En la Ciudad hay sol —un sol fuerte— y hace frío. El viento muerde los dorsos de las manos, el aire flamea en los oídos como un esparadrapo desprendido, se entreteje con los pensamientos y los confunde. Es viernes por la tarde. Estoy frente a la puerta de rejas que rodea la casa de John y la cara me arde del frío. La perra que me acompañó es grande como un mastín y está muy flaca. Le ha costado seguirme el paso: se ha echado, agotada, junto a las rejas. Ha lanzado un breve bufido y no parece dispuesta a volver a levantarse. Jugueteo con el anillo de Helga. Jugueteo con la idea de no tocar el timbre, irme por donde vine, abandonar el plan. Como si esos juegos tuvieran importancia y fuera yo quien tomara las decisiones y no el Pasillo del Hotel, las niñas asesinas de perritos, los terremotos oportunos, las bombas que llueven del cielo o las manchas de la piel con forma de continente. Como si la dirección en que decida avanzar pudiera modificar el hecho de que el Ascensor está siempre al final del recorrido. Mientras batallo con la idea de que mi destino está escrito, la resignación acerca mi mano hasta el timbre. Sara me ha visto y se asoma por la puerta. El setter corre hacia mí echando vapor por las fauces. Mi mastín no le ladra, no se mueve: puede que haya muerto. Sara, jirafa —vestido floreado, altos tacos y un abrigo abierto encima—, amable y a la vez inquieta, me saluda de beso apurado bajo este sol que no calienta. Mientras caminamos por el sendero de lajas, las recomendaciones brotan de sus labios junto al olor a cigarrillo en imparable seguidilla. Asiento como si escuchara y entendiera. Dentro de la casa el ambiente es tan agradable como en la Habitación, un clima como para andar desnudo. El sol inerte de la tarde se filtra por los ventanales y deja ver manchas y pelos rojizos en la moquette. En la mesa del comedor hay migas y pegotes, ropa de colegio sobre los sillones, juguetes desparramados en cada rincón y, encima de una cómoda, una muñeca mirona que me recuerda a aquella. El setter salta, ladra, golpea la cola contra los muebles y mis piernas. No me saco el abrigo porque la visita será muy breve: un taxi nos buscará en cualquier momento para llevarnos —a las hijas de John y a mí— hasta el teatro. Sara tiene su inauguración en una hora y tal vez por eso luce tan arreglada y elegante. Recalca cosas que tal vez ya dijo y ahora intento retener, como que Valeria siempre tiene sed, que le dé solo agua de su cantimplora o que Emilia le teme a la oscuridad y le gusta que le tomen la mano durante la función. Carraspeo, empiezo a sentir calor, el sobretodo me pesa, en mi frente se forman gotas. Sara se retira por el corredor. En el fondo se escucha un bullicio infantil apagado. El setter me mira fijamente, como esperando algo. Lo ignoro, saco el pañuelo, me seco la cara, lo guardo, juego con el anillo. Podría irme ahora, correr con mi mastín, evitar todo lo que vendrá. No, no podría; el plan no me pertenece, no está en mí modificarlo. Estoy sujeto a él igual que las etapas del Procedimiento se intercalan una con otra y no pueden escindirse. Soy una etapa, empujado por la anterior, traccionado por la que sigue. Soy ese espacio vacío cuyos contornos se definen por los de alrededor, tal como las fronteras de un país no son sino la suma de las fronteras de los países limítrofes, solo que a mis fronteras las definen los caprichosos perfiles de una mancha más oscura en la piel rosada de una niña. Es ahí, dentro de esa mácula disonante que interfiere toda armonía, donde sé que pertenezco.
Emilia —vestido blanco con detalles de encaje, un montgomery azul marino y zapatitos a tono, los rulos domesticados por un gracioso moño color pastel— me saluda con timidez y me inspecciona con ojos vivaces antes de ponerse a jugar con el perro. A Valeria la veo a trasluz mientras avanza por el corredor con su madre que le arregla algún detalle en el pelo. La cubre un abrigo beige que trae cerrado y por debajo asoma el borde de lo que adivino debe ser un vestido azul, medias blancas y zapatos oscuros. Observo todo esto para disimular lo que en verdad me interesa. Lo primero que me llama la atención es la ausencia de los bucles. Su cabello está lacio, primorosamente atado hacia atrás en una única trenza decorada con flores blancas y cuando se acerca, y la luz perezosa de la tarde la alcanza, puedo ver que su sien está descubierta y un hormigueo empieza a recorrerme los pies. Pero una irreverente base de maquillaje disimula mi mancha y tengo que hacer un esfuerzo para esconder la desazón, la furia casi. (Ha sido Sara, porque es la mujer de John y nunca entenderá lo que oculta, y porque Valeria —lo he leído en sus miradas durante el incidente con la Coca, lo leo en la de hoy mientras me da un beso en la mejilla— conoce bien el valor del estigma que porta).
