Nadia Nadim

1988, Herat, Afganistán

La vida de Nadia Nadim volvió a empezar desde cero. Tenía doce años y, allí, en aquel campo de refugiados de Aalborg (Dinamarca), solo contaba con el calor de sus hermanas, Diana, Giti, Muskan y Mudja, y de su madre, Hamida. Atrás había quedado tanto que nunca volvió la mirada, y encontró a la mejor aliada para no hacerlo: una pelota de plástico con la que mataba el tiempo junto con otros niños. Se iniciaba así un nuevo idilio, una conexión a la que llegaba sin haber sido nunca una gran apasionada de este deporte.

Nadia nunca había visto a una chica jugar al fútbol. No era consciente de que aquel juego con el que lograba evadir sus temores podía ser un modo de vida, una forma de empezar a ser feliz. El pasado había sido muy cruel con ella y con su familia y esperaba que el futuro no lo fuera. Así llegó a aquel lugar, muy confusa con lo que allí le esperaba. En su rostro había olvido, pero también ilusión. Lejos de su Afganistán natal, Nadia buscaba una segunda oportunidad. O, mejor dicho, quería disfrutar de un segundo tiempo en el que remontar el gran partido de su vida.

La primera parte había sido dura. Demasiado. No solo había sido el dejar todo atrás, sino también el cómo había tenido que hacerlo. Su viaje perdió la alegría de quien afronta nuevos proyectos y adquirió esa tristeza de los que tienen que huir de su casa con grandes pérdidas, entre ellas la de su padre. Él había sido una de las víctimas de aquella guerra que se había iniciado en su país. Todo se torció, entre tristeza y destrucción, a finales de los años noventa. Los talibanes se hicieron con el poder e impusieron su ley, acabando con todo aquel que no quisiera cumplirla. Era el escenario de un conflicto que dejó familias resquebrajadas, y la de Nadia fue una de ellas.

Su padre, militar, desapareció sin dejar rastro un fatídico día del año 2000. La espera se convirtió en tortura. Pasó un día, luego una semana y finalmente casi seis meses hasta que su familia supo que había sido ejecutado por los talibanes por ir en contra de la ley islámica. Fue un doloroso golpe que paralizó la vida de Nadia, su madre y sus hermanas. Sus rumbos cambiaron por completo. Herat, la localidad en la que se crio, fue tomada por los talibanes, y el devenir de la ciudad se convirtió en un infierno constante para las mujeres, que perdieron todos sus derechos.

Allí no les quedaba ya nada. Aquel lugar representaba una condena sin fin para Nadia y su familia. Su madre, una profesora que había intentado inculcar a sus hijas los valores de la igualdad, se vio obligada a tomar la decisión más importante de su vida. Solo ella sabe las noches que pasó sin dormir pensando en cómo darles un futuro mejor. Solo ellas saben que cumplió con su objetivo y que hoy pueden ser felices lejos de la casa que les arrebató un conflicto interminable.

Nadia no quiere recordar aquello. Su mente lo ha querido borrar, pero es difícil olvidar la larga travesía que tuvieron que emprender después de que su madre pagara a un traficante de personas para llegar en furgoneta a Pakistán y poner rumbo a Europa. En el Viejo Continente les hicieron falta pasaportes falsos y tuvieron que viajar escondidas en un camión desde Italia, donde habían llegado en avión, hasta Dinamarca. Aquella odisea finalizó de forma abrupta una noche en la que las obligaron a bajar del vehículo. Creían que habían llegado a Londres, donde las esperaban unos familiares, pero en realidad las habían engañado y estaban en Randers (Dinamarca). Este suceso las llevó a deambular en busca de un refugio para inmigrantes hasta que aterrizaron en uno cercano a Aalborg, que se convirtió en el punto de partida para Nadia y su familia.

En aquel campo de refugiados, el fútbol y Nadia se dieron la mano para no volver a soltarse jamás. El suyo fue un encuentro casi fortuito, con la figura de fondo de su padre, que siempre había intentado transmitir a sus cinco hijas la pasión por este deporte. En su honor Nadia empezó a dar patadas al balón como una forma de reconciliarse con la vida, esa misma que hizo caer balones del cielo en los árboles cercanos al asilo de inmigrantes donde se encontraban. El secreto de aquellas pelotas se hallaba en el campo de fútbol donde entrenaba el GUG Boldklub. La casualidad hizo que Nadia observara más allá y se llevara una grata sorpresa: ¡había niñas jugando!

A Nadia le brillaban los ojos con aquel deporte que conoció en el patio de su casa, acompañada de su padre. Sintió una llamada interior que la empujaba a ser parte de aquello, y no se reprimió. Aquella niña de doce años reunió el coraje suficiente como para plantarse delante del entrenador del equipo y pedir formar parte de él. Y entonces la vida decidió darle la cara a Nadia. Ella y sus hermanas Giti y Diana hallaron en el citado club un lugar en el que empezar a integrarse en la sociedad, mientras su madre luchaba contra los trámites administrativos para que su instalación fuera total.

Poco a poco, así fue. Las Nadim arrancaron una nueva vida, un camino en el que Nadia nunca imaginó que se ganaría el pan con el balón. Con él en los pies, le hizo falta poco tiempo en un terreno de juego para empezar a captar la atención de varios entrenadores. Sin embargo, para ella no fue fácil asimilar ese gran cambio en su vida. «A pesar de estar en Dinamarca, donde las mujeres hacen lo mismo que los hombres, me sentía como si estuviera haciendo algo malo cuando jugaba al fútbol», confesaba en una entrevista con la FIFA.

Sus miedos desaparecieron a medida que este deporte fue ganando peso en su vida. Tenía cualidades que la hicieron destacar y que la han llevado a ser una estrella mundial del fútbol femenino. Y, con ellas, Nadia no ha dejado de romper barreras. En 2008, tras su debut como internacional, se convirtió en la primera futbolista de la selección de Dinamarca nacida en el extranjero.

De esta forma, las fronteras dejaron de ser una condena para la futbolista, que también ha jugado en Estados Unidos, Inglaterra o Francia. Su fútbol no tiene límites y va más allá de los terrenos de juego. Tras haberse formado como cirujana reconstructiva, su idea es trabajar con Médicos sin Fronteras en países como Afganistán cuando cuelgue las botas. Mientras llega ese momento, Nadia colabora con proyectos que ayudan a desplazados, financiando equipos de fútbol para ellos. Aquella niña que se refugió en este deporte cuando su vida había sido duramente golpeada sabe del valor que tiene un modesto balón de plástico. Hoy es embajadora de la Unesco en favor de la educación para las niñas y las mujeres y representa un triunfo más del fútbol y de la vida.