El tono era impersonal y calmado, como si estuviera resolviendo una división. “Aviso por radio para que envíen un móvil, cambio”, cerró. “¡No atienden la radio!”, gritó mi tía entre el caos de ladridos apagados y los chistidos de las viejas, “tenés que ir hasta allá a avisar, cambio”. Otra larga fritanga. “Cholo, ¿me copiás? ¡Tenés que ir a avisar!”. “Cambio”, le recordé a mi tía y repitió “cambio”. Otra morbosa pausa: “…a la comisaría. …tendido. Cambio y fuera”, cerró lacónicamente el Cholo. Mi tía siguió con la vista fija en el aparato de radio como preguntándole qué más hacer. “La policía llega enseguida”, me dijo como si no hubiera escuchado la charla, “van a estar bien”. Frotaba las cuentas de un rosario con un nerviosismo que indicaba lo lejos que estaba de creer que así sucederían las cosas.
Junto a la baranda, Helena atacaba otra vez sus uñas rosadas con los dientes. Pilar se había sentado en un sillón de jardín y se abrazaba las piernas como si tuviera frío. Cuando me acerqué, las dos me miraron (un látigo y un maní con chocolate) con impotencia. Tenía que decir algo y sugerí hacer un cartel: en el patio trasero encontré unas cajas de cartón que las dueñas de casa usaban para encender el hogar. Las desarmamos y las extendimos para escribir letras lo suficientemente grandes en ellas. Fui a pedirle un marcador a mi tía, pero me ordenó de malos modos que guardara las cajas de nuevo en su lugar.
Pilar y yo volvimos a la explanada. Probamos escribir letras con posiciones corporales. Hicimos una “C” con los brazos como si sostuvieran un globo invisible de costado, después la “R” con el torso haciendo el palo, los brazos formando un círculo y una pierna extendida para la línea diagonal de abajo. Mientras tanto, los chicos jugaban al vóley, tomaban gaseosas y se lavaban los pies en las aguas mansas, sin mirar nunca hacia arriba. Pilar bajó los hombros resignada. El río seguía como si nada y la policía no daba señales de vida. “Tal vez no crezca”, la consolé, “o tal vez se aburran y se vayan pronto”. Fue a sentarse al sillón del jardín y volvió a abrazarse las piernas. “Si hubiera salido cuando lo propuse la primera vez”, recuerdo que pensé, “ya estaría de regreso: ellos a salvo y yo Gilgamesh”. Odié mi docilidad natural.
Una de las hermanas de mi tía se había asomado inadvertidamente al mirador. Fue ella quien avisó, con un grito apagado, que llegaba la creciente. Su voz era tan mortecina que no la entendimos la primera vez y tuvo que repetirlo más fuerte. Nos movimos atropelladamente hacia el sector del mirador más cercano a la usina, donde en lugar de baranda había una pirca baja. En la curva, el río ya parecía de chocolatada batida. El agua se comía las orillas a tarascones, las piedras del cauce desaparecían como en pases de magia y en su lugar se formaban olas coronadas de una enérgica espuma blancuzca. La línea de aguas revueltas era una estampida que acortaba distancia con la playa de los chicos a velocidad alarmante. Un ruido grave y monocorde rebotó contra las laderas del cerro y se esparció por el valle como un gruñido furioso. El estrépito debió advertir a los chicos, pero por algún capricho de la acústica no llegó hasta ellos porque, de oírlo, habrían corrido sin detenerse a pensar. Sin embargo, seguían con sus juegos y su irritante indiferencia mientras nosotros —quietos, inexpresivos, inútiles, dioses en un Olimpo lejano— solo esperábamos el desarrollo de la tragedia cuyo final conocíamos. Escuché que mi tía murmuraba “Dios mío” y su hermana ensayaba un rezo rítmico e incomprensible. Giré la cabeza: las ancianas pasaban las cuentas de sus rosarios con los ojos aguachentos y a Pilar le castañeteaban los dientes y le temblaba el labio inferior. Helena, en cambio, tenía la mirada muerta y el borde derecho de la boca levemente alzado. Parecía un holograma proyectado desde otro planeta, al punto que la ventisca que soplaba no le agitaba el pelo y, si me esforzaba, podía ver el jardín a través de ella. Notó que la observaba: me echó un breve vistazo de hielo y una sonrisa de soslayo antes de volver a mirar a lo lejos. Había sido suficiente atención sobre mí y no pensaba perderse la función. Un estremecimiento me recorrió la espina dorsal.