Suena el timbre: es el taxi. Sara me da las entradas, me repite las recomendaciones, me entrega un papel con un número de teléfono para urgencias, guarda una cantimplora en una pequeña mochila. Valeria recoge con cuidado la muñeca de encima de la cómoda, mientras Emilia abraza largamente a su madre. Carraspeo. Justo antes de salir veo el contorno de una persona al fondo del pasillo que me hace sobresaltar. No puede ser John, está en la Planta. Además, si lo miro mejor, es pequeño como un niño, algo mayor que las hijas de John. Permanece quieto en la semioscuridad. Adivino que me observa: percibo su escrutinio a la distancia y cierta inquietud en sus rodillas, como si anhelara correr hasta donde estoy, darme un empujón, arrebatarme el abrigo y tomar mi lugar. Aguardo tres segundos por si se decide, pero no se mueve del lugar. Lo ignoro y sigo con el plan.
Salgo con las chicas al frío filoso, cruzamos el jardín y atravesamos la reja. Mi mastín levanta la cabeza con dificultad, pero le indico con un gesto que se quede echada. Subimos al asiento trasero del taxi: primero Emilia, luego yo y al final Valeria. Sacuden las manos y, mientras el coche se aleja rumbo al centro de la Ciudad, veo llegar a una señora que saluda con apuro y entra con Sara a la casa de John. El sol reposa sobre el filo de las sierras y las luces del alumbrado público se encienden todas a un tiempo.
Me entero de que existe un país que se llama Brasil tres días antes de atracar en Río de Janeiro. Tía Ana tiene parientes en Blumenau, un pueblo que queda a mucha distancia hacia el sur. Gracias a uno de los marineros que oficia de traductor, conseguimos que nos pasen a buscar dos mulatos en un Chrysler 1932. Ambos se llaman João, son simpáticos, huelen a lavanda y se alternan para manejar. Nos entendemos por gestos y palabras aisladas. En las frecuentes paradas, cuando tía Ana no nos ve, me enseñan malas palabras en portugués. Durante los cuatro días que demoramos en llegar, vomito una decena de veces y los João se ríen cada vez. La blancura de sus dientes contrastados con su piel oscura es impresionante.
El primo lejano de tía Ana se llama Dieter: él y su familia (tiene dos hijos algo más grandes que yo y una cálida mujer llamada Petra) nos reciben en su casa con tanta alegría que parece que el favor lo hiciéramos nosotros. Hasta los João son invitados a pasar la noche para reponerse del viaje. Al día siguiente, dos policías los detienen no bien se suben al Chrysler. Era robado y, aunque juran que no lo sabían, se los llevan igual.
Si bien en la escuela a la que voy casi todos los niños son alemanes, al poco tiempo domino el portugués, aprendo español e inglés y soy el mejor en matemáticas. Tres años más tarde, tía Ana muere de tuberculosis y yo adquiero la carraspera crónica que los médicos dicen que es nerviosa. Ayudo a Dieter en su pequeña empresa de reparación de radios y heladeras y también a Petra, que es enfermera y atiende en su casa por las tardes: coloca vacunas, cose y limpia heridas, ese tipo de cosas. Me enseña los rudimentos de su oficio y practico abriendo sapos con el escalpelo (antes los sedo con cloroformo) y cerrándolos con hilo quirúrgico. Petra dice que tengo buena mano. Cuando se inaugura la Universidad de Santa Catarina, Dieter me incentiva a que me inscriba. Me anoto en Ingeniería Industrial y mi promedio de calificaciones es muy bueno. Un vecino de Blumenau me recomienda para trabajar en la filial de una empresa alemana en San Pablo. Tomo una entrevista, me aceptan y así comienza mi vida corporativa. Tiempo después me convierto en auditor de procedimientos en plantas fabriles para la región. Viajo mucho por trabajo. Me encuentro con Helga varias veces —siempre es sobre Helga— o más bien con sus aproximaciones, con partes del todo que Helga sintetiza, porque se ha fragmentado y dispersado y tengo que ir recopilando las pequeñas astillas que me permitan recomponerla. Las hallo en una chelista de la Filarmónica de Estrasburgo, en la enfermera que cambia las gasas de mis heridas después de un accidente en la Planta, en una alegre recepcionista del Hotel que usa trenzas, en la cocinera que prepara tacos poblanos en un puesto ambulante, en la bailarina de terremotos.
