CAPÍTULO 51

Guardamos nuestras escasas pertenencias y, en un rincón, se amontona la colada apestosa. La casa se está calentando bien. Peter se sienta a la mesa y come galletitas saladas con mantequilla de cacahuete y mermelada casera. Veo que la mermelada «acaparada» va bajando rápido.

―¿Vamos a ver a John? ―pregunta Penny.

―Iba de visita a casa de su hija la semana pasada ―contesto―. Tenía pensado llamarme a la vuelta para hacer una parada a medio camino y venir a verme.

Eligió el peor momento del mundo para alejarse de sus provisiones, pero al menos está con Jenny.

Salgo al cobertizo de la instalación solar. El agujero que hay en la base de la puerta no es buena señal. Dentro, las baterías están tiradas por todas partes. Una de las ventanas está rota y los cables están mordisqueados. Entre los escombros, se encuentran escondidos nidos mullidos de ratón, pero ha debido de entrar algo más grande que luego ha salido royendo la puerta, un mapache o un puercoespín quizá. El cabroncete se ha debido de volver tarumba aquí dentro. Estaría bien tener electricidad, pero hay lámparas de sobra y las dos bombonas de propano de la cocina están casi enteras.

Al salir del cobertizo oigo algo en el bosque. Me he dejado la pistolera en la casa, y el machete también. Ha sido una estupidez salir desarmada y sola. Agarro un tubo metálico y me acerco con sigilo a la casa, pisando el césped seco.

Aprieto el paso al oír chasquidos de ramas, hasta que unos ladridos jubilosos me detienen en seco. Es Laddie, el perro de John. Aunque ya tiene canas en el hocico y cojea por las mañanas si hace frío, brinca a mi alrededor con una sonrisa perruna.

―¡Laddie! ―exclamo y me arrodillo para abrazarlo y que me dé un lametón en los labios―. ¿Qué haces aquí? ¿Dónde está tu papá?

Se sienta y barre con el rabo las hojas que hay a su espalda. Espero que John esté bien; él jamás habría dejado solo a Laddie.

―¡Ah de la casa! ―resuena una voz.

John sale a grandes zancadas del sendero que separa nuestras casas. Tiene mucho mejor aspecto que la última vez que lo vi. Caroline murió hace un año de un infarto fulminante mientras dormía. Lo afectó mucho y parecía que quería irse al otro barrio detrás de ella. Aún no ha recuperado su habitual corpulencia, ahora que Caroline ya no está aquí para alimentarlo, pero le brillan los ojos y exhibe una sonrisa en medio de esa barba entrecana.

―¡John! ―digo y corro a su encuentro y me relajo entre sus brazos enfundados en una camisa de lana.

Me agarra de los hombros y me aparta un poco para mirarme de arriba abajo.

―¿Estás bien? ¿Has conseguido llegar hasta aquí? ―me pregunta, como si yo fuera una aparición.

―Estoy perfectamente. Todos estamos bien. Nelly y Penny y su hermana y, bueno…, entra y te los presento. ¿Qué haces aquí? ¿Cómo es que no estás en casa de Jenny?

―El día que me iba me llamó Jenny para decirme que los niños habían pillado un virus y que era preferible que lo pospusiéramos una semana o así. ―Hago un aspaviento y él niega con la cabeza―. No, no, era un catarro fuerte: fiebre, mocos, toses… Gracias a Dios. ―Pero le noto cierta preocupación―. Hablé con ellos el fin de semana. Intenté llamarte, pero el servicio se había caído en Nueva York. Ya conoces a Jenny, es como su madre, ya estaba asegurando las escotillas. Aquella zona es bastante rural. Rezo para que estén bien.

―Ay, John, eso espero ―digo cubriéndole con mis manos una de las suyas callosas―. Pero me alegro muchísimo de verte aquí, de verdad. Pasa adentro.