Está encorvado, los codos sobre la mesa, las manos en lucha, la mirada en la carpeta oficio de tapa beige que gobierna la mesa y los dientes guardados bajo llave. Catorce folios mecanografiados con total impersonalidad han dejado su trabajo pendiendo de un hilo muy pero muy delgado. Los errores de Procedimiento que evidencia el reporte son del tipo que dispara sanciones, provoca despidos y destruye carreras profesionales. John sabía que los encontraría —siempre encuentro los errores—, aunque no imaginó que los reportaría como de su “directa responsabilidad”. Los John tienden a creer que las cenas caseras con familias estilo Hollywood, malbec caro, palmadas en la espalda y afiliaciones al “Club de John” los mantendrán a resguardo de informes negativos. Como en tantas cosas, se equivocan los John y por eso estamos sentados a esta mesa, carpeta de por medio, y John ni siquiera piensa en sonreír. Pero el hecho de que sea John quien está del otro lado de la mesa en lugar de algún sustituto joven y ambicioso se debe solo a que el reporte sugiere que el management del área de calidad está capacitado para llevar a cabo las correcciones. Tal vez la táctica de John consiguió algún efecto, aunque no por los motivos que él pensó.
Las enmiendas son urgentes y no son pocas. John me explica en tono dócil que ha trabajado numerosas horas extra, que postergó las vacaciones, que contrató a un asistente —que pagó de su bolsillo— para intensificar el ritmo de trabajo. Los cambios se han informado y se han hecho las capacitaciones correspondientes. Después de tanto sacrificio, afirma John y pretende conmoverme, está en condiciones de asegurar que el Procedimiento será restablecido en su totalidad. Pero a quien le corresponde certificar tal cosa es a mí. He vuelto a la Ciudad, al Hotel, a la Planta y a John para asegurar que el Procedimiento auténtico —no una de sus múltiples perversiones— vuelva a gobernar la Planta. Que mi dictamen avale las medidas de corrección que han tomado él y su gente constituye su última oportunidad de aferrarse a su trabajo, a su modo de vida, al motivo mismo de su existencia. Su puesto sostiene la casa de rejas que resguardan el jardín y la pileta, el setter y las moquettes, a Sara, a Emilia y a la intrigante Valeria y todo eso está a punto de desplomarse y hacerse astillas tan minúsculas que serían imposibles de rearmar. Y la mano que sostiene su puesto es la mía.
Algún Jefe de los de John, uno que seguramente no se enteró de lo fallido de la estrategia anterior, ha vuelto a pedirle que me invitara a su casa. Este John afligido que apenas exhibe dientes da vueltas para plantear el tema y, cuando al fin lo menciona, agrega que entendería perfectamente si yo alegara que la invitación es incompatible con mi función, o que estuviera cansado por el viaje. Esta vez acepto su propuesta sin siquiera consultar a mis Jefes. Mañana tengo una nueva cena en lo de John. Y esta vez tengo un plan.
Habitación, ensoñación. Elijo los juguetes que irán en mi valija tan extremadamente pequeña. Sé que no volveré a ver a los que aparto, a pesar de que tía Ana dice que volveremos pronto. “Dresde ya no es seguro”, ha dicho Dios, qué novedad. Dios es un estúpido. “Ganaremos la guerra en pocos meses”, decía, “estarás bien con tía Ana”. Dios se limpió la mano después de tocar a Helga y solo por eso merece estar muerto. Tía Ana y yo subimos a un camión militar y nos amontonamos con otras familias y sus equipajes. Ella comenta que parecemos judíos y un hombre con la cara enrojecida la insulta de manera soez, la saliva le salta de la boca con cada “p” y cada “f” y me quema la cara. No sé qué decir para defenderla. El tipo de pronto se calma y mira para otro lado. Ya pasó.
El camión se sacude durante horas. Duermo para que la panza no me duela del hambre. Sueño que Helga y yo estamos en el pasillo de un hotel en ruinas. Bailamos con saltos de antílope. Temblamos. Me despiertan a mitad de la noche en un paraje remoto y helado. Bajamos del camión. Llueve y solo se distingue una pequeña estación de tren con un convoy estacionado detrás de la borrasca. Entramos a un vagón con los asientos rotos que, en un momento impreciso de la madrugada, se estremece y arranca entre quejidos. Busco a Helga en medio de los rostros adustos. Soldados muy jóvenes y mal vestidos bromean conmigo y me obligan a volver al asiento. Duermo poco y mal.
En Berna compartimos un departamento con dos familias de Renania del Norte. Duermo en un cuarto descascarado con dos niñas, otro niño y un hombre mayor de nombre Hans que no para de toser y ronca por las noches, pero que se ríe con ganas de nuestras gracias. En los cortos ratos en que consigo dormir aferro el anillo de Helga y la convoco a mis sueños. La radio está siempre encendida y las noticias son pésimas: los británicos avanzan por el norte, los americanos por el sur y los rusos por el este. Alemania ya no tiene poder de respuesta: la guerra está perdida.
