Dottie interrumpe el efusivo relato de Hank de absolutamente todo lo que ha leído sobre zombis para llevárselos a Corrine y a él a lavarse. Ignoro cuánto de lo que me ha contado será fiable, pero tampoco está de más saberlo, supongo. Además, Hank me cae bien.
Pongo orden en el campamento y estoy a punto de sacar un libro cuando vuelven todos del arroyo. Llamo en voz baja a Penny y le digo que nos vamos.
―¿Dónde está Peter? ―pregunta Nelly.
―En la tienda, descansando.
No será por haber hecho guardia esta noche. Nelly me mira intrigado y yo le hago un gesto de «tampoco yo lo entiendo».
Henry se ha quedado con la pistola que le prestamos para la guardia y le está echando un vistazo. Comprobamos que el resto de las armas están cargadas y nos preparamos para salir. Le paso uno de los revólveres a Penny, que lo coge a regañadientes.
Hank me hace reír cuando imita un porrazo en la cabeza con un palo. Procuro disimular, pero resulta tan gracioso con su carita de niño decidido que no lo consigo. Seguramente no debería alentarlo, pero me parece que tiene la situación bajo control. No está a punto de partir rumbo al mundo de fantasía, sea cual sea, que habitan ahora mismo Ana y Peter.
―Espera ―dice James mientras arrancamos el coche. Parece indeciso―. Yo me quedo. Penny y Dottie están aquí con los niños. Preferiría que no se quedaran solas.
―¿No se queda también vuestro amigo Peter? ―pregunta Henry.
―Eso pensaba yo también ―dice James y baja de un salto.
Pienso en quedarme yo también, pero quiero ir. Me fastidia quedarme esperando las malas noticias que temo constantemente.
La carretera del parque serpentea y desemboca al final en una carretera de dos carriles bordeada por prados y algunas casas dispersas. Después de unos kilómetros, empieza a haber más casas, aunque no hay nadie fuera.
―Ahora, como a medio kilómetro, a la izquierda ―dice Henry.
El letrero reza Sam’s Surplus
y parece que Sam vive al fondo de la casa azul desconchada. Subimos, entre crujidos, los escalones de madera del porche y nos asomamos por la ventana a oscuras. Hay un mostrador de cristal polvoriento repleto de cuchillos y otros artículos. De los ganchos del techo y de las paredes cuelgan mochilas y ropa.
Nelly llama a la puerta.
―¿Hola? ¿Hay alguien aquí?
Una figura asoma de la penumbra. Nelly y Henry se apartan de la puerta cuando esta se abre. Un hombre regordete de cuarenta y tantos años que viste vaqueros y una camiseta de Smith and Wesson nos mira con recelo. Su pelo castaño está entreverado de canas, y una barba de al menos una semana le cubre la parte inferior del rostro y el cuello.
―¿Sí? No son polis ―afirma más que preguntar, mirando furioso el vehículo marcado con el logo de la Policía de Parkway.
―No, no somos polis ―dice Nelly―. Confiábamos en que pudiera vendernos algún material. Estamos acampados arriba.
―No es temporada de camping.
―Sí, bueno, hemos dejado la ciudad y pretendemos llegar más al norte, pero necesitamos algunas cosas.
―¿De dónde? ―Lo miramos desconcertados y lo vuelve a intentar, con un suspiro, como si tuviera que lidiar con gente tan corta como nosotros a todas horas―. ¿De qué ciudad se han ido?
―Ah. De Nueva York. De Brooklyn ―contesta Nelly.
El hombre nos mira de arriba abajo y abre la puerta de par en par.
―Adelante. Solo efectivo. ―Dentro huele a polvo y a ropa vieja. Las cajas están apiladas en las estanterías. Vamos a necesitar su ayuda para encontrar algo aquí―. ¿Qué necesitan?
Está claro que, con este tío, cuanto menos hablemos, mejor, así que le leo los primeros artículos de la lista.
―Un saco de dormir, gas para hornillo, bombas de sifón, una lámpara…
Se mete detrás del mostrador y saca unos botes de gas y una lámpara. Después de un par de preguntas ásperas, nos elige un saco de dormir y mochilas para Henry. Pasa otro minuto hasta que Nelly aborda el tema de las armas.
―¿Tiene algún machete? ―pregunta.
El hombre lo ignora y vuelve a agacharse debajo del mostrador. Nelly me mira y se encoge de hombros. La puerta del fondo de la casa está entornada y me parece oír algo familiar en la radio de la cocina. Me acerco adonde anda hurgando debajo del mostrador. Confío en estar en lo cierto.
―¿Eso es la emisora preparacionista? ―pregunto.
