CAPÍTULO 18

Echo un último vistazo a mi apartamento. Me parece sentir a mis padres aquí. Espero estar haciendo lo correcto, lo que ellos habrían hecho.

―Hasta el fin del mundo ―susurro por el pasillo vacío.

―Y después ―susurra Penny a mi espalda.

Me vuelvo y sonrío. De pequeña, discutía con mis padres sobre quién quería más a quién. Tanto como el universo, decíamos. Por siempre jamás. Hasta el infinito y más allá. Hasta el fin del mundo y después. Perfecto para la ocasión.

Nuestra manzana sigue tranquila, así que cargamos la furgoneta rápidamente. Con Nelly al volante, nos dirigimos a Queens. Figuras sospechosas llenan las calles a lo lejos. Nelly conduce hasta la siguiente avenida, pero es lo mismo: un aterrador desfile se encamina hacia nosotros.

―Sí ―digo―, va a ser Jersey.

Hay unos cuantos contagiados en cada manzana. Algunos casi parecen normales, pero sus cuerpos rígidos y sus miradas perdidas los delatan. Otros parecen muertos y en fase de descomposición. ¿Cómo no me he dado cuenta de que el del cuello mordido estaba muerto? Ahora me parece tan obvio... Nadie sobrevive con una carótida arrancada de un mordisco.

Me siento aliviada cuando salimos de las calles y enfilamos la autopista. Los contagiados aún no han llegado allí y el puente está a solo unos minutos. Estoy empezando a relajarme cuando veo destellos de luces policiales en el interior de la furgoneta. Se forma una capa de sudor bajo mi ropa y me tiemblan las piernas. Apenas hemos llegado a ningún sitio.

―Mierda ―dice Nelly y se detiene en el arcén.

Se nos acercan a toda velocidad cuatro coches de policía. Confío en que nos dejen irnos a casa en vez de detenernos, pero pasan como balas por nuestro lado sin mirarnos siquiera. Dejo caer la cabeza sobre el asiento, aliviada, y oigo los suspiros de mis amigos mientras nos incorporamos a la autopista y cruzamos el puente.

El Verrazano siempre ha sido mi favorito. Es alto y elegante y está pintado de un azul claro platino, el mismo color del río y del cielo al anochecer, como si hubiera nacido allí, de forma orgánica, por la transformación del agua en metal. Lo imagino mañana, un armatoste retorcido, con cables y pedazos de hormigón colgando sobre el agua.

Hasta ahora, ha sido demasiado fácil. Me giro en el asiento, pero la carretera está desierta, salvo por unos cuantos coches a nuestra espalda. Miro al frente mientras pasamos el peaje. Hay un policía en el único puesto abierto. Parece el típico tío que se hace poli para joder legalmente a la gente.

―¿Qué hacen aquí? ―pregunta.

Lleva una plaquita de identificación en la que pone Spinelli y nos mira sin expresión alguna en el rostro.

―Hola, agente ―dice Nelly―. Confiamos en poder llegar a Jersey, tenemos familia allí.

Mira a Nelly sin pestañear.

―¿Cómo?, ¿no se han enterado del toque de queda?

―Bueno, sí, pero ya sabe los atascos que se montan en Nueva York. He pensado que este iba a ser el único momento de mi vida en que iba a poder acelerar en la autopista de peaje.

La fachada inmutable del agente Spinelli se resquebraja un poquito. No llega a sonreír, pero se establece entre ellos una especie de complicidad de tíos duros que lo hace ablandarse.

―De acuerdo. Escuchad, no os voy a detener. Debería hacerlo, pero después de este turno me voy a casa y no me apetece quedarme en comisaría rellenando papelotes innecesariamente. Además, me han dejado aquí solo, no sé qué esperan que haga. Si os preguntan, habéis accedido a la autopista por Staten Island.

James se inclina hacia la ventanilla desde el asiento del copiloto.

―Gracias, agente. ¿Piensa quedarse en casa o se va a algún sitio?

―Me quedo en casa. Como deberías haber hecho vosotros. ¿Por? ―pregunta.

―Sabemos de buena tinta que mañana van a cerrar Nueva York, volando prácticamente todos los puntos de acceso y dejando que la infección se extinga por sí sola. ―El agente Spinelli parece pensarse lo de no detenernos. Es evidente que cree que estamos majaras. Sé que James quiere ayudarlo, pero podría empeorar las cosas―. Nos lo ha dicho un alto cargo de la FEMA. Igual le conviene marcharse esta noche ―añade James.

La expresión de los ojos de Spinelli no cambia.

―Lo tendré en consideración. Buen viaje ―dice, levanta la barrera del carril y nos deja pasar.

―Estaba convencido de que me haría caso ―confiesa James decepcionado.

Al volverme, veo que no ha bajado la barrera. Vienen unos cuantos coches detrás de nosotros y los deja pasar a todos; luego sale corriendo de la garita hasta un coche policial estacionado en el arcén de la autopista.

―Te ha hecho caso ―digo―. Mira.

Espero que consiga sacar a su familia a tiempo.