Pasan dos semanas de días repetidos hasta que Hans amanece muerto en la habitación. Es la primera vez que veo a un muerto. Ayer Hans se reía, tosía, roncaba y contestaba cuando le preguntaba la hora. Ahora es igual a la cama que lo aloja y a la mesa de luz donde descansa su dentadura: es un mueble, pero un mueble horrible porque anoche no era mueble y además es feo y no sirve para nada. Se lo llevan unos enfermeros que no sé para qué necesita, si ya está muerto. Su cama queda vacía y deshecha y no nos animamos a tocarla. Es un portal al otro mundo. Si me apoyara accidentalmente en ella moriría de inmediato. La perspectiva de dormir al lado de la cama que mata me atemoriza el resto del día. Pero esa misma noche un señor italiano llamado Giovanni —aprendo que es la traducción de Hans al italiano— nos busca a tía Ana y a mí en un auto vetusto. Nos despedimos de los demás y subimos al coche con nuestro equipaje apretado. Cruzamos los Alpes por un trayecto tortuoso durante el que vomito varias veces y cada vez tengo que soportar los insultos al aire de nuestro conductor en su idioma natal. Recorremos el norte de Italia por caminos vecinales, atravesamos pequeños pueblos y en algunos nos detenemos en casas de familia que Giovanni parece conocer. Ahí veo soldados americanos por primera vez. Sus uniformes y armas son muy inferiores a los alemanes y sus gestos no son para nada aguerridos. No me explico cómo esa gente puede ganar la guerra contra nuestro grandioso pueblo a menos que posean alguna magia maligna. En Génova nos despedimos de Giovanni y alcanzo a ver cómo tía Ana le entrega unos aretes. Subimos a un carguero y nos ubicamos en un pequeño camarote de paredes heladas. Todas las noches llegan familias alemanas con mucho equipaje y me quedo asomado a la barandilla hasta que pasa el último, convencido de que Helga entrará de la mano de algún pariente en uno de esos lotes. El buque zarpa por fin y yo aún guardo la esperanza de que haya subido fuera de mi horario de vigilancia. Recorro los pasillos arriba y abajo, espío en los camarotes olorosos y me paso horas en la cubierta revisando a las familias que se asoman a tomar aire fresco. Muchos de los pasajeros somos niños y a pesar de la conducta castrense que imponen los marineros, nos ingeniamos para jugar en un rincón de la cubierta de carga. Corremos, nos escondemos y hasta pateamos una pelota de goma que se cae previsiblemente por la borda.
Casa de John: timbre, ladridos, Sara y su largo cuello. Mientras atravesamos el jardín delantero, se disculpa por John que está retrasado, tan educada y elegante como antes, pero con gestos más secos. El living está frío y solo una lámpara de pie lo ilumina con avaricia. Sara me invita a sentarme en el sofá, a quitarme el abrigo, me ofrece una Coca-Cola. No tomo Coca-Cola, pero acepto. Se retira taconeando por el pasillo rumbo a la cocina. Acomodo la espalda despacio en el respaldo. El setter jadea y mueve la cola detrás de la puerta ventana en el jardín oscurecido. La luz de la luna proyecta la sombra del farol apagado contra la moquette del living y parece un esqueleto. Sara regresa con el vaso de Coca, le agradezco, se disculpa otra vez por no sé qué cosa de las chicas y vuelve a alejarse por el corredor. Aprovecho la soledad para recostar el cuello por encima del borde del respaldo del sillón y estirar las piernas cansadas por la caminata. Levanto un brazo para que sirva de apoyo a la cabeza, mientras el otro sostiene el vaso sobre el apoyabrazos. Cruzo las piernas: una se apoya en el piso sobre el talón y la otra descansa sobre aquella. Con los ojos achinados por la posición, veo las figuras oscuras de los árboles en el fondo del jardín como recortadas por tijeras. Cuando el setter deja de resoplar y se echa junto a la ventana y los pasos de Sara terminan de apagarse, toma forma un reconfortante silencio, uno que nunca imaginé vivir en el interior de la casa de John. Entrecierro los ojos, inspiro profundamente. Todos los músculos se aflojan a la vez y el tiempo aquieta su ritmo: trota, camina y casi llega a detenerse.
