CAPÍTULO 9

Penny y Ana preparan su equipaje y el de su madre mientras los demás esperamos. Nelly me sonríe, pero la sonrisa no le llega a los ojos. Me dejo caer a su lado en el sofá.

―¿Qué pasa? ¡Qué pregunta más tonta! A ver, concretamente, ¿qué ocurre?

Se mira las manos, atrapadas entre las rodillas. Hace años que ya no trabaja en un rancho, pero las tiene como si aún lo hiciera. Levanta la vista.

―Toda esa gente que estaba a la puerta del hospital… Si son como esos cuatro, ¿cómo los van a controlar?

―Ya. Aún es pronto. Igual encuentran una forma… ―Cambio de tema―. ¿Has vuelto a hablar con tus padres?

―Mi madre me ha mandado un correo electrónico antes de que saliéramos del trabajo. Están bien. Allí hay pocos contagios. Están juntos, así que no me preocupa.

Los padres y los cinco hermanos de Nelly viven cerca unos de otros. Tienen ganado y un montón de armas. La primera vez que fui a su casa Nelly los dejó presumir y enseñarle a la urbanita cómo se coge un arma. Luego cogí una escopeta del 20 y reventé una lata colocada en un tocón. Los dejé boquiabiertos, hasta que Nelly rio y les explicó que mi padre me había enseñado a disparar cuando era una cría.

―Sí ―confirmo―. Estarán bien. ―Apoyo la cabeza en su hombro y lamento no tener padres a los que llamar.

Mi padre siempre estaba preparado para emergencias. De niña, me parecía divertido: tiro al blanco, técnicas de supervivencia, acopio de víveres, teorías conspiranoicas… Al hacerme mayor, pensé que estaba chiflado, de una forma enternecedora, eso sí. Y, a medida que fue transcurriendo mi vida sin grandes emergencias que duraran más de tres días de nevada, dejé de creer que la cosa pudiera llegar a ponerse muy chunga. Me parecía inimaginable que pudiera ocurrir de repente algo peor que la muerte de mis padres. Nadie me había preparado para eso.

―Pues… ―La voz de James interrumpe mis pensamientos―. Estoy viendo más de doscientos mil contagios aproximados aquí. El Gobierno lo debe de estar pasando bastante mal a estas alturas, sobre todo porque el resto del país se encuentra en una situación similar.

Mi padre siempre decía que era preferible prepararse de más que de menos, que él no se sentiría como un imbécil si no pasaba nada y que solo en las décadas más recientes la gente pensaba que anticiparse a las épocas difíciles era una pérdida de tiempo.

James da golpecitos con un dedo en su tablet.

―Las ciudades donde han aparecido los primeros casos tienen ya un cuarenta por ciento de contagios, con lo que las tasas de contagio son ciertas: podríamos encontrarnos con esas cifras dentro de unos días. Por supuesto, todo depende de si se ha puesto ya en cuarentena a la mayoría de los enfermos.

Eso es casi la mitad de la ciudad. No quiero ni imaginarme lo que sería. A lo mejor esas páginas web están equivocadas y el Ministerio de Sanidad tiene razón.

―Igual lo pueden parar ―digo―. Lo lógico sería que hubieran aprendido de los errores cometidos en los estados del Medio Oeste y hubieran empezado a hacerlo bien aquí.

James suelta una carcajada socarrona y reconozco que seguramente tiene razón.

Echo de menos a mi padre. Me hacía sentir que nada malo podía ocurrirme si él estaba allí para protegerme. Me recuerdo plantada allí, en el sótano del apartamento de mis padres, mientras él me enseñaba todos los contenedores organizados.

Me dio una mochila pesada.

―Esto es para ti.

―¿Qué lleva dentro, un yunque?

―Muy graciosa. Es tu mochila de supervivencia. Lleva todo lo que necesitarás si tienes que salir corriendo de la ciudad.

Lo abracé entre risas.

―Vale, pirado.