La vocecita de Emilia me trae de vuelta. “Tengo miedo”, susurra en mi oído. Recuerdo la recomendación de Sara y le tomo la mano, tibia, que se disuelve entre las mías. Un hombre vestido de verde y colgado de cables sobrevuela el escenario mientras canta una canción y blande un espadín. La música es estruendosa y los niños gritan sin descanso. No he seguido el argumento. Apenas he entendido que se trata de un niño que se rehúsa a crecer y puede volar. He estado pendiente, en cambio, de los reclamos de las chicas: han pedido maní con chocolate y un alfajor a la vendedora ambulante. Luego Valeria ha reclamado su cantimplora y enseguida Emilia ha querido ir al baño y, como no podía dejar a Valeria sola, he tenido que acompañarlas a las dos y encomendarle a una desconocida que las vigilase mientras estaban dentro del baño de mujeres. “Tiene unas hijas hermosas”, ha dicho la señora. Al igual que cada persona con que me he visto obligado a interactuar —acomodador, vendedora de maníes, vecino de asiento—, la mujer ha exhibido dientes a mansalva y he debido disimular mi desagrado. Regresamos a nuestros asientos a través de la sala semioscura y algo me ha llamado la atención: un tipo sentado en una butaca cercana, algo calvo y totalmente desconocido, me señalaba. Ha girado la cabeza hacia el asiento de al lado —como si hablara con un acompañante que no alcancé a ver— y ha asentido con énfasis. Ha vuelto a mirarme justo cuando estaba por sentarme. He adivinado desprecio en su rostro. Luego el barco del escenario, tal vez, y mi deseo de escaparme, me han transportado a mi pasado y ahora estoy con la mano de Emilia entre las mías. La mirada insidiosa del calvo todavía me horada la nuca. Proviene desde unas cuatro o cinco filas más atrás y a nuestra derecha. Mientras tanto, el elenco canta a coro unas estrofas de melodía almibarada que todos los niños parecen conocer. Suman sus voces —gritadas, fuera de ritmo—, el bullicio ensordece, desordena los pensamientos. Se desata una batalla. Desde el sector de la escenografía que remeda el barco antiguo con cañones y todo, un grupo de actores disfrazados de piratas tienen prisionera a una niña en camisón. Desde el otro lado, el que hace de niño volador (que es un adulto) y sus amigos (que sí son niños) se disponen a enfrentarlos. Cantan contra los piratas y estos les contestan a su vez y el volumen de la música crece y mi cabeza se está por perder. Las niñas, controlar a las niñas. Emilia me ha soltado la mano y entre sus dedos se derrite un maní con chocolate que ha olvidado llevar hasta la boca de tan compenetrada que está con la historia. Valeria ve que la vigilo y se desentiende del espectáculo. Sostiene mi mirada y la suya contiene intriga y una reafirmación, como si me conociera desde siempre e intuyera mi plan. Es la mayor astilla de Helga, su esencia más completa: las tardes de violonchelo y cigarros y de dormir de la mano, las noches de bombas que destruyen casas están impresas en su mancha, bien dentro de ella, aunque no lo sepa. Estiro el brazo en su dirección. Lo estiro más: va tan lento el brazo que porta la mano que porta mi ansiedad por tocarla que parece que nunca llega a su destino. Su recorrido está particionado como el de Aquiles para alcanzar a la tortuga. Las articulaciones del codo y del hombro son incapaces de estirarlo lo suficiente y avanza tan despacio que parece detenido como el sol cuando se filtra hasta el piso de la Planta. Para cuando llegue hasta Valeria tal vez ya no llegue hasta Helga, y más rápido que ese torpe brazo es mi ojo que se apura a soltar una lágrima con años de atraso. Me recorre, me quema el reborde de la nariz, se instala en el bigote y con la siguiente expiración la desintegro y la desparramo y sus partes dispersas vuelan —mientras el niño-adulto vuela— y le ganan al brazo atrapado en la paradoja de Zenón y alcanzan a Valeria y la mojan. Me ha reconocido.
Explosión. ¡Salir! Me veo de pie entre las butacas. ¿Qué pasó? Emilia y Valeria me miran asombradas y todos los espectadores se han vuelto hacia mí. Me sofoco, las piernas me tiemblan, las manos aprietan el respaldo del asiento de adelante, el cuerpo late y demanda que escape y busque refugio. Una anciana y sus dos nietos gritan y hacen gestos para que vuelva a sentarme. Miro alrededor y solo veo rostros contentos. Una grave voz de pirata grita desde el escenario: “Preparen…, apunten…”. Ha sido el cañón del barco, qué estupidez. Inhalo profundamente, carraspeo, vuelvo a mi lugar y me preparo para que el siguiente cañonazo no me tome por sorpresa. Las hijas de John están desconcertadas y la atípica relación que nos une se ha descalibrado. De pronto han descubierto que soy un desconocido que viene de un lejano país de Nunca Jamás y que tengo menos que ver con Peter Pan que con el capitán Garfio.
