Poco después susurro por encima del panel que separa mi cubículo del de Nelly.
―Tengo un cotilleo que aún no sabes. Ja, ja.
―Ven aquí enseguida ―me ordena.
―No, tengo lío.
―Tú no sabes lo que es eso. Si apenas trabajas. No haces más que diseñar circulares y organizar mierdas artísticas para la comunidad.
Sonrío.
―Bueno, tú solo te haces el simpático para que nos den dinero. Y…
―Y por eso te pagan. Así que ven aquí ahora mismo o recaudo menos este año a propósito para que te quedes en paro.
Río y me paso a su cubículo, donde me espera con una sonrisa de autocomplacencia.
―Pues que James y Penny se besaron anoche.
Se frota las manos de júbilo y yo le devuelvo la sonrisa.
―Cuando salimos unos cuantos la semana pasada, se pasaron toda la noche hablando ―dice―. Me pareció que saltaban chispas. Me olvidé del asunto porque ya nos habíamos dado por vencidos con ellos dos.
―Lo tenemos crudo. James dice que no quiere novia, pero…
―Pero ¿qué? ―pregunta James, recostándose a la entrada del cubículo con una sonrisita.
―Pero yo creo que no besarías a cierta persona si no te interesara, en plan novia ―digo tirándole de la manga de la camiseta, porque James no se arregla mucho para venir a trabajar.
―Esa frase no tiene ni pies ni cabeza ―dice intentando desviar la acusación, pero se ha puesto como un tomate.
Doy botes como una niña de tres años, pero, como no quiero espantarlo, cambio de tema.
―Oye, ¿se sabe algo más del bornavirus?
Nelly menea la cabeza exageradamente.
―¿Ya estáis con las teorías conspiranoicas? ¿Qué pasa ahora, que esto es un complot del Gobierno para acabar con la sociedad como la conocemos e implementar un nuevo orden mundial?
James pone los ojos en blanco.
―No, tío. Puede que sea alguna enfermedad o arma biológica que se les ha ido de las manos. Pero, sea lo que sea, está por todo el mundo. Están diciendo que vayamos enseguida al hospital si enfermamos, pero no dice si se cura o no. Y no se sabe de nadie que haya enfermado y mejorado. En algunas ciudades chinas ya han impuesto la ley marcial. Si te ven por la calle, te pegan un tiro.
―¿En serio? ―pregunto.
―En China siempre te pegan un tiro si te ven por la calle, amigos míos ―replica Nelly―. Gobierno opresor, ¿os suena?
Nelly siempre nos desbarata la teoría de que alguien, en alguna parte, está tramando algo que no quieren que sepamos. Si no fuera por él, a estas alturas, James y yo ya nos habríamos pertrechado para el apocalipsis una decena de veces.
―Cierto ―reconoce James―, pero aquí tengo imágenes de una ciudad alemana, tomadas hace horas.
James nos pasa su iPad, donde vemos cómo unos soldados retienen a un grupo de transeúntes mientras disparan a unas figuras que se acercan en bloque y que caen al suelo para espanto de los curiosos, pero está oscuro y se ve mal, con lo que a Nelly no le impresiona.
―A ver qué dicen en las noticias ―propone Nelly con un suspiro y nos lleva a la sala de conferencias―. No me vais a dejar hacer nada hoy como no consiga impedir que Cassie nos meta a todos en su búnker hasta que se pase el furor de todo esto.
―¡Oye, no te burles de mi búnker! ―protesto.
―¿Tienes un búnker? ―pregunta James―. ¿Cómo es que yo no lo sé?
―Es la casa de mis padres en las afueras. Sigue llena de comida y eso. Como para un año.
James silba. Sabe que mis padres eran campesinos de fin de semana y que tenían montones de comida en casa, pero supongo que no he mencionado que todo eso sigue allí.
Echo de menos la cabaña después de mi sueño de anoche. Está tan retirada que mis padres siempre decían medio en broma que sería el sitio perfecto para hacer frente al apocalipsis. Era un sitio en el que yo solía leer horas en una hamaca bajo los árboles, me hacía una ensalada con cosas del huerto cinco minutos antes de cenar y pasaba el verano jugando con mi hermano pequeño, Eric, y nuestros vecinos más próximos.
También es el sitio en el que Adrian y yo esperamos sentados a que llegaran mis padres, un viernes por la noche de abril, hace tres años. No volvieron. Nunca supieron que Adrian se me había declarado la noche anterior. Se habrían puesto contentísimos. Adoraban a Adrian casi tanto como yo.
Adrian y yo habíamos estado sentados al calor de la estufa de leña. Él se recostó en el sofá y empezó a hojear uno de los catálogos de energía solar de papá. Yo aún tenía los pies helados de haberme caído a un arroyo durante nuestra excursión y se los planté en el regazo.
―Hola, guapo ―le dije y meneé los dedos para que me diera un masaje.
Le salió el hoyuelo. Me encantaba el aire de chavalillo que le daba, a pesar de la barba oscura, que ya empezaba a asomar de nuevo por la noche.
―No sé ―contestó, retomando nuestra discusión previa sobre la boda―. A mí me gusta toda la parte de obediencia de los votos. ―Puse los ojos en blanco, sin picar el anzuelo siquiera―. Yo ya te obedezco ―añadió sonriente y me levantó el pie para respaldar su argumento―. Va siendo hora de que lo hagas tú también, o que por lo menos me escuches si te digo que no saltes por las piedras porque resbalan, cuando lo único que quiero es que no te empapes.
Se refería a lo que había pasado antes, cuando yo había rechazado la mano que me tendía para cruzar el arroyo y le había dicho que podía saltar perfectamente de una piedra a otra, justo antes de resbalar y caerme al agua.
