Estoy sentada a mi mesa, pensando en atizarle al ordenador rebelde con la grapadora, cuando oigo una voz.
―Pssst, Cassie. ―Asoma la cabeza de Nelly por encima del panel que separa su cubículo del mío―. Luego tomamos algo. ―Abro la boca para negarme, pero menea la cabeza y me dedica una amplia sonrisa de dientes blancos―. Ni te atrevas a decir que no ―me amenaza con su dejo arrastrado antes de desaparecer detrás del panel.
Suspiro y me calzo las sandalias para defender mi postura. Seguro que esta vez Nelly se alegra de que me raje. Me siento enfrente de su mesa y mezo el pie.
―¿Estrenas sandalias? ―pregunta.
Las cualidades mágicas que les he otorgado esta mañana no se han materializado. De momento, lo único que he conseguido de ellas es un escozor sospechoso de principio de ampolla en varios sitios. Tengo los dedos de los pies helados. Veo que el esmalte de las uñas se ha descascarillado, como de costumbre.
―¿Te gustan?
―Sí, sí, son estupendas. ¿Tú me has visto a mí alguna vez mucho interés en un calzado? ―Se pasa la mano por el pelo rubio revuelto y se hace el ofendido―. No, has venido a decirme que no te vas a tomar algo conmigo.
Nelly es alto, fuerte y exageradamente sano. Está claro que se ha criado en un sitio donde comían ternera, bebían leche entera y tomaban el aire fresco y el sol. Sin esa sonrisa permanente, puede parecer hasta antipático. La perfeccionó cuando jugaba al fútbol en su instituto de Texas, donde es imprescindible el dominio de la expresión facial, sobre todo si eres gay.
Suspiro.
―Yo preferiría salir, de verdad, pero voy a intentar romper con Peter esta noche.
Suelta un chillido, al estilo texano. Ahora que se lo he contado, no puedo echarme atrás en el último momento sin que me castigue por ello. Ya me estoy arrepintiendo.
―¡No lo vas a «intentar», gallina! ―dice, golpeando la mesa con el boli y señalándome después con él―. Esta vez lo vas a hacer. Pero primero nos tomamos una para que cojas fuerzas. ―Río porque veo que se va a salir con la suya, claro―. Sus ojos azules me miran muy serios―. Más vale que cortes del todo. O lo hago yo. Te juro que esta vez lo hago.
Me rindo: voy a necesitar una copa. De hecho, me la tomaría ahora mismo.
―Vale. ―No parece convencido―. Que sí. Te lo prometo. ―Apoyo la cabeza en su escritorio y gimoteo―: Me repatea esto. ¿Por qué tengo que cortar?
―Porque sales con la gente equivocada, cariño ―contesta dándome unas palmaditas en la cabeza.
Le saco la lengua justo cuando James, el informático a tiempo parcial, asoma la cabeza al cubículo con un rubor de emoción en sus mejillas angulosas.
―Tíos, venid a ver esto ―dice―. El virus ya está en Nueva York.
Lo seguimos por el pasillo hasta la sala de conferencias. Aunque me muero de ganas de preguntarle por Penny, me abstengo de hacerlo porque ella me mataría.
Nuestros compañeros están sentados en sillas y en la mesa alargada, con los ojos clavados en el presentador de las noticias.
Desde ayer, se ha localizado el bornavirus LX en los cinco distritos. El virus apareció por primera vez en Long Xuyen, Vietnam, la semana pasada y, desde entonces, se ha extendido por todo el mundo. Anoche entraron en cuarentena ciudades del centro y el oeste del país, como Denver, Chicago y San Luis, y los gobernadores de los estados han declarado el toque de queda obligatorio. El virus, que se propaga con rapidez, produce daños cerebrales que incitan a los contagiados a perpetrar ataques violentos y propagar la enfermedad a través de sus fluidos corporales.
Según las autoridades, el virus está bajo control. Las personas que tengan fiebre o dolor articular deberán acudir de inmediato a su médico o al servicio de urgencias. Por favor, no intenten curar por su cuenta a sus seres queridos enfermos. De momento, los centros de control y prevención de enfermedades, los llamados CDC, y el Ministerio de Sanidad no han facilitado estimaciones del número de contagios. Les facilitaremos más detalles en cuanto dispongamos de información.
James me mira con una ceja enarcada, suelta un bufido y se dirige a su sitio. Teclea como un poseso. No le pregunto qué hace porque sé que en cuanto termine vendrá a contármelo.
