CAPÍTULO 72

Cuando Penny levanta la cabeza, que se está agarrando con ambas manos, su semblante por lo general plácido se ve tenso y demacrado. Los primeros rayos de sol que se cuelan por el ventanal le iluminan todas las arrugas de preocupación de la cara. Gracias a Ana, en estos momentos, parece lo bastante mayor para ser su madre.

―Lo siento, chicos ―dice―. Sé que mi hermana es egoísta, pero no pensé que pudiera ser tan estúpida. ¿Cómo se les ocurre?

―Tú no eres responsable de sus actos ―le recuerda John, sentado a la mesa del comedor, negando con la cabeza―. Anoche tuve una charla con ellos. Les dije que no volveríamos al pueblo en un tiempo, que era demasiado peligroso. Ana se disgustó y se quejó de que ella era siempre la última en conseguir lo que necesitaba, pero me pareció que lo habían entendido.

―¿Cuándo se han ido? ―pregunta James agarrándole la mano a Penny y apretándosela.

John se encoge de hombros.

―Hace una hora por lo menos. Me tenían que despertar a las cuatro y, al abrir los ojos, he visto que la casa estaba vacía. Laddie ha debido de venir aquí cuando se han marchado. En ese caso, habrán llegado al pueblo de sobra.

―Vamos a ir a buscarlos ―le dice James a Penny―. Los traeremos de vuelta.

Ella niega con la cabeza.

―No sabemos adónde han ido. Si empezamos a dar vueltas por ahí en el SUV, podríamos llamar la atención. No quiero cargar con esa responsabilidad. Ni que a cualquiera de vosotros le pase algo por su culpa. ¡Es que no me lo puedo creer! ―añade subiendo la voz―. ¡Ahora mismo la mataría!

Plantado en el umbral de la puerta, Nelly estudia el caminito de acceso.

―Vamos a darles unas horas. Seguro que están bien. Si tardan en volver, iremos a buscarlos.

John va a su casa a cambiarse. Yo meto el pan en el horno, pero, cuando lo saco, perfectamente dorado y crujiente, ninguno de nosotros tiene apetito. El rumor de las copas de los árboles al viento se asemeja al rodar de neumáticos en la calzada y no paramos de sobresaltarnos, pensando que ya vuelven. Pero no vienen.

Al final, nos calzamos las pistoleras y las mangas protectoras. En silencio, salimos del caminito de acceso a la pista de tierra. Estoy cabreadísima, pero también preocupada. Quiero mucho a Ana, incluso a Peter, en cierto modo. Y quiero que vuelvan, aunque no me apetezca tenerlos cerca, porque no están a salvo en ningún otro sitio.

Cuando volvemos la última curva antes de la carretera asfaltada, casi chocamos con la camioneta de John. Ana y Peter están vueltos en sus asientos, observando la carretera principal. John se detiene en seco a su lado. Muy serio y seco, los señala con uno de sus dedos gruesos y después señala la carretera que lleva a la cabaña. Ana y Peter parecen adolescentes a los que hubieran pillado saltándose la hora tope para volver a casa.

Penny sale corriendo de la cabaña y espera a que aparezca Ana, asustada y arrepentida.

―Lo siento ―le dice a Penny, pero esta la ignora.

―¡No sé ni qué decirte, Ana! Te he aguantado tus tonterías toda la vida, primero porque papá había muerto y luego porque…, bueno, porque «Ana es así» ―dice, entrecomillando con los dedos la última parte―. Pero te lo digo desde ya: esto se tiene que acabar. Tus tonterías se tienen que acabar ahora mismo. Hoy. ¿Me has entendido? ―Ana la mira fijamente, con esos ojos negros y enormes―. ¡No es una pregunta retórica! ―le grita Penny con las mejillas encendidas de rabia―. ¡Ya está bien! ¿Me has entendido!

―Sí ―susurra Ana y entra en la casa pasando por delante de Penny, pero esta no ha terminado aún.

Se vuelve hacia donde está Peter, que tiene la decencia de parecer avergonzado y la mira como esperando su castigo.

―No voy a decir que esto ha sido cosa tuya porque conozco a mi hermana lo bastante bien como para saber que siempre consigue lo que quiere, pero más te vale no volver a ser tú nunca más quien la ayude a hacer una cosa así.

Peter asiente una vez y entra con la cabeza gacha. Él, siempre tan imperturbable, de repente parece afectado y angustiado, tanto que, si fuera otra persona, hasta me daría pena.