La crecida tapaba ya la cascada delante de la playa y estaba a punto de alcanzarla. Los chicos por fin juntaron con desorden las toallas, las sandalias, la pelota y corrieron hacia la orilla elevada. En línea recta hacia la costa había una densa hilera de arbustos que se interponía en su camino, así que se dirigieron río abajo en diagonal para alcanzar el sendero por donde habían llegado. Uno de ellos, luego de dar unos pasos, frenó en seco y quedó retrasado. Se puso a buscar en la arena algo que aparentemente se le había caído. Los otros se alejaron rápidamente y desaparecieron detrás de los sauces, donde el terreno era más alto. Casi enseguida se asomó por ese sector un hombre de prominente barriga, con la camisa celeste del uniforme de la policía. Hizo gestos ampulosos en dirección al chico que revisaba el suelo de la playa. Parecía dudar entre ir a arrastrarlo de un brazo o quedarse a salvo de la crecida. Habrá considerado que su contextura iba a dificultarle escapar a tiempo y por eso se limitó a gritar desde lejos. A esa altura, el sector donde segundos antes habían estado instalados los chicos había quedado bajo agua. La piedra del medio estaba cubierta y a la orilla pedregosa del lado de casa la tapaban remolinos marrones de ramas con espuma blanca. El chico levantó la vista recién cuando el agua estaba a unos cinco metros de él. Abandonó la búsqueda y echó a correr a toda velocidad hacia el policía. La arena le atrapaba los pies y sus pasos se veían desesperantemente parsimoniosos. El frente de la crecida lo rodeó, el torrente le golpeó los tobillos con rabia. Dio varios pasos, como saltitos, sobre el agua frenética, mientras el nivel aumentaba segundo a segundo y sus piernas se hundían más a cada zancada, hasta que ya no pudo levantar los pies: trastabilló, cayó de rodillas y la oleada lo arrastró. Cuando estaba ya casi en la línea del sauce y del policía, logró ponerse en cuclillas y enderezarse hasta estar de pie otra vez. El agua le llegaba a los muslos y la corriente lo atacaba con ganas. Consiguió asentarse en un equilibrio precario y avanzó un paso hacia la orilla, mientras su cuerpo se sacudía electrizado por la fuerza del agua. El policía lo alentó y estiró el brazo, el chico alargó el suyo y desde nuestro punto de vista parecían a punto de tocarse: si daba un paso más estaría a salvo. De pronto sus piernas cedieron, taladas desde la base. Cayó aparatosamente de espaldas y el agua lo cubrió por completo. Pilar emitió un gemido de gatito, mi tía se tapó la cara y a mí me dolieron las manos de apretarlas entre sí. El sitio donde se hundió el chico ya era un punto cualquiera en la vasta furia del Anisacate, cuando la hermana de mi tía gritó “¡ahí!”. Una mota negra —la cabeza del chico— se asomó contra el trasfondo terroso a unos veinte metros río abajo desde el sauce. Subía y bajaba con el oleaje en un galope sin riendas a velocidad desquiciada. Intentó bracear en dirección a la orilla, pero la superficie del agua era despareja y no le daba sustento para nadar. Sus movimientos se veían lentos, inútiles en relación con el arrastre de la corriente. El río pareció indignarse cada vez más, como si repasara la actitud del chico al quedarse en la playa y la tomara como una intolerable falta de respeto que acicateaba su enojo. Lo trató como a una impertinencia y lo dirigió aceleradamente hacia una roca cuya figura sumergida se adivinaba en una resistencia al cauce, que se elevaba hasta que la envolvía por completo. La obstinación de la piedra hacía rabiar al Anisacate y le generaba un espumarajo que se prolongaba por varios metros. El chico no hizo nada por apartarse: al llegar hasta la piedra más que recibir un golpe, desaceleró y se elevó. Se deslizó arrastrando la panza por encima de la superficie rugosa con desesperante lentitud. Su cuerpo perpendicular a la corriente levantaba una cortina de agua alta y veloz. Los brazos chapotearon en un intento de manotear una saliente que sirviera de agarre, pero los dedos resbalaron contra los bordes viscosos. La corriente acomodó su torso hasta dejarlo paralelo al impulso y, cuando terminó el perezoso deslizamiento, asomaron las piernas al otro lado de la roca, apuntaron al cielo y desaparecieron detrás con la cadencia de un naufragio.
