―Las judías verdes envasadas en casa están buenísimas ―dice Nelly cuando terminamos de cenar. Mira a Penny y a James―. Gracias, chicos.
Todo el mundo parece agotado. Parece que hiciera unos días que cruzamos el pueblo, aunque haya sido esta misma mañana.
―Acostaos ya ―dice John―, que yo me quedo en el sofá esta noche. Si viene alguien, Laddie nos avisa, y mañana montamos un sensor de movimiento para vuestra casa. Yo ya tengo uno.
―¿Tipo qué? ―bromea Penny―. ¿Latas llenas de piedrecitas colgadas de un alambre?
―Más o menos ―ríe John―. Si quisiéramos correr el riesgo de ir a Albany, podríamos conseguir algo más sofisticado, pero, de momento, nos vamos a apañar con alambre de espino y sedal.
Un rato después, cuando Nelly y yo estamos tumbados en mi cama, viendo la luna arañar los árboles, le cuento lo de Ana.
―Me alucina que Peter le haya mentido ―dice.
―Ya ―digo yo―. No puedo ni mirarlo a la cara.
Se me llenan los ojos de lágrimas de rabia y callo para que Nelly no me lo note en la voz.
―Ojalá me dejaras hablar con él, Cass.
―No quiero causar más problemas. Ya se le pasará. Igual es cuestión de tiempo.
―Me da que Peter no es de los que saben estar a la altura, pero no voy a decir nada aún, te lo prometo. No puedes tolerar que te trate así, ¿sabes?
Suspiro y me vuelvo de lado.
―Lo sé, lo sé. Ya te dije que no soy tan fuerte, ¿no?
Exhala. Pienso que se va a quedar dormido, pero entonces añade:
―Pero me gusta esta nueva página en la que estás ahora.
―¿Y qué página es esa?
―Una en la que amenazas a la gente con darle una paliza. Me habría gustado ver eso por un agujerito.
―Calla, anda ―le digo, pero sonrío y, aunque hace unos minutos tenía la sensación de que jamás conseguiría relajarme, me quedo dormida.
Me despierto a primera hora de la mañana. He visto muchos amaneceres últimamente. Y me da que me esperan muchos más, porque vamos a conservar las baterías y el aceite de las lámparas. Me encanta esa luz de un gris azulado, como submarino, que hay justo antes de que el sol por fin haga acto de presencia. Cuando veo asomar el sol, me siento más en sintonía con él, como si fuéramos viejos amigos, en vez de salir de pronto a su encuentro a mediodía. Por primera vez en años, me muero de ganas de coger un pincel, de mezclar colores hasta encontrar el tono perfecto de azul.
John ha encendido el fuego en el salón y hay agua caliente esperando en el hervidor. Se acuerda de que me gusta tomar té por la mañana, bendito sea. Me siento a la mesa, donde anda garabateando algo en un papel.
―¿Qué haces? ―pregunto.
―Trazando el perímetro de vuestra casa. Vamos a montar vuestro sistema de alarma, también conocido como «las latas» ―dice con una sonrisa―, algo retirado pero lo bastante cerca como para que lo podamos oír. El alambre de espino irá dentro de ese perímetro a la altura del pecho. En teoría, debería atrapar todo lo que cruce las latas y retenerlo hasta que lleguemos allí. El monte que hay detrás del huerto es empinado, así que lo dejamos para el final. Es lo mejor que podemos hacer con lo que tenemos. Según como funcione esto, igual nos interesa cavar zanjas también. A ver qué tal.
Me recuerda a mi padre, sentado a la mesa, firme como una roca, planificando algo. Se me encoge el corazón. Ahora mismo John es lo más próximo que tengo a un padre.
―John, eres increíble. Muchísimas gracias.
Envuelvo la taza caliente con las manos. Los dormitorios aún están fríos; anoche rondaban un grado bajo cero.
―Encantado de poder ayudar. Me distrae. ―Cuando me mira, sus ojos azules brillan a la luz de la lámpara―. No pensaba que fueras a conseguir llegar aquí, cielo, después de lo que hicieron en Nueva York. Al ver el humo de la chimenea de la cocina, me dije que seguro que era Eric y no me sorprendió. La que me preocupaba eras tú. No sabes lo que me alegró verte. Casi como si hubiera aparecido Jenny.
Le cubro la mano con la mía y nos quedamos así sentados, en un silencio agradable, mientras sale el sol.