“¡Buh!”. Me levanto atropelladamente del sillón con el corazón que late enardecido. La Coca del vaso se derrama en la moquette durante mis torpes movimientos reactivos. Desde atrás del respaldo se asoma Valeria. Se desternilla de risa: la cabeza hacia atrás, las manos aprietan los muslos, los bucles luminosos saltan al compás de los espasmos del diafragma, la boca afrutillada se abre en un rictus de gozo. Sus piernas se rinden y, arrodillada, sigue riendo con la cara entre las manos. Tiene un pijama azul con figuras de unicornios estampadas y en el ataque de risa ha perdido una pantufla. Mientras la cabellera bailotea con soltura incomprensible, mis ojos se resisten a mirar nada que no sea ese movimiento —su magnífica fluidez— con un regodeo alelado, como a una fogata en una noche negra.
Valeria de pronto ve que la contemplo y nota mi indisimulable fruición: me mira fijamente por uno, dos, tres segundos eternos. Luego su expresión se afloja. Deja salir un graznido de risa contenida y arranca con nuevas carcajadas, aunque menos convencidas. Se tira hasta quedar recostada sobre la alfombra y su pelo está a punto de deslizarse hacia atrás y dejar a la vista el tesoro mayor. Quiero carraspear, pero el cuello se me hace de cemento, la expectativa congela el universo entero y a mí con él. Pero Valeria ahora se acomoda de costado, la sien encantada se apoya contra el piso y ya no va a quedar expuesta. Entonces un aire indeciso y rasposo se digna a volver a recorrerme la tráquea.
Roto el encantamiento, quiero secar el sillón, la moquette y también mis pantalones, que ahora noto mojados. Quiero ir a buscar un trapo, pero en cuanto me pongo en movimiento percibo el tirón del bulto duro contra los calzoncillos. A Valeria se le ha pasado la risa, se ha sentado y ahora me mira fijamente. Dudo. Si me cubro con las manos solo haré más evidente lo que pretendo ocultar. Permanezco de pie, quieto, me rasco el codo, carraspeo, y agito una mano en saludo para distraer su atención, pero su mirada está clavada en mi entrepierna. Le digo “hola”. Ella levanta la vista por un segundo, contesta “hola” y vuelve a posar sus ojos en el mismo lugar. Dirijo los míos adonde apuntan los suyos. Además de estirados por la erección, los pantalones ostentan una mancha húmeda sobre el muslo izquierdo. “Se le ha caído Coca”, dice Valeria, y señala con el índice la zona abultada sin apartar la mirada: una mirada curiosa, atrevida, inocente, aunque fascinada. Asiento con la cabeza, incapaz de hablar.
Los pasos apurados de Sara resuenan por el pasillo y me sacan del ensueño. Giro hacia la ventana y les doy la espalda, simulo secarme con el dorso de la mano, carraspeo. Sara llega a la escena y pregunta, Valeria cuenta, Sara reta, Valeria solloza, yo minimizo, y durante el ida y vuelta mi entrepierna de a poco regresa a un estado de reposo. Me disculpo, digo que voy a limpiarme y paso junto a Valeria que me pide perdón. Digo que no es nada: le acaricio la cabeza y la mejilla, felpa, porcelana, tesoro y Helga y me cuesta —mucho— apartar la mano de esa piel. En cuanto percibo el nacimiento de una nueva erección, continúo apurado rumbo al baño para lidiar con ella y con esa mancha pegajosa que solo yo sé que no es de Coca-Cola.
John llega justo cuando salgo del baño y me saluda con una sonrisa remendada. Trae tres pizzas en cajas de cartón que las niñas (Emilia apareció de pronto, también vestida con pijama) festejan con vítores y saltos. Sara las dispone sobre fuentes y me pregunta cuál prefiero. Le explico que no como harinas y le hago notar que el tema había sido objeto de preguntas de su parte en la cena anterior. Sara y John se miran con desconcierto. Aunque aclaro e insisto en que no tengo hambre, ella igualmente se va a la cocina. La oigo rebuscar entre latas. Se asoma y me pregunta si me gusta el corned beef: repito que no tengo hambre, pero igual lo sirve junto al contenido de una lata de verduras cortadas. Mientras tanto, John reparte porciones de pizza a sus hijas que las toman con la mano y las muerden y la salsa de tomate ensangrienta sus labios. Se manchan aquí y allá, dedos, comisuras, pijamas y pantuflas, la salsa como un omnipresente sarampión. La cena es rápida, el vino es otro, la charla es breve y se entrecorta; la exhibición de dientes resulta particularmente escasa.
Ante la poca propensión de mis anfitriones a preguntar, lo hago yo: le pido a Sara que me cuente sobre su emprendimiento de decoración y dice que ese viernes se inaugura un local importante, que al festejo concurrirá lo más granado de la sociedad de la Ciudad. Tomo nota. Le pregunto a John por la reunión de equipo para calibrar las correcciones al Procedimiento y me informa, con el optimismo apagado que imprime a cada palabra el día de hoy, que será el viernes por la tarde y todo marcha viento en popa. Tomo nota.