La obra termina, los actores saludan, los chicos aplauden a rabiar. Un locutor anuncia que podrán tomarse fotos con los personajes en el foyer. Las chicas corren por el pasillo para no perderse la sesión y tengo que acelerar el paso para alcanzarlas. Tomo a cada una de una mano mientras tironean para pasar entre el gentío. Cuando llegamos a la altura del asiento del tipo que me vigilaba, veo que está vacío. Una multitud de niños amontonados atoran las puertas en el vestíbulo. Llevan globos que han comprado ahí mismo, comen golosinas y se persiguen unos a otros. Sus padres fuman y todo el ambiente está envuelto en un humo lánguido. De las escaleras laterales descienden Wendy, Peter Pan, Garfio y otros más. Los chicos se desbandan, se arremolinan alrededor de los actores, los toquetean y hacen preguntas directamente al personaje. Un niño patea al capitán Garfio en los tobillos; otro le quita a Peter Pan el espadín del cinturón y se niega a devolverlo. Mientras tanto, un par de empleados del teatro organiza las colas para las fotos y un fotógrafo prepara un trípode a la espera de que todo se acomode. Las chicas me arrastran hasta la hilera que se forma delante de Wendy. Mientras esperamos el turno, comentan animadamente el espectáculo y discuten el sabor del helado que van a pedir en cuanto salgamos. Yo busco al tipo que me miraba. Sé que está entre la multitud y que me observa ahora mismo, aunque no lo vea. Las chicas llegan hasta Wendy y posan para las fotos: Emilia sonríe y Valeria se acomoda para exhibir su sien izquierda —la vulgar— y se para seria junto a la actriz vestida en camisón. A último momento gira hacia el otro lado y veo que el maquillaje se ha descascarado. Foto. El fotógrafo dice que estarán listas para retirar en la boletería del teatro en media hora y me deja una tarjeta por si preferimos buscarlas más tarde en su estudio. Sugiero ir a tomar los helados, dar una vuelta y regresar a recoger las fotos. Salimos a la vereda: el aire frío es una bendición. Valeria me indica hacia dónde queda la heladería y me pregunto si estará abierta con este clima. Me cuelgo del hombro la mochila rosada de Valeria y caminamos en esa dirección. A los pocos metros, una perra tímida con un lejano aspecto de dóberman comienza a seguirnos los pasos mientras el viento sopla de frente en ráfagas intermitentes. Tomo a las niñas de la mano (ambas se han puesto guantes de lana y lo lamento) y nos alejamos lentamente de la puerta del teatro. La multitud ralea casi enseguida y cuando cruzamos la primera bocacalle la Ciudad parece desierta. Pasada otra media cuadra, una mano me toca la espalda. Antes de darme vuelta sé que es el tipo del teatro. Es grandote, de treinta y pico de años y su rostro está encendido de enojo. Ahora que lo observo de más cerca confirmo que nunca lo he visto antes de recién en su butaca, pero reconozco enseguida a quien va de su mano. Es la niña de las trenzas, la asesina del perrito. Me dirige una mirada iracunda como si aquel incidente hubiera ocurrido hace cinco minutos: en su ceja porta la leve cicatriz que le dejó el anillo de Helga.
Los labios del hombre casi tocan mi nariz mientras masculla. Remarca las palabras con un golpe del índice contra mi solapa. Es poco lo que entiendo porque habla rápido, con modismos y un fuerte acento local, pero deduzco que me pide que le explique por qué golpeé a su hija. Pregunta si le gustaría que él golpee a las mías, si me parece que así estaríamos a mano, y las señala apuntando su mano abierta hacia ellas. Levanta la voz, forma una nube de vapor y me repite la pregunta con las palabras mascadas: “¿Estaríamos a mano?, ¿eh?”. Me toma de la solapa y me empuja contra la pared. Acerca la cara aún más y ahora grita muy fuerte y su aliento vaporizado me envuelve y es de tabaco y perejil, y entiendo que dice que les va a pegar una trompada a cada una para que vea lo que se siente y por sobre su hombro alcanzo a ver a Emilia, que hace pucheros, y a Valeria, calma y expectante. La de las trenzas grita sin parar “pegale, papá, pegale”. El tipo es fuerte y se ve muy enojado, pero dice algo como que él nunca sería tan mierda para golpear a un niño y mientras habla ha levantado un puño. Puede que tenga razón en aplastarme contra la pared y, si me pegara ahora y me lastimara lo suficiente, me apartaría definitivamente de mi plan y me libraría de mi destino. Ya casi estoy deseando que la trompada reviente contra mi mejilla.