Se yergue y nos mira a todos uno por uno, pero por fin se convence de que la que ha hablado he sido yo.
―Sí. ¿La conoce? ―pregunta poco convencido.
―Por supuesto. Mi padre era preparacionista. ―Enarca una ceja―. Allí es adonde vamos, a su cabaña.
―¿Cómo han conseguido salir de Nueva York?
―Bueno, sabíamos que iban a volar los puentes y decidimos que era hora de largarnos.
Asiente. Veo que le ha gustado que dijera «largarnos».
―¿Cómo es la casa?
Procuro abreviar.
―Es una cabaña de madera levantada en un solar de ocho hectáreas con una hectárea de huerto vallado. Comida para un año para cuatro adultos. Edificios auxiliares, abastecimiento de agua por gravedad, parte del suministro es solar. En una pista de tierra. La nuestra es la única casa.
―¿Cómo se almacena la comida?
Me está poniendo a prueba, pero sé la respuesta.
―Con absorbentes de oxígeno y tapas selladoras gamma. Al menos para lo que no sea comida envasada en casa ―digo, como si no hubiera otra forma de hacerlo.
Parece impresionado.
―Buen montaje.
No es muy simpático, pero ya no nos mira como si fuéramos alienígenas.
―Lo es, sí.
El anhelo repentino de estar allí, de estar a salvo, de percibir el olor característico de la casa y de tocar todos los objetos que conozco también casi me hace desmayarme.
―Parece que su padre sabe lo que hace.
―Lo sabía. Murió hace unos años. ―Aún me fastidia decirlo.
―Lo siento ―dice. Asiento con la cabeza. Parece que lo entristece de verdad que otro preparacionista haya dejado el planeta. Extiende las manos sobre el mostrador y se inclina hacia delante con aire de complicidad―. Bueno, ¿qué más necesitáis, chicos?
Lo tenemos en el bote.
Diez minutos después hay machetes en el mostrador y el hombre, que ahora sabemos que se llama Greg, no Sam, nos habla de la zona.
―Van a montar una especie de control de carretera, me parece. Esta noche hay una reunión ―dice agitando al aire una octavilla fotocopiada―. Dice algo de asignar recursos, lo que en el fondo significa que se van a llevar todo lo que tengo en la tienda. Yo me largo esta noche mientras estén reunidos. Tengo una casa en el monte bien aprovisionada. No es tan chula como la vuestra, pero servirá. ―Encoge los hombros ya caídos―. Muchas de estas cosas no me las puedo llevar, así que os las vendo encantado. Esa gente lleva años burlándose de mí por ser preparacionista. Hasta hay un tío lo bastante estúpido como para aceptar efectivo por unas cuantas cosas cuando me marche. No tenéis oro, ¿verdad?
Niego con la cabeza.
―El oro lo tenemos en la cabaña.
No hay oro. A mi padre le interesaban más las cosas que producían energía y alimentos que el dinero. Me da la impresión de que pronto el oro valdrá tan poco como las piedras. Y el oro no se come.
―Bueno, como digo, hay un tío que aún piensa que el dinero vale para algo.
―Lo que necesitamos de verdad es más comida ―dice Nelly―. No sabemos cuánto tardaremos en llegar a la cabaña. ¿Tiene idea de dónde podemos conseguirla?
Greg mira al techo y luego a mí.
―Lleva el coche a la parte de atrás. No quiero que nadie sepa que estáis aquí.
Nelly obedece y vuelve enseguida. Greg cierra con llave la puerta principal y se dirige al salón de su casa.
―Venga, vamos ―dice. Tengo la impresión de que Greg no socializa mucho. Cierra la puerta también y abre la de la cocina―. Sótano. ―Las escaleras están polvorientas, pero el sótano está asombrosamente ordenado. Apiladas contra la pared hay cajas llenas de cubos de veinte litros. En un rincón hay una mesita con un equipo de radioaficionado―. Comida. Creo que tengo por aquí. ¿Os valen las MRE? Tengo unas cuantas.
Saca una caja de la pila y la deja caer al suelo. Veo que las cajas están llenas y río. Habrá cientos de paquetes.
―¿MRE? ―pregunta Henry.
―Meals Ready to Eat ―contesto yo―. Raciones de combate. Es lo que les dan a los soldados. Llevan incluso sobres térmicos para calentarlas.
―Tu padre te instruyó bien ―dice Greg rascándose distraído la parte de la tripa que le asoma entre los vaqueros y la camiseta. Me mira y yo le sonrío―. Tengo huevos, sándwiches de carne picada, ternera Strogonoff, tortellini, pollo… Puedo deshacerme de seis cajas en total. Os durarán hasta que lleguéis a vuestro destino. Las demás creo que me las puedo llevar yo. No pienso dejarles ni una miga a esos buitres del pueblo.
