La sorpresa de John llega en la parte de atrás de su camioneta. Son una mamá cabra y su cría, las dos de un marrón intenso con manchas blancas. El animal nos mira con los ojos vidriosos y la cría se esconde detrás de ella cuando no mama con frenesí.
―La iba a comprar esta primavera ―dice John, acariciándole la cabeza a la madre―. Echaba de menos la lecha de cabra y, como mis nietos iban a pasar aquí casi todo el verano, supuse que les gustaría ordeñarla. La cría, que también es hembra, nació hace unas semanas. He pensado que las podemos alojar en nuestro pequeño granero.
No sé nada de cabras ni de leche de cabra, pero me figuro que será mejor que la que viene en polvo en una lata, que sabe exactamente a leche deshidratada y a lata. John desata a las cabras y las saca de la camioneta.
―Entonces, ¿el granjero al que se las has comprado está bien? ―pregunta James.
―Sí, él, su mujer y sus tres hijos, adolescentes, están perfectamente. Los Franklin. Igual tú los recuerdas, Cassie. Tenían una granja escuela hace años. Hemos quedado en reunirnos una vez por semana para ver cómo vamos.
Recuerdo la granja escuela y que nos partíamos de risa con las cabras. Se lo comían todo, hasta los cordones de los zapatos y los puños de las camisas.
―Son monísimas ―digo riendo cuando la cría se me acerca, valiente, y me mordisquea la manga como yo recordaba―. Vas a tener que enseñarnos a cuidarlas. No sé absolutamente nada de cabras.
La mamá se llama Flora y James propone Fauna para la cría. John también ha traído heno, que extendemos por el aprisco del granero. Además, vienen con un par de sacos de comida, pero John nos dice que las cabras comen cualquier cosa y ahora, que ya está aquí la primavera, habrá de sobra.
Y, en efecto, ya está aquí la primavera. Todos los días echo un vistazo a las matas de las fresas, en la parte de atrás, y hoy he visto un brote, que se convertirá en fresa en junio. Los árboles frutales están repletos de flores. Se me hace la boca agua cuando pienso en fruta fresca. Las manzanas de la tienda y la despensa de hortalizas de John hace tiempo que se acabaron. Me aterra ver lo rápido que se van agotando los melocotones en conserva; son los últimos que envasó mi madre. Me permito el pequeño desvarío de esconder un tarro en mi armario.
Hay semilleros en todas las ventanas. Brotes diminutos asoman de la tierra oscura. Les canto todos los días. No sé si ayuda, pero mi madre solía cantarles canciones tontas a las plantas para hacernos reír. Decía que así crecían más rápido, y sus plantas siempre estaban grandes y sanas.
En la vieja granja de John también parece que hubiera estallado un invernadero y mantiene una lucha constante con Laddie, que anda siempre volcando las plantas con las entusiastas sacudidas de su rabo. No paro de pedirle a John que se mude a la cabaña, pero se niega. Dice que estaríamos demasiado apiñados o que sus ronquidos no nos dejarían pegar ojo, pero yo creo que quiere estar allí por si viene Jenny. Tom está destinado en Alemania y John confía en que está a salvo en alguna base militar.
Esta noche vamos a encender el generador para escuchar la radio con la antena nueva. Hemos oído algo que parecía un informe desde New Hampshire, pero perdemos la señal cada poco. James ha anotado las frecuencias prometedoras con las que probar.
Vamos a casa de John a última hora de la tarde. Una nebulosa verde de hojas nuevas cubre ya los árboles, y los pajarillos cantan mientras revolotean por el sendero. Nos instalamos en la enorme cocina de John, donde ha montado la emisora de radioaficionado. En los fogones se está haciendo un estofado, con zanahorias y patatas de las que había almacenadas. Huele de maravilla.
James gira mandos y diales. Los auriculares no funcionan, pero podemos escuchar igual. Nos inclinamos hacia el sonido como atraídos por él. Ana parece la más ilusionada: lleva todo el día hablando de ello, como si creyera que va a poder demostrar que la cosa no está tan mal como pensamos. Me ha ayudado a plantar semillas a las órdenes de Penny, hasta que al final le he dicho que se buscara otro quehacer. En vez de plantarlas con cuidado, las clavaba en la tierra como si la hubieran ofendido personalmente.
Hago todo lo posible por mostrarme civilizada con Ana y Peter. Procuro hablar con ellos como lo hago con los demás, solo que es complicado cuando resulta evidente que les fastidia todo lo que digo. Hacen lo justo y no paran de hablar de lo primero que harán cuando vuelvan a Nueva York. Se han inventado un juego, al que Nelly y yo llamamos la Michelin zombi: uno de ellos menciona un restaurante o bar y el otro enumera los mejores platos, las mejores bebidas y a todas las personas insufribles que los frecuentan y que posiblemente los dos conozcan.
Se oyen interferencias y de pronto una voz, la de un hombre estadounidense.
