Un rótulo de madera pintado nos da la bienvenida a Bellville. Hay un coche de policía cruzado en la carretera, rodeado por un amasijo de coches. Tres hombres asoman de pronto detrás de él. Uno de ellos apoya el rifle en el techo del vehículo mientras los otros dos levantan las manos para pedirnos que paremos.
―Vale ―grita uno alto y rubio―, todo el mundo abajo.
―¿Bajamos? ―pregunta James―. Igual deberíamos dar media vuelta. ¿Hay otro camino?
―Son otros sesenta kilómetros de viaje por lo menos ―contesto―. Y nadie nos asegura que no vayamos a toparnos con otro control policial.
Lo bueno de esto es que, si tienen cercado el pueblo, deben de estar todos bien.
Bajamos en tropel mientras se acercan dos de los hombres y el otro se queda apuntándonos con el rifle. El segundo hombre es corpulento, de pelo castaño que parece cortado con un cuchillo de untar mantequilla, ojos pequeños y mirada perversa.
―¿Adónde se dirigen? ―pregunta el alto.
Me acerco unos centímetros.
―Vamos a casa de mis padres, a unos treinta kilómetros al norte.
―¿Están enfermos? ―Negamos con la cabeza. Menos mal que no intentamos pasar cuando estábamos malos de lo que tuviera el agua. Me da que son de los que disparan primero y preguntan después. Seguimos sin tener muy buen aspecto y hemos tenido que hacer unas cuantas paradas de emergencia por el camino, pero, en general, no parecemos contagiados―. Bueno, no estamos dejando entrar a nadie en el pueblo. Tendrán que buscar otro modo de llegar allí arriba.
―Solo queremos cruzar el pueblo subiendo Bell Street ―le suplico―. De esa forma, nos ahorramos unos sesenta kilómetros y nos queda poquísima gasolina. Nos pueden escoltar.
Niega con la cabeza.
―No tenemos tiempo para escoltar a nadie a ningún sitio. Más de medio pueblo se ha ido a las zonas seguras de las afueras de Albany. Hace unos días vino la Guardia Nacional a decirles que era su única oportunidad de sobrevivir, así que la aprovecharon.
El corpulento frunce los ojos ya pequeños.
―¿Cómo es que no se dirigen a una zona segura?
―Ya estuvimos en una en Nueva Jersey ―contesta Nelly―. Escapamos por los pelos cuando la asaltaron los contagiados. Seguro que ustedes no están allí por la misma razón. Piensan que pueden proteger por su cuenta a su familia.
―Precisamente. Pero, aun así, no les vamos a dejar pasar. Órdenes del sheriff.
Empiezo a albergar alguna esperanza.
―¿Sam? ¿El sheriff Price? ―pregunto.
El alto enarca una ceja.
―¿Conoce al sheriff?
―Sí, él sabrá quién soy. ¿Podría decirle, por favor, que Cassie Forrest está aquí?
El de la mirada perversa aprieta la boca, pero el otro contesta primero.
―De acuerdo, voy a llamarlo por radio. No se muevan de aquí.
Vuelven al coche patrulla y hablan por radio. Procuro no mirarlos, por miedo a que, de repente, se nieguen a ayudarnos si hacemos un movimiento en falso. Además, el rifle nos sigue apuntando.
―Van en serio ―dice Nelly, apoyándose en el todoterreno con las manos en los bolsillos y fingida indiferencia y señalando disimuladamente al pueblo con la cabeza―. No miréis, pero tienen francotiradores en las azoteas. Ya he visto dos.
―No se andan con gilipolleces ―coincide James―. Si no nos dejan pasar, pillamos más gasolina con la bomba de sifón. Yo me quiero largar de aquí.
Cabeceo afirmativamente. No merece la pena tanto jaleo. Estoy a punto de decirlo cuando el alto abre la puerta del coche patrulla y sonríe. Se acerca a nosotros con el de la mirada perversa siguiéndolo como un perrillo faldero.
―Bueno, Cassie Forrest ―dice y me tiende la mano―. Sam se alegra muchísimo de que esté aquí. Me llamo Will Bishop, por cierto. Lamento la bienvenida, pero se nos ha intentado colar gente con contagiados. Este es Neil Curtis ―añade señalando a su compañero con el pulgar.
Neil saluda con la cabeza y, cuando mira al grupo, se detiene demasiado en Penny, en Ana y en mí. Su mirada carece de profundidad, como la de un perro bobo e impredecible. Algunos de esos perros son malos, mientras que otros están tan enamorados de su pelota de tenis que no queda sitio en su cerebro para nada más. Este es de los malos, lo tengo claro.
James se pone en medio para taparnos. Le agradezco el detalle, pero durante la última semana se ha quedado tan flacucho que se lo llevaría la brisa. Neil se da cuenta y disimula una mirada más alterada de lo que nos conviene. «Perro Rabioso.»
―Vamos a apartar el coche patrulla para que puedan pasar ―dice Will Bishop―. Sam está abajo, en el ayuntamiento. ¿Conoce el camino?
―Sí, gracias.