CAPÍTULO 6

Voy inhalando el aire suave mientras recorremos las avenidas. Me he criado en este barrio, entre familias irlandesas y puertorriqueñas, y siempre me ha encantado.

Las ancianas, con esos rostros arrugados que van del marfil claro al tostado oscuro, sentadas en sus sillas de patas de aluminio, se ponen al día de los chismorreos invernales. Se encienden barbacoas y los críos corren por ahí. Cuando vuelvo a casa del trabajo, siempre me alegro de haber decidido mudarme aquí otra vez.

Nelly ve el jolgorio de las calles y hace un puchero.

―¿Veis? Todo el mundo se lo está pasando bien. Pero, no, nosotros nos tenemos que esconder.

―Deja de lloriquear ―le digo.

Ríe. Pero sé a lo que se refiere: no parece que la cosa esté tan mal, a juzgar por cómo está todo el barrio en la calle, disfrutando del día. A nadie parece preocuparle.

―No entiendo por qué nadie está haciendo caso de lo que está pasando ―dice James meneando la cabeza.

―Lo que está pasando, según las noticias, es que todo va bien ―nos recuerda Penny―. No todo el mundo disecciona todo lo que dicen y pasa horas en internet. No me malinterpretéis; yo prefiero prevenir que curar, pero nadie más piensa que esto sea grave.

Cada paso que doy con estas sandalias es una tortura. Me está bien empleado, por preferir la estética a la funcionalidad. Ni siquiera puedo llevar plataformas sin tambalearme como una niña de ocho años que juega a ser mayor. Tendría que haber seguido con mis botas. Me planteo la posibilidad de quitármelas, pero la acera está cubierta de una capa de algo que parece grasa coagulada.

Esperamos a que pasen los coches en la esquina. Le doy un codazo a Nelly y le señalo las manos entrelazadas de James y Penny. Me guiña un ojo y yo vislumbro a alguien que sale de detrás de un contenedor de basura. Seguramente estaba haciendo pis y, como no quiero avergonzarlo ni avergonzarme, miro a otro lado.

Una exhalación áspera me hace volverme otra vez. Veo a un anciano con el pelo oscuro enmarañado y apelmazado que se acerca arrastrando los pies con una mano sucia tendida. Al principio, pienso que está pidiendo suelto, pero tiene la piel de color gris y la boca permanentemente abierta. Le falta casi la mitad del cuello, como si se lo hubieran arrancado de un mordisco. Debe de haberse contagiado. La herida tiene los bordes negros y está llena de coágulos de sangre, y lleva trozos colgando que no me apetece nada identificar. Me llega el hedor a algo podrido.

―¡Vámonos! ―grita James tirando de la mano de Penny.

Al girarme, se me tuerce el tobillo y la punzada de dolor me produce un aspaviento. Tengo que quitarme esta porquería de sandalias. Nelly me agarra del codo mientras me descalzo y luego echamos a correr por la calle. El del cuello mordido nos sigue. Cuando llegamos a su edificio, el tío está a medio camino. A Penny le cuesta acertar con la llave en la cerradura del portal. Igual deberíamos seguir corriendo.

―Venga, venga ―suplica Penny.

Aunque le tiembla la mano, la llave entra por fin. Pasamos al pequeño vestíbulo mientras Penny abre con dificultad la otra puerta. El del cuello mordido nos da alcance y planta las manos en la puerta. Sus dedos sucios manchan de escamas marrones el cristal. Tiene los ojos vidriosos. Olfatea el aire con un gruñido gutural y da zarpazos a la puerta.

―Vamos, antes de que rompa el cristal ―nos dice Penny.

Cruzamos corriendo la segunda puerta. Una vez dentro del apartamento de la segunda planta, con la puerta cerrada con llave, me derrumbo en el sofá. James corre a la ventana.

―¡Madre mía! ―dice Penny con la mano en la garganta, como si quisiera contener un grito―. ¿Qué coño era eso?

Nos hemos quedado todos mudos, con la respiración agitada y los ojos como platos. Yo no me imaginaba así a los contagiados. No parecía enfermo, sino más bien un monstruo de una película de terror. Y nos ha perseguido. Se me eriza la piel de pensar que ahora mismo igual está persiguiendo a otros.

―Voy a llamar a emergencias ―digo, y mi voz suena lejana mientras marco con una mano temblorosa―. No podemos dejarlo deambular por ahí.

A los veinte tonos cuelgo y pruebo con el fijo. Una locución grabada me indica que están demasiado ocupados para atenderme.

―No contestan. ―Esto pinta mal. Estamos en la puta ciudad de Nueva York―. Están demasiado ocupados.

Nelly se asoma por la ventana.

―Sigue ahí. Penny, ¿cuándo vuelve Ana a casa?

Penny se tira a por el teléfono y pulsa el botón de rellamada una y otra vez.

