5
Rubén

 

 

 

 

 

Iniciaron el viaje de retorno a Madrid en silencio.

Lo mantuvieron durante varios kilómetros hasta que Rubén decidió romper el hielo.

—¿Quieres que ponga música?

—Vale.

—¿Qué te apetece?

La radio estaría bien —zanjó Kira—. No me fío de lo que escuches normalmente.

—¿Por qué? ¿Te siguen gustando las mismas horteradas que antes?

—¿Y a ti?

Rubén reprimió una carcajada. Había estado a punto de olvidar que eso era lo que siempre le había gustado más de ella. Le encantaba cuando replicaba sus comentarios sarcásticos y la mayoría de las veces era mucho más ingeniosa que él.

La primera vez que la había visto en el patio del instituto pensó que era guapa, y cuando pidió a su hermana que los presentara, no imaginó que le gustaría aún más cada vez que hablaban, ni que pronto se convertiría en su mejor amiga. Ni siquiera vio venir que terminaría enamorándose perdidamente de ella la noche en que tuvo el arrojo de besarla.

Encendió la radio con la esperanza de que la música lograra desviar su atención de las piernas de Kira. Al sentarse, las había cruzado y el vestido se había deslizado dejando al descubierto parte de su muslo.

La señal llegaba a trompicones, a pesar de ello distinguió los acordes de una canción de sobra conocida para ambos, pues la habían escuchado juntos infinidad de veces, aquella que hablaba de un amor perdido que anhelaban recuperar.

Kira emitió algo parecido a un quejido y giró la cabeza hacia la ventana. Rubén reaccionó y quitó la música.

—No se oye bien —dijo a modo de disculpa, y continuaron en silencio el suficiente tiempo como para que empezase a sentirse incómodo. Tenía la impresión de que todo lo que hacía o decía le llevaría a un fatal desenlace con Kira y quería poner remedio, aunque no sabía cómo.

—¿Por qué tienes tanta prisa en volver a tu casa? —preguntó. Se le acababa de ocurrir, si bien era cierto que lo había pensado desde que ella lo había mencionado antes de marcharse.

Trabajo.

—Mañana es domingo —rebatió Rubén.

—Ya, ¿y?

—Podrías buscar una excusa mejor.

—¿Sabías acaso que hay mucha gente que trabaja los domingos? —increpó Kira.

—Así que no es un pretexto, ¿eh? Mi curiosidad va en aumento. ¿A qué te dedicas?

—Te reto a que lo averigües.

—Dame una pista —pidió Rubén.

—No, porque entonces sería demasiado fácil.

—Y tú nunca pones las cosas fáciles… ¡Oh, vaya! —exclamó él de pronto a la vez que descendía la velocidad e interrumpía la conversación.

—Parece que hay obras —apuntó Kira al darse cuenta de lo que sucedía.

—Y nos desvían por la nacional. Daremos un poco más de vuelta.

Kira se encogió de hombros, como si aquello le divirtiese.

—Eso quiere decir que tendrás más kilómetros y más tiempo para adivinar.

Por primera vez en todo el día, Rubén tuvo la sensación de que se encontraba cómoda a su lado, de que no le molestaban sus palabras. Parecía haber relajado su actitud hostil hacia él y eso le gustaba. Tal vez durante el trayecto podían seguir limando asperezas.

—Tú primero —desafió. Sabía que Kira adoraba los duelos y le seguiría la corriente.

—¿Qué?

—Si averiguas en qué trabajo, yo lo intentaré contigo.

—¿Es una broma? Lo tuyo está chupado.

—¿Ya lo sabes o es que eres una presuntuosa?

—Bien, tú lo has querido. —Kira se aclaró la garganta de forma teatral y le miró de arriba a abajo, acto seguido volvió la vista hacia la carretera y se preparó para hablar—. Siempre fuiste un empollón, te encantaba la informática y era lo que estudiabas cuando perdimos el contacto. Se te daba muy bien, tanto que hackeaste sistemas informáticos ajenos…

—¿He de recordarte quién me impulsó a hacerlo? —cortó Rubén.

—Yo me limité a sugerir que necesitábamos información, la iniciativa fue tuya —replicó Kira arrugando la nariz—. ¿Puedo seguir?

—Por supuesto.

—Bien —continuó la joven—. No estás en la cárcel, así que imagino que te has vuelto formal y utilizas tus conocimientos para diseñar programas antihackeos.

—Casi. Son antivirus lo que diseño.

—Además —añadió Kira—, es un trabajo que te permitiría realizarlo casi todo desde tu casa, de modo que no tendrías que ver a demasiada gente y me apuesto el dedo meñique de mi pie izquierdo a que eso haces, ¿me equivoco?

No.

—Bueno, he acertado en un noventa por ciento. No está mal.