La charla decae, las chicas se van al rincón de los juguetes y Sara aprovecha un silencio para levantar la mesa. Vacía disimuladamente el contenido de mi plato, al que casi no he tocado, en el del perro. Vuelve con helados de palito que las chicas aprovechan para ensuciarse aún más, John para darle sorbos ruidosos cada vez que la conversación se interrumpe y yo para recordarles que en la cena previa mencioné que no tomo helados. Sara anuncia que se lleva a las niñas para acostarlas y ambas, alborotadas, me saludan con un beso pegoteado. Valeria repite las disculpas con cara de circunstancia y un revoleo de ojos claros. Digo que no es nada, que fue divertido y le beso la frente muy cerca de mi Atlántida perdida. El aroma de su pelo me busca, me alcanza, me acorrala, se abalanza sobre mí y me abofetea con una rabia deleitada.
John y yo quedamos solos en la mesa ante el mantel con migas y chorreaduras. Enciende un cigarrillo y por un momento permanece absorto en sus pensamientos y no parece un John. Yo estoy absorto en la fragancia de Valeria, pero el humo de John la interviene y modifica: me levantaría en este instante, saldría al jardín a limpiar mis narinas, a evocar otra vez el aroma que me infecta, huiría de la casa y correría por la Ciudad con las perras que se decidan a seguirme. Pero tengo un plan.
Le cuento a John, como al pasar, que he comprado un regalo para las niñas. Son entradas para una comedia musical infantil y he preferido consultar con ellos antes de comentarlo delante de sus hijas por si había algún reparo de su parte. Aclaro que son para Peter Pan y para este viernes. John tarda un rato en contestar. Trata, por lo que sé de los John, de calibrar la situación, de encastrar ese ofrecimiento dentro de su lógica empresarial estratégica y de definir si se trata de una ofrenda de amistad de mi parte. En tal caso, está midiendo cómo su actitud podría afectar el resultado de mi reporte de revisión. Apaga su cigarrillo en el cenicero y se acoda en la mesa. Me da las gracias y dice que sus hijas estarán encantadas. Observa que el viernes ni él ni Sara podrán acompañarlas, pero que arreglarán con alguna de sus tías. Asiento y busco las entradas en el bolsillo del saco. Me concentro: las del viernes están en el interior. ¿O son las del sábado? Domingo y jueves están en el derecho y el izquierdo, eso es seguro, pero quizás las del viernes sean las del bolsillo exterior del pecho. No, son las del interior. Las pongo sobre la mesa, las observo y disimulo un suspiro: son las correctas. Menciono que mi agenda del viernes termina al mediodía y me ofrezco gentilmente a acompañar a las niñas al teatro si para ellos no es molestia. Si mi regalo lo ha confundido un poco, su reacción ante mi propuesta es de total desconcierto. Casi se pueden oír las marchas y contramarchas de sus cavilaciones mientras evalúa el significado de mi oferta. Lo consultará con Sara, pero no ve inconvenientes, y me agradece otra vez mientras recoge las entradas de la mesa. Parece más relajado y dispuesto a conversar. Comenta que a Sara le hizo bien volver a trabajar y que la familia se adaptó muy rápidamente a la nueva situación; omite decir que la decisión de su mujer obedeció a la quita del bono por productividad que es casi la mitad del salario de John. Tampoco menciona que me responsabiliza de esa situación. No a sus errores sino a mí, por señalarlos a pesar de ser miembro del Club de John.
Sé leer a los John. Su problema es cómo expresar cuánto necesita una revisión favorable de mi reporte sin perder la imagen de felicidad acorazada que es parte de su estrategia desde el inicio, sin mostrarse vulnerable y sobre todo sin herir mi susceptibilidad. Piensa que fue demasiado sutil en la cena anterior y quiere que esta vez el mensaje quede perfectamente claro. Pero reconocer debilidad no está en el ADN de los John, tan propensos a sonrisas y palmadas. Decido facilitarle las cosas: comento que quizás el lunes o el martes de la semana entrante terminaré el reporte. Le adelanto que he encontrado señales de mejoría en el tratamiento de la confidencialidad de los contratos con proveedores extranjeros y en la clasificación de la información de los consultores técnicos part time y que los reportes de cumplimiento de objetivos de producción están por fin ajustados a la normativa internacional. Es notable cómo su semblante gana color y de a poco empieza a iluminarse. Pronto su conversación se torna más animada, más dirigida, más típicamente John. Hace preguntas técnicas que contesto a medias y su sonrisa oxidada se despereza para reaparecer en todo su esplendor publicitario. Se levanta, trae una botella de whisky y dos vasos y los sirve entusiasmado. Mientras doy un muy breve sorbo a mi bebida, empiezo a estar seguro de que el viernes por la tarde tocaré el timbre de esta misma casa y John me entregará mansamente a sus hijas para que las lleve a ver Peter Pan. Conozco bien a los John.