CAPÍTULO 25

Me despiertan unos truenos a lo lejos, pero el sol me calienta la cara. Abro un poco un ojo. Lo tengo cansado e irritado y me suplica que lo deje reposar, pero me obligo a abrirlo del todo y veo el cielo azul encima de mí. Me incorporo enseguida, sin acordarme de que estoy enfundada en un saco de dormir con otro ser humano, con lo que vuelvo a tumbarme como un resorte. Nelly protesta, pero no se despierta cuando salgo con cuidado. Ana y Peter están profundamente dormidos, recostados en el árbol. No se lo reprocho, ha sido una noche dura.

Unas columnas de humo se alzan al cielo desde Manhattan. Me acerco al borde del mirador, espantada. Parece una zona de guerra. Suena otra tanda de lo que ahora sé que no son truenos y otra columna de humo se suma a las anteriores y queda suspendida sobre la ciudad como una boina de esmog. Los demás despiertan sorprendidos y se reúnen conmigo. Ana y Peter se sienten culpables por haberse quedado dormidos durante la guardia.

James se apoya en la pared de piedra que bordea el acantilado y mira a lo lejos.

―Los puentes. Lo están haciendo de verdad, ¿no?

Como en respuesta a su pregunta, llega de pronto un helicóptero del lado de Nueva Jersey hasta el centro del puente de George Washington; luego se aleja y planea a cierta distancia. El centro del puente se convierte en una nebulosa como consecuencia de la explosión, que hace que me vibre el pecho hasta los pies.

Gritamos todos. Nueve millones de personas están a punto de descubrir que los han dejado a merced de los lobos. El pánico me encoge las entrañas, pero siento un inmenso alivio. Estamos a salvo. Más a salvo que ellos, por lo menos. Los cables que sostienen el puente colgante siguen ahí cuando se disipa el humo. Solo han volado la carretera. El helicóptero se retira a Jersey.

―Igual piensan que van a tener que reparar el puente en algún momento ―dice Nelly con frialdad―. Igual algún pobre desgraciado es capaz de cruzar con lo que queda.

Sé lo que siente. Nosotros podríamos estar allí. Estamos allí, con los que son como nosotros. Peter está boquiabierto. No se acaba de creer que algo así pueda pasar. Le toco la mano. Estoy tan acostumbrada a tocarlo que no se me hace raro, hasta que él aparta la mano. Me gustaría poder decirle que todo va a salir bien, pero no pienso que vaya a ser así. Me parece que eso es lo que lo tiene más conmocionado de todo.

James hurga en la mochila en busca del iPad. No ha podido conectarse a internet en toda la noche y los móviles no sirven para nada. Intento comunicarme con Eric telepáticamente: «Estamos bien. Voy para la cabaña». Debe de estar volviéndose loco.

―¡Lo conseguí! ―grita James y se sienta en uno de los bancos mientras nos apiñamos todos a su alrededor.

En una página de noticias el titular reza:

Abandonadas las principales ciudades del país

Desde una ubicación no revelada, el presidente pide a los ciudadanos que se preparen para un sitio largo

Los especialistas informan de que los contagiados podrían estar muertos ya

James lee en voz alta:

