Me paso un cepillo por el pelo enredado. Hasta la ducha corta que nos ha correspondido antes de que se agotara el agua caliente me ha sentado de maravilla. Mientras pensaba en Adrian, he visto cómo se iba por el desagüe una semana de porquería y suciedad. Desde hace un año estaba en algún lugar del norte de Vermont. Si sigue ahí, apuesto a que, con casi total seguridad, está bien. Como lo conozco, sé que estará haciéndose fuerte y reuniendo gente ahora mismo.
Me anima pensar que estoy más cerca de él ahora, aunque en estos momentos más que a cientos de kilómetros es como si estuviéramos a millones. Solo quiero saber si está bien. Hay quien dice que uno sabe si un ser querido ha muerto. Yo no lo tengo tan claro, pero, si es cierto, sigue vivo. Noto su tirón desde aquí.
Me pongo unos vaqueros y una camiseta que llevan años en esta casa y enfilo el pasillo. Ana, Peter y Nelly están tirados en el sofá y en las sillas supermullidas, enfundados en un surtido variadísimo de prendas. Vamos a necesitar más ropa en breve, de la talla correcta.
Hay una cazuela con agua y tomates en conserva hirviendo a fuego lento en el fogón. James canturrea y remueve la salsa mientras Penny incorpora los espaguetis. Todo parece de lo más normal y cotidiano, salvo porque a James le quedan superajustados los vaqueros pirata y Penny lleva una falda teñida de mi madre. Contengo una carcajada e intento echar una mano, pero me despachan enseguida. Se está ocultando el sol. Pongo la mesa y dejo allí dos lámparas solares a manivela; luego coloco dos lámparas de aceite en cada extremo del sofá.
Llaman a la puerta y entra John con una bolsa y la deja en el suelo.
―Tengo lista la mitad. Después hago el resto.
―Ay, gracias a Dios ―dice Ana―. Estoy deseando quitarme esto.
A mí me parece que iba monísima con los pantalones caqui remangados de mi madre. Me duele que no agradezca la ropa que lleva puesta, aunque le quede ridícula. Hurga de mala manera en la bolsa y enfila el pasillo. La sigo y llamo a la puerta.
―¿Sí? Pasa.
―Hola, Ana ―digo y cierro la puerta casi del todo―. ¿Podemos hablar un momento?
―Supongo ―contesta antipática.
―¿Estás cabreada conmigo?
Tira la camiseta de mi madre a un rincón y se pone la suya. Se desabrocha los pantalones y para.
―Peter me ha contado lo que le dijiste. A ver, yo ya sabía que no te gustaba demasiado, pero no puedo creer que le soltaras algo así.
Hago memoria. Corté con Peter y lo reprendí por ser tan egoísta, pero no sé bien a qué se refiere. Cruzo los brazos y me recuesto en la mesa del ordenador.
―No sé de qué me hablas.
―Peter me ha contado que le pediste que no viniera con nosotros solo porque habíais acordado dejarlo. Por eso no vino cuando tuvimos que salir corriendo. Me flipa que fueras tan egoísta.
Se quita los pantalones de mi madre y los tira encima de la camiseta. Repito mentalmente todo lo que me acaba de decir y escucho con atención, porque uno de los dos, o Peter o yo, vive en una realidad alternativa y, en esa realidad alternativa, Ana, nada menos, me está llamando egoísta. ¡Ella! ¡A mí! Me sube el ardor del estómago a la cara.
―Eso no es cierto ―espeto―. Yo rompí con Peter, ¡yo!, en Brooklyn. Me dijo que no iba a venir con nosotros a la zona segura, a pesar de que le pedí que lo hiciera. He procurado ser amable con él. Y ahora te miente. Y, ¡claro!, tú te lo crees.
Pone cara de indiferencia, encogiéndose de hombros, y se sube la cremallera de los vaqueros. Le da igual, lo mismo que la ropa que ha dejado tirada en el suelo. ¿Por qué va a importarle una ropa que no es suya, aunque solo la haya llevado un par de horas? Ni siquiera piensa en que John ha venido cargado por el bosque con nuestra colada, en que ha tenido el detalle de lavarla y doblarla, en que ha usado la gasolina que tiene almacenada para poner en marcha su generador, ni en todas las demás menudencias, tan importantes, que permiten lavar la ropa aquí.
Recojo los pantalones y la camiseta de mi madre y los doblo con cuidado en el sofá cama. Me dan ganas de darle un bofetón a Ana. Me cuesta muchísimo creer que lo ocurrido en esta última semana no la haya cambiado en absoluto, pero tengo delante a la Ana de siempre, egoísta y arrogante.
―Lo que tú digas ―me replica―. Tenemos que estar aquí un mes, ¿no? Seguro que nos podemos llevar bien hasta que nos sea posible continuar con nuestra vida ―me dice con una desagradable sonrisa falsa.
No me ha hecho ni caso. No tengo claro qué piensa que va a quedar de Nueva York dentro de un mes, aunque se extinga la infección.
―Estupendo, cree lo que quieras, Ana. ―Abrazo la ropa de mi madre. Ella siempre decía que la belleza va por dentro y Ana ahora mismo me parece horrenda, con esa cara de acelga y su desacertada superioridad moral. Me dirijo a la puerta, pero entonces me detengo y me vuelvo. Quiero arrancarle esa sonrisa de la boca―. Pero, como vuelvas a tirar al suelo algo de mis padres como si fuera basura, te juro que te doy una paliza. Lo digo en serio.
Me flojean las rodillas y, al salir de allí furibunda, me apoyo en la pared del pasillo para tomar aire. No puedo creer que haya amenazado a Ana con agredirla físicamente ni que se lo haya dicho completamente en serio, pero me da igual, porque la cara que ha puesto cuando me iba ha merecido la pena.