CAPÍTULO 59

Llegamos a la tiendecita de artículos de travesía sin tropezarnos con nada vivo o muerto. Buscamos walkie-talkies, botas y ropa tranquilamente. Me quedo vigilando, pero solo veo dos eleequis al fondo de la carretera, debajo de un árbol, haciendo Dios sabe qué. Esperando el autobús, supongo.

Lo siguiente es el súper del pueblo. Los escaparates están destrozados y en la nevera de las cervezas no hay nada. No entiendo a la gente que, en situaciones de vida o muerte, se lleva cervezas y televisores.

Mientras avanzamos despacio entre cristales rotos, veo unos plátanos más maduros de lo deseable en una cesta que hay en el mostrador. Los cojo y todas las manzanas, que aún están bien. Se me ocurre pillarle tabaco a James, pero me parece una crueldad llevarle más ahora que ha decidido dejarlo. De todas formas, cuando miro, veo que tampoco queda ya.

Solo cogemos unas cuantas cosas. Puede que otras personas, si es que las hay, necesiten la comida más que nosotros. Lo que nos interesa de verdad está al fondo. John revienta una puerta cerrada con llave y nos mete en el despacho. Dentro hay una radio grande.

―Richard Morgan, el dueño de esta tienda, es radioaficionado. Me ha enseñado cómo funciona unas cuantas veces que se lo he pedido. Siempre he querido meterme en esto, hacerme con un equipo decente, pero es una de esas cosas que vas posponiendo ―dice, encogiéndose de hombros con una sonrisa tristona―. Supongo que hoy es el día. Lo que más necesitamos es la antena.

Sale fuera y señala un cable que trepa por un mástil pequeño en la azotea. Nelly se sube al techo del SUV y arranca las grapas que sujetan el cable al edificio. Con esfuerzo, desenrosca el último perno de fijación del mástil y lo baja. John lo ata con cuidado al techo del vehículo. Luego cogemos parte del equipo de radio.

Veo unas figuras que se nos acercan cojeando. Íbamos a llevarnos un poco de gasolina de otros coches con la bomba de sifón, pero podemos repostar con las reservas de John, así que volvemos a casa, que estamos más seguros. Penny y James están en el porche cuando llegamos. Al vernos bajar ilesos del SUV parecen aliviados.

―¿Cómo ha ido? ―pregunta James―. ¿Qué está pasando en el pueblo?

Negamos con la cabeza. Asiente como si no esperara otra cosa.

―¿Os habéis topado con ellos? ―quiere saber Penny.

―Sí ―contesto―. Unos veinte, en el instituto, que ha ardido por completo. Hemos tenido que matarlos a tiros.

―Guau ―dice James.

Penny pone los ojos como platos y me acaricia el hombro. Me duele de cuando el machete se ha encajado en el hueso. La sensación de calma se ha esfumado y ahora, de pronto, estoy aterrada. Me derrumbo en los escalones y me agarro la cabeza con las manos. El aire fresco me enfría el sudor y me castañetean los dientes. Penny se agacha a mi lado.

―Estoy bien ―le digo―. No me he asustado tanto cuando los teníamos encima.

Me miro las manos sucias y caigo en la cuenta de que no puedo distinguir unas manchas de otras. Llevo manchurrones marrones y negros, y alguno de color herrumbre. El eleequis al que he matado con el machete me habrá dejado algo de sangre infectada encima. A lo mejor me está calando dentro, encontrando una vía a través de algún corte minúsculo y contagiándome. Me trago el terror y digo―: Tengo que lavarme bien.

No voy a dejarme llevar por el pánico, al menos hasta que tenga una certeza. Mientras entro corriendo en la casa, oigo a Penny preguntar si estoy bien.

―Se le pasará ―dice John.

Tiene mucha más fe en mí que yo misma.