—Despierta…
La voz llegó a él como si se tratara de una ensoñación. No sabía que aún estaba consciente, lo primero que pensó fue que deliraba y se preguntó qué había ocurrido. Recordaba a los hombres que había entrado en su casa y que lo habían drogado sin que hubiera podido evitarlo. Había vuelto en sí durante unos pocos minutos en los que descubrió que lo habían llevado a algún lugar muy amplio y carente de luz, pero no pudo descubrir más, pues estaba encerrado en un coche y rápidamente lo golpearon dejándolo inconsciente de nuevo.
—Despierta —insistió la vocecilla. La escuchó a la vez que notó cómo lo sacudían unas pequeñas y cálidas manos.
Logró abrir los ojos con pesadez. Se sentía igual que cuando acostumbraba a beber y al día siguiente tenía resaca. Cuando consiguió enfocar un poco la vista, se cercioró de que se encontraba en un lugar desconocido, diferente al anterior que recordaba. Era una especie de cobertizo, bastante pequeño, algo húmedo y en penumbra. Quiso moverse y notó que lo habían atado. Habían anudado sus brazos a la espalda y apenas podía incorporarse. Lo intentó y fue cuando vio que no estaba solo, pues una pequeña figura que bien conocía apareció ante él. Era Aarón.
—Menos mal —dijo el pequeño—. No te despertabas, creí que te habían matado.
—Lo siento, colega, te he asustado.
—No pude esconderme —confesó el pequeño, afligido. Le tembló el labio y a pesar de la falta de luz, Rubén supo que estaba al borde del llanto.
—Eh, tranquilo. Tú no tienes culpa de nada. Yo tampoco pude esconderme.
El niño comenzó a sollozar y lo abrazó. Rubén maldijo porque esa situación hubiese alcanzado al pequeño, pero, sobre todo, por ni siquiera poder ofrecerle el consuelo de sus brazos, pues no podía soltar esas malditas cuerdas.
—No tengas miedo, colega, Kira nos encontrará.
—Pero también le hará daño.
—A ella no, ya lo verás. Kira vendrá a por nosotros, nos sacará de aquí y después ni ella ni yo dejaremos que él vuelva a acercarse a ti. Lo prometo.
Algo parecido a una sonrisa se dibujó en el rostro del pequeño.
—¿Sabes dónde estamos? —le preguntó, mirando hacia los lados y buscando alguna pista de cómo podrían salir de allí
—En la casa.
—¿Aquí es donde vivías?
El niño asintió.
—No me gustaba estar aquí. Siempre tenía miedo, por eso me escapé.
—Fuiste muy valiente —aseguró Rubén.
—Pero me encontraron y a ti también.
—Por eso tenemos que salir de aquí. Aarón, tienes que ayudarme y encontrar algo para cortar las cuerdas, ¿de acuerdo?
—Sí.
El niño comenzó a buscar a su alrededor y lo hizo con tal soltura que Rubén imaginó que se había acostumbrado a estancias poco iluminadas durante su vida; tal vez ni siquiera había conocido más de un sitio, y era probable que hubiera permanecido recluido desde que vino al mundo.
Rubén comenzó a moverse, tratando por todos los medios de aflojar las cuerdas, sin embargo, solo conseguía hacerse daño en las muñecas. Quienquiera que lo hubiera atado, lo había hecho a conciencia.
Transcurrieron unos pocos minutos en los que ninguno de los dos logró los objetivos que se habían impuesto, entonces escucharon unas voces y unos pasos que se aproximaban hacia donde se encontraban.
Aarón corrió hacia él y se agachó a su lado, buscando refugio. Rubén quiso decir cualquier cosa que tranquilizara al pequeño, pero le resultó imposible, pues él mismo estaba atemorizado.
La puerta crujió y un chirrido los puso sobre aviso de que alguien se disponía a entrar. Rubén contuvo el aliento y le pareció que su respiración se interrumpía cuando lo vio entrar en el granero. Llevaba un antiguo candil de hojalata que iluminaba su rostro lo suficiente como para que Rubén pensase en él como un ser demoniaco, pues la luz del objeto refulgía sobre sus ojos ambarinos y le concedía un aspecto perverso.
