CAPÍTULO 7

Hay cuatro delante de un bloque de apartamentos próximo, encorvados, en la acera más oscura de la calle. Uno de ellos es el del cuello mordido, que asombrosamente sigue vivo, con la cabeza ladeada a la izquierda. Hay una anciana que lleva una bata floreada de ir por casa y el pelo recogido en un moño ralo, un hípster con las gafas de sol de aviador torcidas y un hispano con la camisa medio metida por los vaqueros.

Cuando la señora de la bata floreada se aparta tambaleándose, se convierte en una masa carnosa, brillante y sonrosada. Solo por las manos y los pies se ve que antes fue una persona. Los cuatro van embadurnados de sangre fresca; les pringa la boca y les chorrea de las manos. Corre por el hormigón hasta la calle. Se me revuelve el estómago y me recuesto en el alféizar de la ventana. Me dan ganas de gritarles que paren, pero eso los alertaría de nuestra presencia y está claro que la persona ha muerto. Corro a llamar a emergencias. Todos los operadores están ocupados. Vuelvo a intentarlo una y otra vez mientras los otros miran embobados por la ventana.

―Emergencias, ¿en qué puedo ayudarle? ―dice una voz.

―Estoy viendo a cuatro contagiados en la calle, ¡devorando a alguien! En…

La voz me interrumpe.

―Señora, ¿sabe si la persona a la que están atacando está muerta?

¿Qué clase de pregunta es esa?

―Sí, creo que está muerta, pero…

―Señora, no podemos mandarle a la policía ahora. Si nos da su dirección, se llevarán a los contagiados lo antes posible.

Le doy la dirección.

―¿Sabe cuándo vendrán? Temo que vayan a hacer daño a alguien más.

―No, señora, no lo sé ―contesta en ese tono de agobio típico de todos los funcionarios de Nueva York―. Y, por favor, no salga de casa. La policía no tardará en llegar y va equipada para manejar la situación.

―Sí, por supuesto. Gracias. ―Cuelgo y añado―: Por nada.

Vuelvo a la ventana.

―Ni siquiera van a venir.

―Bueno ―dice James sin apartar la vista de la calle―, por lo menos esta vez lo han cogido.

Yo tampoco puedo dejar de mirar. Es tan espeluznante que en cuanto aparto la mirada pienso que no puede ser real y tengo que mirar otra vez.

―No solo atacan, devoran ―dice Nelly meneando la cabeza, incrédulo.

Entra en la cocina y se sienta a la mesa. Lo sigo para coger papel de cocina y limpiar la cerveza del suelo. Nunca lo había visto tan pálido, pero sus labios apretados no desvelan nada.

―Sé que le has prometido a Eric que te irías si la cosa se ponía fea ―me dice, y yo asiento―. Al principio me ha parecido un poco exagerado, pero ya no sé qué pensar. ¿Cómo lo ves tú?

Lo que acabamos de ver no es solo alguien que está un poco enfermo y es algo violento. No quiero parecer histérica, pero estoy asustada. Además, se lo he prometido a Eric.

―Yo quiero ir a la cabaña ―contesto.

James se planta en el umbral de la puerta, con el brazo por encima de los hombros de Penny.

―Esto no lo tienen controlado ―dice―. A ver, hay gente comiéndose a alguien en una esquina y ni siquiera les parece una puta prioridad. No nos están contando la verdad. La gente todavía piensa que no hay peligro.

Es cierto: oigo música y gritos de alegría a unas manzanas de distancia.

―Vale ―tercia Nelly con los puños apretados encima de la mesa. Aunque tiene cara de incredulidad, asiente rotundamente―. Entonces, deberíamos largarnos. Esto es alucinante, es una locura.

Siempre he pensado que molaría contar, aunque solo fuera por una vez, con el apoyo total de Nelly en alguna de las paranoias de James y mías, pero lo cierto es que, en esta ocasión, casi preferiría estar equivocada.