―¡Ana! ―grita cuando consigue que entre la llamada―. ¿Dónde estás? Vale, escucha. Hay un tío en el portal atacando a la gente. Entra por la puerta de servicio. No voy a colgar. James y Nelly te van a abrir la puerta para que entres directamente. ¡No vayas por la puerta principal! ―Se oyen chillidos al otro lado de la línea―. ¡Ana, por favor, haz lo que te digo! ―Se vuelve hacia Nelly y James―. Está a cinco minutos. ¿Os importa ir a aseguraros de que no hay peligro? Si lo hay, que suba corriendo uno de los dos. ―Asienten y se van―. Ya bajan ―dice al teléfono. Pasan un par de minutos en tenso silencio―. ¿Está abierta la puerta? Pasa. Te veo arriba.

Penny abraza fuerte a su hermana en cuanto entra. Ana le da una palmadita rápida en la espalda, se zafa de ella y se alisa la melena. Tiene el pelo más claro que Penny, con destellos dorados. Viste botas de caña alta de terciopelo marrón y un suéter largo con mallas. Solo el suéter debe de costar todo mi presupuesto anual de ropa, incluidas las sandalias que he dejado en un rincón. Ana se parece mucho a Penny, con esos ojos oscuros y esa naricilla, pero no tiene la blandura curvilínea de su hermana.

―Bueno, ¿qué pasa con el chiflado de abajo? ―pregunta Ana acercándose a grandes zancadas a la ventana.

Está sentado, desparramado sobre el cristal de la puerta. No se mueve. Ojalá esté muerto.

―Ha intentado atacarnos cuando veníamos para aquí ―contesta James―. Es lo que hacen los contagiados. El virus se pilla por los fluidos corporales.

Ana se aparta de la ventana y se encoge de hombros.

―Entonces, ¿esta es la gripe porcina esa o como se llame? ¡Me alucina que la gente esté flipando tanto con eso! El bar al que pensábamos ir ha cerrado pronto. Y ahora me toca pasar el viernes en casa.

Ahora que está a salvo, me dan ganas de ponerla en la calle otra vez.

―Ana ―le suelto en un tono clarísimo de «deja de tocar las narices»―, siento que se te haya estropeado la noche del viernes, pero ¿no has oído a James? Ese hombre ha intentado atacarnos. Tu madre está atrapada en el hospital con esa gente. Puede que haya ya cien mil contagios en Nueva York. Y no es la gripe porcina.

―Lo que tú digas ―espeta Ana con una mueca.

Agarra el bolso y sale tranquilamente de la habitación. Quiero a Ana como se quiere a una hermana que a veces no te cae bien. Aún debe de quedar ahí dentro algo de la niña tierna que era antes. Un verano, en la cabaña de mis padres, se encontró un conejo herido y lo cuidó hasta que se curó. No se fiaba de que lo hiciera nadie más. Cuando mi padre y ella dejaron en libertad al conejito ya sano, lloró y pasó el resto de la semana buscando más animales que salvar.

―Muy bien, desde luego. Por lo menos está a salvo ―dice Penny y pone los ojos en blanco con exageración.

Nelly destapa cuatro cervezas. James pone la tele en el canal local. La CNN sigue sin emitir. Yo escucho mientras sigo llamando a emergencias sin parar.

Los autobuses van repletos de enfermos. Se está pidiendo a las familias que prendan en la ropa de los contagiados una notita con sus datos personales y abandonen la zona, con la promesa de que se les informará del progreso de los pacientes. Según la policía, con eso se pretende evitar el contagio del resto de la familia. Informamos en directo desde el Lutheran Medical Center de Brooklyn.

Dejo el teléfono y me acerco a la tele. La periodista se encuentra a la entrada del hospital donde trabaja María. Penny se inclina hacia delante como si quisiera ver a su madre. La cantidad de personas que hay ahí es impresionante, tumbados, de pie, sentados. Avanzan arrastrando los pies hacia una fila de autobuses estacionados a la puerta. Cada vez que se llena un bus y se marcha, lo reemplaza otro nuevo. Autobuses urbanos, autocares escolares, de larga distancia…, parece que han puesto en servicio cualquier cosa con más de cuatro asientos.

Llevan varias horas metiendo a la gente en autobuses, pero llegan más que ocupan su lugar. Nos acaban de informar de que, por seguridad, nos van a trasladar a una zona que está a unas manzanas de aquí. Seguiremos supervisando la situación desde allí. Devolvemos la conexión a los estudios.

Nelly baja el volumen mientras el presentador enumera de nuevo los centros de tratamiento.

Penny suspira.

―Bueno, dudo que mi madre vaya a volver enseguida a casa. Habrá unas quinientas personas esperando ahí. Confío en que administren a las enfermeras la medicación antivírica.

Agarra el móvil, se acerca a la ventana e intenta llamar a su madre otra vez. Su cerveza se estrella en el suelo, en medio de un charco de espuma, y nos sobresalta. Se tapa la boca con una mano y con la otra señala la calle.