―¡Ya te tengo! ―grita James.
Nos arremolinamos a su alrededor y escuchamos nuestras primeras noticias en directo desde hace semanas:
… El Ala de Reabastecimiento 157, ahora ubicada en el aeropuerto regional de Mount Washington, en Whitefield, New Hampshire. Pedimos a todos los ciudadanos que ignoren las emisiones pregrabadas en las que se propone como zona segura la base aérea de la Guardia Nacional de Pease, en el aeropuerto internacional de Portsmouth, New Hampshire. La base se ha abandonado debido al elevadísimo nivel de contagios por bornavirus. El resto de la Guardia Nacional se ha retirado al aeropuerto regional de Mount Washington y ha establecido allí una zona segura. Se ruega a todos los ciudadanos no contagiados que se dirijan a esa ubicación si necesitan una zona segura. Hemos estado en contacto con varias ubicaciones más que se postulan como zonas seguras en el noreste. Se trata de zonas seguras civiles, no asociadas con el Gobierno de Estados Unidos. No tenemos conocimiento de ninguna otra zona segura gubernamental en un radio de ochocientos kilómetros.
Lo que significa que todas las demás han caído. Le agarro la mano a Nelly cuando caigo en la cuenta de que eso implica que, en el noreste, ha muerto casi todo el mundo. Puede que algunos se hayan encerrado como nosotros, pero ¿cuántos disponen de comida suficiente como para no tener que salir?
Las siguientes poblaciones del noreste del país se han declarado zonas seguras: las localidades hermanas de Moose River y Jackman, en Maine, que cuentan con el servicio del aeródromo de Newton si se dispone de aeronaves ligeras. Tolland, en Massachusetts, ofrece alojamiento para trescientas personas y puede ayudar a reubicar a más en otras zonas seguras. Sigan las indicaciones de la ruta 57 hasta la zona acordonada. La granja Kingdom Come, en Vermont, ubicada a veinticinco kilómetros al norte de Lowell, en Kingdom Road, Vermont.
Nelly me aprieta la mano como una prensa. Lo miro y niega con la cabeza, pero pasa algo. El locutor cita un par de zonas seguras más y continúa.
Puede que haya otras zonas seguras, pero ahora mismo solo tenemos contacto con estas cinco. Por favor, diríjanse a una de ellas si precisan asistencia. Tengan presente que se examinará a todas las personas en busca de síntomas y se prohibirá la entrada a los contagiados. A todos los que estén claramente infectados se les disparará en el acto. La última vez que tuvimos contacto con el Gobierno de Estados Unidos fue hace una semana. Nos aseguraron que esperan que la situación se prolongue solo unas semanas más.
Hasta ahora, el locutor estaba logrando modular su voz, pero de pronto se le quiebra un poco.
No obstante, nos han informado de que los contagiados podrían seguir activos varios años antes de sucumbir. Les rogamos que se mantengan alerta cuando se dirijan a las zonas seguras. Esta emisión se repetirá cada hora y se actualizará todos los días a las siete de la tarde, hora del este del país.
Hay una pausa y luego el locutor añade en voz baja:
Cuídense. No se pongan en peligro. Viajen armados y ligeros de equipaje. Muévanse con sigilo. Que Dios los bendiga a todos y que Dios bendiga a Estados Unidos.
Se hace el silencio y nos quedamos escuchando el silbido de fondo de la emisora.
―Ven conmigo ―me dice Nelly tirándome de la mano con la que tengo cogida la suya. Lo sigo al porche. Lo noto nervioso: tiene el vello de punta y se pasa una mano por las mejillas―. ¿Esa granja que han nombrado…, Kingdom Come…? ―Agacha la cabeza mientras yo asiento―. Me parece…, bueno, estoy casi seguro de que es el nombre de la granja de Adrian. No tengo la certeza, Cass. Sé que estaba en el noreste de Vermont y que el nombre tenía algo de Kingdom. Juraría que sí. ―Me entra una ráfaga de aire en los oídos y no oigo lo siguiente que dice. Pues claro que Adrian ha montado una zona segura. Nelly se mueve, inquieto, y sus botas arañan las tablas de madera del porche―. No quiero que te ilusiones demasiado. Igual me equivoco ―termina.
―Vale ―digo, pero estoy feliz porque sé que es cierto.
Así es como me lo imaginaba. Me figuro a Adrian ahora mismo, con esa cara tan grave que pone cuando está serio, aunque su mirada siempre sea tierna. Seguro que lo vio venir y empezó a planificar incluso antes que nosotros. Además, si la granja se parece en algo a lo que siempre soñó, será prácticamente autosuficiente.
―No me estás haciendo ni caso, ¿verdad? ―dice Nelly chascando los dedos delante de mi cara.
Pero yo ya estoy muy lejos. Lo presiento ahí fuera, como suele decirse. Adrian está vivo.