Avanzó hacia ellos, se detuvo en mitad de la estancia y dejó el candil en el sueño. El pequeño se encogió aún más al verlo y se abrazó todo lo que pudo a Rubén.
—¡Caleb! —ordenó de manera autoritaria, y vio que el pequeño se ponía en pie sin poder controlar el temblor de sus piernas.
Entonces Rubén supo cuál era el verdadero nombre del pequeño y comprendió también que cuando les dijo que no se acordaba, no era cierto, simplemente no quería volver a llamarse así, probablemente porque no quería recordar esa voz tan penetrante y fría que atravesaba como un cuchillo.
Enlil chasqueó los dedos y tras él aparecieron dos mujeres, parecían unas meras sirvientas que entraron cabizbajas, se aproximaron al niño y lo agarraron de los brazos sin alzar la vista hacia ninguno de los hombres, ni pronunciar palabra.
—Eh —gritó Rubén—, dejadlo en paz.
—Caleb debe estar listo para el ritual —se limitó a explicar el hombre a la vez que las mujeres sacaban al pequeño de allí mientras él le dedicaba una última mirada de pánico y súplica.
Enfurecido, Rubén se retorció e intentó, sin éxito, liberarse de sus ataduras.
—Al fin —dijo el hombre cuando estuvieron de nuevo a solas y su voz resonó despertando un eco ensordecedor—. Ha pasado mucho tiempo, pero ya estás de nuevo aquí. Aarón, hijo mío, bienvenido a tu hogar.
Rubén parpadeó, perplejo, y se preguntó si había oído bien. Le había llamado Aarón. Así que aquel era su nombre de nacimiento. Por eso le vino a la cabeza cuando vio al niño, porque le había recordado a él mismo, puesto que tenían el mismo origen, ya no tuvo duda de ello.
Su mente comenzó a reproducir imágenes pasadas a borbotones, retazos de una existencia que su conciencia había bloqueado y entonces se daba cuenta del porqué.
—¿Mi hogar? —espetó con desprecio—. Esto no es un hogar, esto es una cárcel.
—¡Cuánto te equivocas, hijo! Es un hogar de libertad. Aquí nadie es esclavo, nadie está en contra de su voluntad.
—El niño lo estaba, por eso huyó de ti.
—Se asustó, eso es todo, porque aún es demasiado joven para comprender que es importante.
—¿Qué le hiciste?
Enlil rio. Su risa era más escalofriante que su gélida mirada. Rubén se preguntó de qué manera ese hombre conseguía que la gente lo siguiese, que acatase sus órdenes y que se plegara a sus deseos. Su aspecto era arrollador y su presencia avasalladora, aun así, no lograba comprender por qué la gente no sentía rechazo nada más conocerlo, como le había sucedido a él, incluso al verlo en fotografía.
—Yo no hago nada a nadie, Aarón. La gente me ama, me adora, es su voluntad. No la mía.
—No me lo trago.
—Tú también me amarás, en cuanto recuerdes quién eres y por qué estás aquí, hijo.
—Deja de llamarme así, no soy tu hijo.
—Por supuesto que lo eres. No puedes negarlo, eres mi viva imagen.
—Me da igual. Nunca entraré en tu juego, antes tendrás que matarme.
—No hará falta, si te resistes, encontraré el modo de persuadirte —aseguró Enlil decorando su rostro con una sonrisa maquiavélica.
—No te tengo miedo —se envalentonó Rubén. No podía dejar que lo acobardase con unas pocas palabras. Si lo hacía, perdería la única ventaja que tenía sobre él.
—Lo sé, nunca lo tuviste, ni siquiera cuando no comprendías lo que iba a suceder, pero hoy al fin lo entenderás. Hoy te convertirás en aquello para lo que naciste.
—¿Vas a ofrecerme como sacrificio a esa bestia?
—Deberías sentirte orgulloso, hijo, fuiste elegido anfitrión de un dios. Su venida a este mundo será el inicio de una nueva era.