La piedra nos impedía ver si se había asomado más allá. La falta de contacto visual fue un baldazo de angustia. Mi tía gritó “¡allá va!”, y señaló un punto impreciso pasando el Club de Agricultura. “¿Dónde?”, preguntamos los tres y ella decía “allá, allá”, pero no vimos nada. Después explicitó: “En la curva, ¿no lo ven?”. No lo vimos. Y luego: “ya dobló”. Si había doblado, no volveríamos a verlo. Mi tía tenía sesenta y pico y usaba anteojos que no tenía puestos desde que se los robara Mamarracho; nosotros gozábamos de la prodigiosa capacidad visual de nuestra edad. Fue obvio para mí que mentía. Lo cierto es que de pronto ya no había nada para observar. Los chicos y el policía se habían ido. Ya no estaban las rocas, ni la cascada, ni la playa. El río, como una víbora atolondrada, se las había llevado puestas.
Se hizo un silencio mentiroso: el Anisacate rugía sin parar, pero se había incorporado al ambiente como un trasfondo fuera de registro. Mi tía parecía rezar para sus adentros mientras miraba hacia el último punto donde dijo ver al chico. La hermana tenía tres dedos tapando su boca y emitía un “ay, ay, ay” apenas audible. Por el pómulo de Pilar corría una lagrimita. Ella también miraba a lo lejos: no al río sino más arriba, al valle, al horizonte, al cielo tal vez. Helena, en cambio, giró hacia mí, levantó las cejas como si fuera a hacer una pregunta, pero no habló. Quería obtener una respuesta de mis gestos como si no se fiara de las palabras que diría. Iba a hechizarme para averiguar la verdad, haría su magia de párpados y globos oculares, usaría la absurda coloración de su iris para embobarme y obtener la información que pretendía, quisiera decírsela o no. Mi tía interrumpió el ritual sin saberlo: “Frente a lo de Bas la corriente lo lleva a la orilla. Va a salir ahí, seguro, así que todos tranquilos. Vamos para adentro”. Nos arrió hasta la puerta ventana y dio por terminada la cuestión. Pilar cruzó el living con pasos rápidos y los ojos rojos en dirección al baño, Malena conectó la radio y trató de hablar con la comisaría otra vez y su hermana enfiló hacia la cocina. Helena se paró de brazos cruzados frente a la puerta de entrada: el rosado de sus uñas se había descascarado casi por completo. En la explanada, encima de la mesa de hierro, esperaba la bandeja con los vasos de granadina y las galletitas Lincoln.
Durante el almuerzo no podíamos hablar de otra cosa. Mi madre había mandado a Ángel a averiguar qué había sucedido con el muchacho y mientras esperábamos que volviera inventamos diferentes desenlaces: Helena aplastó al chico contra las piedras, lo enredó en las cortaderas de la orilla y lo hundió en un enorme remolino; Pilar lo rescató con una cadena humana, con un gomón y hasta con un helicóptero. Yo intuía que todo sería inútil. La cercanía del puente no daba tiempo para cadenas humanas o helicópteros y no tendría manera de atravesarlo. El agua iba a llegar hasta la base, si es que no lo sobrepasaba. La corriente iba a aplastarlo contra la estructura o a chuparlo por debajo, donde cualquier obstrucción, un tronco por ejemplo, lo atascaría hasta que se ahogara. Es más, a esa hora, mientras comíamos polenta con queso derretido y salsa boloñesa, el chico ya no batallaba con la corriente, ni se raspaba contra las piedras mientras chapoteaba en el agua sucia. Ya no estaba dolorido, aterrado ni medio ahogado: estaba muerto o rescatado. De una forma u otra su padecimiento habría concluido y ese pensamiento me reconfortaba.
