1994, Guarulhos, São Paulo, Brasil
«Tienes mucho talento», le dijo. «¿Cómo?, ¿talento?», se asombró ella, que nunca pensó que aquello del balón fuese en serio. Aquel hombre, que sabía de lo que hablaba, puesto que era un ojeador especializado en cazar jóvenes joyas para el fútbol, le hizo ver que había algo más en la diversión que le producía correr tras la pelota por las atropelladas calles de la favela. Y entonces comprendió la razón por la que todos los niños la elegían para los partidos improvisados en la escuela o en el barrio. Ella, Ludmila da Silva, era mejor que ellos y que otros muchos, pero nunca antes nadie se lo había planteado.
Puede que en todo ello tenga mucho que ver el entorno en el que creció y la dura infancia que tenía tras de sí aquella joven muchacha. Criarse en la favela hizo que llegara a ese punto de manera muy diferente a como lo haría una chica de Noruega, Estados Unidos o Japón. La naturaleza del lugar, que aísla los sueños de sus niños y niñas y hace que estos parezcan más complicados de lo que en realidad son, explica el porqué de tanto sufrimiento.
También su pasado, en el que no solo había tenido que convivir con las dificultades que atañen el día a día en la favela, sino también caminar con el peso del abandono de sus padres en una sociedad que la etiquetaba como una chica que solo podía caer en el lado oscuro del destino. «Cuando era pequeña, siempre oía a la gente decir que sería una chica mala, que me drogaría y que no tendría futuro», cuenta la ahora estrella del Atlético de Madrid. Se resistió Ludmila a cumplir con las expectativas de los que no quisieron ayudarla y se apoyó para ello en el fútbol, que se presentó como la gran vía mediante la cual escapar de aquella espiral. «En la favela pude haber seguido el camino malo, tuve muchas oportunidades de hacerlo, pero tuve la suerte de encontrar el fútbol», confiesa.
Así, el balón le dio una segunda oportunidad para vivir sin el miedo a un futuro vacío. La delantera brasileña ha sabido esquivar cualquier agujero, por bien escondido que estuviera, para convertirse en todo un ejemplo de superación en el mundo del deporte. De este modo, sus maravillosas virtudes en el fútbol no solo la sacaron de la favela, sino que también están proporcionando el aliento necesario para que otras niñas sueñen con hacerlo. Con Ludmila han aprendido que no hay que decaer pese a las enrevesadas curvas que puedan aparecer en el camino. Su fortaleza se manifiesta en cada una de sus sonrisas «hoje, amanhã e sempre» («hoy, mañana y siempre»), que es una de sus frases favoritas y que representa su filosofía de vida.
No sonreír hace que el día no comience bien y esa idea no cabe en la gran positividad de una jugadora que desborda energía en cada una de sus carreras, en su juego y en sus goles. Es brasileña, sí, y tiene ese gen vivaz que siempre caracteriza a los nacidos en el país de la samba; un ADN tan fuerte que ha resistido contra todo. Y es que, pese a su juventud, Ludmila ha tenido que vivir demasiados momentos desagradables en los que la tristeza amenazó con hundirla pero falló en su intento.
La desdicha llegó a la vida de Ludmila al poco tiempo de nacer en Guarulhos, municipio al noroeste del estado de São Paulo. Con apenas un año de vida, su madre la llevó a ella y a sus hermanos a un orfanato por la grave adicción al alcohol que tenían ella y el padre de Ludmila. Aquella decisión escondía un cruel motivo: su padre los maltrataba físicamente cuando bebía y su madre no encontró otra salida a aquella encrucijada que enviar a sus hijos a un orfanato en el que estuvieran seguros.
Tras varios años en aquel lugar de acogida, del que Ludmila no guarda recuerdos, apareció su suerte o, mejor dicho, su tía, que los sacó de allí y se convirtió en su segunda madre y en su gran ángel de la guarda. Ella los crio, les dio todo su cariño y siempre animó a Ludmila a soñar con el fútbol. Por este motivo, la ahora jugadora de la selección de Brasil se muestra siempre fielmente agradecida por todo lo que hizo por ella su tía, a la que le compró una casa en cuanto pudo.
Con el atletismo y la capoeira como otras aficiones y el sueño de ser profesora durante su adolescencia, fue aquel primer ojeador que la captó quien la convenció para que diera el salto al fútbol. El «tienes mucho talento» dio paso a una prueba en la que maravilló en el Juventus de São Paulo, que terminó siendo su primer club. «Cambió toda mi vida», asegura Ludmila de su valedor. Después llegó al São Caetano, el Portuguesa, el Rio Preto y el São José, en el que jugó entre 2015 y 2017.
Fue entonces cuando su carrera despegó. Y para explicarlo también hay que volver al inicio, al Juventus de São Paulo. En aquel equipo estuvo bajo las órdenes de Emily Lima, que, años más tarde, fue elegida seleccionadora de la absoluta en Brasil. La entrenadora había conocido de cerca la calidad y el potencial que Ludmila guardaba en los pies y la convocó por primera vez con la canarinha.
Así arrancó su exitosa carrera, en la que la atacante de Guarulhos llegó a aterrizar en Madrid para jugar en el Atlético y ser una de las mejores jugadoras de la liga española. Este triunfo profesional no pudo escapar de las malas noticias que llegaban desde la favela, donde Ludmila supo elegir bien pero otros seres queridos no. La mala vida de aquel lugar dejó a muchos por el camino. Primero fue Thabata, su mejor amiga, que murió a los veintiún años a causa de las drogas, un mal extendido que se llevó poco después a su hermana Sheila y a otras conocidas. «La adicción nunca puede ser una opción», publicó la jugadora en sus redes sociales como grito de rabia. La pérdida de su mejor amiga y de su hermana coincidieron en un periodo en el que Ludmila pasaba por una grave lesión en la rodilla. «Fue muy complicado para mí», relató la brasileña en una entrevista con el diario Marca, en la que contó que había sufrido una depresión.
Pero de nuevo apareció el fútbol para rescatarla de la mayor de sus tristezas y seguir convirtiéndola en un baluarte de la lucha contra las adversidades. Ludmila volvió al verde, donde pocas jugadoras pueden hacer frente a sus espectaculares carreras. Este es un paralelismo que se da en su propia vida, porque la brasileña es una pantera a la que nadie puede detener. Su furia es por muchos, pero sobre todo por muchas, y es la abanderada de la favela y de todas aquellas niñas que la miran como un referente. A través de sus botas grita contra las diferencias de raza o de género, esas que la dejaron sin la oportunidad de disfrutar de un fútbol formativo en su infancia y contra las que nunca dejará de pelear.