—¡Maldito loco hijo de puta! No te saldrás con la tuya. La policía conoce este lugar y está en camino. Irás a la cárcel de por vida.
Lo dijo para intentar ganar tiempo, aunque estaba seguro de que Kira ya había descubierto que se lo habían llevado y habría movilizado a su amigo para tratar de rescatarlos. Solo tenía que resistir hasta que llegase.
—Para cuando tus amigos nos encuentren, ya lo habremos llevado a cabo —dijo Enlil con orgullo—. Él morará entre nosotros y una nueva era se abrirá. Controlaremos ambos planos y nadie podrá detenernos, Aarón.
Rubén no pudo evitar sentir escalofríos. Ese hombre era un desequilibrado, sin embargo, estaba tan convencido de sus propias palabras que resultaba amenazante. Su demencia infundía temor, puesto que no temía las consecuencias de sus actos y eso lo convertía en alguien muy peligroso.
—No dejaré que me utilices para tus disparatados planes, ni tampoco al niño. Tendrás que matarme —repitió, con arrojo.
—Tu hermano y tú seréis el instrumento para nuestra victoria, por eso vinisteis a este mundo, por eso os concebí, para que fuerais los anfitriones perfectos. Vuestras habilidades os hacen así y no os resistiréis a mí. Caleb no es capaz, ¿o acaso no te diste cuenta en la comisaría cuando no pudo testificar contra mí? No lo hizo porque yo se lo ordené, nadie logra resistirse a mí y tú tampoco lo harás.
Rubén contuvo el aliento. Recordó el momento en que el pequeño había permanecido rígido y sin poder pronunciar palabra, mientras él, tras el cristal, se reía. Se preguntó si era una farsa o una realidad que era capaz de manipular las mentes ajenas, eso explicaría por qué conseguía que la gente lo siguiera y le fuera fiel en sus disparates.
—No sabes de lo que soy capaz —logró articular Rubén, a pesar del sentimiento de temor que lo atenazaba de nuevo. No estaba dispuesto a dejarse intimidar por ese perturbado.
Enlil rio una vez más y su carcajada volvió a producirle escalofríos, hasta que se quedó callado y fijó su penetrante mirada en él. Entonces empezó a hablar. Su voz fluyó melosa y se introdujo en sus oídos como el silbido de una serpiente, lentamente. Sus palabras resultaban inconexas, pero Rubén las sentía penetrar en su interior. Fue como si lo golpearan en las sienes y luego una violenta sacudida dentro de su mente. Trató de resistir el extraño envite concentrándose al máximo en ello, pero le resultaba casi imposible no sucumbir. Podía oír la voz de Enlil dentro de él ordenarle que no se moviera y los músculos de su cuerpo, por alguna extraña razón, le hacían caso.
—¡Sal de mi cabeza! —gritó y todo desapareció. Era obvio que lo había liberado a propósito y que él no había logrado hacerlo por su cuenta.
—No está mal. Ha sido más difícil que con la mayoría —comentó Enlil—. Parece que has heredado algo de tu madre. Ella fue la única que nunca sucumbió a mi poder.
—¿Mi madre? —preguntó Rubén, confuso—, ¿dónde está?
—Hace muchos años que eligió alejarse de mí y fue una mala elección —se limitó a responder el líder.
—¿La mataste?
—No atendió a razones… —dejó caer, y Rubén apretó la mandíbula, furioso.
Si había tenido alguna duda, había quedado despejada. Tuvo la certeza de que su madre había muerto al intentar protegerlo cuando trataban de huir juntos de aquel espantoso lugar.
Se removió una vez más. Sintió que la cólera lo invadía, tuvo ganas de liberarse, agarrar a aquel monstruo por el cuello y terminar con él.
—Basta de charla —dijo Enlil, de pronto—. Deberás estar preparado. Ya falta poco. La próxima vez que nos veamos, tu labor dará comienzo.
No dijo más, cogió el candil que había traído y abandonó el granero, dejándolo con el horror de sus pensamientos por única compañía.