El día se había terminado de nublar y amenazaba con lluvia. Jugábamos al Estanciero en el comedor para distraernos de los sucesos de la mañana cuando se escuchó el típico chirrido de la puerta de entrada (agudo y ascendente cuando se abrió, descendente cuando se cerró). Desde la cabecera de la mesa vi a Ángel asomarse a través del vano de la puerta del hall. Estiraba el cuello, paseaba la mirada enorme por el pasillo y preguntaba: “¿Señora Teresa?”. Corrí a preguntarle qué había averiguado. Miró por sobre mi cabeza a ver si venía mi madre desde el cuarto y se hizo el distraído. Insistí —las chicas estaban ya detrás de mí y también preguntaban— y se sintió obligado a dar alguna información. Ángel sumaba a un vocabulario escaso, que completaba con gestos ampulosos pero no siempre claros, un fuerte acento cordobés de las sierras con modismos locales. Entenderlo requería un esfuerzo de concentración incluso para mí: después de su breve relato deduje que el chico se había aferrado a la baranda del puente y los bomberos lo habían rescatado. Cierto desgano en la narración, la tendencia huidiza de la mirada y el escaso énfasis gestual —inusual en Ángel— me provocaron más dudas que certezas. De ser por él, nos habría contado cómo el río se la había cobrado a ese “chinito imprudente de mierda” y habría agregado: “Y bue’, que se jodan, como si no fueran a saber que el río crece. Si ya saben ya, pero no hacen caso. Se creen que a ellos no les va a pasar nada y ahí tenés nomás”, pero seguramente mi madre lo había instruido para evitar dar malas noticias. Cuando por fin apareció por el pasillo —anunciada por los ladridos que siempre la precedían— Ángel, en lugar de repetir lo que acababa de contarnos, le pidió pasar a hablar con ella. Me convencí de que habría una versión oficial y otra ajustada a los hechos. Mi madre era enemiga de los ocultamientos, aunque fuera por una buena causa. Así fue como el niñito Dios (antecesor de Papá Noel), los Reyes Magos y el ratón Pérez fueron para mí los padres mucho antes que para mis amigos. Solía ser yo quien, en papel de portador de revelaciones, los desilusionaba con la verdad. Por eso pensaba que tarde o temprano iba a darme la confirmación de lo que sospechaba sobre la suerte de aquel chico.
Cuando salió de la reunión, Ángel nos preguntó si queríamos andar a caballo. Helena se apresuró a aceptar, Pilar la siguió y yo no pude negarme. A pesar de haber nacido en el campo, mi relación con los equinos era pésima. No me divertía arriarlos, encerrarlos, ensillarlos y mucho menos montarlos. Al parecer percibían mi aversión porque, por mansos que fueran, se las ingeniaban para hacerme la vida imposible y me había caído de caballos más veces de las que podía contar. Evitaba montar siempre que podía, pero ese día, frente a las hermanas Cornú, no podía. Los caballos estaban en lo de Ángel ya atados y ensillados: la escena tenía un tufillo a diversión orquestada por mi madre para tapar el episodio de la mañana. Ángel ayudó a Pilar a subir a un petiso bayo. Helena eligió una yegua tobiana a la que montó sola y con presteza. El mío era overo y, en cuanto puse el pie en el estribo y di el salto para trepar, el desgraciado dio un paso adelante. Quedé colgado en el costado, prendido de las crines y con la pierna derecha atorada en el anca. Me arrastré penosamente para trepar hasta que calcé el pie en el otro estribo. La montura se aflojó con tanto tironeo y, mientras Ángel la ajustaba, se burlaba: “La próxima mejor te ensillo un pony”.
Helena salió andando por el potrero entre la casa de Ángel y el galpón. Puso a la yegua a galopar, dio dos vueltas bien pegada al alambrado y frenó limpiamente enfrente de nosotros. “Ah, pero esta chinita ya sabe andar”, comentó Ángel extrañado. El plan era pasear un rato por el parque, pero después de la primera vuelta Helena se adelantó hasta llegar a la tranquera de la calle y giró a la izquierda por el camino que llevaba al campo. Pilar y yo la seguimos más porque nuestros caballos nos llevaban que por voluntad propia. Ángel, que caminaba con nosotros, me advirtió: “Si se van para el campo las cuidás vos, eh”. Dije que sí, aunque temía más por mi propia suerte que por la de las chicas. Helena llegó hasta la tranquera que daba al potrero grande, la abrió sin bajarse de la yegua y siguió a buen paso campo adentro. Pilar y yo nos bamboleábamos más atrás, al ritmo cansino del paso de los caballos y solo oíamos sus pisadas en la hierba, los chirridos de las tiras de cuero que se frotaban entre sí y los resoplidos que daban cada tanto. “¿No te dan pena estos bichos?”, pregunté como para interrumpir el silencio. “Las cosas que les hacemos, ¿no?”, contestó en tono reflexivo y hablamos sobre lo molesto de que te pongan monturas y frenos y sobre su triste destino de esclavos y por no tironear y lastimarlos los dejábamos ir por donde se les daba la gana. “¡Que las cabalgaduras decidan nuestro rumbo!”, dije con la voz del mariscal: aflojamos las riendas del todo y quedamos a la buena de Dios. Cada tanto teníamos que agacharnos para esquivar una rama y nos deteníamos cuando a alguno se le ocurría pastar. “Si estos son esclavos, mi querida baronesa, ¿qué queda para nosotros?”, comenté, y nos reímos un poco de más, por el gusto de reírnos juntos y no tanto por el chiste en sí. Jugamos a que los caballos nos obedecían: yo decía “mové las orejas” o “sacudí la cola” o “caminá para allá” y, si acertaba, con voz de mago hipnotizador y con un gesto ampuloso de la mano anunciaba: “Lo tengo bajo mi control”. Y, si no, exclamaba en tono castizo: “¡Este corcel se ha quedado sordo!”. En una de esas muchas detenciones involuntarias, Helena pasó cerca de nosotros a todo galope. Su cabellera y la de su yegua flameaban juntas como colas de cometas rumbo al sol. El concepto mismo de la tortura equina flaqueaba ante ese acompasamiento casi espiritual. Cuando aminoró la velocidad, abrazó el cuello de la yegua, le dio unos golpecitos en el costado y le murmuró algo que sonó muy tierno. Luego giraron y siguieron trotando campo adentro. Creo que nunca nos vio.
