CAPÍTULO 30

Hank y Corrine miran con envidia el surtido de galletitas y de brioches con pasas en paquetitos individuales de nuestro desayuno mientras picotean sus huevos con tostadas. Cuando tienes nueve y doce años, no sabes apreciar la comida de verdad.

―¿Y ahora cuál es el plan? ―pregunto cuando han terminado todos.

James abre nuestro mapa y recorre con el dedo la distancia del parque a la cabaña. Peter mira el mapa como si hubiera interrumpido de forma grosera su contemplación del bosque y continúa contemplándolo. Ana aún no se ha despertado.

―Estamos a unos ciento cincuenta kilómetros de distancia, más si cogemos muchas carreteras secundarias ―explica James.

―¿Qué os parece si nos ponemos en marcha… en algún momento? ―pregunto.

―Dot y yo estábamos pensando en esperar unos días ―dice Henry―. Nos la jugamos, porque habrá más contagiados, pero confío en que la gente habrá llegado ya a su destino y en que la situación habrá mejorado ―añade frotándose las cejas; luego baja la mano y le veo la duda en los ojos.

Nelly asiente.

―Yo no quiero verme atrapado otra vez en una de esas zonas de tratamiento ni en un control de carretera. Hemos tenido suerte de escapar.

―Tengo el presentimiento de que la cosa no va a hacer más que empeorar ―dice James―, pero esperar unos días podría ser buena idea de todas formas. Henry, ¿sabes de algún sitio donde podamos comprar artículos de acampada?

Henry arruga el gesto mientras piensa.

―Hay unas cuantas tiendas, negocios familiares. Nosotros también necesitamos algunas cosas.

―¿Qué os parece si vamos en grupo? ―pregunta Nelly.

―Esperaba que lo propusierais ―dice, y se le suavizan un poco las arrugas de la frente―. Además, nos alegramos de tener compañía un par de días.

Puede que dispongamos de un par de días antes de que empiece a llegar la gente. Esto está bastante aislado y eso, sin duda, atraerá a otros en cuanto consigan escapar de los atascos. Acordamos salir dentro de unas horas a una tienda que Henry cree que es nuestra mejor apuesta.

Empieza a hacer calor. Me quito el polar de Nelly y anhelo una ducha caliente. Llevo los vaqueros sucios y, después de sacudírmelos con fuerza un par de veces, me doy por vencida. Me rehago la trenza. Al menos me he lavado los dientes y tenemos desodorante. Sintiéndome más o menos limpia, me siento a la mesa y escucho en la radio las mismas cosas todo el rato.

―¡Odio la radio de hablar! ―protesta Corrine.

Se pone los auriculares de botón y se sienta de mala gana a la mesa. Hank suspira, se aparta un poco para no estar tan cerca de su hermana y sigue leyendo. Nelly, James y Henry han ido a por más agua, y Penny está en la tienda con Ana. La fascinación de Peter por el bosque que nos rodea no ha mermado aún. Se me ocurre volver a intentar hablar con él, pero no quiero que me pegue otro corte.

―Hank ―digo―, ¿qué lees?

Levanta la vista.

―Ah, un cómic.

―¿De qué va?

―Bueno ―mira alrededor y se acerca a mí―, va de zombis. Sé que todo el mundo piensa que no existen, pero yo lo he traído por si acaso.

Asiento con la cabeza.

―Tu padre me ha contado lo que decías de los contagiados.

Me mira con recelo a través de las gafas.

―Anoche me dijo que yo tenía razón.

―Y la tienes.

Sonríe, pero luego intenta no hacerlo porque sabe que, en el fondo, la cosa no es para reírse.

―Yo no pensaba que pudiera ser verdad. ―Se regodea por un minuto, pero después se pone muy solemne―. Pero eso quiere decir que lo tenemos muy chungo. Esto es grave, Cassie.

Dice mi nombre de una forma tan adulta que me cuesta no tomarlo por uno.

―Sí, Hank, así es.