Nelly y yo enfilamos el pasillo con parsimonia. En circunstancias normales, peinaría la red en busca de información sobre el virus, pero me ha entrado por un oído y, cuando llego a mi puesto, casi me ha salido ya por el otro. No pienso en otra cosa que en la táctica que voy a emplear para cortar con Peter. Está la de «podemos seguir siendo amigos» y la de «no es culpa tuya, sino mía», y luego está el hecho de que soy imbécil por salir con Peter, para empezar, y encima haber aguantado tanto tiempo.
―Oye, ¿qué te parece esto? ―le digo a Nelly―: «Peter, soy imbécil. Y no puedo seguir contigo porque soy imbécil».
―Se te da de pena ―contesta y me pasa el brazo por los hombros para que deje de temblar. No llevo muy bien esta espera tan tensa―. Luego te doy unas pautas mientras nos tomamos algo. Cuando quedes con él, solo tendrás que recitar tus frases. ¿Vale?
Asiento sombría.
―Nelly, ¿y si me caso contigo y ya está?
―Cariño, tú y yo ya sabemos con quién deberías casarte, y esa puerta seguramente sigue abierta.
Se refiere a Adrian. Estuvimos prometidos, hasta que yo lo estropeé.
―Eso es agua pasada, Nelly. ―No soy capaz de decir el nombre de Adrian en voz alta porque me echo a llorar, lo sé―. Ya hace dos años.
―Está en el noreste, Cass. Te lo podría localizar. Si quisieras.
Me arde la cara. No he hecho muchas cosas de las que me avergüence, cosas que me hayan dolido, pero lo que le hice a Adrian es de las gordas.
Que Nelly saque el tema hoy debe de ser una señal. ¿Y si le dijera «De acuerdo. Adelante, localízalo»? Dudo que a Adrian le hiciera mucha gracia saber de mí, pero aún conservo esa sensación que me ha producido el sueño y quiero que se haga realidad. La ansío tanto que puede que esté dispuesta por fin a arriesgarme y averiguarlo. Justo cuando abro la boca y busco las palabras me suena el teléfono. Nelly me mira como diciendo que espera respuesta y se marcha. Cojo el teléfono.
―¡Hola, Cassandra! ―grita Peter por encima de un fuerte estruendo.
―¿Dónde andas? Suena como si estuvieras en medio de una pista de aterrizaje o algo así.
―Eso mismo. Estamos en un aeropuerto privado de aquí, de Washington D. C., esperando el jet que nos lleva a Nueva York. Se ha retrasado. Por lo visto, tenemos «prioridad baja». Hay diez senadores y sus familias por delante de nosotros.
―Será que Philip Morris está regalando vacaciones si votas sí a una propuesta de ley a favor de que los jóvenes fumen ―bromeo.
―Sí ―contesta sin el menor indicio de que le haya hecho gracia. A veces le flojea el sentido del humor―. El caso es que no sé si vamos a poder salir esta noche. Llegaré tarde, pero igual me paso por tu apartamento y así te veo a primera hora de la mañana. Te echo de menos.
―Claro. Bien. Tienes llave, pásate cuando sea ―digo con voz de pito, perfectamente consciente de que yo no lo echo de menos a él―. Nos vemos por la mañana.
―Hasta mañana, entonces ―dice y cuelga.
Me lo imagino en el aeropuerto, guardándose el móvil en el bolsillo de la chaqueta de ese diseñador del que yo jamás he oído hablar y pasándose la mano por el pelo moreno, para ir después, decidido, en busca de la persona que parezca más influyente de todo el aeropuerto y convencerla de que su vuelo tiene prioridad sobre el del Air Force One.
Se me asienta el estómago ahora que he conseguido posponer la ruptura. Cuando llegue a casa esta noche, me fingiré cansadísima o borrachísima o lo que sea. Sé que soy una cobarde, pero es que no me gusta herir los sentimientos de nadie, aunque no me caiga muy bien o, en el caso de Peter, me quiera hacer creer que no tiene ninguno. Pero, en el fondo, sí, soy una gallina.
Me he pasado el último año convenciéndome de que Peter no es tan superficial como parece, pero ya no lo tengo tan claro. Lo cierto es que, al principio, hasta me gustaba lo fácil que era salir con él. No se empeñaba en saber lo que yo sentía. No podía compararme con la persona que había sido hacía dos años. Cuando lo conocí, yo salía de una niebla de dos años, pero ahora, según se ha ido disipando la niebla y he vuelto a ser la que era, no le he visto, en ningún momento, siquiera un destello de autenticidad.
