CAPÍTULO 43

Tres horas después siguen diciendo por la radio lo mismo de siempre, el mapa de carreteras del estado de Nueva York está hecho un asco y solo estamos a medio camino.

―Bueno ―dice hastiado James, que ahora va de copiloto―, la comarcal siete mil trescientos cuarenta y dos es la siguiente a la izquierda.

Todas las carreteras tienen nombres como Comarcal 42 o Camino Postal de Albany a Jingletown. Están llenas de surcos y de baches, y nuestra velocidad máxima es de sesenta y cinco kilómetros por hora. Menos mal que, de momento, no hemos tenido problemas, pero cuatro personas en el asiento de atrás es demasiado, sobre todo cuando ninguno, y me incluyo, huele muy bien. Pero estamos vivos. Sé que es absurdo obsesionarme con que se me ha dormido la nalga derecha cuando se está acabando el mundo.

Oscilo entre una mezcla de preocupación y pánico que me encoge el corazón y el cabreo constante por pequeñeces, como lo cargado que está el aire dentro del coche o el que los tíos se piensen que sentarse con las piernas separadas por un metro de distancia es un derecho fundamental, aunque haya tres chicas con las rodillas completamente pegadas en la misma fila.

Tardo un rato en darme cuenta de que no solo estoy gruñona, sino que no me encuentro bien. Cada vez que tomamos una curva cierro los ojos para librarme del chapoteo que tengo en el estómago, pero solo consigo empeorarlo. Apoyo la cabeza en el cristal fresco de la ventanilla.

Penny se vuelve hacia mí.

―¿Qué pasa?

―No sé ―digo entre arcadas―. Tengo ganas de vomitar.

―Nels, más vale que pares. Cass va a potar ―dice.

Detiene el vehículo en un arcén ancho. Con el aire fresco, se me pasan un poco las náuseas. Me recuesto en el todoterreno y cierro los ojos, feliz de que el mundo haya dejado de sacudirse. Entonces me empiezan los retortijones.

―Mochila ―jadeo, doblada de las punzadas que tengo en la tripa. Me miran perplejos―. Papel higiénico.

Penny va corriendo a la parte de atrás y agarra el rollo. Me adentro dando tumbos en el bosque. Cuando vuelvo, a los diez minutos, han bajado todos del coche.

James apaga de pronto el cigarrillo.

―A mí también me están dando náuseas.

―¿Necesitas el papel? ―pregunto sin energía―. La experiencia ha sido divertidísima. No quiero que te la pierdas.

Me regala una sonrisa lánguida y se encarama en el asiento, sujetándose la cabeza con las manos. Me tiemblan las manos y me dejo caer al suelo, respirando con dificultad. Me vuelven despacio las náuseas.

―Yo llevo raro todo el día ―tercia Peter ceñudo―. ¿Hemos comido algo en mal estado?

―Todo iba bien envasado ―contesta Penny―, pero algo ha tenido que ser. Hemos filtrado toda el agua, así que eso no es.

Ana y Peter se miran.

―¿Qué? ―pregunta Penny―. ¿Qué pasa?

Entonces cae en la cuenta a la vez que yo de que les encargó ir a por agua hace un día. Hasta les enseñamos a usar el filtro. Ana mira sumisa a Penny.

―¿No filtrasteis el agua? No me digas que no usasteis el filtro, Ana ―le dice Penny levantando la voz.

―No pensamos que fuera para tanto. El agua parecía limpia y estábamos tardando una eternidad en filtrarla ―contesta Ana y cruza los brazos como si con esa explicación bastara para contentarnos a todos.

―Por eso se llaman microbios, Ana, ¡porque son microscópicos! Además, ¿qué otra cosa tenías que hacer ese día? ¿Ir de compras? No doy crédito, chicos ―les dice meneando la cabeza, con los brazos en jarras.

Los miro a la cara, pero me mareo.

―Lo siento ―dice Peter, pero parece más molesto que arrepentido―. De haberlo sabido, no lo habría hecho.

Voy oyendo sus gritos cada vez más lejos. El sol pega fuerte. Tengo ganas de cerrar los ojos y quedarme allí tirada. Me da otra arcada. Intento ponerme de pie, pero termino vomitándole a alguien en los zapatos. Me hago un ovillo en la tierra blanda y las piedrecitas duras del camino y gruño.