El presidente ha anunciado hoy que ha sido «imposible acabar con la infección» en la mayoría de las grandes ciudades de Estados Unidos. Todas las grandes capitales del país informan de cifras de contagios abrumadoras e imposibles de abordar. Los hospitales están desiertos y los enfermos deambulan ahora por las calles propagando el bornavirus LX. El virus, que se contagia por los fluidos corporales, se ha extendido rápidamente al mundo entero. Ayer se perdió todo contacto con China y buena parte de Europa. Ambas sufrieron los primeros brotes unos días antes que Estados Unidos. La Policía y la Guardia Nacional no dan abasto. Muchos efectivos han abandonado sus puestos para cuidar de su familia, con lo que nadie atiende las llamadas de auxilio. Según las previsiones, las ciudades de la costa este, donde la infección está menos avanzada, alcanzarían una incidencia del quince por ciento esta mañana, a pesar de los toques de queda. Se ha tomado la decisión de abandonar las ciudades y centrar el esfuerzo en zonas menos pobladas. «No ha sido una decisión fácil», ha dicho el presidente esta mañana. «No nos hemos olvidado de vosotros. Estoy convencido de que todos entendéis la necesidad de mantener a raya la infección. Os pedimos que salgáis solo en caso absolutamente imprescindible. Será cuestión de días que reunamos los efectivos necesarios para combatir el virus. Que Dios os bendiga a todos.» Las principales arterias de las ciudades se han cortado con barricadas o destruido. Esto ha llevado a los detractores del presidente a preguntarse cómo piensa volver a entrar el ejército cuando haya conseguido «reunir» los efectivos necesarios. «No van a volver», ha declarado una fuente bien informada del Gobierno. «Esas ciudades han quedado a merced de su suerte, hasta que la infección se extinga por sí sola.» A la pregunta de cuánto viven los contagiados del bornavirus LX, ha respondido: «Esa es la cosa, que no lo sabemos, porque ni siquiera están vivos». Desde ayer corre el rumor de que los contagiados podrían no estar vivos, aunque lo parezca. Los CDC han negado semejante disparate, pero los profesionales sanitarios que han estado tratando a los pacientes contagiados respaldan la afirmación. Los CDC emitieron anoche un comunicado que reza, entre otras cosas, lo siguiente: «No hay cura conocida para el bornavirus LX. La tasa de contagio es del cien por cien para quienes se exponen al virus y la de mortalidad también es del cien por cien. Pedimos a todos los ciudadanos que tomen la precaución de quedarse en casa y no intentar cuidar de los seres queridos contagiados». Nos hemos puesto en contacto con los CDC para preguntar cuánto sobreviven los contagiados. «No tenemos ni idea», ha dicho Marcia Dreyer, investigadora y la única persona que ha accedido a hacer declaraciones. «Por las pruebas realizadas sabemos que no se descomponen a la velocidad normal. Hasta la fecha, solo una lesión cerebral o el fuego han logrado acabar con los sujetos sometidos a estudio.» La señorita Dreyer se ha visto entonces obligada a ceder el teléfono a un superior que no tenía nada que comentar. En cualquier caso, ha quedado claro que el bornavirus LX está descontrolado y no tiene cura. Lo único que se puede hacer ya es buscar un escondite seguro y esperar a que se extinga.

James bebe un trago de su botella y hace clic en un enlace de audio en directo. Reconozco la voz del espacio matinal de noticias de NY1. A veces sonríe como un crío; otras, sobre todo cuando lee un titular de periódico que le resulta particularmente absurdo, pone cara de suficiencia, como diciendo «¿Quién se va a tragar esta mierda? ¿De qué va esta gente?». Su voz, por lo general animada, suena ahora exhausta. Me imagino las ojeras que debe de tener y que por fin va a aparentar los años que tiene, lo mucho que va a tener que disimular el pánico. Me lo imagino obligado, posiblemente a punta de pistola, a leer esas líneas, a calmar a la población.

… y todos los accesos a la ciudad de Nueva York se han cerrado para impedir el paso a los contagiados. Se nos ha pedido que nos quedemos en casa mientras la infección sigue su curso. La FEMA tiene previsto lanzar paquetes de comida para los que necesiten víveres. Informaremos de los lugares donde se dejarán caer en cuanto lo sepamos. Todos los suministros básicos seguirán funcionando durante los próximos días. El presidente nos ha asegurado que la ayuda está en camino. Por favor, manténganse a salvo siguiendo estas instrucciones.

Detecto el escepticismo de su voz y me imagino su sonrisa, amarga y resignada, de «¿Quién se va a tragar esta mierda? ¡Menuda bola!». Y no, yo no me lo trago.