He adoptado una postura de lo más pasivo-agresiva y preferido esperar a que fuera él quien rompiera. Me he ido distanciando de él cada vez más e incluso me he mostrado descaradamente molesta con él. Es obvio que esa estrategia no ha surtido efecto. Tengo que imaginarme el después, no el momento de la ruptura. Necesito que pase pronto.
―Te lo tienes que quitar de encima como si fuera una tirita ―oigo la voz de Nelly por encima del panel separador.
―¿Cómo haces para leerme el pensamiento, Nelly? ¡Me produce escalofríos!
―Parece que te ha dado un respiro. Más tiempo para emborracharte, digo ¡para ensayar!
Entra James con un cigarrillo sin encender y su iPad. Me recuerda a una mantis religiosa, todo extremidades flacas y largas. Se pasa el día pegado a un ordenador o una tablet, fumando como si no un hubiera mañana. Me lo imagino metiéndole fichas a Penny y sonrío.
―Hola ―digo.
Se deja caer en la silla y me pasa el iPad, abierto por la página de un blog.
―Mira esto, Cass. Es sobre el bornavirus LX. Es más grave de lo que dicen.
En mi casa, a la hora de cenar se hablaba con entusiasmo del caso Roswell, del agotamiento de los recursos naturales del planeta y del nuevo orden mundial. A James le encantan esas cosas, así que he encontrado un alma gemela en él.
Leo en voz alta: «Parece que, a medida que va propagándose, el virus ha mutado. Los últimos informes recibidos indican que el paso de la infección a la fase final puede ser cuestión de horas».
―En la fase final, la persona se vuelve loca ―dice James metiéndose la melenita de color castaño claro por detrás de la oreja―. Entonces atacan, que es como se está contagiando la gente. Lo llevan en la saliva y en la sangre. En una página dicen que llevan veinticuatro horas emitiendo en bucle las mismas imágenes de Chicago porque es un desierto. Conozco a un par de blogueros de allí y sus sitios webs llevan un día entero sin funcionar.
Según una gráfica, se calcula que a mediodía de hoy habrá cincuenta mil contagiados en la ciudad de Nueva York.
―¡Qué locura! ―digo―. ¿Cincuenta mil? No van a poder esconder a tantos enfermos. ¿Y aún nos están diciendo que no es grave?
―Ya ―contesta manoseando el cigarrillo―. No pondrían en cuarentena a las grandes ciudades si no fuera grave. Los hospitales empiezan a estar al límite de su capacidad.
Pienso en la madre de Penny, María, que es enfermera. Ella sabrá lo que está pasando.
―Sí, bueno, tampoco me extrañaría que el Gobierno no nos cuente nada hasta que estemos jodidos ―suspiro―. Tengo que terminar esta circular. Mi ordenador va fatal.
En cuanto se menciona un ordenador, a James se le enciende algo dentro. Me aparta y trastea con el cacharro. Niega con la cabeza.
―Tía, mira cómo tienes el escritorio. ¿Seguro que no le quieres meter algún otro acceso directo?
No le digo que lo he limpiado hace poco y creía haberlo dejado perfecto.
Le levanto un mechón de pelo y escudriño debajo, decidiendo ignorar sus calumnias sobre mi persona.
―¿Vienes esta noche?
―Ah, sí, lo de esta noche. ―La sonrisa le ilumina la cara―. La preparación para la gran ruptura.
―Nelly, eres un bocazas ―digo, porque sé que me está escuchando―. No, me he librado de eso. Lo de esta noche es solo para pasar un buen rato de los de toda la vida.
―Y buscar la estrategia de ruptura perfecta para Cassie, James ―oigo a Nelly al otro lado del separador―. Igual nos puedes ayudar. Cass se ha liado con el tío equivocado, como todos sabemos.
―¿Te vale «Te pasas el día pegado a ese ordenador y estoy harta»? Es la que conozco mejor ―dice James con una sonrisa.
―¿Qué tal «¡Te importa más esa empanadilla precocinada que yo!»? ―grita Nelly.
James ríe mientras obra la magia que sea en mi ordenador.
―Las chicas dan más problemas que alegrías. A mí no me importaría pillar una empanadilla precocinada. Hace años que no me tomo una.
―Penny viene esta noche ―tercio con inocencia. Se oculta bajo la melena―. Y tú, Nelson ―añado, señalando con el dedo el panel separador―, no eres quien para hablar del «chico equivocado». ¿Cuántos novios has tenido desde que te conozco?
No contesta. Sonrío triunfante. James ya está enfrascado en su iPad.
―Guau, tengo que echar un vistazo a esto ―dice y se marcha despacio.