—De hecho, está muy bien, demasiado bien. ¿Candela te contó algo?

—Estás subestimando mis habilidades, señor sabelotodo, y no, Candela no me lo ha dicho. Aunque no te lo creas, no hablamos sobre ti. No has entrado en nuestros temas de conversación desde…

Se quedó de pronto callada, como si se hubiera atragantado con sus propias palabras. Rubén comprendió por qué lo había hecho, y lo cierto era que él tampoco quería recordarlo.

—Vale. Es tu turno —habló de nuevo Kira, con la evidente intención de que ambos olvidasen su última frase.

—Pues no sé, la verdad, no se me ocurre nada.

—Oh, ¡venga ya! No te rajes a la primera —protestó, algo enfurruñada—. Dime, cuando estábamos en el instituto, ¿dónde pensabas que acabaría?

—Entre rejas.

—Muy gracioso.

De acuerdo —concedió Rubén—. Lo intentaré. Déjame pensar.

Se tomó un breve periodo de tiempo para ordenar sus impresiones y cuando habló lo hizo a través de la idea que siempre había tenido de ella.

—Eres demasiado impulsiva y tan imprevisible y apasionada que no te veo capaz de hacer un aburrido trabajo de oficina, por ejemplo. Necesitas algo en lo que volcarte al cien por cien, una labor que te motive, algo que día a día sea un reto para ti y excite tus sentidos.

—Eso está mejor.

—¿Voy bien?

—Sí.

La voz de Kira salió de sus labios como si se tratase de un suspiro y le observó. Rubén desvió la mirada de la carretera y sus ojos se encontraron durante un breve segundo en el que sintió que conectaban de nuevo, hasta que ella los apartó y su grito le devolvió a la realidad.

—¡Rubén! —chilló para alertarlo.

Reaccionó al instante. Vio la figura apostada sobre la carretera y dio un volantazo a la vez que frenaba e intentaba controlar el coche. Logró esquivarlo, pero el vehículo derrapó y se salió de la calzada. Avanzó varios metros llevado por la inercia hasta que se detuvo. Por suerte, era un terreno descampado sin pendiente y no llegaron a colisionar.

En cuanto estuvieron parados, Rubén respiró aliviado y se giró hacia Kira.

—¿Estás bien?

—Sí, ¿y tú?

—¿Te has hecho daño? —insistió Rubén, y atrapó el rostro de la muchacha entre sus manos.

—No. Solo ha sido el susto.

Lo de la carretera…

—Era un niño —aseveró Kira con la voz repleta de angustia—. No lo has atropellado, ¿verdad?

Eso espero.

—Puede que otro coche, sí.

No cruzaron más palabras. Abandonaron el vehículo a toda prisa y se apresuraron a cubrir la distancia entre el coche y la calzada, conscientes de que el pequeño que habían visto corría serio peligro.

No habían recorrido ni la mitad del camino cuando escucharon el sonido de unas ruedas derrapando y una colisión. Rubén maldijo por lo bajo y corrió aún más. Cuando llegó al arcén trató de analizar la situación a pesar de la oscuridad. Vio dos coches atravesando la calzada y otro más que llegaba y se detenía. Miró hacia los vehículos, vio a gente salir de ellos y reparó en el cuerpo de una mujer cubierto de sangre muy cerca de uno de los automóviles.

Estaba muerta. No necesitaba mirarla de nuevo ni acercarse para cerciorarse.

Continuó buscando con la mirada al pequeño hasta que lo localizó. Se encontraba apartado de aquel barullo, casi al otro lado de la carretera. Estaba agazapado, sollozaba y sus pequeños brazos temblaban.

Era una imagen que su mente no podía tolerar.

Se quedó paralizado. Esa sensación tan extraña volvió a él. No recordaba haberla tenido desde hacía mucho tiempo, tal vez demasiado. Un fogonazo nubló su mente. Fue un pequeño destello; una sutil fotografía de su memoria. Intentó por todos los medios dejarla a un lado y avanzar hacia el chico; necesitaba su ayuda, él lo sabía, pero su cuerpo no respondía.

Sintió la presencia de Kira a su lado y la escuchó proferir una maldición.

—La mujer ha muerto —logró pronunciar con voz ronca—. El niño…

Señaló y vio a la joven proclamar una exclamación, correr hacia el pequeño y cogerlo en brazos para intentar protegerlo. Justo lo que él debía haber hecho y no había podido, porque su cuerpo ya no era suyo. Su mente se había evadido del horror. Una vez más.

Kira se giró hacia él con el niño abrazado a su cuello y le dirigió unas palabras que no pudo escuchar. Avanzó hacia su encuentro. Tal vez pronunció su nombre, nunca lo supo. Lo último que pudo recordar antes de perder el sentido fue el rostro de Kira contemplarlo atemorizada.