Él me abrazó también, sonriente pero serio.

―Guárdala en tu armario. Espero que nunca la necesites, pero es que, cuando me puse a pensar que no tenías una, ahora que ya no vives en casa, no podía pegar ojo.

Le di una palmadita en su tupido pelo, una mata que, por más que se empeñaba en domesticar, le crecía en mechones y borlas con vida propia.

―Pues claro que no podías. ¿Quién iba a poder pegar ojo sin una mochila repleta de artículos de supervivencia?

Sonrió, pero la ligereza con que me lo estaba tomando le hizo menear la cabeza.

―Todo esto ―dijo señalando los contenedores, las latas de comida― es para Eric y para ti. Confío en que nunca lleguéis a necesitarlo. Mi mayor temor es no poder cuidar de vosotros. Es una pesadilla. Algún día lo entenderás.

Le di un beso.

―Bueno, gracias, papá. Te lo agradezco. De verdad. La tendré a mano.

Sabía que aquello le producía la sensación de que lo tenía todo más o menos controlado y en el fondo no hacía ningún daño. No era una de esas personas que se sientan a esperar a que el mundo se acabe, solo que lo tranquilizaba estar preparado para cualquier eventualidad. Esa mochila está en el sótano y aún lo que él pensó que me mantendría a salvo. Va a ser lo primero que mire.

―Por cierto, chicos, que está muy bien eso de que salgamos de la ciudad y tal, pero ¿en qué nos vamos a ir? ―pregunta Nelly.

―Estaba pensando que podríamos llevarnos una de las furgos del trabajo ―propongo.

Hay un par de furgonetas de diez pasajeros en el aparcamiento de detrás del edificio. Nelly y yo ya las hemos conducido antes.

―Yo estaba pensando lo mismo ―tercia James, asintiendo con la cabeza.

Resuena un estruendo por el pasillo y entra Ana tirando de una maleta con ruedas y calzando unas bailarinas.

―¿Perdona? ―dice Nelly muy serio.

―Me da que alguien no acaba de pillar la gravedad de la situación ―le susurra James a Nelly.

―Ana, ¿no tienes una mochila? ―pregunto procurando no alterarme.

―Aún tengo una de clase, ¿por?

―Igual deberías meter tus cosas ahí ―contesto mirándome los pies descalzos―. Y no estaría de más que te pusieras un calzado con el que puedas correr.

Ana frunce el labio superior.

―Genial. ¿Quieres ayudarme tú a hacer la mochila?

―¿Por qué no? ―contesto, guiñando un ojo a James y Nelly, que siguen riendo como bobos, y la sigo por el pasillo.

Ana debe de pensar que nos vamos al Caribe, porque le saco de la maleta unos tops de tirantitos medio transparentes, un estuche de maquillaje y un par de sandalias de tacón. Ahora lleva puestos unos zapatos decentes, unos vaqueros y un suéter. Penny lleva algo parecido.

―Tengo miedo, chicos ―dice Penny.

Le tiembla el labio inferior y le doy un abrazo.

―¿Por qué? ¿Porque hay miles de personas ahí fuera que nos quieren devorar vivos? Tampoco creo que sea para tanto.

A ese rostro que conozco casi tan bien como el mío asoma una sonrisa. Siempre conseguimos hacernos reír la una a la otra, por muy mal que vayan las cosas. Siempre ha sido así, desde que aquella niña triste cuyo papá acababa de morir entró en mi clase de quinto.

―Te quiero ―susurra y me coge la mano.

―Yo también te quiero ―digo y le aprieto la suya―. Todo va a salir bien.

James le tiende los brazos y ella se deja abrazar. Señalo con la cabeza la cara de Ana y Penny sonríe. Su hermana estaba deseando que conociera a alguien y sé que está contenta, aunque James le parezca un friqui.

Nelly se levanta y da una palmada.

―¿Vamos?

―Vamos ―contesto enhebrándole el brazo.