Nita Carmona

1908-1940, Málaga

El fútbol guarda tantos secretos como goles; tantas historias como jugadas. Es un baúl en el que las hazañas se suceden sin límite de tiempo, lugar, raza o género. Algunas se conocen con orgullo y ocupan muchas páginas en la historia de este deporte; otras han estado escondidas durante décadas, reprimidas por todos los que intentaron hacer del balompié un lugar sesgado y únicamente masculino.

El amor por la pelota de muchas mujeres se topó con esta barrera: un gran desafecto por el género femenino durante los primeros conatos balompédicos. Ellas se vieron obligadas a golpear la pelota en la sombra. A muchas no les importó; lo fundamental era jugar, pensaron. Y así quedaron tapadas, que no en el olvido, un gran número de figuras que dieron por este deporte su máximo aliento e incluso su identidad. Un ejemplo de esto último se personifica en Ana Carmona Ruiz, más conocida como Nita Carmona.

Ana, que nació y se crio en el popular barrio malagueño de Capuchinos, fue una futbolista que tuvo que disfrazarse de hombre para poder bailar con la pelota sin reproches. Su personaje se tuvo que llegar a ocultar tras el nombre de Veleta, un apodo que ha mantenido su identidad a salvo prácticamente hasta nuestros días, rodeado de una lealtad encomiable de los que conocían su secreto.

Bajo este pseudónimo, Nita gozó de este deporte igual que sus contemporáneos durante los años veinte, tras unos inicios convulsos en su relación con la pelota. Su juego se desarrolló de manera clandestina: escondía su apariencia femenina con vendas en el pecho y se cubría la melena con horquillas y una boina. Anita desaparecía para todos cuando saltaba al campo, en el que, durante su estancia en el Vélez C. F., tomó el papel de Veleta, un jugador fornido, alto y con un juego muy enérgico.

Con estas cualidades y la vestimenta deportiva de la época (calzones largos y anchos y camisetas muy holgadas), el disfraz de Nita pasó desapercibido. Es más, su caso fue descubierto a finales de los noventa por Jesús Hurtado Navarrete, un periodista e historiador deportivo que lo destapó por casualidad cuando indagaba en las historias de los miembros del Vélez C. F. en los años veinte y treinta. Mientras llevaba a cabo esta recopilación se topó con Veleta, un jugador del que apenas había información. Él mismo hace especial énfasis en lo «complicada» que fue la investigación para llegar hasta el fondo del asunto, y destaca que sospechó que Veleta escondía su identidad por temas políticos o por haber sido homosexual. No se rindió Hurtado, que rastreó cada uno de los motes que aquel equipo había ideado para sus futbolistas, con el objetivo de que Nita no llamara la atención por el suyo.

Y lo que descubrió tumbó cualquier vaticinio posible y sorprendió a todos los que después conocieron la hazaña de Nita Carmona. «Era una mujer», le confesó a Hurtado uno de los que conocían aquel misterio, después de que el periodista insistiera. Veleta era Nita Carmona, una jugadora que llegó al Vélez tras sufrir duras reprimendas en Málaga, donde la arrestaron, le raparon la cabeza y recibió el rechazo de la sociedad y de su propia familia por jugar al fútbol. Y ni por esas dejó de hacerlo.

La joven malagueña desafió las normas en un deporte que conoció en el muelle, donde su padre era estibador, y encontró la vía para poder practicarlo en silencio, esquivando los castigos de sus padres y de todos los que la rodeaban, que consideraban aquella afición impropia de una niña de su edad.

Entre tanto rechazo, hubo una excepción en la que encontró el descanso. Fue el padre salesiano Francisco Míguez quien alimentó el hambre de juego de la pequeña Ana, a la que dejó hacer todo lo que quiso con el balón en los pies. Según cuenta Hurtado, el sacerdote era un enamorado de este deporte y organizaba partidos benéficos en la explanada cercana al cuartel de artillería, donde más tarde se ubicaría el campo de las Escuelas Salesianas o el de Segalerva. Y Nita no faltó a estas citas, en las que deslumbró con su calidad.

El padre Míguez no solo dio alas a su fútbol, sino que también fundó el Sporting Club de Málaga, club del que ella terminó formando parte y siendo su seguidora más fiel. Esta relación se forjó gracias a dos personajes claves: su abuela, que lavaba y zurcía la ropa del equipo y que era su gran compinche, y el masajista Juanito Marteache, al que le llevaba la ropa que arreglaba su abuela y con el que mantuvo una gran amistad.

«El masajista la avisaba cuando había fallado algún jugador y tenían partido como equipo visitante, cuando era más difícil ser reconocida», detalla Hurtado sobre el modus operandi de Nita para jugar en aquel equipo, en el que empezó a camuflar su apariencia física para evitar problemas. Sin embargo, su disfraz no siempre resultó efectivo, y algunos rivales o aficionados la descubrieron y la denunciaron. No solo molestaba que una mujer quisiera jugar al fútbol y lo hiciera, sino que a muchos les incomodaba que su nivel fuese igual o mejor que el de un hombre.

Hay que destacar que en aquellos años se prohibió a la mujer jugar a este deporte y se tomaron estrictas medidas para que esta disposición se cumpliera. Prueba de ello eran los guardias urbanos que controlaban que Nita no saltara al campo durante los partidos disputados en aquella explanada. Sin embargo, estas medidas tampoco lograron apartar a la malagueña de los terrenos de juego. Los insultos, los arrestos y los ataques continuaron, sumados a los comentarios negativos de sus padres, sus vecinos y hasta de un tío que era médico y advirtió a todos de lo perjudicial que era la práctica de este deporte para la estructura corporal de una futura mujer.

La situación se volvió insostenible, y el padre Míguez le aconsejó a Nita que se fuera a Vélez, donde sabía que había un equipo al que se habían marchado otros jugadores del Sporting. «Lo mejor que puedes hacer es cambiar de aires», le dijo el cura a Nita, tal y como puntualiza Hurtado, que señala en esta frase el origen del apodo Veleta.

De esta manera, Nita tuvo que dejar atrás su amado Sporting, con cuya camiseta fue enterrada cuando murió a los treinta y dos años, víctima de una fiebre exantemática (lo que se conoce como «piojo verde»). Del equipo de su alma pasó al Vélez, donde se le permitió disfrutar de la pasión de su vida. Allí encontró un vestuario que la arropó y la encubrió para que pudiese seguir disfrutando del fútbol, esta vez sin insultos, sin arrestos… Veleta voló de campo a campo guiada por el balón y escondida bajo una identidad oculta. Un cruel secreto que la convierte en una de las mayores luchadoras de nuestro fútbol.