Se oscurece su semblante. Sé que posiblemente Greg esté más que un poquito tarado, pero puedo entenderlo: las personas que llevan años creyendo que exageraba seguramente lo ven ahora como su proveedor particular. Claro que, por otro lado, también hay que pensar en hacer piña. Metemos las raciones que hemos elegido en las cajas que nos ha apartado. Con cada cosita que digo, asiente como si acabara de anunciar el sentido de la vida. Hasta nos regala un puñado de alimentos liofilizados.
―Regalo de la casa ―dice―. Vamos arriba a hacer cuentas.
Nelly y Henry cogen dos cajas cada uno y yo me dispongo a hacer lo mismo, pero Greg niega con la cabeza y las coge él.
―Una señorita no debería coger una caja si hay alguien cerca que lo puede hacer por ella.
Greg sube las escaleras con un gruñido. Lo sigue Nelly, volviéndose primero a mirarme como preguntando si me interesa, a lo que yo respondo con una mirada asesina. En la cocina Greg nos propone un precio justo y le pagamos en efectivo. Cargamos el vehículo hasta que apenas queda espacio para que yo me cuele en el asiento de atrás.
―Muchas gracias, Greg ―le digo―. Se lo agradecemos mucho. Nos ha salvado la vida.
Se ruboriza.
―Bueno, os ayudará a salir adelante. Os he apuntado un atajo para que podáis salir del bosque sin pasar por el pueblo.
Lo ha escrito en el dorso de la octavilla de la reunión vecinal. Nelly y Henry le estrechan la mano y le dan las gracias. Nelly me espera junto al asiento del conductor. Greg me da la octavilla junto con otro papelito.
―Te he puesto dónde voy a estar, por si no te va bien con ellos ―dice mirando de reojo nuestro coche.
―Ah. Gracias ―digo, esforzándome por sonreír. Siempre me abordan los raros.
―No tengo suficiente para nadie más, pero podría estirar mis reservas para dos. Si me necesitas, ya sabes dónde encontrarme.
Sonríe y la sonrisa no le cuadra en la cara. Entonces entiendo lo solo que debe de estar. Ha sido muy amable con nosotros, así que procuro no herir sus sentimientos.
―Gracias, Greg. Se lo agradezco de verdad. Me lo guardo aquí ―digo metiéndome el papelito en el bolsillo donde llevo el anillo y dándole una palmadita―. Ahí estará por si lo necesito.
Le tiendo la mano y me la estrecha con las dos suyas.
―Un verdadero placer conocerte, Cassie ―dice y no me suelta.
Me zafo como puedo y hago un esfuerzo por que no parezca que me escapo.
―Lo mismo digo, Greg.
―¿Te ha dado el teléfono? ―bromea Nelly cuando ya estamos en ruta.
―Me ha dado su dirección ―contesto―. Me da que me ha pedido que me vaya a vivir con él.
Nelly se parte de risa.
―Ese tío era un chiflado ―tercia Henry meneando la cabeza.
―Un poco ―coincido―. Claro que, ¿quién está preparado para lo que está pasando y quién no?
―Sí, pero, aun así, le falta un hervor ―espeta Nelly.
―A mí me ha parecido que estaba muy solo ―digo yo.
No sé bien por qué defiendo a Greg, teniendo en cuenta lo que me alivia alejarme de él en un vehículo rápido. A lo mejor porque nos ha hecho un favor ayudándonos y pagárselo con burlas me parece cruel. Era inofensivo, a pesar de sus fanfarronadas.
―Cassie Forrest, defensora de los solitarios y los chiflados del mundo entero ―dice Nelly―. Pero es cierto que ha sido muy generoso. Buena idea, Henry.
―Gracias, nos ha hecho un buen apaño, sí. Todas las compras en el mismo sitio ―dice Henry y, tamborileando con los dedos en la puerta, se vuelve a mirarme―. Pero no habríamos conseguido todo esto sin ti, Cassie. ¿Cómo sabes todas esas cosas?
―Mis padres eran preparacionistas, ya sabes, de esas personas que almacenan comida y material para emergencias. No tipo miliciano chiflado, sino más bien autosuficiencia ecológica. Aunque mi padre estaba un poquillo chiflado, la verdad. Se me fue pegando con los años.
―Sí ―dice Nelly―, la locura también.
Le tiro del pelo desde el asiento de atrás.
―Bueno, parece que tu padre también era muy listo ―dice Henry.
―Lo era.
Mientras veo pasar el bosque, lamento con toda mi alma que él no esté aquí.