Megan Rapinoe

1985, Redding, California, Estados Unidos

Megan siempre fue una niña rebelde. O, más bien, impulsiva. Su vida siempre ha estado llena de arrebatos del tipo de tintarse el pelo de rosa antes de jugar un gran torneo de fútbol. Tiene una personalidad única. Durante su infancia incluso tuvo problemas para controlar sus emociones: tenía un temperamento fuerte, y no fue fácil darle luz a la figura que hoy se alza como un gran icono del fútbol mundial.

De la timidez de la guardería, donde su hermana gemela, Rachael, llevaba la voz cantante, pasó al descaro y al atrevimiento del colegio y las etapas posteriores, ignorando las opiniones de quienes la consideraban distinta (vestía como un chico, llevaba el pelo corto...). Era decidida e inconformista, aunque le costó mucho decir lo que pensaba de ella, del fútbol y del mundo. El tiempo le hizo comprender su contexto, con un soccer femenino en pleno auge y una sociedad que avanzaba en derechos sociales, y Megan pronto interiorizó que tenía una causa, o varias.

Primero lo hizo con el movimiento LGTBI, tras descubrir que era homosexual. Luego tomó protagonismo en campañas contra el sexismo y el machismo en el deporte: la igualdad salarial, la falta de oportunidades… Por último, se sumó a la lucha contra el racismo, entre otras. En todas estas batallas partió siempre de la idea de que era una privilegiada. Ser blanca y estadounidense la hacía más proclive al éxito, aunque sabía que no lo habría alcanzado sin esfuerzo.

Pese a su afortunado estatus, la futbolista siempre ha defendido que no se sentirá plenamente libre hasta que todo el mundo lo sea. Con este argumento llegó a aquel partido de liga en Chicago en el que hincó la rodilla en el suelo mientras sonaba el himno de Estados Unidos como protesta contra el racismo. Era el 4 de septiembre de 2016. La futbolista del Seattle Reading y estrella de la selección estadounidense, con la que venía de ganar su primer Mundial en Canadá en 2015, no dudó en seguir los pasos de Colin Kaepernick, quarterback de los 49ers de San Francisco, que había hecho lo mismo unos días antes.

Sabía que a él lo habían abucheado y lo habían llamado «antipatriótico» por aquel gesto, pero Megan asumió el riesgo; solo quería que el tema fuese objeto de debate político. De hecho, ni siquiera reflexionó sobre cómo afectaría a su exitosa carrera deportiva. Para ella, hacerlo era más un imperativo que una elección. A sus treinta y un años, la estrella del soccer norteamericano había hablado de más en muchas ocasiones, pero nunca había obtenido un revuelo tan agresivo como aquel.

Pinoe, como también se la conoce, se marchó del campo tranquila. Y, aunque su agente la avisó antes de irse a la cama de que algo no iba bien, durmió plácidamente. Aunque no pudo negar que al despertarse se sintió atemorizada por la controversia que se había generado, neutralizó el miedo con la convicción de que estaba actuando correctamente. «Cuando les dije a los periodistas que me había arrodillado para llamar la atención sobre la supremacía blanca y la brutalidad policial, mucha gente blanca se lo tomó de manera increíblemente personal. Me pareció extraño», destacó la jugadora, a la que tacharon de faltar al respeto hasta al Ejército por aquello.

«Soy una estadounidense lesbiana y sé lo que significa mirar la bandera y no sentirse respaldada por sus libertades», justificó Megan, que repitió el gesto en el siguiente partido que jugó en Maryland. La polémica se acentuó. Incluso el presidente del siguiente club al que se enfrentó adelantó el himno para que sonara mientras ella seguía en el vestuario. A la controversia se sumaron las llamadas de toda su familia. Su madre le contó que los dueños del bar donde trabajaba habían retirado sus fotos por las quejas de los clientes. Sus hermanos, su tía… todos estaban consternados. La presión mediática golpeó con fuerza su puerta, pero Megan resistió, y lo hizo pese a que arrodillarse estuvo a punto de costarle la carrera: fue aislada de la selección durante 2016 y parte de 2017.

Fue duro, pero finalmente volvió a lucir la camiseta de las barras y las estrellas. Sin embargo, no dejó de protestar por lo que consideraba injusto. No lo había hecho al confesar años atrás su homosexualidad —fue la única del equipo en hacerlo—, y su compromiso social era tan grande como su ganas de triunfar en el fútbol. En ambos campos se convirtió en invencible, como ya lo era en sus primeros toques futbolísticos junto con su hermana Rachael. Ambas crecieron con el deporte en la humilde y bulliciosa casa donde se criaron en Palo Cedro, una población semirrural al este de Redding, en la que vivían sus padres, cinco hermanos, una tía y su abuelo. Su niñez transcurrió entre balones (de baloncesto, de fútbol…) y, aunque entre sus antepasados no había ninguna mujer deportista, tanto Megan como Rachael apuntaban a ello. Solo la primera lo consiguió a gran escala, pero las dos han seguido unidas en este deporte y fundaron una escuela de fútbol femenino para niñas.

Con su hermano Brian como gran inspiración —era mayor que ellas y el único que jugaba al fútbol—, las gemelas Rapinoe sobresalieron pronto en este deporte. «Algún día jugarán un Mundial», les decían los entrenadores a sus padres, que nunca las empujaron a ello. Era algo que les salía de forma natural, un gen que pudo derribar incluso la ausencia de equipos femeninos cuando se abrieron hueco en el club masculino del colegio. Rachael también era una buena jugadora, pero no tanto como Megan, que alcanzó su punto álgido en el Mundial de Francia de 2019.

Asentada de nuevo en la selección, la centrocampista llegó a esta cita con dos objetivos claros: levantar su segunda Copa del Mundo y utilizar el torneo como altavoz contra las desigualdades. Terminó cumpliéndolos y creando un impacto sin precedentes: todo el mundo hablaba de ella. No hincó la rodilla en el suelo, pero se negó a corear el himno y a ir a la Casa Blanca con Trump, entonces presidente, para la celebración.

Sin embargo, no solo causó furor por sus discursos sociales. A sus treinta y cuatro años, la jugadora brilló como nadie en Francia, donde levantó el título mundialista y fue distinguida con el Balón y la Bota de Oro del torneo. Aquel triunfo se prolongó meses más tarde, cuando fue galardonada con el segundo Balón de Oro femenino de la historia y el premio The Best, otorgado por la FIFA, dos distinciones planetarias que la convirtieron en una leyenda a todos los niveles. Su carisma levantaba pasiones —las camisetas con su nombre batieron récords de ventas— a medida que su juego avanzaba. Una mezcla ideal que ha definido a uno de los grandes símbolos del fútbol mundial: la inigualable Megan Rapinoe.