Haré con la concha sin la madre un alma oscura, total, obtusa y absoluta.
A.A.
Antonin Artaud está sentado
frente a su peor enemigo: Antonin Artaud
a quien observa como un espectáculo inútil.
Tiene los nervios drogados con opio
y trata de escribir un poema
que ha de ser la vida misma. Por ello
solo escribe sollozos, blasfemias, gritos.
Pero nadie oye a Antonin Artaud:
todos están muertos, se sabe,
y él trata de herirlos,
con su desafiante hilaridad.
Lucha a dentelladas contra los invisibles
demonios que envenenan el aire.
En el asilo para locos de Rodez,
cabizbajo, desdentado y baboso,
Antonin Artaud ha perdido.
Como un niño de cuatro años, dócil,
aprende de nuevo las primeras palabras.
El feroz resplandor del naufragio
lo ilumina repentinamente y ahora
es Artaud el Resucitado. Ahora
vuelve a la vida, pero parido por él mismo:
“soy mi hijo, mi padre, mi madre y yo”.
Un último gesto solitario lo cura por fin
—hospital de Ivry, un 4 de marzo de 1948—
de la desdicha de estar en el mundo.
Antonin Artaud olvida para siempre a Antonin Artaud.