CAPÍTULO 23

Tengo los labios pegados y los sorbitos de agua que bebo no me hacen nada. Fuerzo la vista e imagino cosas que se mueven en la oscuridad: una masa de contagiados como los que atacaban a los saqueadores, solo que ahora no estoy a salvo en la azotea de mi casa, con comida para varios meses y acceso al agua almacenada en el sótano. No tenemos más que lo que llevamos en las mochilas. Nos quedan dos sitios a los que ir: los Palisades y la parte superior de este edificio. Puede que los eleequis no sean capaces de llegar arriba, pero, si no hay agua, todas esas personas habrán muerto dentro de una semana, si no de unos días, atrapadas allí arriba.

Después de un rato que se me hace eterno, se oye una advertencia por una de las radios: «Unos cien eleequis vienen hacia aquí. Los tenemos encima en dos minutos. Preparaos, chicos».

Los soldados están alerta. Una figura sale de la penumbra y se aproxima a la valla. La sigue otra, y otra. Los focos exteriores se encienden de pronto y hago un aspaviento al ver el panorama. La carretera principal está plagada de contagiados, de eleequis. Avanzan dando tumbos por el césped y entran en el aparcamiento. Las armas y los soldados no los impresionan, solo los atraen más.

Suenan los disparos. Un hombre sin mandíbula inferior cae después de que le vuelen la tapa de los sesos. Una mujer que lleva un vestido cruzado de color púrpura intenso cae al suelo con un tiro acertado. Un niño que no tendrá más de nueve años cojea hasta la valla. Lleva la boca abierta y la gorra torcida sobre un ojo de tal forma que parece un pervertido. Sus padres deben de estar preocupadísimos por él. Puede que sus padres sean los que le han hecho esto, caigo en la cuenta de pronto, y se me seca aún más la boca.

Me flojean las piernas. Estas personas están muertas. Lo están y no lo están. Si le doy demasiadas vueltas, me voy a volver loca, así que me quito la idea de la cabeza. Veo al pequeño tambalearse de un disparo en la cabeza y solo cuando cae al suelo, de bruces, descubro que su camiseta no ha sido siempre marrón, que antes de empaparse de sangre era blanca.

Hay una mujer mayor que parece una oficinista, un médico que aún lleva la bata blanca, un par de hombres con chalecos naranjas de peones de carretera. Caen todos, pero la avalancha continúa según van desviándose de la calzada.

Son muchísimos. Llegan a la valla, donde empujan y tiran y tiran fuerte. Los oigo por la ventana, aun con el estrépito de los disparos. Es un alboroto de aullidos graves y gemidos interminables. Parecen hambrientos y nosotros somos su comida. Resisto la tentación de taparme los oídos y uso las manos para agarrar con fuerza la pistola. La verja se mece de forma alarmante, pero aguanta.

Un destello de luz procedente de la carretera principal ilumina la estancia. La explosión nos sobresalta. Durante unos minutos, van muriendo según llegan, pero entonces Rodríguez señala por la ventana y grita. Sigo la dirección de su dedo y lo que veo me corta la respiración. Aprieto fuerte la empuñadura del arma.

Una oleada gigante de contagiados sigue a la primera. Tropiezan y pasan por encima de las barricadas de la carretera que ellos mismos han tumbado. El ruido debe de haberlos atraído. Rodríguez, Park y los otros hablan a gritos entre ellos por encima del estrépito de los disparos.

Rodríguez se vuelve hacia nosotros mientras salen corriendo.

―Hay que salir de aquí ―grita―. ¡Vamos a acabar con esos cabroeleequis!

Los eleequis de la valla empujan. Meten los dedos por entre los alambres, invitándonos a acercarnos. La valla se comba por las junturas de los paneles; no está hecha para soportar la fuerza bruta de centenares de cuerpos. Retrocedo hasta Penny, que tiene los ojos como platos.

