Nos colgamos las mochilas y caminamos. Llevo la pistolera de hombro de mi madre. Dudo que me vaya a meter en un lío por llevar un arma en la ciudad ahora mismo. Cuando la llevo metida por la cinturilla, me obsesiono con que se me va a disparar en el culo, por improbable que eso sea. Mastico una vieja barrita energética hasta que tengo la sensación de que se me va a desencajar para siempre la mandíbula. Me cuesta tragar con el nudo que tengo en la garganta, así que bebo unos tragos de agua para que baje.
Cada equis tiempo nos topamos con un claro en el bosque y unas vistas preciosas del río Hudson, que discurre al pie de los imponentes acantilados. Parece como si tuviera que haber invertido su rumbo o haberse detenido por completo en un día como hoy. Me sorprende que el sol pueda brillar de ese modo en un hermoso cielo azul con toda esta locura.
En la ciudad se ven ya incontables columnas de humo negro, como si ardiera todo Nueva York. Se me encoge el corazón al pensar en sus mejores cosas: la gente campechana y de buen corazón de Brooklyn, que no duda nunca en echarte una mano; la forma en que los neoyorquinos se unen cuando hace falta; los museos en los que me he criado, donde contemplaba durante horas las momias y los fósiles o las cabezas reducidas; Prospect Park; la biblioteca; los vagones de tren y los barrios llenos de personas no solo de todos los tonos de piel imaginables, sino también de cualquier país, hablando cualquier idioma, vistiendo cualquier prenda, comiendo cosas de todo tipo. Y también en las peores: los cajeros que ignoran por completo tu mano tendida y te dejan las vueltas en el mostrador; las personas que creen que las colas son optativas; los hípsteres; la mugre; el metro de la línea F; la Dirección General de Tráfico…
Mi ciudad, la ciudad que adoro, la que a veces odio, que me llena de energía y a la vez me agota desde que nací, es una nube de humo. Me detengo y la contemplo por última vez, porque era mi hogar, un sitio al que podía volver cuando quisiera o lo necesitara, pero estoy convencida de que ha desaparecido, se han llevado de una sola pasada lo bueno y lo malo. Lloro hasta por el último pedacito de ella.