Aún es de noche cuando noto que alguien me sacude el hombro. Penny deja la lámpara fuera después de asegurarse de que estoy despierta. Enrollo el saco de dormir y oigo el frufrú de nailon y de cremalleras fuera de la tienda. Recojo todo lo que queda por allí e ignoro la sensación de vacío que llevo en la boca del estómago. Cuando salgo de la tienda ya hay un poco más de luz, y volutas de niebla en el aire que apenas me permiten distinguir el coche de Brian y Jordan aparcado en el campamento. Supongo que aún duermen.
La comida que queda está en la mesa para que la repartamos. En cuanto me lavo los dientes, me acerco a donde están Nelly y Henry, contemplando las cinco raciones de combate restantes.
―No las quiere nadie, ¿no? ―bromeo y ellos ríen.
Nelly se vuelve hacia Henry.
―¿Seguro que no queréis venir con nosotros?
Henry suspira.
―No os imagináis cuánto me gustaría, pero hemos decidido darle un mes a la familia y luego marcharnos a vuestra cabaña, si os sigue pareciendo bien…
―Por supuesto ―digo―. Si por la razón que sea no estamos allí, meteos por un sendero que hay a la izquierda de la cabaña. Allí encontraréis un viejo arce con lo que queda de una casita de árbol, no muy lejos. Ese es «el árbol de los mensajes». En un agujero del tronco hay una lata de café. Dentro dejaré una nota con indicaciones de dónde estamos.
Henry asiente.
―Entendido. Bueno…
Mira la mesa. Nelly, que siempre está en sintonía conmigo, coge una caja de raciones y le acerca las otras a Henry. El cielo está lo bastante despejado ya para ver su cara de sorpresa.
―No, tío ―protesta―. No puedo llevarme todo esto. ¿Qué vais a hacer vosotros?
―Henry, nosotros nos dirigimos a un sitio donde sabemos que hay montones de comida ―digo―. Y no llevamos dos críos en el grupo. Esto tampoco os va a durar tanto, así que, por favor, no discutas. ―Saco un revólver―. Ni nos discutas esto. Te voy a dar también dos cajas de munición.
―No sé qué decir ―contesta, debatiéndose entre el alivio y la reticencia―. Un arma no es algo que se pueda regalar alegremente ahora mismo. Pero… pero no me puedo negar. Gracias.
―No te la estoy regalando ―le digo enarcando una ceja y mirando esa cara amable con una sonrisa―. Es un préstamo. Me lo tienes que devolver, ahí está el truco. Espero recuperarlo dentro de un par de meses.
Las mejillas de Henry esbozan una sonrisa de un segundo y luego su semblante recupera la seriedad de siempre mientras me abraza.
―Te lo devolveré. Sé que solo han sido un par de días, pero… ―Se interrumpe y le da una palmada en la espalda a Nelly.
―Oye ―dice James al tiempo que desmonta la segunda tienda―, su coche sigue aquí. ¿No dijo Brian que quería salir pronto?
De pronto creo saber por qué Brian y Jordan parecían tan tranquilos anoche. Noto algo procedente del coche, la ausencia de algo, más bien.
―Henry, retén a los niños ―le digo.
Me dirijo al coche, con el corazón acelerado de inquietud. Al principio pienso que me he equivocado, que están durmiendo en el asiento de atrás. Brian está de espaldas a la puerta, con las piernas a lo largo del asiento. Jordan está acurrucada en su regazo y la cabeza de él descansa en la de ella, como si estuviera oliendo por última vez su champú. Sus brazos, que probablemente la rodeaban, cuelgan inertes a los lados.
Armándome de valor, abro la puerta, solo para asegurarme de que no siguen vivos. Oigo pasos a mi espalda. Los otros se quedan allí plantados, petrificados, hasta que Dottie se inclina y les busca el pulso en la muñeca.
Niega con la cabeza.
―Pastillas quizá. No sé.
―¿Los… los enterramos? ―pregunta Penny.
Me alegra no ser la única que dice que no, aun sintiéndome cruel por hacerlo.
―Tenemos que irnos ―dice Henry.
―¿Rezamos algo? ―propone Dottie―. Jordan llevaba una crucecita de oro. Se la vi anoche.
―Por supuesto ―contesta él y empieza a recitar el padrenuestro.