El estruendo se asemeja al del broche final de los fuegos artificiales del 4 de Julio. Me estalla el corazón y el estómago me martillea como un bombo. «Por favor, por favor ―canturreo al ritmo de ese bombo―. Por favor.» Pero, cuando el segundo grupo se junta con el primero en la valla, esta se dobla por la parte superior y la inferior arrastra por la acera. Revienta la costura entre dos paneles. Un eleequis que está en el suelo repta por ella. Le falta un brazo y la camisa le cuelga abierta, dejando visible la piel hecha jirones y la sangre coagulada.

―¡No! ―susurra Penny.

Cuando me agarra el brazo, dejo de temblar. No puedo acobardarme ahora. Ella no va armada y, si el ejército no puede protegernos, tendremos que defendernos solos.

El eleequis de debajo de la valla le agarra el pie a un soldado con el brazo que le queda, tira para acercarse al tobillo y le hinca los dientes en la bota. El soldado le abre la cabeza con la culata del rifle y dispara a los contagiados que lo siguen.

La luz radiante le da un intenso color blanco a su piel, que contrasta con la sangre oscura que la mayoría lleva encima. Algunos parecen bufar, pero no por verdadera rabia, sino por instinto. Tienen la mirada perdida, fría.

Los soldados se retiran al interior del edificio. Se oye el estrépito de botas mientras algunos suben a la azotea y se reanudan los disparos en serio. La valla se comba aún más y cede con un fuerte clamor metálico. Los eleequis se cuelan entre los vehículos. Ahora que ha ocurrido lo peor, estoy más tranquila de lo que pensaba que podría estar. Solo queda una cosa por hacer.

―Tenemos que largarnos ―dice Nelly―. Agarrad las mochilas.

Me cuelgo la mía de los hombros. Los demás se echan las mochilas a la espalda también y miran a Nelly.

―¿Por detrás, hacia los Palisades? ―nos pregunta a James y a mí, que asentimos.

Los soldados del vestíbulo apilan escritorios y sillas delante del cristal mientras otros conducen a los civiles arriba. La madre lleva en brazos al pequeño y un soldado carga con la niña, que no para de gritar.

Grafton nos intercepta.

―¿Adónde van? ―grita.

―A los Palisades ―contesta James.

El sargento cabecea afirmativamente.

―No sé cuándo llegarán los refuerzos, pero no puedo abandonarlos ―dice señalando a los civiles conmocionados.

Revienta el cristal de la puerta principal. Un brazo pálido cubierto de vello marrón oscuro se cuela entre los muebles. Los bordes dentados del cristal roto le seccionan la piel, pero eso no lo detiene.

―¡Váyanse ya! ―grita Grafton―. Los retendremos todo lo posible. Salgan por las puertas del fondo del pasillo. Por detrás está despejado.

Llevo suelta la correa de la cintura de la mochila, que me sacude y me empuja hacia delante con cada paso. Al abrir la puerta, suena una sirena atronadora. Hemos salido todos menos Peter, que vacila.

―¡Venga, Peter! ―le grito.

Tiene los ojos como platos y lo sobresalta un estrépito procedente del interior.

―Ya te he dicho que…

No puedo creer que esté pensando en quedarse. Nos tenemos que ir ya, no hay tiempo para discutir.

Ana se inclina y le tira de la manga.

―¡Peter!

El peso de la mochila lo hace tambalearse, pero recupera el equilibrio y cruza la puerta bamboleándose. La cierro de un empujón y los sigo al césped.

James levanta el arma y grita por encima del barullo:

―¡Mirad allí!

Tres contagiados han vuelto la esquina del edificio. Nelly y yo apuntamos, pero antes de que podamos dispararles caen al suelo como tres sacos de patatas. Levanto la vista confundida.

―Os cubrimos hasta el bosque. ¡Marchaos! ―grita una figura oscura desde la azotea. No estoy segura, pero parece Rodríguez. Me alegro de que siga vivo.