―¿Sabes que Laura Ingalls le dijo a Almanzo Wilder que ella no aceptaría la palabra «obedecer» en sus votos? Le dijo que no podría obedecer a nadie en contra de su propio criterio. ―Cuando lo había leído por primera vez de niña, me había impresionado muchísimo.
―Tu heroína. Pero te ha fallado el criterio con esas piedras. Y la… aptitud física ―añadió, esbozando una sonrisa. Era la única persona del mundo que encontraba enternecedora mi torpeza.
―Soy la viva imagen de la agilidad. ¡Venga, ponte a ello! ―le dije meneando de nuevo los pies.
Me agarró el pie y lo besó; luego hizo una pequeña reverencia y obedeció.
Cuando por fin vimos el resplandor de unos faros por la ventana, me levanté de un salto. Aunque mis padres fueran jipis de los que odiaban los móviles, siempre llamaban, y yo estaba lo bastante inquieta como para haber preparado incluso un minisermón.
Salí al porche y me sorprendió ver a Sam, el sheriff, que se quitó el sombrero con manos temblonas. El haz de luz del foco con sensor de movimiento le dejó el rostro en sombra. Nunca es buena señal que el sheriff venga a tu casa y se quite el sombrero. Yo no había tenido esa experiencia antes, pero estaba convencida de ello. Reculé en el umbral de la puerta, como si, de ese modo, pudiera escapar de lo que iba a decirme.
―¿Cassie? Cassie, tus padres han tenido un accidente en la otra punta del pueblo ―dijo Sam, acercándose a mí en actitud suplicante.
Lo vi demacrado cuando entró en el rectángulo de luz que la puerta abierta proyectaba en el suelo, como si la gravedad estuviera haciendo horas extra en sus carrillos y en los rabillos de los ojos. Me agarré a la puerta. Adrian me puso una mano en el hombro.
―¿Se encuentran bien, Sam? ―preguntó―. ¿Dónde están?
Sam negó con la cabeza y parpadeó.
―Lo siento mucho, Cassie. Lo siento mucho ―contestó, agarrando el sombrero tan fuerte que se le pusieron blancos los nudillos―. Han muerto los dos en el acto. Parece ser que han derrapado en un charco de barro y se han estrellado contra un árbol.
―Vale ―dije y me metí en la casa temblando como un flan. ―Me senté en el sofá. Adrian se sentó a mi lado y me cogió la mano. Vi que lloraba mientras intentaba abrazarme. Me quedé allí sentada, tiesa como un leño, preguntándome qué debía hacer y decir a continuación, como si hubiera olvidado cómo se comporta un ser humano. No recordaba lo que hacía la gente en esos casos―. Vale ―repetí impotente―. Sam, ¿qué debo hacer?
Puede que a Sam le pareciera desalmada por no llorar. Mis padres y él eran amigos. Solían hablar relajadamente de huertos y de caza mientras se bebían una cerveza casera en el porche.
En cambio, al levantar la vista, solo vi compasión en sus ojos. Él ya había dado ese tipo de noticia antes, y se me ocurrió que no se habría mostrado tan compasivo de haber sido yo la única destinataria insensible e incapaz de derramar una lágrima. Luego me pregunté por qué estaba pensando semejantes disparates en vez de sentir algo.
―Vas a tener que venir al hospital, Cassie. Lo siento. No hace falta que sea ahora mismo.
Me levanté enseguida porque no se me ocurría qué más podía hacer y salí por la puerta envuelta en el brazo de Adrian. He vuelto una vez, a esparcir las cenizas de mis padres por la tierra que amaron y en la que pensaban terminar sus días. No la he vuelto a ver desde entonces.
La noticia suena atronadora por la sala de conferencias.
… que no cunda el pánico. Hay mucha información falsa en internet y es preferible consultar los datos sobre el bornavirus LX recogidos en la página web de los CDC, que sospecha que habrá unos miles de casos en la ciudad de Nueva York. Quienes tengan fiebre alta o dolor articular, o hayan estado en contacto con alguien al que crean infectado, deberán acudir al hospital más próximo para recibir tratamiento. Según los especialistas, la medicación antivírica debe administrarse de inmediato para que su efectividad sea óptima.
Miro a James con una ceja enarcada.
―La primera vez que lo oigo ―dice él.
No dejen de sintonizar New York One para mantenerse informados sobre el bornavirus LX. Dentro de una hora les ofreceremos las declaraciones en directo de la Consejería de Sanidad.
Nelly se vuelve hacia nosotros.
―¿Veis? Unos miles de casos, no es para tanto. Esquivamos a los chiflados y nos tomamos unas copas.
―Igual no deberíamos salir ―propongo, presa de un mal presentimiento―. Aunque no sea ni mucho menos tan grave como dicen esas webs, seguro que es peor de lo que lo pintan las «autoridades». Podemos vernos en mi casa.
―¡No! ―exclama Nelly con una mueca de fastidio―. ¡No nos vamos a cargar el viernes por la noche!
Le doy un puñetazo.
―Gracias. No sabía que mi casa fuera casi como el infierno.
―Ya sabes a qué me refiero. ¿Y si vamos a Paddy’s? Así solo estamos a cuatro manzanas a pie de tu casa, en caso de que queramos largarnos. Que no va a pasar.
―Por mí, bien ―dice James―. No creo que la cosa esté tan mal como para que no podamos salir. Además, a Nel solo una explosión nuclear le impediría salir un viernes por la noche.
Nelly asiente enérgicamente.
―Vale, tú ganas ―digo―. Igual estoy siendo una boba.
Las noticias oficiales y las extraoficiales son demasiado dispares: la diferencia entre cincuenta mil y unos cuantos miles es enorme. Alguien se equivoca, o miente.