A Pilar y a mí nos sobrevolaban moscas que nuestros caballos pretendían ahuyentar con movimientos de cola y sacudones de cabeza. El precario equilibrio nos daba un aire a borrachos de fin de juerga, a monigotes inestables, a hojas arrumbadas por el viento. En un momento, el petiso de Pilar se detuvo frente a una rama de hojas carnosas y el overo lo siguió. Mientras ramoneaban concentrados se fueron arrimando con pasos cortos hasta casi chocarse los cuellos. Pilar y yo quedamos muy cerca y de pronto muy callados. Nuestras piernas, calzadas en los estribos, estaban tan juntas que un mínimo movimiento lateral las haría rozarse. Me acordé de la corriente como de agua tibia que había escalado desde su hombro hasta mi mano el día que llegaron y de su ingle inflamada y mis ganas de aliviar ese ardor. Los vellos dorados bruñían sus muslos a tres centímetros de los míos y parecían víctimas de una estática indecisa que los estiraba en busca de un intercambio de cosquillas. Me pareció que tenía que hacer o decir algo, una pavada, un chiste, pero a la vez no quería interrumpir el momento o no sabía qué decir o las dos cosas. Los caballos se acercaban más, ella no hacía ademán de alejar al suyo y el contacto era inminente, tres, dos, uno. Entonces le pregunté por su padre.
Su petiso se alejó un paso al costado como si hubiera entendido el cambio de ambiente. Pilar ladeó la cabeza y achinó la mirada como para leer mis intenciones: la piel bronceada resaltaba los ojos rotundos y la punta de sus paletas asomaba debajo del labio superior, apenas levantado. “¿Y el tuyo?”, preguntó. Me tomó de sorpresa. No supe qué contestar porque no me parecía lo mismo. Mi padre se ausentaba muchos días por su trabajo, pero él y mi madre se llevaban muy bien. No era igual que revolearse adornos y desaparecer de la faz de la tierra. Quise explicarle la diferencia, pero me costó encontrar las palabras, balbuceé, me puse incómodo y el enredo mental derivó en una incipiente angustia que me hizo clavar los ojos en el piso. “A mí me pasa igual”, me dijo comprensiva. Tiró de las riendas con firmeza, apartó al petiso de la rama y lo hizo girar. Estiró el brazo y me tocó el muslo con la punta de los dedos. “¡Mancha caballo!”, gritó y se alejó trotando. Para cuando logré que mi overo diera la vuelta, ya estaba a buena distancia y la alcancé recién en la tranquera. Apoyaba la mano en un poste del alambrado: “Casa”, dijo sobradora. Estaba por bajarme a abrir cuando Helena nos alcanzó. Descolgó la traba de la tranquera montada en su yegua, nos permitió pasar y luego la cerró. La frescura goteaba de sus cachetes como damascos y sus movimientos plácidos me trajeron a la mente el orgasmo del día anterior. Se adelantó y, mientras cabalgaba los últimos metros delante de mí y entraba en el pequeño bosque de algarrobos, me pareció que se transparentaba y se fundía en la oscuridad hasta desaparecer. Dejamos los caballos en lo de Ángel y subimos la corta cuesta hacia el parque de casa bajo el rumor de los eucaliptus. En el trayecto, se quitó el suéter gris de la cintura (lo había tenido ahí desde que se lo sacara en la explanada) y volvió a ponérselo. Su cara se ensombreció y sus hombros volvieron a encogerse. Caía la noche.